23

Las semanas y los meses posteriores que Annabelle disfrutó con Antoine fueron como un sueño hecho realidad para ambos. El médico pasaba buena parte de los fines de semana con Annabelle y Consuelo. Dejaba que Annabelle presenciara algunas de sus operaciones. Por su parte, ella le consultaba dudas sobre el diagnóstico de algunos pacientes y respetaba su opinión y sus valoraciones, en ocasiones más que las propias. Antoine la invitó a todos los restaurantes buenos de París, y después de la cena solía llevarla a bailar. Cuando el clima se suavizó un poco, empezaron a dar largos paseos por el parque. Le gustaba llevarla a los jardines de Versalles, y allí estaban, besándose cogidos de la mano, cuando cayeron los primeros copos de nieve del invierno. Cada momento que compartían era mágico, pues ningún hombre había sido tan atento y cariñoso con ella en su vida, ni siquiera Josiah. Su relación con Antoine era más madura, mucho más romántica, y además tenían en común su profesión. Él era increíblemente detallista, con frecuencia se presentaba en su casa con un ramo de flores para Annabelle, y le regaló a Consuelo la muñeca más bonita que la niña había visto.

Todo era poco para él. Además, madre e hija pasaban los domingos con la familia de Antoine. Annabelle tenía la impresión de que Consuelo y ella habían sido adoptadas y bien recibidas en todos los sentidos por los suyos.

Annabelle preparó una auténtica cena de Acción de Gracias en honor de Antoine, con el pavo relleno y otros detalles característicos, e intentó explicarle en qué consistía la festividad, que a él le pareció conmovedora. Pasaron la Nochebuena con la familia De St. Gris, y todos se intercambiaron regalos.

Annabelle también había elegido un obsequio para cada uno de ellos: un cálido chal de cachemir para la madre de Antoine, unas elegantes plumas doradas para sus dos hermanos, una primera edición de un libro de medicina muy difícil de encontrar para su padre, preciosos jerséis para sus cuñadas y juguetes para todos Una buena mujer

los sobrinos. La familia fue igual de generosa con ella.

El día de Navidad, Annabelle los invitó a todos a su casa con el fin de agradecerles los numerosos domingos que Consuelo y ella habían compartido con ellos. Antoine todavía no había hecho oficial la relación, pero saltaba a la vista que tenía intenciones a largo plazo. Ya había empezado a hacer planes con ella para el verano siguiente. Y Hélène no dejaba de bromear con la médico sobre el tema.

—¡Oigo campanas de boda! —le dijo un día sonriendo.

Al final la secretaria había terminado por apreciarlo, pues notaba que era muy atento con Annabelle, que parecía pletórica de felicidad.

En Nochevieja, Antoine la llevó a bailar al Hôtel de Crillon. La besó con ternura a medianoche y la miró a los ojos. Y entonces, sin preámbulos, se arrodilló y la miró suplicante, mientras ella se mantenía de pie, con su vestido de noche de satén blanco, con pedrería plateada. Bajó la vista hacia él, asombrada. El hombre habló con solemnidad y una gran emoción en la voz.

—Annabelle, ¿me harías el honor de casarte conmigo?

No había ninguna otra persona a quien pudiera pedirle la mano, así que, con lágrimas en los ojos, la joven asintió con la cabeza antes de decir que sí. Antoine se levantó y la estrechó entre sus brazos, y las personas que los rodeaban en la sala de baile vitorearon a los recién comprometidos. Eran la pareja de oro allá donde fueran, dos personas guapas que además tenían talento, inteligencia, estilo y dignidad. Nunca se llevaban la contraria en nada, y él siempre se mostraba cariñoso y amable con ella.

Anunciaron su compromiso a la familia de Antoine el día de Año Nuevo. Su madre se echó a llorar y los besó a los dos, y después todos brindaron con champán. Se lo dijeron a Consuelo esa misma noche. Después de la boda, Antoine se mudaría a casa de ellas, donde vivirían todos juntos. Ya habían hablado incluso de los hijos que les gustaría tener. Él deseaba tenerlos con todas sus fuerzas, y ella también. Y esta vez todo saldría bien: Annabelle no volvería a estar sola. Era el matrimonio ideal que siempre había merecido tener, pero que se le había resistido hasta ese momento. Ahora todo sería perfecto. Todavía no se habían acostado juntos, pero él era tan sensual y apasionado con ella que no tenía dudas de que sería fantástico.

Lo único que le preocupaba era que Antoine seguía sin conocer su pasado.

Nunca le había hablado de Josiah, ni de la naturaleza de su matrimonio, ni de por qué se había divorciado de ella o por qué motivo había huido de Nueva York. No Danielle Steel

le había contado que, de haberse quedado allí, la habrían apedreado y echado a patadas por ser una desgraciada, pues todos ignoraban los oscuros secretos de Josiah, y ella nunca los había propagado, ni lo haría mientras viviera.

No sabía nada acerca de la concepción de Consuelo, la violación de Harry Winshire en Villers-Cotterêts. Al principio, Annabelle creyó que no había motivos para compartirlo con él. Y, cuando se tomaron más confianza, deseó que lo supiera todo y pensó que era lo más adecuado, pero nunca encontró el momento idóneo. Y

ahora que le había pedido si quería casarse con ella y había aceptado, le resultaba incómodo contarle todas esas cosas; daba la impresión de que era demasiado tarde.

Sin embargo, Annabelle era una mujer de honor y consideraba que debía confesárselo. Había muchas posibilidades de que él nunca se enterara por otros medios, pero incluso en el caso de que no lo descubriera, Annabelle seguía pensando que se merecía saber la verdad. Había estado casada con un hombre y había sido violada por otro. Y lo que Antoine no habría podido imaginar jamás era que, salvo por la violación, Annabelle había permanecido virgen toda su vida.

Tenía treinta y un años, y había estado casada dos de ellos, pero nunca había hecho el amor con un hombre; solo había sufrido aquel violento abuso sexual sobre el suelo en la oscuridad. Y, en cierto modo, a Annabelle le parecía importante que él lo supiera. Consideraba que lo que había vivido y experimentado formaba parte de su personalidad. Y aunque ambas historias eran dramáticas, no le cabía la menor duda de que Antoine sabría comprenderla.

El día después de Año Nuevo empezaron a hacer planes para la boda. Como para él eran sus primeras nupcias, deseaba una boda grande y, además, tenía muchos amigos a quienes invitar. Annabelle habría preferido algo más discreto, pues oficialmente era «viuda» y tenía muy pocos amigos en París, y ni un solo pariente aparte de Consuelo. No obstante, quería hacer lo que a él le hiciera feliz y lo que él considerase mejor.

Hablaron sobre la lista de invitados y su ubicación, así como de cuántos niños les gustaría tener, mientras terminaban de comer en Le Pré Catalan, en el Bois de Boulogne, y después fueron a dar un paseo. Hacía un día fresco y despejado. Y de repente, mientras ella paseaba con la mano engarzada en el brazo de él, supo que era el momento adecuado, tanto si le gustaba como si no. No podían comentar los pormenores de la boda, o el número de hijos que les gustaría tener juntos, sin que él supiera algunos detalles de su vida. Sabía que eso no cambiaría las cosas entre ellos, pero sentía que su honor la obligaba a contárselo.

Se produjo un lapso de pacífico silencio mientras caminaban, que ella Una buena mujer

aprovechó para volverse hacia su prometido con expresión seria.

—Tengo que contarte una cosa —le anunció casi en un susurro.

Sentía un hormigueo en el estómago, como si le bailara una mariposa dentro, pero quería quitarse el peso de encima cuanto antes y dejar volar la mariposa.

—¿De qué se trata? —preguntó él sonriéndole.

Era el hombre más feliz del universo.

—De mi pasado.

—Ah, sí, claro. Para pagarte los estudios en la facultad de medicina tuviste que trabajar como bailarina de cabaret en el Folies Bergère, ¿verdad?

—No va por ahí.

Ella sonrió. Le alivió saber que la haría reír durante el resto de su vida.

Pasaron por delante de un banco y Annabelle propuso que se sentaran. Eso hicieron y Antoine le colocó un brazo alrededor de los hombros y la acercó hacia su cuerpo. Le encantaba que lo hiciera. Por primera vez desde hacía años, se sentía amada, protegida y segura.

—Hay algunos aspectos de mi vida que no te he contado —le dijo con total sinceridad—. No estoy segura de si son importantes, pero aun así creo que deberías saberlos. —Respiró hondo y empezó a hablar. Era más duro de lo que había imaginado—. En otro tiempo estuve casada.

Él sonrió de oreja a oreja.

—Sí, amor mío, ya lo sé.

—Bueno, es que no fue exactamente lo que piensas, o con quien piensas.

—Qué misterioso suena eso...

—En cierto modo, lo es. O lo fue para mí... durante mucho tiempo. Me casé con un hombre llamado Josiah Millbank cuando tenía diecinueve años. Fue en Nueva York. Él trabajaba para el banco de mi padre. Ahora que lo veo con distancia, supongo que sentía lástima por mí después de la muerte de mi padre y de mi hermano. En realidad era más como un amigo, pues tenía diecinueve años más que yo. Pero un año después del accidente en el que murieron, me pidió en matrimonio. Proviene de una familia muy respetable, o mejor dicho, provenía. Y

en aquel momento, todo parecía de lo más lógico. Sin embargo, nos casamos y no Danielle Steel

pasó nada.

»O dicho en plata: nunca nos acostamos juntos. Yo pensaba que era por mi culpa, que yo tenía algún defecto. El caso es que cuando se daba la ocasión, él siempre la posponía. Solía decir que teníamos “mucho tiempo por delante”.

Antoine no dijo ni una palabra, y a Annabelle se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar aquella decepción y aquella pena tan honda y tan olvidada ya.

Continuó:

—Dos años después de que nos casáramos, me confesó que él pensaba que podría estar casado conmigo y llevar una doble vida. Pero, al parecer, no era capaz.

Estaba enamorado de un hombre, un amigo íntimo de la universidad que siempre venía con nosotros. Yo no sospechaba nada. También lo tenía por amigo. Después de muchos rodeos, Josiah terminó por contarme que estaba enamorado de él y que llevaba veinte años amándolo. Pensaban marcharse juntos a México, es decir, iba a abandonarme. Lo que le hizo decidirse por fin fue que había descubierto que los dos tenían sífilis. No volví a verlo jamás. Murió a principios de este año. Pero, tranquilo, nunca corrí el riesgo de contagiarme, pues, como te he dicho, no nos acostamos juntos ni una vez. Cuando se disolvió nuestro matrimonio, yo seguía igual de virgen que cuando había jurado los votos. Sinceramente, yo estaba dispuesta a seguir casada con él a pesar de todo. Lo amaba y no me importaba renunciar a otro tipo de vida o de futuro personal. Sin embargo, él se negó. Dijo que tenía la obligación de dejarme libre, pues merecía algo mejor que lo que él podía darme: un marido de verdad e hijos, y todo lo que él me había prometido y no podía cumplir.

En ese momento del relato, las lágrimas empezaron a resbalarle a borbotones por las mejillas.

—Solicitó el divorcio porque yo me negué a hacerlo. Cuando lo hizo, pensaba que era lo mejor para mí. Pero en Nueva York, el único motivo de divorcio aceptado era acusar al otro de adulterio. Así pues, se divorció de mí alegando que le era infiel. Alguien filtró la historia a los periódicos y me convertí en una paria de la noche a la mañana. Todos me retiraron la palabra, incluso mi mejor amiga. Si me hubiera quedado, habría tenido que soportar el desprecio de todos aquellos que conocía en Nueva York. Era una marginada, una vergüenza.

Entonces fue cuando me marché rumbo a Francia. Pensé que no me quedaba otra opción. Y fui a trabajar a la abadía de Royaumont. Así fue como recalé aquí.

—¿Y entonces fue cuando volviste a casarte? —Antoine reflejaba una increíble sorpresa. La única reacción que podía interpretar Annabelle en su rostro Una buena mujer

era la confusión absoluta.

La mujer sacudió la cabeza.

—No, no volví a casarme. No volví a mantener ninguna relación afectiva con ningún hombre. Estaba demasiado conmocionada por todo lo que había ocurrido en Nueva York. Me limité a trabajar día y noche. Ni siquiera miraba a los hombres.

—¿Y Consuelo es hija de una virgen? —preguntó él, todavía más confundido.

—Más o menos —admitió ella. Respiró hondo y le contó el resto—. Me violaron una noche en Villers-Cotterêts. Fue un oficial británico borracho, que resultó ser de una familia decente, aunque él era abominable, peor que la oveja negra. No lo vi más que esos minutos en los que abusó de mí, ni una sola vez más.

Lo mataron poco después. Entonces descubrí que me había quedado embarazada.

Trabajé casi hasta el séptimo mes de embarazo, porque me ataba la barriga con vendas para ocultarlo.

Aquellos detalles le resultaban muy dolorosos y le costaba mucho admitirlos ante él. Pero no le quedaba otro remedio. Una vez que lo supiera todo, Annabelle no volvería a tener secretos para él. Y la verdad de lo ocurrido era esa: —Nunca me casé con él, pues ni siquiera lo conocía. Lo único que sabía era cómo se llamaba. Me quedé sola con Consuelo. No me puse en contacto con su familia hasta este año. Su madre vino a visitarnos y fue muy amable. Se mostró muy dulce, tanto con la niña como conmigo. Al parecer, no era la primera vez que su hijo hacía algo así. No se sorprendió. —En ese momento se volvió para mirar a Antoine a la cara, con el rostro surcado de lágrimas—. Así que estuve casada, pero no con él. Técnicamente, Consuelo es una hija ilegítima, por eso le puse mi apellido. Y no soy viuda. Soy divorciada, de un matrimonio con otro hombre. Y ahí se acaba la historia —dijo entonces, aliviada por fin.

—¿Ahí se acaba la historia? —preguntó él con tensión en la mirada—. ¿No has estado en la cárcel ni has matado a nadie?

Ella sonrió ante su pregunta y negó con la cabeza.

—No.

Lo miró con mucho cariño y se enjugó las lágrimas. Había sido duro contárselo todo, pero se alegraba de haberlo hecho. Quería ser totalmente sincera con él. Sin embargo, cuando volvió a mirarlo a la cara, él se puso de pie de un brinco y empezó a caminar. Parecía disgustado, casi en estado de shock. Incluso Danielle Steel

Annabelle tenía que reconocer que la historia era impactante.

—A ver si lo he entendido bien: estuviste casada con un hombre con sífilis, pero aseguras que nunca te acostaste con él.

—Eso es —confirmó ella en un susurro, preocupada por el tono de voz de Antoine.

—Se divorció de ti por un adulterio que tú insistes en que no cometiste, a pesar de que nunca te hizo el amor. Fuiste repudiada por la sociedad neoyorquina por culpa de un adulterio que no existió, pero que tu marido alegó para divorciarse de ti porque tú te negabas a divorciarte, a pesar de que él te había engañado con un hombre. Entonces huiste justo después del divorcio. Y, una vez aquí, te quedaste embarazada de forma ilegítima, de un hombre que aseguras que te violó. No te casaste con él ni volviste a verlo. Diste a luz a su hija bastarda, pero fingiste que eras viuda en lugar de divorciada, y no contaste a nadie que te había rechazado tu ex marido porque prefería acostarse con otro hombre. Y luego llevaste a esa hija bastarda a la casa de mis padres y dejaste que jugara con mis sobrinos, mientras actuabas como si fueras viuda tanto delante de mi familia como de mí, cosa que es otra mentira. Por el amor de Dios, Annabelle, ¿hay una sola cosa que sea verdad de todo lo que me has dicho desde el principio de nuestra relación? Y, para colmo, me aseguras que, aparte de esa oportuna violación, que dio como fruto a tu hija bastarda, casi eres virgen todavía. Pero ¿es que crees que soy imbécil?

La atravesó con la mirada, mientras sus palabras perforaban el corazón de Annabelle como un puñal. Jamás en su vida había visto a nadie tan enojado, aunque ella también estaba dolida. Rompió a llorar otra vez mientras se acurrucaba hecha un ovillo en el banco, y él caminaba en círculos cada vez más furioso. Annabelle ni siquiera se atrevía a alargar el brazo para tocarlo, pues temía que, si lo hacía, él le devolviera la caricia con un bofetón. Lo que Antoine le había dicho era imperdonable.

—Tienes que reconocer —dijo él con frialdad— que cuesta un poco de creer.

Tu santa inocencia a lo largo de toda la vida, tu falta de responsabilidad sobre lo ocurrido..., cuando en realidad sospecho que engañaste a tu marido y que, para colmo de males, es probable que tengas la sífilis. Gracias a Dios que no me he acostado contigo. Me pregunto cuándo pensabas contarme este secretito. En Nueva York te trataron como a la ramera que obviamente demostraste ser, y luego vas y tienes una hija bastarda con alguien que aseguras que pertenece a la nobleza británica... Pero, vamos a ver, ¿quién se traga eso? Te has comportado como una zorra desde el principio hasta el final. Y por favor, ahórrate ese cuento de tu Una buena mujer

virginidad —la atacó—. Sabiendo que corro el riesgo de contraer la sífilis, no tengo intención de ponerla a prueba.

Si la hubiera golpeado con los puños no le habría hecho más daño que con sus insultos. En ese momento, Annabelle se puso de pie para mirarlo a la cara, temblando toda ella. Antoine acababa de demostrarle aquello que tanto había temido Annabelle: que tendría que cargar con los pecados de los demás y que nadie aceptaría nunca su inocencia, ni siquiera un hombre que aseguraba que la amaba, pero que no la creía cuando ella le confesaba la verdad.

—Todo lo que acabo de contarte es cierto —dijo Annabelle entre lágrimas—, desde la primera palabra hasta la última. Y no se te ocurra volver a llamar a mi hija «bastarda». Ella no tiene la culpa de que me violaran, y yo tampoco. Podría haber abortado, pero me daba tanto miedo que al final decidí tenerla de todos modos, y camuflarlo de la mejor manera posible para que las personas no la llamaran justo lo que tú acabas de llamarla. Puede que la sífilis sea contagiosa, pero desde luego la ilegitimidad, no. No tienes por qué preocuparte de que tus sobrinos se contagien de ella. Te aseguro que no corren ningún peligro con mi hija.

En esos momentos Annabelle estaba furiosa, y herida por la crueldad de las palabras de Antoine.

—¡No puedo decir lo mismo de ti! —volvió a insultarla sin piedad. Sus ojos quemaban como el fuego al hielo—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar que podrías engatusarme para que me casara contigo fingiendo ser viuda, olvidando mencionarme todo esto a propósito? Y me refiero a todo: desde la sífilis al adulterio, y por supuesto lo de tu hija bastarda. ¿Cómo has podido presentarte ante mi familia como algo que no eres? Y además ahora intentas convencerme de todas estas mentiras flagrantes. Por lo menos ten las agallas de reconocer lo que eres.

Estaba lleno de rabia. Se sentía como si ella le hubiera robado algo: su fe, su confianza y la santidad de su familia. Lo que acababa de confesarle era impensable, y no volvería a creer ni una sola palabra dicha por Annabelle. Y, por supuesto, no se tragaba esa patraña con la que ahora intentaba lavar su imagen.

—¿Y qué es lo que crees que soy, eh, Antoine? ¿Una ramera? ¿Qué ha pasado con el amor y la fe en mí que deberías sentir si tanto me quieres? No tenía por qué explicarte nada de esto. Lo más probable es que nunca te hubieras enterado. Pero deseaba contarte la verdad porque te amo y creo que tienes derecho a saberlo todo sobre mí. Las cosas malas que me han ocurrido fueron provocadas en su mayor parte por los demás, y ya he pagado un precio muy alto por ellas. Me Danielle Steel

abandonó un marido al que quería disolviendo un matrimonio que era una farsa, y por ese motivo me dio la espalda el único mundo que conocía hasta entonces.

Perdí a todos mis seres queridos y viajé aquí sola a los veintidós años. Me violaron cuando todavía era virgen. Y tuve una hija, que no deseaba, también yo sola.

¿Cuántas penalidades más tengo que soportar para que te comportes como un ser humano y tengas un poco de compasión y fe en mí?

—Eres una fresca y una mentirosa, Annabelle. Lo llevas escrito en la cara.

—Entonces, ¿por qué no te habías dado cuenta antes? —preguntó ella, sin dejar de llorar mientras lo decía.

Se estaban gritando el uno al otro en medio del Bois de Boulogne, aunque por suerte no había nadie cerca que pudiera oírles.

—No me había dado cuenta antes porque mientes muy bien. Es más, eres la persona que mejor miente de todas las que conozco. Me tenías completamente engañado. Has contaminado a mi familia y mancillado todo lo que tanto quiero — la acusó él, con aire pomposo y tono cruel—. No tengo nada más que decirte — añadió, y entonces se apartó de ella cuanto pudo—. Me voy a casa, y no pienso acompañarte a la tuya. A lo mejor puedes pedirle a un soldado o a algún marinero que te lleve, y de paso darte una alegría en el camino de vuelta. No me atrevería a tocarte ni con la punta de la bota.

Se volvió para darle la espalda, antes de empezar a andar con zancadas largas, mientras ella se quedaba allí plantada mirándolo y temblando de la cabeza a los pies, e incapaz de creer lo que acababa de oír o lo que él había hecho. Un momento después, Annabelle oyó el motor del coche de Antoine y empezó a andar para salir del Bois de Boulogne. Se sentía igual que si su mundo se hubiese derrumbado, y sabía que no volvería a confiar en nadie jamás. Ni en Hortie. Ni en Antoine. Ni en ninguno de sus conocidos. De ahora en adelante, sus secretos serían solo suyos, y Consuelo y ella vivirían sin necesidad de ninguna otra persona.

Estaba tan destrozada y abstraída que casi la atropelló un coche cuando por fin llegó a la carretera.

Llamó a un taxi y le dio la dirección al conductor. Estaba congelada hasta el tuétano cuando se sentó sin dejar de sollozar en el asiento posterior del vehículo. El amable ruso que iba al volante acabó por preguntarle si podía hacer algo para ayudarla. Pero ella se limitó a sacudir la cabeza. Antoine acababa de hacer realidad sus peores pesadillas: que nadie creería jamás en su inocencia y que la condenarían para siempre por lo que le habían hecho los demás. Lo poco que quedaba de su corazón acababa de romperse en mil pedazos a sus pies. Antoine le había Una buena mujer

demostrado que no existía el concepto del amor, ni del perdón. Y la idea de que Consuelo pudiera contaminar a su familia, o cómo la había insultado, hacía que le entraran ganas de vomitar.

Cuando llegaron a la casa del decimosexto distrito en la que vivía Annabelle, el caballeroso ruso blanco se negó a cobrarle la carrera. Sacudió la cabeza repetidas veces y volvió a ponerle el dinero en la mano.

—Nada puede ser tan horrible, señora —le dijo.

Él también había pasado muy malos tragos en los últimos años.

—Sí, sí que puede... —contestó Annabelle, y se atragantó en un sollozo.

Le dio las gracias y entró corriendo en casa.

 

Danielle Steel