25
Annabelle recibió dos cartas a principios de primavera. Ambas le dieron mucho que pensar. Una de ellas la había enviado lady Winshire, quien invitaba a Consuelo y a ella a pasar unos días juntas en Inglaterra. Le decía que pensaba que sería beneficioso para la niña el ver de dónde procedía la otra mitad de su familia y cómo vivían, pues eso formaba parte de sus raíces. Confiaba en que fueran a verla en cuanto pudieran. Le dio vueltas a la propuesta, pero no estaba segura. Harry Winshire seguía siendo un recuerdo terrible para ella, pero, al mismo tiempo, lo que decía su madre era cierto. La cuestión no era Harry, sino Consuelo y la abuela que por fin había conocido. Tenía la sensación de que a su hija le haría ilusión ir a visitarla.
La segunda carta era del empleado del banco de su padre que seguía al cargo de sus asuntos financieros. Durante todo ese tiempo, habían ido transfiriéndole dinero para sus gastos en Francia, pero el grueso de su fortuna continuaba en Estados Unidos. Por primera vez en mucho tiempo, el empleado le preguntaba qué quería hacer con la casa de Newport. Hacía diez años que no la pisaba, pero nunca se había visto con ánimos de desprenderse de ella. Tenía muchos recuerdos asociados a esa casa, aunque tampoco se imaginaba regresando allí, ni siquiera de visita. Y también formaba parte de la herencia familiar de Consuelo, mucho más que los terrenos de lady Winshire, pues el padre de Consuelo nunca había entrado en sus vidas.
El empleado del banco le había escrito para contarle que le habían hecho una oferta más que razonable para comprar la casa de verano. Blanche, William y los demás sirvientes continuaban viviendo allí y manteniéndola en perfecto estado, pero habían perdido toda esperanza de volver a ver a Annabelle. No podía decir que se equivocaran. Durante todos esos años, ella no había sentido deseos de regresar. De vez en cuando lo echaba de menos, pero también conocía el Una buena mujer
sufrimiento y el ostracismo que sufriría si volvía, aunque fuese unos días. No le quedaba nadie a quien visitar en su país. Y temía que, si regresaba, se reabrirían las antiguas heridas causadas por la pérdida de su familia y de todos sus seres queridos, incluido Josiah. No quería verse obligada a revivir ese dolor. A pesar de todo, tampoco se sentía preparada para venderla, aunque el banquero tenía razón, la oferta que le habían hecho era buena. Era incapaz de tomar una decisión.
Se centró primero en la propuesta de lady Winshire y se la comentó a Consuelo esa misma noche, durante la cena. La niña se entusiasmó al instante y dijo que ella quería ir. Y, aunque pareciera extraño, a Annabelle también le apetecía. Pensaba que a las dos les sentaría bien salir un poco. Su hija le había pedido varias veces que volvieran a Deauville, pero ella no quería, después de la amarga experiencia con Antoine. Tenía la impresión de que los malos recuerdos la acechaban por todas partes, y no hacía más que esconderse de sus propios fantasmas.
Respondió a la carta de lady Winshire al día siguiente para decirle que les encantaría ir a verla. En cuanto leyó su respuesta, lady Winshire contestó inmediatamente y les propuso distintas fechas para elegir. Escogieron el fin de semana del cumpleaños de Consuelo. Cumpliría siete años. Para entonces haría mejor tiempo. Annabelle le pidió a su ayudante Hélène que comprara los billetes e hiciera los preparativos del viaje. Primero tomarían el tren a Calais, cruzarían el canal de la Mancha hasta Dover, y luego lady Winshire mandaría que alguien las fuera a buscar. Desde allí solo había dos horas de coche hasta su finca.
Cuando llegó el fin de semana en cuestión, Consuelo estaba tan nerviosa que no podía dejar de moverse ni un momento. Brigitte iba a quedarse en París, donde había pensado disfrutar del fin de semana con su nuevo novio. Annabelle se subió al tren con las dos maletas en la mano y guió a la niña para que no se perdiera, y ambas se acomodaron en el compartimiento de primera clase que Hélène les había reservado. Era la mayor aventura que Consuelo vivía desde que se habían mudado a París dos años antes, aparte del fin de semana en Deauville con Antoine. Ya no hablaban de él. Aunque todavía era pequeña, había entendido que el tema resultaba doloroso para su madre, así que evitaba mencionarlo. Annabelle se lo había encontrado una vez en el hospital, pero en cuanto lo había visto, se había dado la vuelta y había corrido por la escalera de servicio para llegar por otro camino a la habitación del paciente al que iba a visitar. No quería volver a hablar con él en la vida. Su traición había sido demasiado grande.
Mientras el tren salía de la Gare du Nord, Consuelo lo observaba todo con Danielle Steel
fascinación y Annabelle sonreía. Comieron en el vagón-restaurante «como dos damas», tal como dijo su hija, y después se deleitaron con el paisaje que pasaba ante ellas, hasta que la niña acabó por dormirse en el regazo de su madre. Esta apoyó la cabeza en el asiento y recapacitó sobre los últimos meses transcurridos.
Habían sido muy duros. Era como si Antoine no solo le hubiera arrebatado el sueño que le había ofrecido, sino también la esperanza de que cambiaran sus condiciones de vida.
En esos momentos Annabelle tenía la impresión de que siempre la castigarían por su pasado. Había sido víctima de las decisiones de otras personas, de sus debilidades y sus mentiras. Era deprimente asimilar ese sentimiento, como si la verdad no fuera a salir a la luz jamás y ella nunca fuera a ser capaz de limpiar su nombre. No importaba cuántas cosas hubiera vivido desde entonces, o qué logros hubiera conseguido, lo que parecía pender en el aire eternamente, igual que un tatuaje que no pudiera borrarse, eran los pecados con los que la habían hecho cargar, aunque se trataran de los pecados de otras personas. Era una buena madre y una excelente médico, una mujer decente, y a pesar de todo siempre sería estigmatizada por su pasado. Y el caso de Consuelo era mucho peor: estaba marcada desde la cuna. Antoine era el único que se había atrevido a pronunciar la palabra. Era un apelativo cruel para una niña inocente.
Apenas tres horas más tarde llegaron a Calais y se subieron al barco.
Annabelle temía ese momento. Le gustaba navegar, pero el canal de la Mancha siempre estaba agitado y tenía miedo de que Consuelo se marease con el vaivén. Al final resultó que la travesía fue muy accidentada, pero la pequeña disfrutó de cada minuto del trayecto. Cuanto más subía y bajaba el ferry y más se tambaleaba entre las olas bravas, más reía y más gritaba, completamente emocionada. Para cuando llegaron a Dover, en la otra orilla, Annabelle empezaba a sentirse mareada, pero su hija estaba más contenta que nunca. Bajó de un salto de la embarcación, dándole una mano a su madre y con su muñeca preferida en la otra.
El chófer de lady Winshire las esperaba en un Rolls de época en el muelle, tal como les había prometido la señora. El trayecto de dos horas recorría una zona campestre, que describía curvas suaves entre granjas con vacas y fincas inmensas, salpicadas por algún que otro castillo antiguo. Para Consuelo, aquello era una aventura increíble. Y ahora que habían bajado del barco, Annabelle también empezaba a disfrutar del viaje.
Sin embargo, ninguna de las dos estaba preparada para la magnificencia de la propiedad de los Winshire, ni para el esplendor de la enorme mansión. Había Una buena mujer
árboles centenarios altísimos que bordeaban el largo camino que conducía a la vivienda principal, y gracias a la fortuna de lady Winshire, independiente de la del difunto conde, la propia mansión, construida en el siglo XVI, lucía un aspecto impecable. Incluso los establos eran más grandes, más limpios y más hermosos que muchas casas corrientes. Lady Winshire había destacado como jinete cuando era joven, y aún le gustaba mantener el establo con unos cuantos caballos de pura raza, que media docena de mozos de cuadra montaban a diario.
Cuando salió a recibirlas a la escalinata de la entrada, lucía un aspecto más imponente que nunca, con un vestido azul oscuro, resistentes zapatos para caminar, las consabidas perlas y otro sombrero enorme. Blandía el bastón de plata como si fuese una espada, con la que señaló sus maletas antes de mandarle al chófer que se encargara de llevarlas a sus habitaciones. Y, acto seguido, con una amplia sonrisa y después de haber abrazado tanto a Annabelle como a Consuelo, quien miraba con los ojos como platos todo lo que veía, les indicó que la acompañaran dentro.
Recorrieron una galería interminable, en la que se sucedían decenas de retratos de familia con semblante serio; después pasaron por un salón gigantesco con una lámpara de araña magnífica, una biblioteca abarrotada de libros antiguos, una sala de música con dos arpas y un majestuoso piano, y un comedor con una mesa lo bastante grande para acomodar a cuarenta comensales, que era donde solían dar las cenas de sociedad en otros tiempos. Las habitaciones para recibir a los invitados se sucedían sin descanso, hasta que por fin llegaron a una salita de estar más pequeña y acogedora, donde a la condesa le gustaba sentarse para contemplar los jardines. Cuando Annabelle observó los alrededores y el esplendor de aquella mansión, pensó que costaba mucho creer que alguien que hubiera crecido en ese entorno pudiera llegar a violar a una mujer, para después amenazarla de muerte si contaba lo sucedido. Encima de un tapete había fotos de ambos hijos de la familia Winshire. Y, después de tomar un té con bollitos, acompañados de nata espesa y mermelada, lady Winshire le pidió a una de las sirvientas que le enseñara los establos a Consuelo. Había mandado que ensillaran un poni, para que si, le apetecía a la niña, pudiera montarlo y dar una vuelta con él. Annabelle le agradeció su amabilidad y su cálida bienvenida en cuanto Consuelo desapareció para ver el poni.
—Tengo mucho que compensar... —se limitó a decir la anciana, y Annabelle sonrió.
No la hacía responsable de los delitos de su hijo. Además, ¿cómo podía Danielle Steel
seguir considerando un delito lo que le había hecho cuando había resultado en Consuelo, a pesar del modo en que hubiera sido concebida? Compartió este pensamiento con lady Winshire, quien agradeció a Annabelle tal generosidad de espíritu, y le dijo que, a pesar de lo mucho que lo había amado, su hijo no merecía a alguien como ella. Le confesó con tristeza que había sido un hijo irresponsable y malcriado.
Charlaron un rato más y después salieron a pasear por los jardines, y al cabo de unos minutos vieron aparecer a uno de los mozos de cuadra, con Consuelo montaba en el poni. Parecía flotar en una nube. Saltaba a la vista que la niña se lo estaba pasando en grande, gracias a la abuela que acababa de recuperar. Lady Winshire le preguntó a Annabelle si a ella también le apetecía montar a caballo. La joven le respondió que hacía años que no montaba, pero tal vez se animara a la mañana siguiente. Todos esos lujos y caprichos habían desaparecido de su vida en cuanto había abandonado Estados Unidos. Pensó que tal vez fuera divertido volver a montar a caballo. De jovencita lo hacía con frecuencia, sobre todo en verano, cuando estaban en Newport.
Después de que Consuelo y el mozo de cuadra regresaran a los establos, Annabelle mencionó que estaba planteándose vender la casa de campo de Newport.
—¿Por qué quiere venderla? —le preguntó la anciana, casi como un reproche—. Me dijo que había pertenecido a su familia desde hacía generaciones.
Es preciso que la conserve, es parte de su historia. No la venda.
—No estoy segura de si voy a regresar. Hace diez años que no la piso. Está allí plantada, olvidada y vacía, atendida por cinco sirvientes.
—Debería volver —dijo lady Winshire con rotundidad—. Además, también es parte de la historia de Consuelo. La niña tiene derecho a eso, a todas sus cosas, y a todas las nuestras. Toda su herencia define quién es, y en quién se convertirá algún día. Del mismo modo que es parte de usted.
Era evidente que tener todas esas pertenencias le había hecho un flaco favor a Harry, pensó Annabelle para sus adentros, pero no se atrevía a contestarle algo así a su madre, quien, a fin de cuentas, ya lo sabía, así que lo guardó para sí misma.
—No puede huir eternamente de la persona que es, Annabelle. No puede negarlo. Y Consuelo debería ver la casa. Tendría que llevarla algún día de visita.
—Todo eso es agua pasada para mí —contestó Annabelle con aire testarudo, mientras lady Winshire negaba con la cabeza.
Una buena mujer
—Para ella solo es el principio. Consuelo necesita algo más que París en su vida, igual que usted. Necesita que nuestras historias se entrelacen y le sean ofrecidas como un ramo de flores.
—Me han hecho una oferta muy buena. Y siempre podría comprarme alguna propiedad en Francia.
Sin embargo, nunca lo había hecho. Lo único que tenía en París era una casa muy modesta en el decimosexto distrito. No poseía ninguna casita en el campo, y tenía que reconocer, al ver cómo se divertía allí Consuelo, que a su hija le sentaría de fábula algo similar.
—Sospecho que podría hacerlo igualmente —supuso acertadamente la dama.
Annabelle había heredado una inmensa fortuna de su padre, y otra casi igual de grande de su madre, de las que apenas había gastado nada en años. Ya no encajaba con su nuevo estilo de vida ni con su labor como médico, y había puesto mucho esmero en que ningún rasgo opulento se reflejara en ella durante los últimos diez años. Eso decía mucho en su favor, pero en esos momentos, a punto de cumplir los treinta y un años, tenía edad suficiente para empezar a disfrutar de su fortuna.
Entonces lady Winshire se dirigió a ella con una sonrisa: —Confío en que vengan a verme con frecuencia. Todavía viajo a Londres de vez en cuando, pero la verdad es que paso aquí la mayor parte del tiempo. —Era la casa familiar de su difunto esposo, cosa que le recordó otro tema que quería comentarle a Annabelle cuando Consuelo no estuviera presente. No estaba segura de si le parecería un poco precipitado, pero llevaba dándole vueltas desde hacía tiempo—. He pensado mucho en la situación de Consuelo, provocada por el hecho de que su padre y usted no estuvieran casados. Eso podría suponer un gran lastre para la niña dentro de unos años, cuando crezca un poco. No puede mentirle toda la vida, y algún día es posible que alguien ate cabos. He hablado con nuestro abogado, y no tiene mucho sentido que yo la adopte a estas alturas. Además, es su hija. Por otra parte, Harry no puede casarse con usted de manera póstuma, lo cual es una pena. Pero lo que sí puedo hacer es reconocer a Consuelo oficialmente, lo cual mejoraría las cosas en cierto modo, pues podría añadir nuestro apellido al suyo, si le parece adecuado, por supuesto —le sugirió con mucho tacto.
No deseaba ofender a la madre de la niña, que tan valiente había sido al afrontar todas las responsabilidades de su crianza en solitario. Sin embargo, Danielle Steel
Annabelle le respondió con una sonrisa. Desde que había tenido que aguantar los insultos de Antoine, especialmente el de que Consuelo era una bastarda, ella también estaba muy sensibilizada con ese tema. Solo de pensarlo volvía a sentirse dolida.
—Me parece una idea fantástica —dijo Annabelle muy agradecida—. Podría facilitarle las cosas en el futuro.
—¿No le importaría, Annabelle? —Lady Winshire parecía esperanzada.
—Al contrario, me encantaría. —Asociaba el apellido con lady Winshire, no con su malvado hijo—. De ese modo, mi hija se convertiría en Consuelo Worthington-Winshire, o a la inversa, lo que usted prefiera.
—Creo que lo mejor sería Worthington-Winshire. Puedo pedir a nuestros abogados que empiecen a preparar los documentos ahora mismo.
Sonrió de oreja a oreja a Annabelle, quien se inclinó hacia delante y la abrazó.
—Qué amable es con nosotras —le dijo ella para agradecérselo de nuevo.
—¿Y por qué no iba a serlo? —preguntó la anciana restándole importancia— . Es usted una buena mujer. Me he dado cuenta de que ha sido una madre fabulosa para la niña. No sé muy bien cómo, pero, a pesar de todo, ha logrado llegar a ser doctora en medicina. Y por las referencias que me han llegado, bastante buena en su trabajo. —El médico particular de la señora había hecho algunas discretas averiguaciones a través de colegas de profesión que conocía en Francia—. Pese a todo lo que le hizo mi hijo, no le ha reprochado nada a la niña, ni siquiera a mí. Y
empiezo a pensar que ha dejado de reprochárselo incluso a él. No estoy segura de lo que habría hecho yo en su lugar... Es una mujer respetable, responsable, decente y muy trabajadora. Se dejó la piel por ayudar a los demás durante la guerra. No tiene familia que la apoye. Lo ha hecho todo por sí misma, sin que nadie le echara una mano. Fue lo bastante valiente para tener una hija ilegítima y asimilar la situación lo mejor posible. No se me ocurre una sola cosa por la que no debería respetarla o apreciarla. De hecho, es una mujer extraordinaria y estoy orgullosa de haberla conocido.
Sus palabras sinceras provocaron las lágrimas de Annabelle. Era el antídoto contra todo lo que le había dicho Antoine.
—Ojalá yo supiera verlo desde ese prisma —dijo con tristeza—. Lo único que veo son mis errores. Y lo único que la gente parece ver, salvo usted, son las etiquetas que los demás me han colgado.
Una buena mujer
En ese momento le confesó uno de sus secretos mejor guardados, pues le contó que se había divorciado antes de marcharse de Estados Unidos, y le explicó los motivos. Con ello solamente consiguió que lady Winshire la admirase todavía más.
—Es una historia asombrosa —comentó la anciana después de recapacitar durante unos instantes. No se escandalizaba con facilidad, y el relato del matrimonio de Annabelle con Josiah no había hecho más que aumentar su lástima por la joven—. Qué tonto fue al creer que podría compaginarlo todo.
—Creo sinceramente que pensaba que podría, pero luego descubrió que era imposible. Y su amigo nos acompañaba a todas partes. Eso debió de dificultarle todavía un poco más las cosas.
—A veces las personas somos muy bobas —insistió lady Winshire sacudiendo la cabeza—. Y lo más ingenuo de todo fue que él creyera que divorciándose de usted no emborronaría su apellido. Es muy bonito eso de decir que deseaba dejarla libre para que pudiera rehacer su vida. Cuando se divorció por adulterio con el fin de liberarla no hizo más que arrojarla a los perros. Por el mismo precio, también podría haberla quemado en la hoguera en la plaza mayor, si me permite la expresión. De verdad, qué ignorantes y egoístas pueden ser a veces los hombres. Supongo que no es fácil enmendar ese error a estas alturas. —Annabelle sacudió la cabeza—. Pero tiene que repetirse que le es indiferente. Usted conoce la verdad. Y eso es lo que importa.
—Pero no evitará que la gente siga cerrándome la puerta en las narices — dijo Annabelle con nostalgia—. Igual que a Consuelo.
—¿Tanto le importa esa gente en el fondo? —preguntó con sinceridad lady Winshire—. Si realmente son personas lo bastante malvadas para hacerle eso a usted y a la niña, son ellas quienes no se merecen a ninguna de las dos, y no al contrario.
Annabelle le contó la experiencia, todavía reciente, que había vivido con Antoine, y la dama se indignó.
—¿Cómo se atrevió a decirle cosas como esas precisamente a usted, Annabelle? No hay nada más estrecho de miras y más pervertido que las pretensiones de superioridad moral de quienes se hacen llamar burgueses.
Querida, la habría hecho desdichada, créame. Hizo muy bien en no dejar que volviera con usted. No la merecía.
Annabelle sonrió al oírle decir eso y le dio la razón. Estaba muy triste por Danielle Steel
todo lo que había pasado, pero una vez que había descubierto cómo era en realidad Antoine, no lo echaba de menos. Lo único que añoraba era la ilusión y la esperanza acerca de cómo podría haber sido la vida a su lado, algo que, evidentemente, nunca tendría lugar. Había sido una fantasía. Un sueño hermoso que se había convertido en una pesadilla a raíz de sus feas palabras y sus prejuicios. Había dejado patente que estaba dispuesto a creer lo peor de ella, tanto si era cierto como si no.
En ese momento, Consuelo entró dando saltos en la sala de estar, emocionada de haber visto tantos caballos en el establo y de haber dado una vuelta en poni. Y su entusiasmo fue todavía mayor cuando vio su dormitorio. Era una habitación grande y soleada, decorada con telas de seda y chintz con estampado de flores, y contigua a la habitación de su madre, que era prácticamente igual que la suya. Esa misma noche, durante la cena, le contaron la idea de darle un doble apellido.
—Es un poco difícil de escribir —dijo Consuelo, preocupada por los aspectos prácticos, y tanto su madre como su abuela se echaron a reír.
—Ya te acostumbrarás —le contestó Annabelle.
Estaba más agradecida que nunca a lady Winshire por reconocer legalmente a su hija. Tal vez eso evitara que volviera a llamarla «bastarda» alguien tan cruel como Antoine.
Jugaron a las cartas después de cenar y, al cabo de un rato, las tres se fueron a la cama. Para entonces, Consuelo ya estaba medio dormida y apoyada contra su madre. Al final, durmió en la cama de esta. Y, a la mañana siguiente, fue directa al establo una vez más en cuanto se hubo vestido.
Las dos mujeres se pasaron el día charlando tranquilamente acerca de temas muy variados, desde política hasta medicina, pasando por literatura. La dama era inteligente e increíblemente leída. Su conversación le recordó a Annabelle a las que había mantenido tiempo atrás con su madre. Además, le había dado mucho que pensar con sus comentarios del día anterior, cuando le había dicho que no debía amedrentarse por los apelativos que otras personas le hubieran adjudicado de manera injusta. Durante todo el fin de semana no cesó de repetirle que era una mujer buena. Eso consiguió que se sintiera orgullosa de sí misma y dejara de considerarse la paria en que la habían convertido cuando se marchó de Nueva York. Las palabras de Antoine habían conseguido avivar esa hoguera y habían sido incluso peores, porque provenían de alguien a quien ella amaba, y de quien creía que la amaba.
Una buena mujer
El último día, mientras comían en el jardín, la condesa les dijo que tenía una sorpresa para la niña. Pidió que uno de los mozos de cuadra se reuniera con ellas a la hora del postre, cuando sirvieron la tarta de cumpleaños de Consuelo, y el muchacho llegó con una caja de sombreros atada con un enorme lazo de color rosa.
Tanto la pequeña como su madre pensaron que se trataba de un casco de montar para que aquella lo usara cuando volvieran de visita. Pero entonces Annabelle se percató de que la caja se sacudía ligeramente y empezó a sospechar qué debía de esconder. El mozo de cuadra sujetó la caja con firmeza mientras Consuelo desataba el lazo y levantaba la tapa con mucho cuidado. Y en cuanto lo hizo, una carita negra se la quedó mirando y saltó de la caja a sus brazos. Era un cachorro de doguillo de color negro y beige, igual que los perros que tenía lady Winshire, y la niña estaba tan emocionada que no le salían las palabras de la boca mientras el cachorro le lamía la cara. Las dos mujeres sonrieron y Consuelo miró a su abuela y le rodeó el cuello con los brazos.
—¡Gracias! ¡Es precioso! ¿Qué nombre le pongo?
—El que tú quieras, cariño. —Lady Winshire no dejaba de sonreír. Esa nieta inesperada se había convertido en una gran alegría que llenaba su vida.
Las tres se quedaron muy tristes cuando llegó el momento de despedirse y Consuelo y su madre se montaron en el coche que las llevaría de nuevo a Dover, para emprender allí la larga travesía en barco y después el viaje en tren hasta París.
Lady Winshire les repitió que volvieran pronto a verla. Su nieta le dio las gracias de nuevo por el cachorrillo, que seguía sin tener nombre, pero estaba encantado de partir de viaje. Y lady Winshire le recordó discretamente a Annabelle que le enviaría los documentos sobre Consuelo en cuanto los tuviera redactados.
Se quedó de pie en la escalinata de la entrada mientras madre e hija se alejaban, y Consuelo no dejó de jugar con el doguillo en todo el camino de vuelta a París. Le dijo a su madre que aquel viaje había sido el mejor regalo de cumpleaños que había tenido en su vida, y para Annabelle también había sido positivo.
Al día siguiente de su regreso, esta escribió a sus abogados y les dijo que no vendieran la casa de verano de Newport. Y, una vez en la consulta, le pidió a Hélène que reservara pasaje para dos personas en junio en un barco con destino a Nueva York, con la vuelta a París en julio. Había seguido al pie de la letra todos los consejos de lady Winshire.
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