15
Los primeros días de Annabelle en la abadía de Royaumont fueron agotadores. Los heridos de la segunda batalla de Champagne llegaban a toda velocidad. La joven prestaba ayuda durante las operaciones, vaciaba bandejas quirúrgicas y contenía hemorragias, se deshacía de las extremidades amputadas, vaciaba las bacinillas de los enfermos, les daba la mano a los moribundos y bañaba a quienes tenían fiebres muy altas. Nada de lo que había visto hasta entonces se parecía ni remotamente a aquello. Nunca había trabajado con tanto ahínco en su vida, pero era justo lo que deseaba. Allí se sentía útil y aprendía sin cesar.
Apenas veía a Edwina. Su compañera trabajaba en otra parte del hospital y hacían turnos diferentes. Alguna que otra vez se encontraban en el cuarto de baño o se cruzaban por los pasillos entre pabellones, y se saludaban con la mano.
Annabelle no tenía tiempo de entablar amistades, había demasiado trabajo por hacer, y el hospital estaba hasta la bandera de hombres agonizantes. Todas las camillas estaban ocupadas y algunos pacientes esperaban el turno tumbados en colchones en el suelo.
Por fin, un día encontró unos minutos libres para ir al banco del pueblo, desde donde mandó un mensaje a su propio banco, en Nueva York, para informar de que había llegado sana y salva a Francia. No había nadie más a quien comunicárselo o a quien le importase. Llevaba dos semanas en Asnières y le daba la sensación de que llevara allí un año. Los ingleses y los franceses habían llegado a Salónica, en Grecia, y las fuerzas austríacas, alemanas y búlgaras habían invadido Serbia y expulsado al ejército serbio de su país. En Francia, los hombres caían como moscas en las trincheras. El frente, a cincuenta kilómetros del hospital, apenas había variado, pero se perdían vidas continuamente. A pesar de que se habían habilitado hospitales en las iglesias más próximas a la contienda, seguían desviando a la abadía de Asnières tantos hombres como era posible, pues allí Danielle Steel
podían recibir un tratamiento mejor. El personal lidiaba con casos de todo tipo, desde disentería hasta dolencias en los pies, y varios de sus pacientes habían contraído el cólera. Annabelle consideraba que todo aquello era aterrador, pero al mismo tiempo estaba emocionada de poder ayudar.
En una de sus escasas mañanas libres, una de las mujeres alojadas en las celdas de las monjas le enseñó a conducir una camioneta que empleaban como ambulancia, que no era muy distinta de la furgoneta para pollos de Jean-Luc. Al principio le había costado ponerla en marcha, pero para cuando tuvo que volver a sus obligaciones, ya casi le había cogido el tranquillo. La mandaban al quirófano con más frecuencia que al resto de las voluntarias, porque era precisa, atenta, meticulosa y muy obediente, pues seguía las indicaciones de los cirujanos al pie de la letra. Algunos de los médicos se habían fijado en ella y se lo habían comentado a la jefa de enfermería, quien coincidía en que su labor era excelente. Consideraba que sería una enfermera estupenda y le aconsejó a la joven que estudiara la carrera después de la guerra, aunque el cirujano jefe de la abadía pensaba que podía aspirar a más. Se paró a hablar con ella un día después de la última operación de la jornada, bien entrada la noche. Annabelle ni siquiera parecía cansada mientras fregaba el suelo del quirófano y ponía un poco de orden. Había sido un día especialmente agotador para todos ellos, pero Annabelle no había desfallecido ni un momento.
—Parece que te diviertes con tu labor —le dijo el médico mientras se limpiaba las manos en el delantal ensangrentado.
El de Annabelle tenía un aspecto similar. Pero a ella no parecía importarle, ni se había dado cuenta de que tenía una mancha de sangre de otra persona en la cara. El médico le acercó un retal de tela para que se lo limpiase y ella le dio las gracias con una sonrisa. Era un cirujano francés procedente de París, y por supuesto era uno de los pocos hombres con los que contaban. La mayor parte del personal médico eran mujeres, pues esa había sido la intención de Elsie Inglis al fundar el hospital. Sin embargo, hacían excepciones, ya que necesitaban muchas manos. Les llegaban tantos heridos que a esas alturas agradecían la ayuda de todos los médicos dispuestos a colaborar.
—Sí, es verdad —contestó Annabelle con sinceridad, mientras dejaba el retal sucio con los otros retazos de tela que las chicas de la lavandería recogerían más tarde. Algunos de ellos tendrían que ir directos a la basura—. Siempre me ha encantado este trabajo. Lo que lamento es que los soldados tengan que sufrir tanto.
Esta guerra es horrible.
Una buena mujer
Él asintió. Ya había cumplido los cincuenta años y nunca jamás había visto una carnicería semejante.
—La jefa de enfermeras considera que deberías estudiar enfermería —le expuso para tantear el terreno, y no dejó de mirarla mientras salían juntos del quirófano. Era imposible no fijarse en lo guapa que era Annabelle, aunque esa no era su única virtud. Desde su llegada, había impresionado a todo el mundo con sus habilidades para el ejercicio de la medicina. El médico que había escrito la carta de recomendación no había exagerado: la joven era mejor aún de lo que había expresado con sus elogiosas palabras—. ¿Es eso lo que te gustaría hacer? —le preguntó el cirujano.
Además, estaba impresionado por el buen francés que hablaba la joven, que había mejorado de forma asombrosa durante las últimas dos semanas. Podía hablarle en ese idioma con toda naturalidad y ella le respondía con la misma soltura.
Recapacitó un momento antes de contestarle. Ya no estaba casada con Josiah y sus padres habían muerto. Podía hacer todo lo que quisiera, no tenía que rendir cuentas a nadie. Si quería ir a la escuela de enfermería, podía hacerlo. Sin embargo, cuando levantó la cara para mirarlo a los ojos, Annabelle se sorprendió tanto como el médico de su propia respuesta.
—Preferiría estudiar medicina —respondió casi en un susurro, temerosa de que se riera de ella.
La doctora Inglis, que había fundado el hospital, era una mujer, pero seguía siendo poco frecuente ver chicas estudiando medicina. Algunas lo hacían, pero era muy extraño. El cirujano asintió antes de responder.
—Eso mismo pensaba yo. Creo que deberías hacerlo. Tienes talento. Eso se nota. —Él había dado clases en la facultad de medicina de París durante años antes de la guerra, y había enseñado a hombres mucho menos capacitados que ella. Le parecía una idea excelente—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
—No lo sé —contestó Annabelle aún aturdida. Nunca se había permitido plantearse esa ilusión como una posibilidad real. Y ahora ese hombre tan amable la tomaba en serio y le ofrecía su ayuda. No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas—. ¿Sería posible?
—Claro. Todo es posible si uno lo desea con todas sus fuerzas y está dispuesto a pelear por ello. Y algo me dice que tú estarías dispuesta. ¿Por qué no lo piensas un poco y volvemos a hablar del tema otro día?
Danielle Steel
Era el doctor Hugues de Bré, y sus caminos no volvieron a cruzarse hasta un mes más tarde. Annabelle se enteró de que había ido a trabajar a uno de los hospitales de campaña más cercanos al frente durante un tiempo y regresó a la abadía en noviembre. Sonrió en cuanto la vio y dejó que ella administrara el cloroformo al paciente. La joven fue delicada y eficiente, y consiguió dormir al hombre que sollozaba. A continuación, un joven médico la sustituyó para ayudar durante la operación. El doctor De Bré habló con ella esa noche antes de marcharse.
—¿Has vuelto a pensar en nuestro plan? Me gustaría comentarte otra cosa — dijo con cautela—. La facultad de medicina es cara. ¿Podrías permitírtelo?
Algo en el porte de la joven le decía que sí, pero no quería darlo por supuesto. Había estado dándole vueltas a cómo podía pedir una beca para sus estudios. Sin embargo, le habría costado conseguirla, pues no era francesa.
—Creo que puedo arreglármelas —dijo ella discretamente.
—¿Qué te parecería ir a la facultad de medicina de la doctora Inglis en Escocia? —le propuso, pero Annabelle negó con la cabeza.
—No sé, preferiría quedarme en Francia.
Aunque el tema del idioma sería más sencillo en Escocia, se desenvolvía bien en francés, y la perspectiva de pasar varios años en el terrible clima escocés no la atraía mucho.
—Lo cierto es que yo quizá podría ayudarte más si te quedas aquí. Se me ha ocurrido que podrías ir a una facultad de medicina pequeña que siempre me ha gustado; está en el sur de Francia, cerca de Niza. Y no creo que debas esperar a que termine la guerra. Te resultaría más fácil entrar ahora. El número de estudiantes se ha reducido y necesitan llenar las clases. Muchos de los hombres jóvenes están en el frente, así que hay menos demanda de admisión. Te recibirían con los brazos abiertos. Con tu permiso, me gustaría escribirles para ver qué opinan.
Annabelle le dedicó una sonrisa estupefacta y agradecida. No podía creer que estuviera ocurriéndole aquello. A lo mejor era el destino. Seis meses antes estaba casada, confiando en fundar una familia algún día, y llevaba una vida segura y predecible a caballo entre Newport y Nueva York. En esos momentos estaba sola, en Francia, planteándose ir a la facultad de medicina, y todos los aspectos de su vida habían cambiado. Josiah estaba en México con Henry, y ella no tenía que responder ante nadie. Si ese era su sueño, ahora podía hacerlo realidad.
No había nadie que se lo impidiera. Lo único que la entristecía era que no tenía a una sola persona a quien consultarle sus dudas, aparte de al doctor De Bré.
Una buena mujer
Todavía les llegaban oleadas de heridos del frente, pues el clima había empeorado y hacía mucho frío, y cada vez más hombres morían por culpa de alguna infección, de las heridas o de la disentería. Otro día, en el que Annabelle había perdido a dos de los hombres a quienes había atendido por la mañana, el doctor De Bré se paró a hablar con ella de nuevo. Faltaban dos semanas para Navidad y era la primera vez que la joven sentía añoranza desde que había llegado. Pensaba que, hacía apenas un año, su madre aún seguía viva. El doctor De Bré interrumpió su ensueño para decirle que había recibido una carta de la facultad de Niza. La miró con aire solemne y ella contuvo la respiración, esperando oír las noticias.
—Han dicho que estarán encantados de aceptarte con una recomendación por mi parte. Tendrás que pasar un período de prueba durante el primer trimestre y después, si lo haces bien, te aceptarán como estudiante para todo el curso. — Sonrió a la muchacha y vio su cara de sorpresa—. Por lo visto, les gustaría que te incorporases el 15 de enero, si te apetece.
Annabelle abrió mucho los ojos y la boca, incrédula, y se lo quedó mirando.
—¿Habla en serio?
Estuvo a punto de saltarle a los brazos. Parecía una chiquilla y el médico empezó a reírse de ella. Había sido un placer ayudar a una joven con tanto talento.
En su opinión, el mundo necesitaba médicos como ella. Y por mucho que precisaran de su ayuda en la abadía, él consideraba que era mucho más importante que se formase tan pronto como le fuera posible. Podría hacer muchas más buenas obras en el mundo si era doctora.
—Me temo que sí estoy hablando en serio. ¿Qué piensas hacer? —volvió a preguntarle, todavía inseguro de si Annabelle iría o no.
Ni ella estaba segura. Se había tomado la solicitud del médico como una especie de prueba, para ver qué decían. Annabelle no esperaba que acceder a la universidad fuera tan sencillo ni tan rápido. Pero la facultad necesitaba estudiantes desesperadamente y, vista la fe que De Bré tenía en ella, como quedó patente en su carta de recomendación, tenían plena confianza en que la estudiante respondería.
—Dios mío —exclamó Annabelle mirándolo a la cara mientras abandonaban el pabellón y salían al aire fresco de la noche—. Dios mío... ¡Tengo que ir!
Era un sueño hecho realidad, algo que nunca había esperado que ocurriera, con lo que nunca se había atrevido a fantasear, y en ese instante esa fantasía estaba al alcance de su mano. Ya no tendría que limitarse a leer libros sobre medicina por Danielle Steel
su cuenta, intentando averiguarlo todo por sí misma. Podría estudiarlos y convertirse exactamente en lo que deseaba ser. Él no podía ni imaginar el regalo que le había concedido. A Annabelle no se le ocurría cómo podía darle las gracias, así que lanzó los brazos alrededor del cuello del hombre y le besó en la mejilla.
—Vas a ser una doctora magnífica, ya lo verás. Y quiero que estés en contacto conmigo y vayas a verme cuando haya terminado esta guerra y la vida vuelva a normalizarse, si es que lo hace algún día.
Justo en esa época era difícil de creer. El número de víctimas mortales en Europa había rebasado los tres millones. Ya se había perdido una cantidad exagerada de vidas y, de momento, no se había conseguido nada. Todos los países de Europa estaban en guerra unos contra otros y Estados Unidos seguía en sus trece de no intervenir.
Annabelle lamentaba horrores tener que marcharse de la abadía. Sabía que allí la necesitaban, pero el doctor De Bré había hecho un comentario muy acertado: era el momento ideal para que se matriculara en la facultad de medicina. En época de paz, cuando hubiera más hombres que solicitaran el acceso, tal vez no se mostraran tan dispuestos a aceptarla. Le habían dicho al doctor que en el siguiente trimestre sería la única chica de la clase, aunque no era la primera mujer que se matriculaba en la escuela. En total, sus estudios durarían seis años. El primero consistiría en su mayor parte en clases teóricas, y en los cinco restantes compaginaría las clases y el trabajo con pacientes en un hospital cercano a la facultad. Tenían un acuerdo con uno de los mejores de Niza. Obtendría mucha experiencia y, además, Niza era una ciudad muy buena para vivir. De ordinario era más segura que París, más pequeña y provinciana, es decir, mejor para ella ahora que no tenía quien la protegiera. El médico le informó de que había una residencia para estudiantes dentro de la universidad y comentó que le asignarían una habitación propia, debido a que era la única mujer matriculada ese curso.
También le sugirió que, una vez terminados sus estudios, regresara a París, donde tal vez pudiera trabajar para él. Tenía mucha fe puesta en ella y Annabelle estaba dispuesta a no defraudarlo.
Esa noche, cuando se metió en la cama de su celda, Annabelle flotaba: el doctor De Bré le había dicho que escribiría a la facultad en su nombre para aceptar la plaza. La joven tenía que mandar algo de dinero a principios de enero, pero eso no suponía ningún problema. Podía pagar el resto de los estudios del primer curso una vez que estuviera en la universidad. El cerebro iba a explotarle de tanta emoción y tantos planes. La cabeza le daba mil vueltas y se pasó la mayor parte de Una buena mujer
la noche en vela, pensando en todo aquello. Se acordó de la vez en que le había dicho a Josiah que le gustaría diseccionar un cadáver. Ahora lo haría, y nada ni nadie podrían impedírselo. Ya había aprendido muchísimo sobre anatomía tras haber trabajado en el quirófano de la abadía, en especial de la mano del doctor De Bré. Él se había esmerado en explicarle todo lo que hacía, siempre que el caso no fuera demasiado complicado. Y simplemente verlo operar ya era un honor.
No le contó a nadie sus planes hasta el día anterior a Navidad, cuando por fin se lo comunicó a la jefa de enfermería, quien se quedó anonadada, aunque le pareció una idea excelente.
—Cielo santo —le dijo sonriéndole—, yo pensaba que serías enfermera.
Nunca pensé que querías ser médico. Pero ¿por qué no? La doctora Inglis es una de las mejores. Tú podrías seguir sus pasos algún día —sentenció la mujer muy orgullosa, como si se le hubiera ocurrido a ella la idea—. Lo que ha hecho el doctor De Bré es fantástico. Lo apoyo de todo corazón.
Para entonces Annabelle ya llevaba tres meses allí y había demostrado su valía en todos los sentidos. No había tenido mucho tiempo para entablar amistades, puesto que trabajaba de sol a sol, incluso cuando no era su turno. Pero es que había tantos heridos, y tanto que hacer para ayudarlos a todos... Incluso había conducido la ambulancia alguna que otra vez, en los casos en que había sido imprescindible. Estaba encantada de colaborar de la manera que fuese. Cuando se había acercado al frente en la ambulancia para recoger a los soldados de los hospitales militares y llevarlos a la abadía, el sonido de las detonaciones la había impresionado y le había recordado lo próxima que estaba la contienda. En cierto modo, se sentía culpable por abandonarlos para ir a la facultad de medicina en Niza, pero era un proyecto tan emocionante que no se atrevía a rechazarlo. Le daba algo más que vértigo el pensar que, para cuando terminase la carrera, ya habría cumplido veintiocho años. Le parecía una eternidad, pero sabía que debería aprender mucho durante ese período. No imaginaba cómo iba a poder asimilarlo todo en seis cursos.
Se encontró por casualidad con Edwina en la puerta de la celda la mañana del día de Navidad, se abrazaron muy fuerte y ella le contó que iba a marcharse al cabo de tres semanas. Edwina no disimuló la decepción instantánea.
—Vaya, cuánto lo siento. Siempre me ha apetecido pasar más tiempo contigo para charlar, pero nunca encontraba el momento. Y ahora te vas.
Albergaba la esperanza de que pudieran ser amigas, pero ninguna de las dos tenía tiempo para esas cosas. Siempre había demasiado trabajo. La situación hizo Danielle Steel
que Annabelle pensara en Hortie y en la última vez que se habían visto, y en la terrible sensación de traición que la había embargado entonces. Hortie no había sentido reparos en dar la espalda a su amiga de la infancia más querida, alegando que James no le permitía seguir viéndola. Era parte del motivo por el que había decidido viajar a Francia. Había perdido a demasiadas personas y Hortie había sido la gota que había colmado el vaso. Todo ello hizo que mirase a Edwina con una sonrisa tierna, mientras lamentaba haberse quedado sin una amistad tan apreciada.
—A lo mejor puedo volver a trabajar con vosotras cuando terminen las clases. Bueno, no sé si en las facultades de medicina hacen vacaciones, pero supongo que sí —dijo Annabelle esperanzada.
Deseaba volver a ver a todas sus compañeras. En cierto modo, no quería marcharse. Había sido muy feliz allí los últimos tres meses, tan feliz como podía ser alguien entre tantos hombres gravemente heridos. La camaradería dentro del equipo era tremenda.
—¿Vas a estudiar medicina? —Edwina estaba asombrada. No tenía la menor idea.
—El doctor De Bré lo ha arreglado todo —le informó Annabelle con ojos danzarines. Cada día se emocionaba más al pensarlo—. Nunca creí que pudiera pasarme algo así —añadió con una mezcla de alegría y aturdimiento.
—¿Qué te ha dicho tu familia? —preguntó Edwina con interés, pero justo entonces una nube enturbió el rostro de Annabelle, cosa que aquella no comprendió—. ¿No les importa que te quedes aquí? Deben de estar muy preocupados si saben que estás tan cerca del frente.
Si las líneas de ataque se modificaban y los conquistaban, todas ellas podrían acabar siendo prisioneras. Era un riesgo en el que no se permitían pensar una vez que entraban en el hospital, pero la amenaza era real. Los padres de Edwina se habían puesto muy nerviosos cuando les había dicho que quería ir de voluntaria, en especial su madre, pero ella había ido de todos modos. Sus dos hermanos estaban luchando en la guerra y ella deseaba participar también.
—No tengo familia —respondió Annabelle en voz baja—. Los he perdido a todos. Mi madre murió hace un año, y mi padre y mi hermano en el hundimiento del Titanic.
No mencionó a Josiah, quien había supuesto otra pérdida vital, porque allí nadie sabía que había estado casada, así que no tenía modo de explicarlo y, Una buena mujer
además, no tenía ganas de hacerlo. Era un dolor que acarreaba en silencio, como haría toda su vida.
—Cuánto lo siento —contestó con cariño Edwina—. No lo sabía.
Ninguna de ellas había tenido tiempo de compartir sus historias, ni muchas otras cosas, apenas una taza de té de vez en cuando, y un saludo aquí y allá. Había tanto por hacer que quedaban pocos momentos para las confesiones, o para la clase de oportunidades que, en otras circunstancias, permitían que se estrecharan los lazos de amistad. Las jóvenes se limitaban a trabajar codo con codo hasta caer extenuadas, y entonces se iban a dormir a sus colchones en el suelo o en esas diminutas celdas para las monjas. Lo más emocionante que hacían en todo el día era hurtar un cigarro entre risitas en alguna ocasión. Annabelle los había probado varias veces, solo para ser sociable, pero no le gustaba el sabor.
Charlaron unos cuantos minutos más y Edwina le deseó una feliz Navidad y mucha suerte en la escuela. Se prometieron que pasarían algún rato juntas, o que quedarían en el comedor antes de que Annabelle se marchase, pero ninguna de las dos estaba segura de si iba a ser posible. Y entonces continuaron cada una por su camino, hacia los respectivos pabellones en los que trabajaban. Para ellas, el día de Navidad no era más que otro día en el que cuidar de los enfermos y heridos. No hubo celebraciones, ni villancicos, ni regalos. Se había pactado un alto el fuego, pero a las seis de la tarde los alemanes lo habían interrumpido, de modo que aquella noche llegaron más hombres con alguna extremidad amputada. Sin importar el día del año, aquello era un torrente interminable de sufrimiento humano.
Annabelle estaba agradecida por haber trabajado tanto aquel día. Eso evitó que pensara en todas las personas que había amado y perdido, dos de ellas en el último año. No estaba dispuesta a permitirse pensar en la Nochebuena vivida en casa de su madre el año anterior. Le dolía demasiado. Y no tardaría en empezar una nueva vida en Niza. Se obligó a concentrarse en eso cada vez que tenía un descanso, algo que no ocurría a menudo. Se concentraba en cómo sería la facultad de medicina, aunque era inevitable que, en alguna que otra ocasión, se colaran en su mente imágenes de su madre, o el sonido de su voz... o la última vez que la había visto... Y en eso pensaba cuando se tumbó en el jergón aquella noche, preguntándose qué habría opinado Consuelo de todo lo que había ocurrido en el último año. Confiaba en que, estuviera donde estuviese, observándola, se sintiera orgullosa de ella cuando se convirtiera en doctora. Sabía que lo más probable era que su madre no hubiese aprobado la decisión. Pero ¿qué otra cosa le quedaba en Danielle Steel
esos tiempos? Y ¿quién le quedaba? Ser médico era el único sueño de Annabelle, su única esperanza para una vida completamente nueva.
Una buena mujer