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Tras recorrer unos cinco kilómetros con el Honda a la zaga, Kurtz decidió que el hombre al volante era un idiota. Le seguía a tanta distancia que Kurtz se vio obligado a aminorar la marcha para no perderlo.
Kurtz se alejó de las carreteras iluminadas y se desvió por un camino comarcal que recordaba de los viejos tiempos. La expansión urbanística no había llegado a estos lares, algo evidente por el hecho de que apenas circulaban coches por allí. Kurtz aceleró hasta que el deportivo tuvo que pisar a fondo para mantener su marcha y colocarse a apenas quince metros de su rueda. Giró el coche en el paseo pavimentado, frenando bruscamente y haciendo protestar al Buick en el proceso de completar los ciento ochenta grados del giro. Sus faros iluminaron al S2000 cuando se detuvo a apenas seis metros de él. Lo único visible del conductor del Honda era la cabeza.
Kurtz salió del coche, se parapetó tras la puerta del conductor del Buick y sacó la Kimber del 45.
Un tipo enorme surgió del deportivo, con las manos vacías.
—Kurtz, gilipollas. Sal de ahí, maldito seas.
Kurtz suspiró, enfundó la 45 y se puso en pie delante del Buick, alumbrado por las luces de los faros.
—No quieres hacer esto, Carl.
—Y una mierda —dijo el fornido guardaespaldas de la familia Farino.
—¿Quién te ha enviado?
—No me ha enviado nadie, idiota.
—Entonces eres más tonto de lo que pareces, si es que eso es posible —dijo Kurtz.
Carl avanzó unos pasos. Iba ataviado con la misma vestimenta que la primera vez que lo vio; los pantalones ajustados y el polo que marcaba sus pectorales. A pesar de la fría brisa nocturna, no llevaba puesta la chaqueta.
—No llevo arma, comepollas —le dijo.
—De acuerdo —dijo Kurtz.
—Arreglemos esto… —comenzó a decir el culturista.
—¿Arreglar el qué?
—De hombre a hombre —insistió Carl.
—No veo más que un hombre por aquí —espetó Kurtz. Miró su reloj. No pasaba nadie por la carretera.
—¿Eh? —Carl frunció el ceño.
—Una cosa, antes de ponernos mano a mano[1] —dijo Kurtz—. ¿Cómo me has encontrado?
—Te seguí cuando te fuiste de la casa de Farino.
Dios, me estoy descuidando, pensó Kurtz, alarmado por primera vez desde que viera al inflado guardaespaldas salir del deportivo.
Carl dio otro paso adelante.
—Nadie me llama zorra —sentenció, endureciendo los músculos de sus poderosos antebrazos y flexionando las enormes manos.
—¿En serio? —dijo Kurtz—. Pensaba que ya estarías acostumbrado.
Carl se lanzó sobre él.
Kurtz se apartó a un lado y le sacudió en el oído izquierdo con la porra. Carl se golpeó la cara contra la parte delantera del coche y de nuevo contra el asfalto. Kurtz oyó en ambos casos el inconfundible chasquido de rotura de dientes. Kurtz se acercó a él y le pateó el culo. Carl ni se inmutó.
Kurtz apagó las luces de su vehículo e hizo lo propio con las del deportivo. Además apagó el motor, atrancó las puertas y lanzó las llaves del Honda entre los árboles. Apenas se le escapó un gruñido por el esfuerzo cuando arrastró el cuerpo de Carl a la parte de atrás del Buick y alineó a patadas las piernas de Carl delante de la rueda trasera izquierda del coche.
Acto seguido, Kurtz se metió en el coche de Arlene, se aseguró de que nadie venía, sintonizó en la radio la frecuencia de una cadena musical de blues y abandonó el lugar. No encendió las luces hasta que no estuvo de vuelta en la autopista camino del motel, con la intención de firmar su salida cuanto antes.