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Estos estúpidos de mierda han entrado por la puerta delantera y ahora están usando el ascensor. Probablemente quieren hacerme salir o asustarme para que baje por las escaleras.

Kurtz no sabía quiénes eran los intrusos. Había cableado las puertas delantera y trasera de la fábrica con cables monofilamentosos, desde la planta baja a la sexta, donde dormía en su saco. Cada cable acababa en una lata de sopa llena de rocas, y la que correspondía a la puerta delantera se agitó con estruendo. Kurtz tardó dos segundos en salir del saco de dormir y ponerse los zapatos y los guantes de cuero. Extrajo del petate la 45 y el revólver del 38 de cañón corto y salió al vestíbulo oscuro como la boca de un lobo para agazaparse a esperar. El atronador sonido del montacargas hablaba por sí mismo.

Kurtz no disponía de gafas de visión nocturna, sin embargo sus ojos se habían adaptado hacía ya tiempo a la escasa iluminación proveniente de las luces de la ciudad que se filtraba por los agujeros del techo y el hueco del ascensor. Se dirigió con cuidado hacia la oquedad abierta por donde ascendía el monstruo mecánico, sorteando montones de escombros y charcos.

Generalmente, los ascensores estaban diseñados de tal modo que las puertas de la pared no se abrían hasta que la máquina se detenía al llegar a cada planta. Los constructores arrancaron en su día esas puertas, por razones que solo Dios y ellos conocían. En su lugar, una cinta naranja delimitaba la zona de apertura. Kurtz se agachó junto a la cinta y esperó.

El ascensor puede ser una artimaña para despistar. Podrían estar subiendo por las escaleras.

Desde donde se encontraba, Kurtz controlaba la escalinata norte.

Un murmullo de voces subía junto con el ascensor.

Cuando el techo del montacargas llegó a su planta, Kurtz se subió encima y se puso en cuclillas, empuñando una pistola en cada mano. No causó ningún ruido al realizar esa maniobra; aunque hubiera llevado suelas metálicas en las botas el crujir y batido de cables del motor viejo del aparato hubiera amortiguado el golpe igualmente.

El ascensor no se detuvo en la planta de su escondite, sino que continuó hacia arriba hasta la última, la séptima. La enorme puerta del montacargas se abrió, y de dentro salieron tres hombres murmurando algo entre sí.

No era la primera vez que Kurtz se montaba en el techo del ascensor. Había un agujero en la pared exterior, a través del cual podía ver el gran ventanal de la séptima planta. Él mismo lo perforó con una palanqueta días atrás, por eso conocía su posición exacta. A su derecha, un pedazo de cartón cubría otro orificio también creado por él, en la pared oeste del hueco del ascensor. La práctica le decía que en cinco segundos podría gatear por esa rendija y llegar a unos andamiajes cercanos.

La iluminación era mejor en la séptima planta que en las otras seis. Las luces de la ciudad y de las estrellas se colaban por los cristales aun a pesar de la suciedad acumulada en el tragaluz. Los constructores habían derribado todas las paredes de la séptima planta para hacer un apartamento al nivel del ventanal. La abertura interior al atrio, siete pisos por debajo, estaba sellada por plásticos de construcción grapados desde el suelo hasta el techo. Kurtz percibía sin dificultades todos los movimientos de los tres hombres. Era obvio que ellos tenían problemas para advertir no ya su presencia, sino cualquier detalle de su entorno bajo aquella oscuridad.

¿Qué coño?, pensó Kurtz.

Había esperado toparse con Malcolm y sus hombres. No tenía ni idea de quiénes eran estos blancos patosos e idiotas. Kurtz dio por supuesto de inmediato que no se trataba de tres matones enviados por don Farino. El viejo don no contrataría jamás la ayuda de tipos con semejantes cortes de pelo y que lucieran barbas ralas de seis días. A pesar del arsenal del que disponían, tampoco tenían aspecto de policías.

Los tres hombres eran grandes y gordos. Su masa corporal se veía aumentada a causa de los chalecos antibalas que llevaban puestos bajo las chaquetas de corte militar. Iban fuertemente armados con armas automáticas provistas de visores láser, cuyos haces brincaban por el suelo encharcado y surcaban el polvo de argamasa que flotaba en el aire. Los tres hombres iban equipados con sendas gafas de visión nocturna.

Un rugido de electricidad estática procedente de una radio resonó en media fábrica. El más alto de los tres respondió a la llamada, mientras los otros dos paseaban el puntero del láser por el ventanal. Al oír su forma de hablar, Kurtz se preguntó si estaba siendo atacado por el ejército confederado.

—¿Warren?

—Sí, Andrew, ¿qué sucede? Te dije que no usaras la radio a no ser que fuera importante —entendió Kurtz decodificando su fuerte acento sureño.

—¿Estáis todos bien, Warren? —contestó el otro con una voz muy similar.

—Maldita sea, Andrew, acabamos de llegar. Ahora cállate la puta boca a no ser que te llamemos o veas al nota. Vamos a buscarlo por donde tú estás.

Kurtz se guardó la 45 en la cartuchera de la espalda y se sacó la pesada porra del bolsillo.

El más alto de los tres apagó la radio y le hizo un gesto a los otros dos para que se separaran. Uno fue por el ventanal oeste y el otro por el lado este. Kurtz los vio partir. Todo parecía una especie de parodia de operación militar; los tipos tropezaban con los montones de escombros, maldecían cuando pisaban los charcos y se las veían y se las deseaban para interpretar lo que observaban a través de las gafas de visión nocturna.

Warren se quedó atrás, moviendo la cabeza hacia todos lados, apuntando en todas direcciones con una carabina Colt M4 equipada con un enorme supresor. El gigantón no paraba quieto, al igual que el láser que seguía sus movimientos de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Warren miró a su espalda para asegurarse de que no había nadie entre él y el muro cercano al ascensor y retrocedió cautelosamente unos pasos.

La radio volvió a graznar.

—¿Qué? —respondió Warren rabioso.

—No hemos encontrado nada aquí arriba. Estoy con Douglas en la escalinata de la otra punta.

—¿Habéis mirado en todas las putas habitaciones?

—Sí, no hay puertas en esta planta.

—De acuerdo —dijo Warren—. Bajad. Peinad la sexta planta.

—¿Vienes con nosotros, Warren?

—Me quedo aquí hasta que peinéis la sexta planta. No estaría bien que nos tropezáramos los unos con los otros en mitad de la oscuridad, ¿verdad que no?

—No.

—Llamadme cuando acabéis de mirar en la sexta, y entonces bajaré, haréis lo mismo con la otra planta y así hasta que encontremos al tipo o salga huyendo por otro lado y se tope con Andrew. ¿Entiendes, Darren?

—Sí.

—Darren, Douglas, Warren, ¿estáis todos bien? —dijo otra voz.

—Cállate, Andrew —dijeron tres voces al unísono.

Mientras tenía lugar toda esta charla, Warren no paró de caminar hacia atrás, casi hasta el andamiaje. Kurtz destapó el panel de cartón en silencio y salió del hueco del ascensor.

La estructura de madera crujió por su peso. Warren comenzó a girar la cabeza, y Kurtz se abalanzó hacia delante blandiendo la pesada porra. El golpe que le propinó en la cara fue salvaje.