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El viejo edificio de siete plantas se construyó para ser una fábrica de hielo, y después sirvió de almacén durante casi todo el siglo veinte hasta que lo dividieron en compartimentos para que hiciera las funciones de almacén de particulares. Recientemente, un consorcio de abogados lo había comprado para destruirlo todo y convertirlo en un conglomerado de áticos y apartamentos con vistas a la ciudad y con grandes ventanales a un estilizado atrio interior. Los arquitectos se habían basado en el edificio Bradbury de Los Angeles, una de las localizaciones favoritas de muchas películas y series de televisión. Ladrillos, un uso estiloso del hierro, escaleras interiores de ese mismo material y ascensores de jaula, además de las docenas de oficinas con puertas de cristal serían sus señas de identidad. Los constructores ya habían comenzado la conversión vallando toda la zona, dejando la estructura central para el atrio, añadiendo toscos ventanales en las plantas superiores, construyendo un caro tragaluz, demoliendo algunas paredes, marcando la posición de las futuras ventanas, etcétera. Sin embargo, el mercado de los áticos cayó en picado y el desarrollo urbanístico fue por otros derroteros. El dinero de los abogados se acabó y la fábrica quedó totalmente abandonada, si no se contaban la otra docena de solitarias fábricas a su alrededor. Los abogados, siempre optimistas, dejaron parte del material de construcción en la zona sin vallar, a la espera de volver a las obras cuando tuvieran fondos.
Doc, el vendedor de armas y guarda de noche de Lackawanna, le había mencionado aquel lugar. Doc trabajó allí un año atrás, cuando las esperanzas de regresar a las labores de reforma eran mayores. A Kurtz le gustó lo que oyó. La electricidad funcionaba en las dos plantas de arriba y en el ascensor. En cambio, las plantas inferiores eran un estrecho laberinto oscuro sin ventanas lleno de jaulas metálicas arrancadas del atrio. Un guarda de seguridad privada se pasaba por allí dos o tres veces por semana, solo para asegurarse de que la valla seguía intacta y los cerrojos bien cerrados con las cadenas.
Kurtz rompió la verja de la zona menos accesible del perímetro, junto a las vías del tren, y usó la combinación de cinco números suministrada por Doc para entrar por la puerta trasera. La ventana junto a la puerta ya estaba rota cuando Kurtz llegó, lo que era bastante conveniente, así que no le resultó un problema meter la mano e introducir los dígitos como pudo.
A Kurtz el lugar le gustó enseguida. No tenía calefacción, y eso sería un problema cuando el invierno llegara de verdad a Buffalo, pero disponía de agua corriente en algunos de los grifos de construcción de la séptima planta. Uno de los tres enormes montacargas funcionaba, aunque Kurtz nunca lo usó; hacía el mismo ruido que el monstruo de las viejas películas de Godzilla. Del vestíbulo principal salían unas anchas escaleras que dejaban entrar algo de luz a través de los gruesos bloques de cristal, una escalinata interior sin ventanas al fondo y dos salidas de incendios oxidadas. Además, había otras ventanas aquí y allá a las que no les había dado tiempo a poner los cristales.
Las tres plantas inferiores eran básicamente un oscuro caos de trastos, salvo la zona del atrio, que era igualmente un oscuro caos de trastos, pero dotado de un tragaluz. El atrio era un buen lugar para el retiro, si uno reunía el valor suficiente para acercarse a los toscos andamiajes que ascendían desde las tripas del edificio hasta el tragaluz en sí. El consorcio acababa de llegar a la fase de arenar el suelo justo antes de colocar los ladrillos cuando se terminó el dinero.
Kurtz echó a andar junto a las vías oxidadas, tiritando un poco bajo la fría lluvia. Se deslizó por el agujero de la valla, y recolocó los hierros de manera que el hueco fuera difícil de apreciar. Entró por la puerta de atrás, examinó las trampas que había dejado en el vestíbulo y subió corriendo por las escaleras hasta la sexta planta.
Había dispuesto allí su pequeña morada, una habitación pequeña y sin ventanas herencia de los cubículos de almacenaje que se montaron en su día entre el vestíbulo exterior y el muro del atrio. Kurtz había extendido una cuerda por el techo para instalar una luz de emergencia. Bajo ella, se montó un camastro con un saco de dormir decente, cortesía de Arlene. Además, disponía de la mochila que le dieron al salir de Attica, una linterna, y varios libros esparcidos por el suelo. Guardaba las dos armas en la mochila, preparadas y envueltas en trapos aceitosos, acompañadas por una sudadera barata que usaba a modo de pijama. Este cubículo en particular disponía de un cuarto de baño cerca; un retrete instalado en los años veinte cuando aquel lugar era aún una fábrica de hielo con oficinas. Kurtz a veces traía agua del séptimo piso. Las cañerías funcionaban, pero no había bañera ni ducha.
Era un coñazo subir las cinco escalinatas día y noche. Lo que le gustaba a Kurtz de aquel lugar era la acústica, tan buena que el retumbar de un paso en el vestíbulo se amplificaba y ascendía al menos tres pisos por encima. El ascensor que había probado solo una vez podría despertar a un muerto y el atrio era una cámara de ecos gigante. Sería difícil que alguien que no conociera esos detalles sorprendiera a una persona familiarizada con ellos.
Además, Kurtz descubrió que el siglo y medio de uso y las recientes renovaciones sacaron a relucir multitud de rincones, recovecos, escaleras, habitaciones diáfanas y otros escondites. Se había tomado tiempo suficiente para explorarlo todo con una buena linterna. Lo mejor fue encontrar un túnel de varios cientos de metros de largo que conducía a otra vieja fábrica.
Kurtz registró la caja que usaba a modo de alacena. Le quedaban dos botellas de agua y varias galletas Oreo. Se comió las galletas y se bebió una botella entera de agua para bajarlas. Tenía intención de ir a la oficina al día siguiente para trabajar con Arlene. Aparecería un poco tarde.
Kurtz apagó la luz de emergencia, se acurrucó en la oscuridad casi total, y se durmió en cuanto el calor del saco de dormir acabó con el tiritar de su cuerpo.
—Lo tenemos —dijo Malcolm Kibunte. Kibunte y Cutter estaban sentados en una furgoneta Astro aparcada a casi dos manzanas de la fábrica de hielo.
Fue una noche larga desde que el poli del juzgado informó a Miles de que alguien había abonado la fianza. Entonces, Malcolm le hizo saber a Doo-Rag que lo del apuñalamiento en la cárcel se cancelaba, recogió a Cutter, la Tek-9, el equipo de vigilancia, robó esta furgoneta, y montó guardia junto a los juzgados. El nuevo plan era tirotear a Kurtz desde el coche en el momento que se alejara de los alrededores de los juzgados, matándolo a él y a quien fuera que hubiera pagado su fianza. No obstante, cuando Malcolm descubrió quién lo había hecho, pasó al plan C.
Esperaron al otro lado de la calle del apartamento de Sophia Farino hasta primera hora de la mañana. Estaban a punto de irse cuando Kurtz apareció de improviso y echó a andar en dirección contraria. Había tan pocos vehículos circulando por la calle que Malcolm se vio obligado a esperar a que Kurtz se alejara para luego conducir en círculos y adelantarle, usando la táctica de aparcar cerca de otras furgonetas estándar para no llamar la atención. Estaba oscuro. Si no fuera por las gafas de visión nocturna del ejército y los prismáticos, a Cutter y Malcolm les habría sido imposible seguirle.
La suerte estaba de su parte. Malcolm estaba mirando a través de la visión nocturna y Cutter de los enormes prismáticos justo en el momento en el que Kurtz atravesaba la verja para entrar en la vieja fábrica de hielo. Habían aparcado en un lugar cercano a las vías del tren.
Esperaron otra hora. Kurtz ya no salió.
—Creo que hemos encontrado su escondrijo —dijo Malcolm. Se mesó la barba y se puso la Tek-9 en el regazo. Cutter emitió un gruñido y abrió su navaja—. No lo sé, C, tío —dijo Malcolm—. Ese sitio es grande, probablemente estará muy oscuro. Él lo conoce, nosotros no.
Ambos se quedaron en silencio durante un rato. De repente, una amplia sonrisa apareció en el rostro de Malcolm.
—¿Sabes lo que necesitamos para este trabajo, C?
Cutter lo miró con sus ojos vacíos, esperando la respuesta.
—Eso es —dijo Malcolm—. Vamos a necesitar basura blanca de la buena, tíos lo bastante estúpidos para no saber nada de la recompensa de la Mezquita de la Muerte y aun así dispuestos a entrar ahí para matar al señor Kurtz a cambio de casi nada.
Cutter asintió.
—Correcto —convino Malcolm—. Ya sabemos dónde vive el señor Kurtz. Ahora lo que hay que hacer es traer a los Beagle Boys de Alabama —anunció Malcolm, riendo de buena gana.
Cutter expulsó una bocanada de vaho y contempló la vieja fábrica de hielo a través de la lluvia.