17

El escondite de Kurtz se hallaba en una antigua fábrica de hielo que estaban convirtiendo en apartamentos, a escasos dos kilómetros de la zona recientemente urbanizada donde Sophia Farino poseía su lujoso ático. No era aún de día, aunque de la grisura de las nubes sobre su cabeza translucía un cierto brillo.

Se sentía desnudo sin un arma, eso era cierto. Además, se encontraba algo mareado. Lo achacó al hecho de que no había comido ni bebido nada salvo el vaso de Chivas en las últimas veinticuatro horas. El sexo no tenía nada que ver. Kurtz reconoció que antes de que le arrojaran al frío nocturno había llegado a fantasear ante la posibilidad de un enorme desayuno de huevos con beicon y café humeante junto a Sophia Farino, envuelto en una de aquellas suaves batas.

Te estás volviendo blando, Joe.

Al menos, la cara chaqueta bomber le protegía bastante de la gélida brisa del amanecer.

Kurtz iba caminando bajo el puente de la I-90 cuando de repente recordó algo. Abandonó la acera, se encaramó al empinado saliente de cemento, y echó una mirada a los nichos bajos y oscuros, en el lugar donde las vigas de metal se unían al cemento. En los dos primeros cubículos solo había mierda humana y de paloma, sin embargo, en el tercero se distinguía una pequeña figura esquelética que intentó agazaparse junto al otro extremo del menudo y atestado cuchitril. Los ojos de Kurtz se fueron adaptando a la oscuridad y vislumbró dos ojos blancos muy abiertos sobre los hombros temblorosos y los brazos desnudos y largos que emergían tiritando de una camiseta rota. Incluso con aquella luz tan tenue, era fácil ver los morados y las marcas de pinchazos. El canijo trató de alejarse de la zona visible.

—¡Eh, no te preocupes, Pruno! —le dijo. Kurtz extendió la mano y le tocó el brazo. El flacucho no tenía apenas carne en el cuerpo y estaba más frío que algunos cadáveres que Kurtz había tocado—. Soy yo, Joe Kurtz.

—¿Joseph? —dijo la figura temblorosa—. ¿De verdad eres tú, Joseph?

—Sí.

—¿Cuándo has salido?

—Hace poco.

Pruno emergió un poco a la superficie e intentó alisar la caja de cartón y la pestilente manta sobre la que se sentaba. El resto del nicho estaba lleno de botellas y periódicos que el hombre obviamente usaba para obtener algo de calor.

—¿Dónde coño está tu saco de dormir, Pruno?

—Alguien me lo robó, Joseph. Hace un par de noches creo, no hace mucho. Justo cuando empezó a hacer frío.

—Deberías ir al albergue, tío.

Pruno alzó una de las botellas de vino para ofrecerle. Kurtz negó con la cabeza.

—El albergue es cada año más duro —dijo el yonqui borracho—. Trabajar para dormir es ahora su lema.

—Trabajar es mejor que morirse de frío —le dijo Kurtz.

Pruno se encogió de hombros.

—Encontraré una manta mejor cuando se muera alguno de los viejos de la calle. Para la primera nevada, probablemente. ¿Cómo les va a los chicos del bloque C, Joseph?

—El año pasado me cambiaron al bloque D —dijo Kurtz—. Oí que Billy del C se fue a Los Angeles cuando salió y está trabajando allí, en el mundo del cine.

—¿Actuando?

—De seguridad en los platós de rodaje.

Pruno emitió un sonido que comenzó como una sonrisa y pronto se tornó en tos.

—El típico rollo de la protección. Esos tipos del cine están obsesionados. ¿Y qué pasa contigo, Joseph? Oí que los hermanos de la Mezquita de la Muerte dictaron la fetua contra ti, como si supieran lo que eso significa.

Kurtz se encogió de hombros.

—La mayoría de la gente sabe que los hermanos no tienen dinero para eso. No me preocupa. Eh, Pruno… ¿sabes algo de unos camiones volcados de los Farino?

El demacrado rostro barbudo levantó la vista de la botella.

—¿Estás trabajando para los Farino, Joseph?

—En realidad no, hago lo de siempre.

—¿Qué quieres saber de los camiones?

—Quién los está atacando y cuándo será el siguiente golpe.

Pruno cerró los ojos. La luz bajo el paso era grisácea, aunque iluminaba lo bastante el rostro sucio y consumido de Pruno como para recordarle a una de esas tallas de madera a imagen y semejanza de Jesucristo que había visto en Méjico.

—Creo que oí algo sobre un tipo de poca monta llamado Doo-Rag y sus chicos llevando de un lado a otro DVD y cigarrillos robados de uno de los camiones —dijo Pruno—. Nadie me cuenta sus crímenes cuando están en fase de preparación.

—¿Doo-Rag de los Blood? —preguntó Kurtz.

—Sí. ¿Le conoces?

Kurtz negó con la cabeza.

—A un macarra del bloque D lo apuñalaron en las duchas porque le debía dinero a un chico de los Blood llamado Doo-Rag. Se supone que ese Doo-Rag jugó una temporada en la NBA.

—Tonterías —dijo Pruno enfatizando cada sílaba—. Lo más cerca que estuvo Doo-Rag de la NBA fueron las canastas de cerca de Delaware Park.

—Esas están bastante bien —admitió Kurtz—. ¿Aceptaría un Blood como Doo-Rag órdenes de un antiguo Crip?

Pruno volvió a toser.

—En estos días todos hacen negocios con todos, Joseph. Es la economía global. ¿Has visto el folleto de cualquiera de las universidades importantes del este en los últimos diez años?

—No —confesó—. No he recibido muchos en mi celda. —Kurtz sabía que Pruno había sido una vez profesor de universidad.

—Diversidad y tolerancia —dijo Pruno apurando el vino restante—. Tolerancia y diversidad. Ninguna mención al canon, a los clásicos, al conocimiento y el aprendizaje. Solo tolerancia y diversidad, y diversidad y tolerancia. Es lo que allana el camino para el comercio electrónico global y el beneficio personal. —Los ojos legañosos de Pruno se clavaron en los de Kurtz a pesar de la escasa luz—. Sí, Joseph, Doo-Rag y sus socios callejeros aceptarían órdenes de un antiguo miembro de los Crip si eso les reportase dinero. Después intentarían matar al cabronazo, claro. ¿De qué antiguo Crip hablamos?

—Malcolm Kibunte.

Pruno se encogió de hombros antes de empezar a tiritar de nuevo.

—No sabía que Malcolm Kibunte hubiera pertenecido en su día a los Crip.

—¿Sabes de alguna relación entre este Malcolm o Doo-Rag con los Farino?

Pruno tosió otra vez.

—No parece probable, los Farino son tan racistas como el resto de familias de mafiosos. Para ser más sucinto, Joseph, la respuesta es no.

—¿Sabes dónde puedo encontrar a Kibunte?

—No, pero puedo preguntar.

—No lo hagas de manera demasiado obvia, Pruno.

—Nunca, Joseph.

—Una pregunta más. ¿Sabes algo de un tipo blanco con el que va por ahí este Malcolm?

—¿Cutter? —Le tembló la voz. A Kurtz no le quedó claro si fue debido al frío o al rechazo que le provocó mencionar a aquel tipo.

—¿Es ese su nombre?

—Así es como se le conoce, Joseph. No sé más. No quiero saber más. Un individuo muy perturbado, Joseph. No te acerques a él, por favor.

Kurtz asintió.

—Tienes que ir a un albergue y conseguir al menos una manta decente, Pruno. Algo de comida tampoco te vendría mal. Pasa algo de tiempo con otras personas. ¿No te sientes solo aquí?

Numquam se minus otiosum esse, quam cum otiosus, nee minus solum, quam cum solus esset —dijo el yonqui en latín—. ¿Estás familiarizado con los trabajos de Séneca, Joseph? Lo puse en tu lista de libros.

—No he llegado a él aún, supongo —dijo Kurtz—. ¿Séneca el jefe indio?

—No, Joseph, aunque ese era también bastante elocuente. Especialmente después de que los blancos le «regalaran» a su gente todas aquellas mantas infectadas de viruela. No, Séneca el filósofo… —Los ojos de Pruno perdieron su enfoque.

—¿Me lo traduces, Pruno? —le pidió Kurtz—. Como en los viejos tiempos.

Pruno sonrió.

—«Nunca estuve menos ocioso que cuando estuve ocioso, y nunca menos solo que cuando estuve solo». Séneca se lo atribuía a Escipión el Africano, Joseph.

Kurtz se quitó la chaqueta de cuero y la colocó en el regazo de Pruno.

—No puedo aceptar esto, Joseph.

—Me salió gratis —dijo Kurtz—. La conseguí hace menos de una hora. Tengo un armario lleno de estas en casa.

—Y una mierda, Joseph, y una mierda…

Kurtz le puso una mano al viejo en el hombro huesudo a modo de despedida y bajó por el terraplén. Quería regresar a la fábrica antes de que fuera del todo de día.