38
El Danés salió de detrás de la oscuridad de los gruesos cortinajes. William y Charles, los guardaespaldas, yacían tendidos en el suelo a causa de los disparos. William no se movía, Charles aún tenía espasmos. El abogado parpadeaba sin comprender.
El Danés se acercó, miró al espasmódico Charles y lo remató con un disparo en la cabeza.
Leonard Miles se estremeció. El Danés señaló con un dedo de su mano enguantada la silla de Miles.
—Siéntese, por favor.
Miles obedeció sin rechistar.
Kurtz continuaba en la misma posición, con los pies apoyados en el suelo y las palmas de las manos sobre los muslos. Don Farino tenía una mano en el pecho, pero sonreía. Sophia Farino había subido las piernas a la silla, y las tenía dobladas bajo su cuerpo, como si acabara de ver un ratón corriendo por la habitación.
El Danés llevaba un abrigo de lana de cuadros color mostaza, un sombrero bávaro y unas gafas de montura oscura. Esta vez no había rastro del bigote. La Beretta semiautomática de nueve milímetros no apuntaba a nadie en particular, pero el cañón rondaba el espacio vital de Leonard Miles.
—Gracias, amigo mío —dijo don Farino. El Danés asintió.
El don volvió su dura mirada hacia Miles.
—¿Está implicada mi hija en esto? ¿Fue ella quien te dio las órdenes?
Los blanquecinos labios de Miles temblaron. Kurtz observó cómo se oscurecía la seda amarilla de la tapicería del asiento por la orina que salía de los pantalones del abogado.
—¡Habla! —explotó don Farino. El grito fue tan alto y fiero que incluso Kurtz dio un leve respingo.
—Me forzó a hacerlo, don Farino —balbuceó Miles—. Me obligó, amenazó con matarme a mí y a mi amante, ella… —Guardó silencio en el instante justo que don Farino hizo un gesto impaciente con los dedos.
El don miró a su hija.
—¿Comerciaste con armas con las tríadas, trajiste esas nuevas drogas a la comunidad?
Sophia le miraba sin perder la calma en ningún momento.
—¡Respóndeme, putana miserable! —aulló el don. Su rostro estaba moteado de rojo y blanco. Sophia no abrió la boca.
—Se lo juro, don Farino —balbuceó Miles—. Yo no quería mezclarme en esto. Sophia fue la que descubrió el asunto de Stephen. Ella ordenó la muerte de Richardson. Sophia…
Los ojos de don Farino no abandonaron en ningún momento los de su hija.
—¿Fuiste tú quien delató a Stephen?
—Por supuesto —dijo Sophia—. Stevie es un maricón y un yonqui, papá. Habría arrastrado a la familia al pozo con él.
Don Farino se aferró a los brazos de la silla de ruedas hasta que los dedos se le pusieron blancos.
—Sophia… lo habrías tenido todo. Habrías sido mi heredera.
Sophia echó la cabeza hacia atrás y se rio con ganas.
—¿Tenerlo todo, papá? ¿Qué es todo? Esta familia es una broma. Ha perdido su poder. Su gente se ha dispersado como el viento. No habría tenido nada, era solo una mujer. Quiero ser don.
Don Farino meneó la cabeza, triste.
Leonard aprovechó el momento para levantarse de un salto y correr hacia la puerta. Tuvo que sortear el cuerpo de William de un brinco.
Sin siquiera alzar la Beretta, el Danés le disparó a Miles en la nuca.
Don Farino no levantó la vista.
—Conoces el precio de esta traición, Sophia —dijo el anciano aún con la cabeza gacha.
—Fui a Wellesley, papá, leí a Maquiavelo —declaró la hija del don, con las piernas aún plegadas bajo su cuerpo como una niña pequeña—. Si intentas matar al príncipe, no falles.
Don Farino respiró pesadamente. El Danés miró al anciano en busca de instrucciones. Don Farino asintió.
El Danés levantó el arma, la inclinó un poco a un lado y le voló la parte trasera de la cabeza a don Farino.
El anciano cayó de la silla de ruedas hacia delante, y lo que quedaba de su rostro golpeó contra la mesita de café de cristal. El cuerpo quedó tendido de lado en la alfombra.
Sophia apartó la vista con una leve mueca de disgusto.
Kurtz no se movió. El Danés le apuntaba con la Beretta. Kurtz sabía que era el Modelo 800 de diez balas por cargador. Le quedaban tres. El Danés se mantenía a una buena distancia de él, era un profesional. Kurtz podría tratar de abalanzarse sobre el asesino a sueldo, claro, pero el Danés le endosaría en el cuerpo las tres balas antes de que despegara siquiera el culo del asiento.
—Joe, Joe, Joe… —dijo Sophia—. ¿Por qué tenías que venir a joderlo todo?
Kurtz no tenía respuesta para eso.