6

La ciudad de Lackawanna, al sur de Buffalo, una zona minera de extracción de acero, ya estaba muerta años antes de que encerraran a Kurtz. Sin embargo, al conducir hacia el sur por la autopista elevada, se sintió como si estuviera en mitad de una película de ciencia ficción ambientada en algún desierto planeta industrial. Bajo el asfalto, se sucedían kilómetros y kilómetros de oscuras y vacías fundiciones, fabricas, almacenes de ladrillos ennegrecidos, vías de tren, maquinaria oxidada, chimeneas de las que no salía humo y viviendas prefabricadas abandonadas. O al menos Kurtz esperaba que aquellas sombrías chabolas a ambos lados de las calles oscuras bajo las farolas fundidas estuvieran realmente abandonadas.

Tomó una de las salidas de la autopista, avanzó por varias manzanas de cobertizos rodeados de altas alambradas, y se bajó un instante del coche para abrir el portón sin cerrojo de la alambrada exterior de una de las grises fábricas. Una vez dentro, tras cerrar la enorme puerta de entrada tras de sí, condujo hasta el extremo opuesto de un aparcamiento pensado para albergar seis o siete mil coches. Sin embargo, allí solo había otro vehículo a la vista aparte del suyo; una camioneta Ford vieja y oxidada con un remolque anclado detrás. Kurtz aparcó el Buick de Arlene a su lado y recorrió a pie la oscura y larga travesía hacia la planta principal de la fundición.

La puerta delantera estaba abierta de par en par. El eco devolvía el sonido de las pisadas de Kurtz en su discurrir junto a escombreras, frías chimeneas, crisoles tan grandes como casas, caballetes, grúas, y una multitud de objetos oxidados que fue incapaz de identificar. La única iluminación provenía de varias luces amarillas de emergencia que parpadeaban ocasionalmente.

Kurtz se detuvo bajo lo que fue una vez la sala de control, a unos nueve metros sobre el suelo. Una luz tenue iluminaba tres de los cuatro cristales de la cabina. Un viejo se asomó por la balaustrada de metal.

—¡Sube! —gritó.

Kurtz ascendió por las escaleras de acero.

—¡Eh, Doc! —saludó Kurtz al entrar en la sala escasamente iluminada donde estaba el hombre.

—¿Cómo va eso, Kurtz? —dijo Doc. El viejo había entrado mucho tiempo atrás en ese espacio temporal indeterminado en el que caen muchos hombres a los que es imposible adivinarles su verdadera edad. Desde luego, tenía más de sesenta y cinco años, aunque posiblemente menos de ochenta y cinco.

—Me resultó raro ver la casa de empeños convertida en un puesto de helados —le dijo Kurtz—. Nunca me imaginé que fueras a vender tu establecimiento.

Doc asintió.

—En los noventa la jodida economía era demasiado buena. Prefiero el trabajo de guarda. No tengo que preocuparme de que cualquier drogata cabrón me dé una paliza. ¿En qué puedo ayudarte, Kurtz?

Eso era lo que le gustaba de Doc. Hacía once años que no veía a aquel hombre, pero el viejo no tenía ninguna necesidad de seguir con la charla inútil, iba al grano.

—Necesito dos armas —dijo Kurtz—. Una semiautomática y un revólver de menor calibre.

—¿Sin registrar?

—Si es posible.

—Es posible. —Doc desbloqueó la cerradura de la puerta de la habitación trasera y desapareció dentro de ella. Regresó un minuto después, trayendo consigo varios estuches metálicos y cajas pequeñas que dispuso como pudo sobre la mesa abarrotada de trastos—. Recuerdo aquella Beretta de nueve milímetros que tanto te gustaba. ¿Qué pasó con ella?

—Le di un entierro con honores —respondió Kurtz sin faltar a la verdad—. ¿Qué tienes para mí?

—Échale un vistazo a esta primero —dijo Doc, al tiempo que abría uno de los estuches grises. Sacó una pistola semiautomática negra—. Una Heckler & Koch USP Tactical del 45 —anunció—. Nueva. Un arma preciosa. Con ranura para añadir láseres o luces. El cañón viene preparado para admitir silenciadores o supresores.

Kurtz negó con la cabeza.

—No me gustan las armas de plástico.

—Polímero —le corrigió Doc.

—Plástico. Tú y yo somos de polímero, Doc. Esta pistola es de plástico y de fibra de vidrio. Es más propia de Luke Skywalker que otra cosa.

Doc se encogió de hombros.

—Además —continuó Kurtz—, no uso láseres, luces, silenciadores ni supresores, y no me gustan las pistolas alemanas.

Doc apartó la H&K a un lado. Abrió otro estuche.

—Bonita —dijo Kurtz al tiempo que examinaba la semiautomática. Tenía un tono gris oscuro, casi negro, y estaba hecha de acero forjado.

—Una Kimber Custom ACP del 45 —dijo Doc—. Propiedad por poco tiempo de una vieja dama de Tonawanda que solo la desembalaba una o dos veces al mes para hacer prácticas de tiro.

Kurtz desbloqueó el seguro, sacó el cargador de siete balas, comprobó que estaba vacío, lo volvió a introducir, y calibró el cañón.

—Es equilibrada —dijo—. No me gusta que la varilla guía del muelle sea tan larga.

—De la mejor clase —dijo Doc.

—Aumenta el riesgo de una mala recarga —dijo Kurtz.

—En las Kimber no. Como te he dicho, fue fabricada por encargo.

—Nunca he poseído un arma de encargo —dijo Kurtz. Se colocó la pistola estilo 1911 en el cinturón y desenfundó un par de veces.

—Punto de mira de combate McCormick —dijo Doc.

—Se engancha a la tela y al cuero —dijo Kurtz—. Deberían usar puntos de mira inclinados para este tipo de armas.

Doc se encogió de hombros.

—No vas a encontrar muchas así.

—Prefiero las de doble acción.

—Sí —dijo Doc—. Si no recuerdo mal solías llevar pistolas armadas y aseguradas. El gatillo de la Kimber es muy suave.

Kurtz disparó un par de veces el arma descargada y asintió.

—¿Cuánto?

—Una pieza nueva costaba ochocientos setenta y cinco dólares hace un par de años.

—Eso es lo que hubiera pagado la vieja dama de Tonawanda —dijo Kurtz—. ¿Yo cuánto?

—Cuatrocientos.

Kurtz asintió.

—Me gustaría disparar unas cuantas balas.

—Para eso está la escombrera de abajo —dijo Doc—. Tengo ahí detrás varias de esas dianas de papel para tirar al blanco. Te traeré unas pocas cajas de balas Black Hill de 185.

Kurtz negó con la cabeza.

—Prefiero las de 230.

—También tengo de esas.

—Necesitaré una funda.

—Tengo una básica. Es de segunda mano, ligeramente desfondada pero limpia. Veinte pavos.

—De acuerdo —aceptó Kurtz.

—Bien. Ya tienes tu arma para la defensa del hogar. ¿Qué clase de revólver estás buscando? ¿Te interesa un AirLite Ti?

—¿Titanio? —preguntó Kurtz—. Coño, no. No me he vuelto viejo y débil en estos años de vacaciones, puedo levantar un kilo de acero.

—No tienes pinta de poder levantar nada —dijo Doc, y abrió una caja de cartón—. No hay nada más básico que esto. El S&W Modelo 36 Special.

Kurtz calibró su peso, examinó las cinco cámaras vacías, puso el cañón cerca de la luz, cerró el cilindro y apretó el gatillo varias veces.

—¿Cuánto?

—Doscientos cincuenta.

—Súmale a eso la funda de la semiautomática.

Doc asintió.

—Si puedo disparar cinco balas en una circunferencia de ocho centímetros a quince metros de distancia, cerramos el trato —dijo Kurtz.

—¿Vas a ir a cazar ciervos? —preguntó Doc secamente—. Necesitarás un saco de arena como base, a esa distancia has de bajar el cañón unos cinco centímetros. En general lo mejor es sorprender al ciervo por detrás, ponerle la Special en el estómago y apretar el gatillo.

—He visto unos cuantos sacos de arena ahí abajo.

—Hablando de la caza del ciervo —dijo Doc—. ¿Sabes que Manny Levine anda en tu busca?

—¿Quién es Manny Levine?

—Un psicópata. El hermano de Sammy Levine.

—¿Quién es Sammy Levine?

—Quién era —rectificó Doc—. Sammy desapareció hace once años y medio. Se dice en las calles que tú le ayudaste a empezar en el negocio de la energía.

—¿En el negocio de la energía?

—La producción de metano —dijo Doc.

—No conozco a ninguno de esos dos —dijo Kurtz—, pero dime qué aspecto tiene ese Manny por si se le ocurre hacerme una visita.

—Una especie de Danny DeVito con un mal día, claro que con bastante peor carácter. Lleva un revólver Magnum Ruger Redhawk del 44 y le gusta usarlo.

—Esa es un arma muy grande para un tipo gordo y bajito —dijo Kurtz—. Gracias por el aviso.

Doc se encogió de hombros de nuevo.

—¿Necesitas algo más?

—Una porra —dijo Kurtz.

—¿Normal, de tela balística o de cuero?

Ya pasaba de la medianoche cuando Kurtz condujo de regreso a Cheektowaga con la pistola del 45 enfundada en la zona lumbar, el revólver del 38 en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y la porra de un kilo en el derecho. Mantuvo la velocidad al límite de lo legal o menos durante todo el trayecto de vuelta. No sería agradable que le parara un poli mientras iba armado hasta los dientes. Por si fuera poco, su carné llevaba ocho años caducado.

Acababa de aparcar en su motel cuando reparó en el deportivo con la capota echada estacionado convenientemente lejos de la luz. Era un Honda S2000. Puede que fuera una coincidencia, pero Kurtz no creía en las coincidencias. Sin dudar un instante, dio media vuelta y regresó al bulevar.

El S2000 encendió las luces, se puso en marcha y aceleró para seguirle.