31

Kurtz caminó por la garita en cuclillas, pasando cerca del cuerpo de Doc, pero manteniendo la cabeza siempre por debajo de la altura de las ventanas. No prestó atención a la sangre que tenía en los zapatos y las rodillas. El candado de la habitación trasera seguía cerrado. Sin dejar de cubrir la entrada con la pistola, Kurtz palpó la vieja chaqueta de cuero de su amigo y los sanguinolentos pantalones en busca de la llave del pequeño almacén.

No la encontró. Doc no llevaba encima el gran llavero donde la tenía enganchada junto con las demás.

Kurtz gateó hacia el escritorio y registró los cajones e incluso los pequeños armarios archivadores en busca del pesado llavero, pero no lo encontró por ninguna parte.

Mientras consideraba los pros y los contras de dispararle al candado oyó ruido de pasos en la planta de abajo. Parecía un único hombre, corriendo.

¡Mierda!

Kurtz alargó la mano y apagó la lamparilla del escritorio. Los ojos se le adaptaron rápidamente a la oscuridad; pronto los rectángulos de ventanas y puertas se le antojaron muy brillantes. No se produjo ningún otro sonido.

Kurtz agarró el cuello de la chaqueta de Doc y arrastró el cuerpo extremadamente ligero de su viejo amigo por el suelo empapado. Se preguntó vagamente si su poco peso se debía a la sangre que ahora estaba derramada por el suelo en lugar de fluyéndole por las venas.

Lo siento, Doc.

Entonces, levantó el cuerpo del viejo para ponerlo delante de la puerta abierta, primero de rodillas y luego en pie, usando la mano izquierda para sostenerle al tiempo que lo echaba un poco hacia un lado para que mirara a través del cristal de la puerta.

La primera bala impactó en el pecho del cadáver de Doc. La segunda le voló la parte superior del cráneo.

Kurtz dejó caer el cuerpo, levantó su revólver y disparó tres veces hacia el lugar desde donde provenían los disparos, una zona con maquinaria a unos quince metros de su posición. Las balas rebotaron contra el acero. Kurtz se echó hacia atrás justo cuando otras cuatro balas hicieron añicos la ventana de su derecha e impactaron en la puerta de la izquierda.

Son disparos de una sola arma —pensó Kurtz—. Probablemente una nueve milímetros semiautomática.

Sabía que eso no significaba necesariamente que solo hubiera un pistolero allí abajo. Dudaba que tuviera tanta suerte.

Se sucedieron otros tres disparos, a muy poca distancia los unos de los otros. Uno entró por la puerta, rebotó en el techo de acero y arrancó chispas del suelo y las paredes antes de incrustarse en el escritorio.

Siguieron un par de segundos de silencio en los que el pistolero se ocupó de recargar su arma. En ese intervalo, Kurtz repuso las tres balas que había disparado. Los casquillos usados rodaron por el negruzco charco de sangre a su espalda.

Una ráfaga de cinco disparos de la nueve milímetros resonó fuertemente en toda la fundición. Cuatro de las balas rebotaron por la garita donde se escondía Kurtz. Una de ellas fue a parar al rostro de Doc y el sonido al impactar fue como el de un martillo haciendo pedazos un melón. Otra bala arrancó la hombrera de la chaqueta de Kurtz.

Este no es un buen lugar, pensó.

Los disparos procedían del montón de vigas y maquinaria desmantelada a la derecha de la torre de control. Era bastante posible, incluso probable, que un segundo y tercer hombre armados estuvieran esperando como vulgares cazadores de patos en el lado izquierdo. A Kurtz no le quedaba otra opción.

Se asomó a la puerta y disparó cinco veces a su derecha, sin otro objetivo que la negra oscuridad. Su enemigo contraatacó con cuatro disparos, dos de los cuales pasaron silbando justo donde había estado Kurtz un segundo antes. Corrió por la pasarela en dirección opuesta, deshaciéndose de los casquillos usados e intentando recargar mientras se movía. Se le cayó una de las balas y otra casi se le resbala de las manos antes de lograr finalmente introducir un total de cinco en el cargador. Cerró el cilindro, sin dejar de correr cuanto podía.

Oyó pasos bajo sus pies. El pistolero había salido de su escondite y se desplazaba bajo la torre de control sin parar de disparar. El haz de una linterna danzó por la pasarela. Las chispas saltaban aquí y allá, consecuencia de las balas que silbaban delante y detrás de Kurtz. ¿Podía ser todo eso obra de un solo hombre armado?

No, seguro que no tengo tanta suerte.

Kurtz era consciente de que no podría cubrir los aproximadamente treinta metros que le separaban del muro sin que le alcanzara un disparo. Incluso si lo conseguía, al bajar por la escalerilla se convertiría en un blanco fácil.

Kurtz no tenía intención de ir corriendo hacia su destino. Se aferró a un cable de suspensión con la mano izquierda, agarró con fuerza al revólver del 38 con la derecha, se balanceó sobre la baranda y se dejó caer.

Era una caída de diez metros hasta el suelo, pero Kurtz se las arregló para aterrizar sobre una pila de piedra caliza que se elevaba al menos cinco metros del piso. Kurtz se precipitó contra los guijarros afilados y los rescoldos de gravilla, por el lado contrario a donde estaba el pistolero. La pendiente inclinada de los escombros ayudó a que cayera bien y no se rompiera el cuello.

Kurtz rodó como pudo sobre la negra piedra y echó a correr a toda velocidad por el espacio abierto antes de que al pistolero le diera tiempo a rodear el montículo. Se detuvo y se tumbó boca abajo, sosteniendo el revólver de cañón corto con la derecha y usando la otra mano para atemperar el tiro.

El pistolero no fue tras él.

Kurtz abrió la boca todo lo que pudo para tratar de calmar su acelerada respiración. Agudizó el oído.

Varios pedazos de piedra cayeron del montón de su derecha. Era evidente que su perseguidor o su cómplice estaban intentando flanquearlo, bien colocándose sobre la montaña de escombros o rodeándola.

Kurtz se pasó el revólver a la mano izquierda para desplazarse unos centímetros a su derecha. Le cayeron varios guijarros negros encima, como si estuviera viviendo en primera persona su propio funeral. Enterró los pies en el montículo, dejando que las pequeñas y lisas piedras le cubrieran. Seguidamente, embutió la cabeza en una depresión formada en la pequeña colina negra, asegurándose de tener un poco de visión. Cuando las piedras se asentaron, Kurtz se volvió a cambiar de mano el revólver y lo enterró en ellas.

Era consciente de que solo estaba parcialmente cubierto. Sería un blanco fácilmente visible si no fuera por la poca iluminación del lugar. De hecho la luz era realmente escasa en la fundición. Kurtz apuntó el revólver a la dirección aproximada de dónde provino el sonido anterior y esperó.

Otra vez escuchó el ruido de algo que se deslizaba. Kurtz ya estaba lo bastante habituado a la oscuridad, así que advirtió la silueta del brazo de la pistola del atacante en el momento en el que rodeaba el montículo de piedras, a apenas seis metros de él. Esperó.

Se asomaron una cabeza y unos hombros para acto seguido volver a esconderse. Kurtz siguió esperando.

La luz a su espalda era más intensa. Eso implicaba que el pistolero podría ver mejor que Kurtz las siluetas sobre el suelo o la pila de rocas. A Kurtz solo le cabía esperar que su cuerpo no proyectara una sombra visible para su enemigo.

El hombre se movió realmente rápido, saliendo del lado del montículo y deslizándose por el suelo con el arma en ristre. Lo voluminoso de su torso le hizo pensar a Kurtz que quizá llevara puesto un chaleco antibalas.

Sabiendo que cualquier movimiento podría atraer fuego sobre él, y también que si no variaba la posición del arma fallaría el tiro y moriría, Kurtz movió el chato cañón del revólver del 38 un poco a la izquierda. Varias piedras se derrumbaron.

El hombre se giró nada más oír el primer sonido y disparó tres veces. Una de las balas impactó a treinta centímetros de la mano derecha de Kurtz y varios trocitos de piedra le salpicaron la cara. La segunda quedó incrustada en una roca situada entre el brazo derecho y el cuerpo de Kurtz. La tercera le rozó la oreja izquierda.

Kurtz disparó dos veces, apuntando a las ingles y la pierna izquierda del hombre.

El pistolero cayó.

Kurtz se levantó y se lanzó hacia él, sacudiéndose los guijarros de su cuerpo en el proceso y casi resbalando a causa del desprendimiento resultante. Llegó junto al atacante justo cuando este empezaba a alzar de nuevo el arma.

Kurtz le dio una patada a la Glock de nueve milímetros del detective Hathaway, que rebotó en la fría piedra. El poli buscó algo con la mano izquierda. Kurtz estuvo a punto de dispararle en la cabeza antes de darse cuenta de que Hathaway estaba escudándose mostrando una placa en una cartera de cuero que brilló bajo la tenue luz.

Hathaway gimió y se agarró la pierna izquierda con la mano libre. A pesar de la oscuridad, Kurtz veía claramente la sangre saliendo de la herida.

Ha debido rozar la arteria femoral. Si le hubiera dado de lleno ya estaría muerto.

—Un torniquete… mi cinturón… hazme un torniquete —gimió Hathaway.

Kurtz le colocó un pie en el pecho a Hathaway, dejándolo sin aliento, al tiempo que sostenía con firmeza el revólver a escasos centímetros de la cara del detective.

—¡Cállate! —le ordenó Kurtz apremiante, concentrado en detectar cualquier sonido anormal a su alrededor.

No oyó pasos, la laboriosa respiración de los dos hombres era la única cosa audible en la fundición.

—Torniquete —volvió a gemir el detective Hathaway, sin dejar de blandir la placa dorada a modo de una especie de talismán. Llevaba puesto un pesado chaleco antibalas con planchas de porcelana, al estilo militar. Habría detenido un disparo de una M-16, así que los del 38 no eran nada. La bala de Kurtz había impactado pocos centímetros por debajo de la base del chaleco.

—No puedes… matar a un poli… Kurtz —resolló el detective de homicidios—. Ni siquiera tú eres… tan estúpido… Mi pierna… torniquete.

—De acuerdo —dijo Kurtz, echando aún más peso sobre el pie que pisaba el pecho de Hathaway. Le concedía apenas el aliento justo para permitirle respirar—. Dime si estás solo.

—Torniquete… —gimió el poli, y de nuevo resolló cuando Kurtz le hundió el pie en el pecho con mayor fuerza—. Sí, joder… joder… sí, estoy solo. Deja que me presione esto. Me estoy desangrando, miserable cabrón.

Kurtz asintió.

—Te ayudaré a atarte la pierna en cuanto me digas por qué estás haciendo esto. ¿Para quién trabajas? ¿Cómo sabías que estaría aquí?

Hathaway negó con la cabeza.

—En la comisaría saben… que estoy aquí. Esto se llenará de… de policías… en cinco minutos. Dame el cinturón. —Alzó un poco más la mano temblorosa en la que sujetaba su placa de policía.

Kurtz llegó a la conclusión de que no iba a sacarle nada al hombre herido. Levantó el pie del pecho de Hathaway y dio un paso lateral sin dejar de apuntar con el revólver a la cabeza del detective.

Hathaway abrió la boca de par en par, respirando laboriosamente. Alzó la placa de nuevo, esta vez sosteniéndola con las dos manos del mismo modo que alguien se aferraría a un crucifijo para espantar a un vampiro.

—Kurtz… ¡no puedes matar a un poli! —A pesar de estar jadeando su voz retumbó con fuerza en el edificio vacío, al igual que el percutor del revólver del 38 cuando Kurtz tiró de él hacia atrás.

—Ya he tenido esta discusión —dijo Kurtz.

Al final, el escudo dorado no resultó servirle de mucho al detective.