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Dolor.

Bien. Estaba vivo.

Kurtz regresó a la conciencia lenta y dolorosamente, músculo a músculo. Tenía los ojos abiertos, no se los habían vendado. No obstante, no era capaz de ver nada. Le dolía todo, el cuerpo no le respondía y respiraba con mucha dificultad.

Está bien. Estoy herido pero vivo. Mataré a este cabrón y liberaré a Rachel antes de morir.

Kurtz se concentró en buscar algo de aire para sus pulmones y en calmar el ritmo del corazón y relajar los agarrotados músculos.

Pasaron varios minutos. Luego otros cuantos más. Poco a poco, Kurtz fue consciente de su cuerpo y lo que le rodeaba.

Estaba encerrado en el maletero de un coche en movimiento. Un maletero grande de un vehículo grande, un Lincoln o un Cadillac. Los músculos de su cuerpo alternaban calambres con espasmos involuntarios. Le ardía el pecho, tenía náuseas, y parecía que estaban tocando un gong dentro de su cabeza. No le habían disparado con balas. Esto era obra de un arma de electrochoque, se imaginó, un táser de doscientos cincuenta mil voltios probablemente. Incluso habiéndosele calmado un poco los músculos y los nervios, apenas podía moverse. Llevaba las manos esposadas a la espalda, puede que incluso con grilletes. De algún modo, también le habían esposado los tobillos.

Estaba desnudo. El suelo del maletero estaba forrado de un plástico arrugado, como el de las cortinas de ducha.

Quienquiera que haya hecho esto lo tenía bien planeado. Me siguió a casa de los Farino y puso el móvil dentro del Volvo. Me quería a mí, no a Rachel.

Kurtz le rezó al más oscuro de los dioses para que eso último fuera cierto.

No estaba del todo a oscuras. De vez en cuando brillaba la luz roja del freno e iluminaba el interior forrado de plástico y la piel desnuda de Kurtz. Advirtió que el coche se dirigía a algún lugar concreto, no se limitaba a dar vueltas sin sentido. El tráfico no era muy intenso, la carretera estaba muy mojada. El sonido del rozamiento del asfalto contra los neumáticos radiales era hipnótico, tanto que a Kurtz le daban ganas de echarse de nuevo a dormir.

No me ha matado todavía. ¿Por qué?

A Kurtz se le ocurrieron varias razones posibles, ninguna lo bastante probable. Entre sus pensamientos se coló la certeza de que no había visto morir a Cutter.

El coche se detuvo. Escuchó el sonido de pisadas sobre la gravilla. Kurtz cerró los ojos.

Sintió el aire fresco y la ligera llovizna cuando alguien abrió el capó.

—No me vengas con esa mierda —dijo la voz de un hombre con un leve acento de Brooklyn. El hombre presionó el táser contra el talón de Kurtz. Incluso con el voltaje disminuido la sensación fue parecida a que le metieran un alambre caliente bajo la carne. Kurtz se convulsionó, pateó el aire, perdió la consciencia durante uno o dos segundos y acabó por abrir los ojos de nuevo.

Bajo la luz rojiza que le daba directamente en la cara, le observaba el doble malvado de Danny DeVito con el táser en la mano izquierda y un revólver Magnum Ruger Redhawk en la derecha.

—Si finges otra vez estar inconsciente —dijo Manny Levine—, te meteré descargas hasta el fondo de tu peludo culo.

Kurtz mantuvo los ojos abiertos.

—¿Sabes por qué sigues vivo, comemierda? —Kurtz odiaba las preguntas retóricas, incluso en los momentos relajados. Este no era un momento relajado—. Sigues vivo porque mi gente valora los entierros —dijo Levine—. Y me vas a decir dónde está mi hermano para que le dé un entierro digno antes de volarte la puta cabeza. —El hombrecillo levantó el pesado Magnum del 44 y apuntó el largo cañón a los testículos al aire de Kurtz—. No tengo ninguna razón para no hacerte pedacitos, cabrón. Empezaremos con esto.

—Letchworth —murmuró Kurtz. Aunque no hubiera estado atado de pies y manos le hubiera sido imposible hacer presa de Levine en aquel momento. Sus manos y piernas continuaban sufriendo espasmos. Necesitaba más tiempo.

—¿Qué?

—Letchworth Park —dijo Kurtz jadeando—. Enterré a Sammy cerca de Letchworth.

—¿Dónde, comepollas? —Manny Levine estaba tan enrabietado que su cuerpo de enano le temblaba de la cabeza a los pies. El largo cañón se agitó, pero nunca dejó de apuntar a su objetivo… u objetivos, mejor dicho.

Kurtz negó con la cabeza. Antes de que Manny apretara el gatillo, se las arregló para balbucear:

—A las afueras del parque… cerca de la veinte… al sur del Perry Center… entre los árboles… tendría que enseñarte dónde exactamente.

Letchworth estaba a más de cien kilómetros de Lockport. A Kurtz le daría tiempo a recuperar el control de su cuerpo y aclarar las ideas.

Los dientes de Manny Levine entrechocaban audiblemente. Se retorcía de furia, sin quitar el dedo del gatillo. Al fin, devolvió el percutor del gran revólver Ruger a su lugar y golpeó a Kurtz en el lateral de la cabeza con el largo cañón, una, dos y hasta tres veces.

Kurtz sintió la carne abrirse. La sangre le resbaló salada por los ojos e inundó el plastificado suelo del maletero.

No es nada serio. Probablemente tiene peor aspecto de lo que realmente es. Quizá le resulte suficiente de momento.

Levine cerró de golpe el capó, giró el coche ciento ochenta grados y pisó a fondo. En el maletero, Kurtz se mecía y sangraba profusamente.