16
Habían pasado ya las cinco de la mañana cuando se separaron por fin y se tendieron el uno junto al otro en la cama, la cual, pensó Kurtz, era más grande que toda su antigua celda.
Sophia se encendió un cigarrillo y le ofreció a él uno. Kurtz negó con la cabeza.
—Un convicto que no fuma —dijo—. La primera vez que oigo tal cosa.
—Si ves la televisión allí dentro —explicó—, da la impresión de que todo el mundo ha dejado de fumar afuera y están muy ocupados demandando a las compañías tabaqueras. Supongo que la realidad es muy distinta.
—Totalmente, Joe —dijo Sophia. Se acomodó un pequeño cenicero en el regazo para echar la ceniza del cigarrillo—. Bueno, Joe Kurtz —dijo—, ¿por qué le viniste a mi padre con ese rollo de mierda del investigador privado?
—No es ningún rollo de mierda, es mi trabajo.
Sophia exhaló el humo y meneó la cabeza.
—Me refiero a esa propuesta de buscar a Buell Richardson. Sabes tan bien como yo que está sumergido en el lago Erie o enterrado en cualquier otro sitio bajo metro y medio de cal.
—Sí.
—¿Entonces por qué te ofreces a encontrarlo y entregarlo a cambio de una recompensa?
Kurtz se frotó los ojos. Tenía algo de sueño.
—Era un buen modo de conseguir trabajo.
—Te has esforzado mucho en hacer bien tu trabajo. Fuiste a visitar a la viuda de Buell, a quien al parecer mataron al poco de irte, y dejaste tullido a nuestro pobre Carl, recientemente fallecido.
—¿Qué? —dijo Kurtz sorprendido—. ¿Está muerto?
—Le surgieron complicaciones en el hospital —dijo Sophia—. ¿Qué te contó Jaco sobre la interceptación de los camiones y la desaparición de Richardson?
—Lo bastante para pensar que es un asunto más complicado de lo que parece —respondió Kurtz—. Alguien está maquinando contra tu padre, o si no es así es que hay otra cosa importante en juego.
—¿Algún sospechoso? —preguntó Sophia, aplastando su cigarrillo contra el cenicero y mirando a Kurtz directamente a los ojos. No hizo ningún esfuerzo por devolver a su lugar la sábana que se le había resbalado de los pechos.
—Claro —dijo Kurtz—. Miles el abogado, por supuesto. O cualquiera de los hombres fuertes de tu padre puede haberse vuelto ambicioso.
—Los ambiciosos se marcharon cuando papá se retiró.
—Sí, lo sé —dijo Kurtz.
—Entonces solo queda Miles.
—Y tú.
Sophia no fingió indignación.
—Claro. Sin embargo, ¿para qué iba a montar este circo si de todos modos voy a heredar el dinero de papá?
—Buena pregunta —dijo Kurtz—. Ahora me toca a mí. Dijiste que podrías contarme quién está intentando hundirme.
Sophia negó con la cabeza.
—No lo sé seguro, pero si Miles tiene algo que ver, deberías estar atento a un tipo llamado Malcolm Kibunte y a un amigo suyo blanco que da bastante miedo.
—Malcolm Kibunte —repitió Kurtz—. No le conozco. ¿Me lo describes?
—Es un antiguo miembro de los Crip de Filadelfia. Grande, negro, tan desalmado como una víbora. Se afeita la cabeza, pero lleva una gorra de pícher de la liga de béisbol. También es aficionado al cuero negro, al oro y luce un diamante en una de las paletas. Solo le vi una vez. No creo que Leonard Miles sepa que conozco a sus contactos.
—Entonces no voy a preguntarte por qué sabes todo eso —dijo Kurtz.
Sophia encendió otro cigarrillo, dio una larga calada y exhaló el humo sin decir nada.
—¿En qué está metido nuestro amigo Malcolm? —prosiguió Kurtz.
—Abandonó Filadelfia tras un asesinato —dijo Sophia—. No fue cosa de los Crip, al contrario, mató a uno de su banda por encargo de los colombianos. Malcolm estaba metido a lo grande en el tráfico de coca. Luego se especializó en eliminar a la competencia.
—¿Cumplió condena? —quiso saber Kurtz.
—Nada importante. Asalto. Posesión de armas. Asesinó a su primera esposa, la estranguló.
—Eso debió costarle unos cuantos años de cárcel.
—No muchos. Miles le representó y consiguió que pasara dos años en algo parecido a una institución psiquiátrica. Creo que esa es la razón por la que Miles cree tener bien atado a Kibunte. Si yo fuera él, no lo tendría tan claro.
—¿Y qué hay de ese amigo blanco suyo?
Sophia negó con la cabeza. El pelo se le había secado y le lucía más rizado que nunca.
—No le he visto. No sé su nombre. Es muy blanco, casi albino, y muy hábil con las armas blancas.
—¡Ah! —dijo Kurtz.
—Sí, ¡ah! —dijo Sophia con un suspiro—. Si papá siguiera encargándose de todo en Buffalo habría eliminado a estos dos como a dos mosquitos en cuanto aparecieron en la ciudad. Tal como están las cosas, me sorprendería que papá hubiera oído siquiera hablar de ellos.
—¿Por qué razón concreta desapareció tu padre de la acción?
Sophia suspiró de nuevo.
—¿No te contó Jaco lo del tiroteo?
—Los detalles no, solo las consecuencias.
—Bueno, es bastante simple —dijo Sophia—. Hace ocho años, papá y dos de sus guardaespaldas volvían en coche de un restaurante de Boston Hills y dos coches les bloquearon. El chófer de papá estaba bien entrenado, claro, y los cristales eran a prueba de balas, pero cuando el chófer dio la vuelta para eludir la trampa uno de los sicarios disparó a la ventana del asiento del conductor con una recortada y la hizo pedazos. Barrieron el interior del coche con una ráfaga de sus armas automáticas. Mi padre solo sufrió unos rasguños, en cambio sus hombres murieron.
Hizo una pausa para descargar la ceniza en el cenicero esmaltado.
—Entonces, papá se arrastró como pudo hacia el volante y alejó el Cadillac de allí personalmente —continuó—, respondiendo al fuego de los sicarios con la nueve milímetros de Lester, el chófer. Se cargó al menos a uno de ellos.
—¿Eran blancos o negros? —preguntó Kurtz.
—Blancos —respondió Sophia—. En definitiva, papá podría haber escapado sin problemas, no obstante alguien disparó al maletero con un Magnum 357. La maldita bala atravesó la parte trasera, la rueda de recambio, ambos asientos y acabó en su espalda, a escaso medio centímetro de la columna. Y eso que era un coche a prueba de balas.
—¿Supo don Farino alguna vez quién lo hizo?
Sophia se encogió de hombros. Sus pezones eran marrón claro.
—Muchas preguntas, pocos sospechosos y ninguna confirmación. Probablemente fueron los Gonzaga.
—Ellos son la única otra camorra italiana activa en el oeste de Nueva York, ¿verdad? —dijo Kurtz.
Sophia frunció el ceño.
—No lo llamamos camorra italiana.
—De acuerdo —dijo Kurtz—. Los Gonzaga son los otros hampones espagueti con licencia para hacer negocios en esta parte del estado, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Y hace ya seis años desde que lo que queda de la familia Farino perdió su influencia?
—Sí —dijo ella—. Todo fue cuesta abajo cuando papá se quedó tullido.
Kurtz asintió.
—Tu hermano mayor, David, intentó mantener a la familia activa hasta mediados de los noventa. Entonces se mató en un accidente de coche mientras iba de coca hasta las cejas, y tu hermana mayor se fue a un convento en Italia.
Sophia asintió.
—Y luego el Pequeño Jaco jodió un poco más las cosas, hasta que las otras familias decidieron que era un buen momento para que tu padre se retirara —siguió Kurtz—. El Pequeño Jaco se coloca y ataca a su novia brasileña con una pala, y ahí acabas tú, sola con tu papá en aquella enorme casa.
Sophia no dijo nada.
—¿Qué interceptan? —preguntó Kurtz—. ¿Qué hay en los camiones?
—Videos, reproductores de DVD, cigarrillos —dijo Sophia—. Esa clase de morralla. Las familias de Nueva York hacen un gran negocio con los videos y DVD piratas, y eso significa que descargan miles de camiones. Le dieron a papá esa migaja. Los cigarrillos son por los viejos tiempos.
—Los cigarrillos exentos de impuestos dan buen dinero —apuntó Kurtz.
—No nos permiten quedarnos con todos los beneficios —explicó Sophia. En ese momento, dejó la cama y se dirigió al armario. En una de las sillas de cuero junto a la ventana reposaba una gruesa bata, pero no se la puso; estaba cómoda desnuda—. Vas a tener que irte —le dijo—, ya casi ha amanecido.
Kurtz asintió y abandonó la cama.
—Dios mío, tienes un montón de cicatrices —exclamó Sophia Farino sorprendida.
—Soy propenso a los accidentes —dijo Kurtz—. ¿Dónde está mi ropa?
—En la basura —admitió. Descorrió una de las puertas cubiertas de espejos y sacó una camisa vaquera de hombre, un paquete de calzoncillos y un par de pantalones de pana salidos de un cajón.
—Coge esto —dijo—. Son de tu talla, creo. Te conseguiré zapatillas y calcetines.
Kurtz apartó la camisa a un lado.
—No llevo estas cosas —dijo.
—¿Qué es lo que no llevas? —dijo extrañada—. ¿Camisas o camisas vaqueras?
—Jugadores de polo.
—No te burles de mí. Es una camisa nueva de doscientos dólares.
Kurtz se encogió de hombros.
—No llevo marcas. Si quieren que les haga publicidad que me paguen por ello.
Sophia Farino se echó a reír. Kurtz disfrutó de nuevo del sonido de su risa.
—Un hombre con principios —dijo ella irónica—. Hizo pedazos a Eddie Falco, dejó tullido al bueno de Carl, le ha disparado a Dios sabe cuánta gente a sangre fría, pero es un hombre con principios. Me encanta. —Le arrojó una camisa vaquera más barata—. Nada de ponis, cocodrilos, ovejas, símbolos de Nike, ni nada de eso. ¿Satisfecho?
Kurtz se la puso; le iba bien. Los calzoncillos, los pantalones de pana, los calcetines y las zapatillas también resultaron ser de su talla. No creía que Sophia hubiera ido de compras para él, así que se preguntó cuántas tallas tendría dentro de aquel armario. Quizás era algo parecido a lo del condón en la ducha. Estaba claro que el lema de esta mujer era «siempre preparada». Kurtz se encaminó hacia la puerta principal.
—¡Eh! —le detuvo, al tiempo que se ponía por fin la bata y se acercaba a él para ponerse a su lado—. Hace frío.
—¿También me has tirado la chaqueta?
—Pues claro que sí. —Abrió el armario del vestíbulo y le tendió una cara chaqueta bomber de cuero aislante—. Debe estarte bien.
Así era. Kurtz descorrió el cerrojo de la puerta.
—Kurtz —dijo ella—. Sigues desnudo.
Sacó una Sig Sauer de nueve milímetros del armario y se la ofreció.
Kurtz la examinó. El cargador estaba lleno. Se la devolvió.
—No sé dónde ha estado esta arma.
Sophia sonrió.
—No se puede rastrear. ¿Acaso no confías en mí?
Kurtz hizo una mueca parecida a una sonrisa, pero no cogió la pistola. Salió por la puerta, recorrió un pasillo privado, tomó el ascensor hasta la planta baja y se adentró en la oscuridad de la noche bajo la atenta mirada de un guardia de seguridad somnoliento y curioso. Una vez hubo recorrido una manzana hacia el oeste, echó la vista atrás, al ático. Las luces permanecían encendidas. Se apagaron ante sus ojos justo en ese momento.