26

A Andrew no le agradaba la idea de estar solo en el primer piso. Estaba oscuro, hacía frío y había humedad; daba mal rollo. El efecto de las gafas de visión nocturna convertía todo su entorno, cada montón de arena y cada puerta, en una amalgama fantasmagórica de objetos verdes y blancuzcos. Si se quitaba las gafas, tal como le dijo Warren que no hiciera, no se veía nada en absoluto. El rifle de asalto automático israelí que había elegido como arma era guay, pulido, negro y curvado como una serpiente, aunque en la oscuridad no podía admirarlo tanto como le hubiera gustado. Al menos no pesaba mucho. Hasta el puntito rojo del visor láser, que tan guay parecía en el almacén de los negros, no era más que un verdoso haz de luz a través de sus gafas. Andrew trató de pasar el rato jugando a hacer peleas estilo La guerra de las galaxias con el haz, meneando el arma y haciéndolo bailar en todas direcciones por el largo pasillo acompañando el movimiento con el efecto sonoro de un sable láser.

De repente, sonó la radio. Era Darren.

—¿Warren? ¿Warren? ¡Hemos encontrado el escondrijo de Kurtz en la sexta planta! Hay un catre, un saco de dormir y mierdas así. ¿Warren?

Warren no respondió.

—¿Warren? —dijo la voz de Douglas.

—¿Warren? —dijo Andrew desde su puesto, cercano al vestíbulo principal de la primera planta.

—¡Cállate, Andrew! —dijeron Darren y Douglas a coro. El concierto, lejos de parar, continuó—: ¡Warren! ¡Warren!

Warren tampoco respondió esta vez.

—Será mejor que volváis arriba —dijo Andrew.

Esta vez los hermanos mayores no mandaron callar al pequeño. Reinó el silencio, solo roto por el sonido de la energía estática de las radios.

—Sí. Tú quédate ahí donde estás, Andrew. Si ves algo moverse no dispares hasta que no estés seguro de que no somos nosotros. Si no somos nosotros, lo matas.

—De acuerdo —dijo Andrew.

—Y no hables por la puta radio —añadió Darren.

—De acuerdo —convino Andrew. Se pudo oír el clic de sus respectivos aparatos cuando los apagaron.

Andrew permaneció en silencio durante un intervalo de tiempo que a él le pareció muy largo. Se movía con lentitud, intentando aún acostumbrarse al mundo verdoso y brillante de la visión nocturna. El juego del sable láser dejó de resultarle divertido. No detectó ningún movimiento en la escalinata este. El ascensor guardaba silencio. El goteo del agua era incesante. Andrew no pudo soportarlo más. Presionó el botón de transmitir del pequeño walkie-talkie.

—¿Warren?

Silencio.

—¿Douglas? ¿Darren?

Nadie respondió. Andrew repitió la llamada y acto seguido apagó la radio. Se estaba poniendo nervioso.

Había más luz en la gran parte central de la fábrica, la que Warren había llamado atrio, así que Andrew se trasladó allí. Miró hacia arriba al enorme espacio abierto, siete pisos arriba, el gran tragaluz brillaba a casi treinta metros de altura. Se trataba únicamente de las luces de la ciudad reflejadas por las nubes, sin embargo destellaba tanto que quedó cegado durante un segundo. Levantó la mano libre para frotarse los ojos lacrimosos, pero las malditas gafas se lo impidieron.

Andrew se fijó en la última planta. Allí, el plástico que hacía las veces de pared reflejaba la luz de forma diferente a las enladrilladas seis primeras, sin embargo era difícil ver nada a través de ese grueso plástico. Usó de nuevo la radio.

—¿Warren, Douglas, Darren? ¿Estáis todos bien?

Como respuesta le llegaron siete disparos, rápidos y atronadores; era imposible que hubieran salido de un arma con silenciador. De repente, unos terribles gritos desgarrados llegaron desde arriba del todo, cerca del tragaluz.

Andrew levantó el rifle de asalto.

El plástico de la séptima planta estaba agujereado. Peor, algo enorme y ruidoso gritaba y aleteaba, precipitándose hacia abajo. A través de las gafas, la cosa parecía algo gigante, deforme, una especie de murciélago verdoso con un ojo brillante. Las alas debían de medirle unos seis metros y se agitaban salvajemente en la espalda del cuerpo del murciélago como llamas blanquecinas. La bestia voladora chillaba agudamente sin dejar de caer hacia él.

Andrew vació el generoso cargador del rifle de asalto contra la aparición. Tuvo tiempo de ver que el ojo brillante de la cosa era en realidad el puntero de su láser. Varias balas acertaron de pleno en el bicho, que giraba sobre sí mismo y aleteaba sin parar. No dejó de gritar, al contrario, elevó más si cabe el tono de sus gritos.

Sin dejar de disparar —¡pam!, ¡pam!, ¡pam!—, Andrew regresó de un salto al portalón del atrio. Jamás había oído el traqueteo de los disparos de un arma automática con silenciador, y eso, unido al estruendo de los gritos desgarrados y los aleteos, le desquició por completo.

El murciélago gigante cayó a unos siete metros de Andrew. Al impactar, el sonido fue similar al de una enorme bolsa de basura llena de sopa de verduras chocando contra el suelo, nada parecido a como Andrew pensaba que debería sonar un monstruoso murciélago estampándose tras una caída. Un líquido verde y blancuzco se derramó y salpicó en todas direcciones. Andrew tardó solo unos pocos segundos en darse cuenta de que era sangre. Su cerebro fue consciente de que bajo una iluminación normal, en vez de verla verde percibiría claramente su aterrador tono rojo.

Andrew se quitó las gafas de visión nocturna, las tiró y echó a correr hacia la puerta delantera.

El golpe con la porra no fue lo bastante fuerte como para matar a un hombre tan corpulento, pero sí para dejarle un rato inconsciente. Kurtz se bajó de los andamios y actuó con rapidez. Alejó la carabina Colt M4 del alcance del hombre y le palpó el cuerpo buscando otras armas, sin éxito. Asimismo, le confiscó la radio y las gafas de visión nocturna. De paso, Kurtz le arrebató la andrajosa chaqueta militar y se la puso. Tenía frío.

Sonó la radio. Kurtz oyó al de la primera planta hablando con los dos de la sexta, que habían encontrado su catre y el saco de dormir.

—Será mejor que volváis arriba —dijo el descerebrado de acento sureño desde la planta inferior.

—Sí —oyó decir a Darren y Douglas. Se ocupó de recoger la Colt M4 y comprobar si el cargador estaba lleno y el seguro quitado. Se tendió boca abajo junto a la figura de Warren, que se mantenía inmóvil pese a sus gemidos. A Kurtz no le gustaban las armas largas, pero sabía usarlas. Allí tendido, con el cañón de la M4 apuntando a la espalda del hombretón, Kurtz se sintió como un viejo vaquero que había matado a su caballo para cubrirse del ataque de los indios.

Si estos indios en particular usaran la escalinata más cercana, aparecerían por la norte, junto al ascensor, a escasos metros de donde se encontraba. Si venían por la sur, se acercarían por el ventanal este o el oeste, pero a Kurtz le sería igualmente fácil oírles de cualquier manera.

Al final, vinieron por la norte, haciendo tanto ruido que casi despiertan al quejumbroso Warren.

Kurtz consideró la situación antes de tenerlos a la vista. Si se detenían en la entrada de las escaleras, estar tendido allí junto a Warren supondría un problema. Era poco probable que obraran de ese modo; aparecerían los dos a la vez, tal como no deberían hacer. Su modo de actuar hasta el momento había sido de lo más estúpido. Kurtz suspiró contrariado; no tenía nada en contra de estos idiotas, aunque era obvio que estaban allí para matarle.

Aparecieron de repente con los rifles en ristre. Los láseres se movían nerviosamente de un lado a otro buscando un objetivo, los dos hombres estaban medio cegados por el destello de la luz natural del tragaluz contra las gafas. Kurtz tomó aire, localizó los dos pálidos rostros sobre los chalecos antibalas de color negro y disparó dos únicas veces. Admiró la eficiencia del silenciador de titanio de la M4. Los dos hombres cayeron pesadamente y no volvieron a levantarse.

—¿Warren? —gruñó la radio en el bolsillo de la chaqueta militar de Kurtz—. ¿Douglas? ¿Darren?

Kurtz esperó un minuto para asegurarse de que los rifles de los dos hombres habían volado fuera de su alcance, y entonces se levantó y se acercó rápidamente a los caídos. Estaban muertos. Soltó la M4 y caminó a paso rápido de vuelta junto a Warren, que empezaba a agitarse.

Kurtz le puso la bota al corpulento sureño entre el cuello y la mandíbula, presionando su rostro fuertemente contra el suelo. Los ojos de Warren se abrieron temblorosos y Kurtz le colocó la boca de la 45 en el ojo izquierdo.

—No te muevas —le susurró.

Warren se quejó, pero dejó de mover las rodillas.

—Nombres —susurró Kurtz. Presionó el cañón de la pistola con mayor fuerza contra la cuenca del ojo izquierdo del paleto—. ¿Sabes cómo me llamo?

—Kurtz. —El aliento de Warren levantó algo de polvo del suelo.

—¿Quién os envía?

La respiración de Warren aminoró su ritmo. Kurtz estaba seguro de que no estuvo consciente durante el tiroteo. Obviamente, el hombretón estaba pensando qué decir mientras consideraba el plan de acción. Kurtz no iba a permitirle ese lujo. Provocó un clic audible al tirar del percutor de la pistola hacia atrás con el pulgar y de nuevo apretó enérgicamente el cañón contra el ojo de Warren.

—Negro… —dijo Warren.

Kurtz apretó más.

—Nombres.

Warren trató de menear la cabeza, pero la presión tanto de la bota como de la pistola lo hizo imposible.

—No sé su nombre. Es el tipo que le pasa droga a los Blood. Tiene un diamante en el diente.

—¿Dónde? —dijo Kurtz—. ¿Cómo contactaste con él? ¿Dónde puedo encontrarlo?

El aliento de Warren echó más polvo a volar.

—Club Social Seneca. Un sitio de negros. Mandé a Darren para hacer el contacto. Tienen un almacén lleno de armas, nos llevaron allí con los ojos vendados. No sé dónde coño está. Sabíamos que los Blood robaron el arsenal y…

A Kurtz no le importaba una mierda la historia del alijo de armas de Malcolm. Trasladó el cañón a la sien de Warren y apretó con fuerza.

—¿Qué…?

En ese momento se escuchó por la radio la voz de Andrew:

—¿Warren, Douglas, Darren? ¿Estáis todos bien?

Kurtz giró un poco la cabeza y Warren se lanzó hacia delante, haciendo a Kurtz perder el equilibrio. El gordo logró ponerse en pie con la ayuda de rodillas y manos.

Kurtz trastabilló hacia atrás, pero conservó el equilibrio lo suficiente como para hincar una rodilla en el suelo, a apenas seis metros de Warren, y apuntarle con la 45.

El gigantón se quedó quieto, contemplando los cuerpos inertes de sus hermanos a la espalda de Kurtz, visibles gracias a la luz proveniente de los ventanales.

—No lo hagas —susurró Kurtz. Warren hizo caso omiso y corrió hacia él con las manos abiertas.

Kurtz podría haberle disparado a la cabeza pero quería hacerle más preguntas. Apuntó al centro del pecho cubierto por el chaleco antibalas y apretó el gatillo.

El impacto propulsó al hombre dos metros atrás, tambaleándose, pero —sorprendentemente— no lo hizo caer al suelo. A esa distancia, con esta pistola, el impacto debió de ser terrible, el equivalente al jugador de béisbol Mark McGuire dándole un batazo con todas sus fuerzas. Seguramente se le habrían roto varias costillas, y aun así Warren permaneció en pie, agitando los brazos. Kurtz reparó en los ojos del hombre, estaban muy abiertos, trémulos de rabia. Warren corrió de nuevo hacia él.

Kurtz disparó dos veces más. El gigante echó la cabeza hacia atrás y gruñó como un oso, arrastrado otros dos metros hacia la cubierta de plástico que conducía al atrio por la inercia de los impactos.

—Para —dijo Kurtz.

Warren no obedeció.

Kurtz disparó. Warren retrocedió de nuevo, e incansable se arrojó otra vez hacia delante, como llevado por la fuerza de un huracán.

Kurtz volvió a disparar. Otros cuantos pasos atrás. El gigante estaba a cinco pasos del borde del ventanal, su sombra era una silueta en la lona de plástico que hacía la función de pared. Escupió saliva y sangre. Warren rugió.

—A la mierda —dijo Kurtz, y disparó otras dos veces, en esta ocasión apuntando por encima del chaleco antibalas.

Warren salió disparado hacia atrás, como si un tren se lo hubiera llevado por delante. El enorme hombre se topó con el plástico e hizo saltar las grapas de su lugar. Perdió irremisiblemente el equilibrio al intentar agarrar con los dedos la lona y al final acabó precipitándose al vacío, llevándose cuarenta metros cuadrados de plástico consigo.

Kurtz se acercó al borde para ver a la figura, que se convulsionaba, despeñarse contra el suelo del atrio, pero tuvo que echarse hacia atrás cuando el tipo de abajo comenzó a disparar con el rifle automático. Kurtz cayó en la cuenta de que Andrew no le disparaba a él, sino al pesado cuerpo de Warren. El aterrado paleto salió del atrio corriendo y gritando.

Kurtz recuperó la carabina Colt M4 y cruzó corriendo el corto pasillo que conducía al muro este. Había quitado varios de los ladrillos y bloques de cemento para crear una especie de trampilla que le permitiera ver la entrada este del edificio y las calles colindantes.

La luz natural previa a la del amanecer era suficiente para que distinguiera a Andrew entre las sombras, corriendo como alma que lleva el diablo hacia la alambrada este del complejo. Apuntó con el visor láser de la M4 a la figura que corría y tomó aliento. Sin embargo, antes de que pudiera apretar el gatillo le llegaron los sonidos de los disparos de varias armas automáticas. Andrew se derrumbó como si una mano gigante le hubiera aplastado.

Kurtz miró por el visor para examinar los coches aparcados al otro lado de la calle. Había movimiento. Detrás de los vehículos se agazapaban varias figuras oscuras.

Kurtz sentía su propio corazón latiéndole en las sienes. Si los hombres de Malcolm entraban a por él la cosa se pondría fea, no le gustaban los asedios.

Uno de los hombres avanzó hacia delante, entró en el complejo a través de la apertura en la alambrada y se acercó al cuerpo acribillado de Andrew. El tipo habló por una radio, a través de una frecuencia distinta a la de Warren y sus colegas. El hombre emprendió el camino de regreso hacia los coches, mientras varios de los otros se montaron en la parte de atrás de una furgoneta Astro aparcada en la acera.

Kurtz hizo uso de la mira telescópica para leer la matrícula.

La furgoneta arrancó y se alejó de allí.

Kurtz esperó otros treinta minutos junto a la trampilla, hasta que la visibilidad mejoró considerablemente gracias a la luz del amanecer que se filtraba entre las nubes. Agudizó el oído. No oyó ningún sonido extraño en la vieja fábrica de hielo, a excepción del goteo del agua y el crujido ocasional del plástico de los ventanales.

Al fin, Kurtz soltó la M4, y bajó a la sexta planta, pasando por encima de los cuerpos de Douglas y Darren. No había dejado nada en su habitación salvo un colchón salido de un contenedor y un saco de dormir imposible de rastrear. A pesar de ello, hizo vida allí sin guantes, por lo que existía el riesgo de haber dejado huellas o restos de ADN que le pondrían en dificultades si los polis ponían demasiado empeño en resolver este triple asesinato.

Kurtz guardaba un bidón de casi veinte litros de gasolina en un armario. Vertió el combustible a lo largo del dormitorio y el baño, soltó la Kimber 45 en el catre y encendió una cerilla. No le gustaba nada tener que deshacerse de la 45. Confiaba en que Doc le dijera la verdad respecto a que las armas estaban limpias, no obstante, en el chaleco antibalas de Warren y sus alrededores había al menos siete balas que no tenía tiempo de recuperar. El riesgo no valía la pena.

El calor y las llamas eran muy intensos, sin embargo era muy poco probable que la fábrica entera se incendiara. Demasiado cemento y ladrillos. Kurtz también dudaba que los cuerpos ardieran.

Kurtz se dio la vuelta y se alejó de las llamas corriendo por la escalinata norte, en dirección a la planta baja. El túnel que comenzaba allí estaba bloqueado por una vieja puerta de acero cerrada con una cadena y un candado Yale. Kurtz tenía la llave.

Al otro lado, salió a una fábrica abandonada a apenas media manzana de distancia. Kurtz vigiló la calle unos diez minutos, antes de aventurarse a salir a la acera y alejarse rápidamente de la fábrica de hielo.