46
Las campanas de la iglesia de Belén repicaban alegremente en la distancia cuando Gaudí y yo llegamos al palacete de Fernando VII. Un bullicio constante de tipógrafos y de secretarias, de periodistas y de compaginadores, de sonrientes chicos de los recados y de hoscos jefes de redacción animaba cada palmo de la planta baja del edificio. El olor a tinta y a metal recalentados de las prensas se mezclaba con el del sudor de los operarios que las manejaban, con el de los perfumes de las secretarias que laboraban tras su pared de cristal esmerilado y también, me pareció advertir, con el de los muchos restos de comida que se pudrían en los cajones, en las papeleras o sobre las mesas de todos aquellos hombres y mujeres que llevaban casi treinta horas trabajando sin descanso para la familia Camarasa. Grandes pilas de ejemplares del número especial matutino de Las noticias ilustradas aguardaban junto a las paredes de la sala la llegada de los vendedores callejeros, que habrían de seguir repartiéndolos por toda la ciudad hasta que se agotasen definitivamente o hasta que la edición regular de la tarde los sustituyera con la noticia de la marcha del rey. Los últimos dibujos de Fiona para Las noticias ilustradas, comprendí al tomar entre mis manos uno de aquellos diarios. Su último servicio prestado a la causa de la restauración, apenas unas horas antes de haber estado a punto de hacerla saltar por los aires.
En la planta noble del edificio, el ambiente que se respiraba era apenas un poco más relajado que en el territorio de los meros empleados de base. Varios redactores jefe se cruzaron en nuestro camino con las manos rebosantes de papeles y las caras demudadas de cansancio mientras avanzábamos por los pasillos enlazados de la planta, y de las puertas abiertas de todos los despachos surgían las voces de contables y de directivos, de ilustradores principales y de secretarias de dirección, tan crispadas casi todas ellas como yo nunca antes las había oído.
También la puerta del despacho de Fiona estaba abierta, pero no había nadie en su interior. Su mesa estaba cubierta como de costumbre de láminas emborronadas con bocetos al carboncillo, de pruebas de imprenta descartadas y de viejas ediciones del diario, pero ni sus cuadernos ni sus instrumentos de dibujo estaban allí. Las plumas y los lapiceros, las tintas y los secantes, el juego de reglas y de compases que siempre se alineaban en el extremo superior derecho de su escritorio: todo había desaparecido.
—No esperábamos otra cosa —dijo Gaudí, después de que yo le señalara esas ausencias.
—¿No lo esperábamos?
—Sigamos probando suerte.
Abandonamos el despacho de Fiona, pasamos ante la puerta cerrada de mi propio despacho y proseguimos nuestro camino hasta el de Martin Begg. También su puerta estaba cerrada. Antes de que yo pudiera completar el gesto de alzar el puño y golpear con los nudillos la enlustrada madera, Gaudí adelantó la mano hacia el pomo y abrió la puerta de un empujón.
La cabeza de Martin Begg se alzó con un respingo del fajo de papeles que estaba inspeccionando en su escritorio.
—¿Qué demonios…? —comenzó a rugir, con un acento cockney tan cerrado que me costó distinguir en qué idioma estaba tratando de maldecir nuestra intrusión.
—Disculpe, señor Begg —lo interrumpió Gaudí, sin dejar traslucir sorpresa alguna ante el hecho de que el inglés sí se encontrara en su despacho—. Solo venimos a comunicarle que el primer intento de su hija no ha llegado a buen fin.
El silencio que siguió a continuación no debió de durar más de cinco segundos, pero a mí se me antojó eterno.
—¿Cómo ha dicho, señor Gaudí? —preguntó por fin el inglés, con expresión inescrutable.
—He dicho, señor Begg, que su hija y el señor Sanmartín han fracasado en su primer intento de atentar contra el nuevo rey de España. Y le agradeceríamos que nos dijera si debemos preparar a los hombres de su patrono para un segundo intento.
El hombre forzó una sonrisa no sabría decir si incrédula o despectiva. Las carnes colgantes de su rostro se volvieron hacia mí.
—¿Se puede saber de qué está hablando su amigo, señor Camarasa?
Durante un segundo me pregunté si Gaudí no estaría equivocado. Si Martin Begg no viviría tan ignorante de las actividades de su hija como lo habíamos hecho nosotros hasta aquella misma mañana. Si Fiona no habría sabido engañarlo también a él.
—Sabemos que lo sabe, señor Begg —dijo entonces mi amigo—. El señor Camarasa lo oyó discutir con su hija la noche posterior al asesinato del señor Andreu. Usted sabía que Fiona se había ausentado de casa la noche del crimen. Usted sabía que era ella la única que podía haber dejado el portafolios de Andreu en el despacho de Sempronio Camarasa. —Gaudí hizo aquí una breve pausa antes de añadir—: Y usted, por supuesto, reparó también aquella misma tarde en el error que Fiona había cometido al ilustrar para su diario la escena del crimen: la pitillera de Sempronio Camarasa en el suelo del cuarto de Andreu.
Esto último, entendí, era un disparo aún de más larga distancia que el resto de las afirmaciones que mi amigo acababa de realizar con voz firme y rostro impasible. Y sin embargo, fueron estas palabras las que parecieron resquebrajar por fin la máscara de imperturbabilidad de Martin Begg.
—No sé de lo que me está usted hablando —dijo, en un tono de voz que ya no era el suyo.
—No lo juzgo, señor Begg. El amor a una hija debe imponerse siempre, entiendo, al sentido del deber para con un patrono y a la lealtad hacia una causa que, en el fondo, no es la suya. Aunque la hija en cuestión pretenda arrojar sobre su conciencia y sobre su apellido una mancha de sangre que ni todas las buenas acciones que usted pudiera hacer en cien vidas futuras podrían ya limpiar.
Con la pesadez repentina de un hombre cargado de años, de kilos y de remordimientos, el padre de Fiona se levantó de su silla y rodeó el escritorio hasta llegar junto a nosotros. Por un momento me temí una inminente escena de violencia; pero todo lo que el hombre hizo fue abrir la puerta que Gaudí había cerrado a nuestra llegada e invitarnos a abandonar el despacho.
—No son ustedes bienvenidos aquí —dijo.
—Creo que olvida usted quién es el propietario de este diario —intervine yo entonces—. Y creo que olvida también la posición en que su hija lo ha colocado. Tiene usted dos opciones, señor Begg. O colabora usted con los hombres de mi padre, o pronto estará ocupando la celda que él deje libre en la prisión de Amalia.
Los labios del inglés temblaron visiblemente en el centro de su enorme cara sonrosada.
—Debería sentir usted vergüenza de sí mismo, señor Camarasa —masculló—. Usted no es nadie para hablarme a mí así, ni para hablar así de mi hija.
Gaudí negó lentamente con la cabeza.
—No se está haciendo usted ningún favor, señor Begg —le advirtió, echando a caminar hacia la puerta que el padre de Fiona seguía manteniendo abierta para nosotros.
—Señor Gaudí. Señor Camarasa.
Martin Begg cerró la puerta de su despacho con toda la firmeza que no había sido capaz de convocar antes a su voz y a su rostro.
Habrían de pasar muchos años hasta que Gaudí y yo volviéramos a verlo.
—¿Usted cree que dice la verdad? —le pregunté a mi amigo mientras caminábamos de vuelta al vestíbulo principal de la planta de dirección.
—Creo que le gustaría estar diciéndola —respondió él—. Y no lo culpo.
«Mi padre es lo único que tengo», había dicho Fiona aquella misma noche en la que yo, sin quererlo, había sido testigo de su discusión con Martin Begg. Una discusión cuyo sentido solo ahora las palabras de Gaudí me habían desvelado.
—Fiona es hija única —dije—. Su madre murió cuando ella era una niña. Si todo esto es cierto, el señor Begg acaba de perder a toda su familia.
—¿Si todo esto es cierto? —repitió Gaudí.
—Una parte de mí sigue sin poder creerlo.
Mi amigo amagó una sonrisa triste.
—Anoche, en el Jardín del General, cuando nos encontramos con la señorita Fiona al terminar el espectáculo de fuegos artificiales, su hermana dijo que la señorita Fiona tenía costumbre de disfrazarse de caballero. ¿Era cierto?
Lo inesperado de la pregunta me sorprendió tan solo un segundo.
—A ella le gustaba disfrazarse para mi cámara —asentí—. Usted mismo vio los resultados de alguna de aquellas sesiones durante su primera visita a mi estudio fotográfico. Disfraces artísticos, casi siempre: dama romana, hada de los bosques, doncella medieval. Pero en alguna ocasión Fiona se disfrazó para mí también de joven caballero, sí. No era un tipo de disfraz nuevo para ella.
—Quiere decir…
—En Londres lo había ensayado más de una vez durante aquellas incursiones suyas en los barrios del East End. Algunos de los locales que Fiona visitaba no eran propios de una dama, así que prefería visitarlos bajo la apariencia de un joven caballero.
—Un joven caballero pelirrojo —remarcó Gaudí—. Los informantes de su padre no andaban tan desencaminados, a fin de cuentas.
Esta nueva revelación no me sorprendió. Ya nada podía sorprenderme a aquellas alturas de nuestra mañana.
—Fiona no abandonó su hábito de ocultar su sexo para realizar según qué actividades nocturnas al llegar a Barcelona —dije.
—Sin duda, alguna de esas actividades llamó la atención de los agentes infiltrados por su padre en los ambientes más o menos revolucionarios de la ciudad. Un joven pelirrojo, de ojos claros y pálido de piel que actuaba de forma sospechosa. No es de extrañar que su padre se inquietara al verme aparecer en su vida el mismo día del incendio de la sede de La gaceta de la tarde —completó Gaudí—. Hizo bien en hacerme investigar. Su único error fue encargarle esa misión precisamente a la señorita Fiona.
Y fue entonces cuando sucedió.
Gaudí y yo habíamos alcanzado ya el último peldaño de la escalinata que unía la planta noble del palacete con el vestíbulo de salida cuando, a nuestras espaldas, una voz de mujer surgida desde las alturas nos obligó a detenernos y volver la vista atrás.
—¡Disculpe, señor Camarasa!
Se trataba de una mujer de unos treinta años, alta, atractiva, vestida con la mezcla exacta de elegancia y discreción que caracterizaba a las secretarias de mayor nivel de Las noticias ilustradas. Se hallaba en lo alto de la misma escalinata que mi amigo y yo acabábamos de descender, y bajaba ahora a nuestro encuentro con una inconfundible expresión de urgencia en la mirada.
—La secretaria personal de Martin Begg —murmuré para mi amigo, antes de calzarme una sonrisa amable en el rostro—. Buenos días, señorita Gorchs.
Cuando llegó a nuestro lado, la mujer me devolvió una sonrisa impecablemente profesional.
—Me han pedido que le entregue esto, señor Camarasa —dijo, tendiéndome un mínimo sobre de color malva—. Creo que es urgente.
Recogí el sobre y advertí al instante la característica rigidez de una tarjeta de visita en su interior.
—Gracias, señorita Gorchs.
La mujer inclinó ligeramente la cabeza e hizo amago de retirarse de vuelta a las alturas de la planta de dirección.
—Disculpe, señorita Gorchs —intervino entonces Gaudí, plantando el pie derecho en el primer peldaño de la escalinata—. ¿Puedo preguntarle quién le ha pedido que le entregue este sobre al señor Camarasa?
La señorita Gorchs miró a mi amigo con cara de no haberle agradado aquella intromisión.
—Un caballero —respondió, escalando a su vez un nuevo peldaño.
—Martin Begg, quiere decir.
La mujer no vaciló ni un instante.
—Un caballero —repitió.
Y tras inclinar de nuevo la cabeza en mi dirección, nos dio definitivamente la espalda y se marchó escaleras arriba envuelta en ese halo de dignidad inquebrantable que parecía ser también, como la elegancia y la discreción en el vestir, un atributo natural de todas las secretarias de primer nivel de Las noticias ilustradas.
Para entonces, yo ya había abierto el sobre y había comprobado a quién pertenecía la tarjeta de visita.
«Víctor Sanmartín», anunciaba su anverso. «Redactor de La gaceta de la tarde.» Y en su reverso, escritas a mano con familiar caligrafía, las mismas palabras que Gaudí, Margarita y yo habíamos leído tres meses atrás en otra tarjeta idéntica a aquella. «Calle de Aviñón, número tres, primero tercera.»
—¿Y bien? —pregunté, tendiéndole la tarjeta a mi amigo.
Y este, tras leerla con ojos brillantes no sé si de sorpresa, de inquietud o de pura excitación ante lo que fuera que estuviera a punto de suceder, me respondió:
—Parece que tenemos una cita.
El portal del edificio número tres de la calle de Aviñón estaba, como siempre, abierto de par en par. En el breve escalón que le daba acceso había un ciego apostado con un platillo de monedas a sus pies. A nuestro paso, la cabeza del hombre se alzó como la de un perro que husmea un incendio y sus labios murmuraron una bendición ininteligible. Dejé caer un par de monedas en su platillo, lo recuerdo, y el sonido del metal contra el metal torció su boca sin dientes en una sonrisa áspera y desencajada.
El mismo vestíbulo oscuro, polvoriento, de techos bajos y paredes desconchadas. La misma película grasienta en el pasamano de la escalera. El mismo olor a edificio enfermo, devorado de carcoma y humedades, condenado a la piqueta del liquidador.
En la primera planta, la llama vacilante del mismo aplique iluminando la puerta entreabierta del apartamento de Víctor Sanmartín.
Fue Gaudí quien posó la palma de la mano en la cuarteada superficie de madera de la puerta y empujó con suavidad.
—Queridos —nos saludó entonces una voz que yo ya no había esperado volver a oír.
Fiona estaba recostada sobre el alféizar de la única ventana que daba luz al salón del apartamento. La misma claridad de la mañana que trazaba con minuciosa precisión la silueta de su cuerpo emborronaba los detalles de su rostro: una cabellera sin recoger, unos brazos y un cuello desnudos, unas formas generosas acomodadas entre los límites de un escueto vestido de color claro y, en el centro del vacío de su rostro, la mera intuición de un par de ojos grises que nos observaban con expresión ilegible.
—Fiona —murmuré, acercándome a ella con paso lento y con el pulso desbocado.
Apenas un par de metros nos separaban ya cuando Fiona alzó la mano derecha y me obligó a detenerme.
—No te acerques más, por favor —dijo. Y añadió—: Tenemos cinco minutos.
—Tenemos cinco minutos antes de que el señor Sanmartín venga a por nosotros —tradujo Gaudí, escrutando todavía desde el umbral de la puerta el interior de la vivienda en busca, sin duda, de algún rastro de la presencia o de la actividad de su propietario.
—Antes de que venga a por mí —lo corrigió Fiona—. Me temo, queridos, que vosotros no formáis parte de nuestros planes inmediatos de futuro.
Gaudí cerró entonces por fin la puerta a su espalda y avanzó también unos pasos hacia el centro del salón.
—Esto es una despedida, entonces —dijo.
Fiona inclinó la cabeza, provocando un fugaz cambio en el delicado juego de luces y sombras que la envolvía. Un rayo de luz iluminó el suave vello que cubría sus brazos desnudos y desencadenó un súbito estallido de rojos y dorados sobre la blanca piel que yo alguna vez, en otra vida, había acariciado con dedos torpes y agradecidos. Al cabo de un segundo, las sombras habían vuelto a acomodarse en su silueta inmóvil.
—Esto es una despedida porque vosotros así lo habéis querido —afirmó—. Si estuviera en mi mano, esto sería solo el principio de algo nuevo para los tres.
—Para los cuatro, querrá decir.
Los labios de Fiona esbozaron, en mi imaginación, una sonrisa cargada de británica ironía.
—Creo que ya podemos tutearnos, Antoni —dijo—. Después de lo que ha sucedido esta mañana entre nosotros, las formalidades ya están fuera de lugar.
En vez de buscar alguna réplica posible a una frase como aquella, Gaudí dio un nuevo paso en dirección a la ventana y se situó casi inmediatamente a mi derecha.
Había tantas cosas que yo hubiera querido preguntarle a Fiona en aquel instante que me quedé con la más estúpida de todas.
—¿Cómo has podido hacer algo así?
La inglesa no meditó ni medio segundo su respuesta.
—¿Cómo has podido tú hacer algo así?
—¿Yo?
—Tú. Vosotros. Poneros al servicio de un rey. Conspirar en contra de una república a cambio de un puñado de monedas. Los fieles Camarasa. Los cortesanos Camarasa. —La voz de Fiona se endureció todavía un poco más al pronunciar por segunda vez mi apellido—. Ojalá vuestro rey os pague con toda la gratitud que os merecéis.
Agité la cabeza con incredulidad.
—Yo nunca supe… —empecé a decir, pero Fiona no me permitió concluir la frase.
—Tú nunca has sabido nada —replicó, con el desprecio chorreando de su boca como babas de borracho—. Lo único que a ti te ha importado siempre ha sido tener un plato de comida en la mesa y un puñado de billetes en el bolsillo. Te auguro un espléndido futuro dentro de los zapatos de tu padre.
Sin saber qué hacía ni por qué, salvé los dos metros que me separaban de Fiona y, tomándola de la cintura, la atraje hacia mí con una brusquedad que yo nunca antes había empleado con ninguna mujer. Recuerdo la tensión de sus músculos entre mis manos, el sonido de su respiración agitada, la dureza de los rasgos que su rostro por fin recobró al alejarse de la ventana. Recuerdo la rabia y la impotencia que bullían en mi interior, y el dolor por lo que estaba sucediendo, y la abrumadora sensación de no entender nada. Recuerdo que los ojos de Fiona se clavaron en los míos con la fiereza y la frialdad del puñal de un asesino, y que algo en ellos me hizo recuperar de repente todo el horror y la frustración de aquellas excursiones nuestras por los fumaderos de opio del East End londinense.
—Fiona —murmuré, como hacía entonces cuando los viajes del cerebro de mi amiga en pos de sus imaginarios dragones dejaban su cuerpo inerte e indefenso entre toda la escoria que habitaba aquellos locales infectos—. Fiona.
La bofetada que la inglesa me propinó tras deshacerse de mi abrazo pareció reubicar por completo todos los recuerdos en el interior de mi cerebro.
—Nunca vuelvas a tocarme —masculló—. Nunca.
Bajé las manos y la cabeza y di un paso al frente, hasta alcanzar el alféizar de la ventana que Fiona había dejado libre. Sus dos hojas abiertas dejaban entrar el aire frío de enero y el bullicio infatigable de aquella zona de la ciudad: un doble baño de realidad que no logró liberarme, sin embargo, de la creciente convicción de que todo cuanto estaba sucediendo aquella mañana —la aventura de Santa María, aquella nueva Fiona, aquel nuevo yo— no era más que el producto de las hierbas que la inglesa nos había suministrado la noche anterior. Tal vez nada de todo aquello estaba sucediendo en realidad. Tal vez todo era producto de mi imaginación inflamada por las drogas. Tal vez ahora yo seguía tendido junto a Gaudí en el estudio de la vieja casa de labranza, vomitando los últimos restos de bilis, orinándome encima, soñando con dragones y con mujeres encantadas.
Un grito rasgó en ese instante el aire más allá del cruce de la calle de Aviñón con la de Fernando VII, pero ninguno de nosotros le prestó atención.
—Si el señor Sanmartín la ha obligado de alguna forma a hacer esto, nosotros podemos ayudarla —oí que estaba diciéndole Gaudí a Fiona cuando me volví de nuevo hacia el interior del apartamento—. No es tarde para escapar a su influjo. Sea cual sea el poder que ejerce sobre usted, sin duda podremos anularlo de alguna manera.
Esta vez no necesité imaginar la sonrisa con la que Fiona acogió las palabras de mi amigo.
—¿El poder que el señor Sanmartín ejerce sobre mí?
—Sabemos que ha intentado usted sabotear el atentado de Santa María. Sabemos que ha tratado por todos los medios de llamar nuestra atención sobre lo que estaba sucediendo. La errónea pitillera que incluyó usted en su dibujo del cuarto de Andreu. El diario con esa misma ilustración que ha dejado a la vista esta mañana en el suelo de su taller, para que yo tuviera una segunda oportunidad de reparar en el error. Su mismo gesto de encerrarnos en el taller tras aturdirnos con la dosis de droga justa para que despertásemos a tiempo de advertir que algo extraño sucedía. —Gaudí amagó un pequeño acercamiento a Fiona, y esta dio un inmediato paso atrás que la acercó un poco más a mí—. Sin todas esas señales que usted ha sabido enviarnos, cientos de muertes pesarían ya sobre su conciencia y sobre la del señor Sanmartín. Y también sobre la de su padre.
Fiona agitó la cabeza no sé si con fingida o con auténtica incredulidad.
—Permíteme un último consejo de amiga, Antoni —dijo—. No sigas jugando a leer en los actos y en las intenciones de la gente. No se te da bien. Y menos aún conmigo.
Gaudí agitó también la cabeza brevemente. Dos cabezas rojas enfrentadas en mitad de un salón desnudo.
Nuevos gritos se oyeron a través de la ventana abierta, pero tampoco ahora les prestamos atención.
—El señor Sanmartín y usted se conocieron en alguna de esas reuniones de ingenuos anarquistas que usted sin duda frecuentó a su llegada a Barcelona —continuó mi amigo, dando un nuevo paso al frente y provocando otro paso atrás de Fiona—. De alguna manera, el señor Sanmartín descubrió que era usted una empleada de Sempronio Camarasa y que este, más allá de un simple empresario de éxito con nuevos negocios en la ciudad, era una pieza esencial en la trama de la inminente restauración monárquica. Su oposición natural a la causa para la que su patrón trabajaba la convertía a usted en un regalo del cielo para el señor Sanmartín: una fuente de información enquistada en pleno centro de las líneas enemigas. Cuando descubrió los planes de la visita real que el señor Camarasa estaba organizando, el señor Sanmartín decidió que aquella era su oportunidad para realizar el gesto definitivo con el que sueña cualquier revolucionario con el ego inflamado: un regicidio de naturaleza memorable. La presencia directa de Sempronio Camarasa a los mandos del servicio de defensa del rey dificultaba, sin embargo, los diversos planes de atentado que el señor Sanmartín sin duda tenía ya planeados a finales de septiembre, así que decidió deshacerse de él de tal modo que sus funciones quedaran diluidas en diversas manos, incluidas las de su propia familia. Así debilitaba gravemente la seguridad de la visita real al tiempo que se aseguraba no perderla a usted como informadora, en su doble papel de alto cargo de Las noticias ilustradas y de habitante del hogar de los Camarasa. Fue usted quien recordó entonces a Eduardo Andreu, o acaso sus caminos se cruzaron en alguna de sus múltiples andanzas de trabajo por las zonas más humildes de la ciudad. En cualquier caso, la idea ya había cobrado forma en sus cabezas. El señor Sanmartín prendió fuego a las oficinas del diario en el que él mismo se había infiltrado e inició una campaña de desprestigio contra su padre. Con su ayuda, él organizó la aparición de Andreu en la fiesta de Las noticias ilustradas. Él asesinó a Andreu mientras usted estaba con nosotros, asegurándose una coartada que la liberara de toda sospecha en el momento en que la aparición del portafolios en el despacho del señor Camarasa nos llevara a pensar necesariamente en la implicación de alguien de dentro de la casa en todo el asunto. Y luego, por supuesto, yo hice el resto ofreciéndoles una modalidad de regicidio mucho más memorable que cualquiera que ustedes pudieran tener ya preparada. Para entonces, usted ya sabía que la visita real incluiría una misa solemne en Santa María del Mar. No es de extrañar que se interesara tanto en mi proyecto la tarde que visitó mi hogar, ni que se aprovechara de su prodigiosa memoria para grabar en su cerebro la disposición de las columnas que yo había señalado en mi reproducción del esquema de fuerzas de carga del templo. Con Sempronio Camarasa fuera de circulación, con la seguridad de la visita real dejada en las manos bienintencionadas pero inexpertas de la señora Lavinia, con el Grupo de Apoyo Operativo efectivamente descabezado, con su propio padre dirigiendo a solas Las noticias ilustradas y con usted misma, por tanto, libre para moverse a su antojo por el seno de esa misma operación cuyo éxito estaba decidida a boicotear, la suerte del rey estaba echada. —Gaudí hizo una mínima pausa en su discurso—. O lo habría estado si usted no se hubiera atrevido a solicitar mi ayuda.
Fiona asintió con absoluta seriedad.
—Fascinante —dijo, llevándose la mano derecha a la cabeza y alborotando brevemente su roja cabellera—. Veo que no me había equivocado contigo, Antoni. Eres sin duda el hombre más asombroso que he conocido en esta ciudad.
Gaudí dio un paso al frente y tendió ambas manos hacia Fiona.
Esta volvió a recular de manera instantánea, y ahora su espalda rozó ya mi pecho, mi barbilla se hundió en su pelo y mis manos, casi sin quererlo, se posaron de nuevo en su cintura.
Los gritos que llegaban desde la calle siguieron subiendo de tono y de intensidad y empezaron a acompañarse de un olor extraño, desagradable, a la vez inesperado y familiar, que ni siquiera el intenso aroma del cabello de Fiona logró mantener alejado por mucho tiempo de mi conciencia.
—Déjeme que la ayude, entonces —dijo Gaudí—. Déjenos que la ayudemos.
Fiona se dio media vuelta y su rostro quedó enfrentado al mío. Sus ojos grises, su piel blanca, el trazado sinuoso de los pómulos y la nariz. Los labios llenos, sonrosados. La deliciosa media luna de su barbilla.
—Gabriel —dijo.
—Fiona.
Y entonces la puerta del apartamento se abrió de par en par y en el marco apareció Víctor Sanmartín.
—Caballeros, siento interrumpir este momento —fue lo que dijo, mirándonos a Gaudí y a mí con una sonrisa profundamente desagradable colgada de sus finos labios sin color—. La señorita y yo hemos de marcharnos.
Recuerdo que yo miré a Gaudí, y que Gaudí miró a Fiona, y que Fiona miró primero a mi amigo, luego a Víctor Sanmartín y luego de nuevo a mi amigo. Y recuerdo también que en su boca, en la boca de Fiona, había una sonrisa que no se parecía a ninguna de las que yo le había conocido durante los cuatro años que había durado nuestra amistad.
—Todas tus deducciones, querido, son perfectamente correctas —dijo, alargando la mano derecha hacia la cabeza de Gaudí y corrigiendo la posición de uno de sus mechones de pelo, también rojos y ondulados y revueltos por la intensidad de la mañana—. Pero todas tus conclusiones son asombrosamente erróneas. —Y poniéndose de puntillas, depositó un beso en la mejilla de mi amigo antes de añadir—: Piensa en ello.
El fuerte olor familiar que entraba por la ventana abierta era, ya sin duda, olor a humo. Las muchas voces que llegaban de la calle gritaban claramente «¡fuego!».
También la sonrisa que curvaba los labios de Víctor Sanmartín era una sonrisa incómoda y extraña.
—Fiona —dije, posando una mano en el hombro desnudo de la inglesa y sintiendo la marmórea frialdad de su piel—. No tienes que hacer esto.
Fiona se volvió hacia mí y, poniéndose nuevamente de puntillas, repitió el doble gesto que ya había ejecutado con Gaudí. Rozó mi pelo con las yemas de los dedos, depositó un beso en mi mejilla y murmuró:
—Volveremos a vernos.
Y luego echó a caminar con señorial lentitud hacia esa puerta desde cuyo umbral Víctor Sanmartín seguía observándonos con su rostro sonriente, afeminado, enmarcado de rizos del color del azabache.
En el cinto del joven, disimulado apenas por el faldón de una chaqueta corta dispuesta con evidente intención disuasoria, había un pistolón muy parecido a aquel que había encañonado a mi hermana durante varios segundos la tarde de la detención de nuestro padre.
En su mano derecha sostenía un trapo arrugado, y en la izquierda, un llavín alargado del color de la tierra mojada.
—Caballeros —dijo, cuando Fiona pasó a su lado bajo el dintel de la puerta y desapareció por fin de nuestra vista.
Su mano derecha dejó caer el trapo al suelo antes de desaparecer también él.
Para entonces, el aire que entraba en el apartamento venía ya cargado de cenizas y de aullidos de terror y olía exactamente igual que el aire de la Rambla la mañana del incendio de la boca de la Canuda.
—Creosota —dijo Gaudí al cabo de unos segundos, recogiendo el trapo del suelo y olfateándolo brevemente junto a la puerta que Sanmartín, para mi sorpresa, no se había tomado la molestia de cerrar con llave al marcharse.
Así de poco le importábamos, pensé. Así de convencido estaba de su propia seguridad. O tan poderosa era la fuerza de convicción que le otorgaba a su pistolón.
Cuando las campanas del primer coche de bomberos se mezclaron con los gritos de la muchedumbre enfervorecida por el fuego, Gaudí y yo estábamos atravesando ya el portal del edificio número tres de la calle de Aviñón y nos disponíamos a confirmar lo que ambos ya sabíamos: que el edificio que las llamas consumían no era otro que el palacete que ocupaban las oficinas de Las noticias ilustradas.
—¿Fin de la historia? —recuerdo que pregunté, a la vista de todos aquellos rostros familiares que corrían por la calzada de la calle de Fernando VII en busca de la seguridad de la Rambla. Plumillas e ilustradores, redactores jefe y chicos de los recados, operarios de imprenta y secretarias de dirección, todos en mangas de camisa o con la cabeza sin cubrir, todos conmocionados, todos huyendo de las llamas que consumían las oficinas de un diario que acababa de convertirse ya, por la pura alquimia del fuego, en historia de Barcelona.
Y también recuerdo que Gaudí, en lugar de responderme, ahuyentó con un soplido un rastro de cenizas de su hombro derecho y hundió bruscamente las manos en los bolsillos de su levita, con el gesto de quien acaba de sentir un frío repentino recorriéndole el espinazo.