26
Mientras los policías se llevaban a mi padre por el pasillo en busca del coche oficial que los aguardaba estacionado ante la puerta de la torre —una amplia berlina de cuatro caballos cuya apariencia exterior no desmerecía un ápice de la del vehículo privado de cualquier pequeño aristócrata local, pero cuyo interior resultaba menos hospitalario que el del más desvencijado cabriolé que uno pudiera alquilar a pie de puerto— y mi madre, por su parte, enviaba a toda prisa a mi hermana en busca de nuestro propio cochero, Gaudí me cogió del brazo y me ordenó que lo llevara inmediatamente en presencia de Marina. Alguien se estaba contagiando de las formas y de la retórica del inspector Labella, pensé; pero el tiempo era escaso y las razones de Gaudí, supuse, bienintencionadas, así que no me molesté en protestar ante aquella falta repentina de educación. Abandonamos con premura el salón por una de sus puertas laterales, alcanzamos el discreto rellano del que partía la escalera que descendía al sótano y, una vez en él, recorrimos varias habitaciones de servicio hasta dar con la doncella en el cuarto de los fregaderos.
Marina estaba encaramada en lo alto de un taburete de madera de aspecto francamente inestable. Su fornido cuerpo de adolescente rural formaba un ángulo perfecto de noventa grados sobre la mayor de las tres pilas que ocupaban la pared sur del cuarto, la mitad inferior pegada a la piedra natural del fregadero, la mitad superior inclinada sobre una gran balsa de agua jabonosa en la que flotaban, como tropezones de una sopa repugnante, los restos descartados de nuestro reciente almuerzo y algunas de las piezas de vajilla en las que este nos había sido servido. Altas pilas de platos y de vasos, de cazuelas y de sartenes, de cubiertos y de fuentes se erguían a su lado en un equilibrio tan precario como el que ella misma mantenía sobre el taburete; dos grandes cubos de agua turbia humeaban a sus pies, y junto a estos, también en el suelo, una olla ennegrecida contenía varias porciones de jabón aceitoso y una pequeña colección de pedazos de esparto machacado.
Cuando nos vio entrar en sus dominios con paso marcial y las caras muy serias, la pobre muchacha dio un respingo que a punto estuvo de hacerla caer de cabeza en aquel caldo repulsivo.
—Disculpe que la molestemos, Marina —dijo Gaudí, con un tono de voz solo un poco más amable que el que había utilizado conmigo hacía unos instantes—. ¿Me permite que le haga una pregunta?
Ayudándose del brazo que yo me había apresurado a tenderle, la muchacha descendió del taburete con una falta de gracia decididamente masculina. Ya en tierra firme, nos miró a mi amigo y a mí con la expresión exacta de un animalillo que aguarda a ser devorado por dos animales mayores que él.
—No pasa nada, Marina —dije, sonriéndole de forma tranquilizadora—. Respóndele a mi amigo.
La doncella inclinó la cabeza y miró fugazmente a Gaudí.
—Por supuesto, señor —asintió.
—Es acerca de la carta que le entregaste a la señorita Camarasa ayer por la tarde —dijo Gaudí—. Una carta que iba dirigida al señor Camarasa. ¿La recuerdas?
—Claro, señor.
—Lo que quiero saber es si quien la trajo fue el cartero de siempre.
Marina no lo dudó un instante.
—No, señor.
—Pero ¿era un cartero quien la trajo? ¿Era una carta como todas las demás? ¿Llegó como llegan siempre las cartas a esta casa?
Esta vez Marina se concedió unos segundos para asimilar las tres preguntas enlazadas que acababa de formularle aquel caballero de pelo rojo, ojos azules y expresión facial inescrutable.
El agua que goteaba desde sus brazos desnudos empezaba a formar sendos charcos junto a sus pies: pequeños círculos de agua turbia sobre el basto enlucido de cemento que cubría el suelo del cuarto de los fregaderos.
—No, señor —respondió por fin.
Gaudí me miró de reojo, visiblemente satisfecho.
—¿Podrías describirme al hombre que trajo la carta, Marina?
—No, señor.
A Gaudí se le torció inmediatamente el gesto.
—¿Y eso por qué, Marina?
—Porque la carta no la trajo ningún hombre.
Mi amigo y yo nos miramos de nuevo.
—¿No la trajo ningún hombre? —pregunté.
—Por supuesto que no —respondió Gaudí, adelantándose a Marina—. La trajo una mujer.
La doncella agitó afirmativamente la cabeza.
—¿Y podrías describirnos a esa mujer, Marina? —le pregunté.
—Creo que no hará falta que lo haga —se adelantó Gaudí de nuevo—. ¿Verdad que no, Marina?
Solo entonces lo entendí.
—¿La carta te la dio mi madre?
Gaudí emitió un resoplido de impaciencia y, girando sobre sí mismo con repentina brusquedad, empezó a enfilar la salida del cuarto.
—No, señor —respondió Marina, moviendo ahora la cabeza de izquierda a derecha.
—La carta se la dio Fiona —proclamó Gaudí, ya desde el umbral de la puerta—. Gracias, Marina, nos has sido de mucha ayuda.
La doncella esbozó una sonrisa aliviada e hizo una pequeña reverencia que solo yo llegué a ver.
—Una pérdida de tiempo —murmuré, cuando logré ponerme de nuevo a la altura de mi amigo, ya en la escalera que subía del sótano hasta la planta principal.
—Nunca se pierde el tiempo cuando se descubre algo nuevo.
No me gustó del todo aquella réplica.
—¿Algún misterio, entonces?
Gaudí no llegó a responderme. Nada más alcanzar el vestíbulo principal de la torre nos topamos con mi hermana, que regresaba en busca de nosotros con cara de estar viviendo a la vez la peor tarde de su vida y la más interesante.
—¿Dónde os habíais metido? —preguntó, cogiéndome de la mano y tirando de mí hacia el jardín—. ¡Acaban de esposar a papá!
Decidí que no había oído bien.
—¿Acaban de qué?
—En la berlina. Lo han esposado a la manecilla de la puerta. ¡Como si fuera un delincuente! ¡Como si pensaran que podría saltar del coche en marcha antes de llegar a la comisaría!
—Como si quisieran humillarlo, más bien —mascullé, maldiciendo en mi interior a Labella—. ¿Qué le parece?
Gaudí asintió con gravedad.
—Me parece que el inspector Labella quiere hacer una entrada triunfal en las Atarazanas. ¿Han salido ya?
Margarita negó con la cabeza.
—Están revisando las herraduras de un caballo, o algo así. Nuestro coche ya está listo. Fiona y el señor Begg se quedan en casa.
Esta tercera tanda de información interesó visiblemente a Gaudí.
—Entonces tendremos que hablar inmediatamente con Fiona —dijo, dirigiéndose a mí—. Gracias, Margarita.
Mi hermana arrugó la nariz, como siempre que alguien que no era ella pronunciaba sin desaprobación el nombre de la inglesa, pero no olvidó inclinar cortésmente la cabeza y murmurar un «no se merecen» que también llegó tarde: Gaudí ya había desaparecido de nuestra vista tras un recodo del caminillo que atravesaba el jardín.
—¿Qué pasa ahora con Fiona?
—Que fue ella la que le entregó la carta a Marina. La carta que tú le llevaste a papá justo antes de que él cancelara su salida al Liceo. ¿Lo sabías? —pregunté innecesariamente: la cara de Margarita mostraba bien a las claras que no tenía ni idea.
—Ella está metida en el ajo —afirmó—. Esa bruja escribió una carta falsa para papá, y ahora papá está esposado dentro de un coche de la policía y están a punto de meterlo en la cárcel. Y seguro que lo condenan a la guillotina.
Me obligué a sonreír.
—En España no hay guillotina. Y nadie va a meter a papá en la cárcel. Y Fiona no está en el ajo de nada.
La cabeza de mi hermana rehusó por tres veces mis intentos de tranquilizarla.
—Tú eres un ingenuo —me soltó.
—¿Y eso por qué?
—Por todo.
Sin más explicaciones, Margarita atravesó a la carrera los veinte metros escasos que nos separaban ya de la puerta de la verja y fue al encuentro de mamá Lavinia, que estaba charlando con nuestro cochero y con la doncella principal de la casa, la señora Iglesias, al pie del pescante de la berlina familiar. Las observé un instante desde la distancia, y luego volví la vista hacia el coche de policía que seguía estacionado unos metros más abajo. Su partida parecía inmediata: los caballos estaban ya embridados, el cochero se había acomodado en el pescante con las riendas y la fusta en las manos, los espesos cortinones de la cabina estaban echados y no había rastro del inspector Labella, del agente Catalán ni del otro policía, el malcarado agente del pistolón. Los tres estarían ya entregados, supuse, a la poco meritoria tarea de custodiar a mi esposado padre en el interior de aquel coche siniestro.
—No era un cartero oficial —estaba diciéndole Fiona a Gaudí cuando llegué junto a ellos—. La carta no estaba franqueada. Pero tampoco era un mensajero corriente.
—¿Un mensajero corriente? —preguntó mi amigo.
—No era uno de esos muchachos que se dedican a repartir correo privado a cambio de algunas propinas, quiero decir. Yo estaba paseando por el jardín cuando un hombre se asomó a la verja, me tendió un sobre y me pidió que se lo entregara a Sempronio Camarasa. Un hombre mayor, bien vestido, muy educado. No era un cartero ni un mensajero profesional, pero ni él parecía un escritor de anónimos ni el sobre que me tendía se parecía tampoco a los que llegaron la semana pasada, así que lo recogí sin hacer preguntas. No era la primera vez, tú lo sabes, que tu padre recibía cartas sin franquear entregadas por mensajeros privados —añadió, dirigiéndose a mí—. Cuando entré en casa me topé con Marina y le di el sobre a ella, tal como hacemos siempre con toda la correspondencia. Eso fue todo.
Ningún misterio, entonces. Lo pensé mientras besaba la mano de Fiona antes de montarme por fin en nuestra berlina, y lo dije en voz baja un par de minutos más tarde, cuando nuestros dos caballos corrían ya rumbo al sur a rebufo de los cuatro caballos de la policía.
—Ningún misterio, entonces.
En lugar de asentir, Gaudí esperó a que mi hermana levantara la cabeza del bolso que nuestra madre le había puesto en las manos justo después de montar en la berlina, y cuyo contenido la muchacha se había dedicado a fisgonear desde entonces con aire furtivo y con expresión progresivamente desencantada. Solo cuando Margarita dio por concluida su inspección y alzó por fin la mirada, Gaudí se dirigió a ella con el mismo tono de cortesía un tanto forzada que llevaba utilizando con las dos mujeres Camarasa desde nuestra llegada a la torre de Gracia.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Margarita?
El rostro cariacontecido de mi hermana se iluminó al instante.
—Por supuesto, Toni.
—El sobre que le entregó ayer a su padre, el que hizo que el señor Camarasa anulara sus planes de acompañarlos al Liceo…
—El sobre que Fiona le dio a Marina —lo interrumpió Margarita.
—A Fiona se lo dio un caballero que se asomó a la verja cuando ella estaba en el jardín —aclaré—. Nos lo acaba de explicar.
—Ya. Un caballero.
—En cualquier caso, Margarita, ¿es posible que viera usted lo que había en el interior de ese sobre antes de entregárselo a su padre?
Mi hermana borró al instante la media sonrisa que había asomado a su rostro al pronunciar la palabra «caballero».
—¿Está insinuando que abrí una carta que no era para mí? —preguntó, mirando de reojo a nuestra madre.
—Solo me preguntaba si el sobre no estaría quizá ya abierto cuando llegó a sus manos, o si el papel no sería lo bastante fino como para que su contenido se transparentara, o…
Gaudí dejó los puntos suspensivos amablemente en el aire para que mi hermana hiciera con ellos lo que creyera más conveniente.
Tras pensárselo unos segundos, Margarita se decantó por la segunda opción que Gaudí le había ofrecido.
—Ahora que lo dice, sí, es posible que el papel del sobre fuera muy fino —admitió, mirando de nuevo hacia su izquierda con el rabillo del ojo y comprobando que nuestra madre seguía sumida en el repentino sopor que parecía haberse adueñado de ella nada más entrar en la berlina.
Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, la frente apoyada en el cristal de la ventanilla y la mirada perdida en el cambiante paisaje que corría en dirección contraria a la de nuestra marcha. Sus rodillas apretadas rozaban casi las mías, y sus pies, también muy juntos, asomaban por debajo de un elegante vestido de muselina verde con ribetes colorados que de repente se me antojó profundamente inadecuado para la situación en la que nos hallábamos.
Claro que, bien pensado, ¿cuál era el vestuario adecuado para una situación como aquella?
—¿Y pudo usted ver lo que había en su interior?
—Creo que sí vi algo…
—Margarita, por favor.
Mi hermana me fulminó con la mirada.
—Creo que ponía el nombre de un lugar y cuatro números —dijo, bajando la voz—. El lugar era una iglesia.
—¿Qué iglesia?
—La iglesia de Santa María.
Gaudí y yo intercambiamos miradas de sorpresa.
—¿Santa María del Mar?
Margarita se encogió de hombros.
—Santa María, a secas —dijo.
—¿Y los números?
—Cuatro ceros —respondió, también sin dudar.
—¿Cuatro ceros?
—Las doce de la noche —dijo Gaudí, asintiendo con expresión, me pareció, curiosamente complacida—. Una interesante forma de notación horaria.
—Y una hora también interesante para citar a alguien en una iglesia —añadí yo—. ¿Algo más?
Margarita negó con la cabeza.
—Eso fue lo único que se transparentó —afirmó—. Pero estoy bastante segura de que en la hoja que había dentro del sobre no ponía nada más.
Gaudí sonrió de forma particularmente agradable.
—Muchas gracias, Margarita.
Mi hermana convocó al instante uno de esos rubores suyos perfectamente ejecutados.
—Un placer —dijo, regalándonos a Gaudí y a mí una caída de pestañas digna de la mejor actriz de Shaftesbury Avenue. Y luego, recuperando su tono de piel habitual, se volvió hacia nuestra madre y le preguntó—: ¿De verdad que papá no te ha dicho dónde ha pasado la noche?
La cabeza de mamá Lavinia se movió imperceptiblemente de izquierda a derecha, apenas un temblor de rizos negros y de pendientes dorados, pero su mirada no se apartó de la ventanilla. Dos ojos pequeños, castaños, tristes como perlas muertas, perdidos en el juego de rectas y quebrados del nuevo Ensanche barcelonés o quizá, más bien, en el reflejo de sus propios pensamientos sobre el cristal de la berlina.
La pitillera de su esposo hallada en el lugar del crimen.
El portafolios rojo de Andreu escondido en un cajón de su despacho.
Su no explicada ausencia durante una noche y una mañana enteras.
Muchas cosas en las que pensar.
—¿Y de qué habéis hablado, entonces?
Margarita aguardó durante diez segundos una respuesta que no llegó a producirse, y luego me miró con expresión nuevamente sombría. Yo alargué la mano derecha hacia ella y tomé una de las suyas con suavidad.
—Todo irá bien —dije—. Todo acabará por aclararse, tarde o temprano. La verdad siempre acaba saliendo a la luz.
Mi hermana asintió con muy poco convencimiento.
—Eres un ingenuo.
—Su hermano tiene razón, Margarita —intervino entonces Gaudí, imitando mi gesto y tomando la mano libre de mi hermana—. La verdad siempre acaba saliendo a la luz. Tarde o temprano.
Por primera vez en varios años, el rubor que tiñó al instante las mejillas de Margarita tuvo un origen perfectamente involuntario.
—Usted también es un ingenuo, entonces —dijo—. Pero gracias.
Gaudí sonrió de nuevo.
—Creer en la justicia no es ser ingenuos, Margarita. Si demostramos que su padre no tiene nada que ver con la muerte de Eduardo Andreu, la justicia lo dejará libre y esta pesadilla que están ustedes viviendo llegará a su fin.
El tono aparentemente confiado de Gaudí me sorprendió menos que la presunción que subyacía en el fondo de sus palabras.
—¿Si lo demostramos nosotros? —pregunté.
—El inspector Labella parece más que satisfecho con su propia versión de los hechos. Y por mucho que nos duela, hemos de concederle que razones no le faltan —añadió, con una mueca de disgusto—. Nuestro amigo tiene un móvil, dos pruebas y un sospechoso que, al parecer, no puede dar cuenta de su paradero durante las horas a las que se produjo el crimen. Por no mencionar la agresión y la amenaza de muerte contra Andreu durante la fiesta de Las noticias ilustradas, presenciadas por no menos de cincuenta testigos. Con lo que el inspector Labella tiene ya en sus manos, le basta para dar por cerrado el caso y enviar al señor Camarasa a prisión a la espera de un juicio cuyo resultado, me temo, no se intuye en absoluto prometedor para sus intereses. —Gaudí hizo aquí una pequeña pausa—. Solo hay una cosa que pueda hacerse para evitar que este lúgubre escenario se convierta en real.
Margarita asintió vigorosamente con la cabeza.
—Demostrar la inocencia de papá.
—Descubrir la identidad del verdadero asesino de Eduardo Andreu —dijo Gaudí—. A no ser que su padre presente de inmediato una coartada que demuestre que no pudo estar anoche en la calle de la Princesa, y me temo que eso no va a suceder —añadió, buscando en vano la mirada de mi madre—, la única manera que se me ocurre de convencer al inspector Labella de su inocencia es poner delante de sus narices al auténtico culpable.
Sonreí tristemente.
—Parece que sus dotes de deducción van a servirnos de algo, a fin de cuentas.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Margarita.
Gaudí inclinó su cuerpo ligeramente hacia adelante, en dirección al asiento de mi hermana.
—Este es un asesinato con dos víctimas: el propio asesinado, Eduardo Andreu, y el inocente sobre el que se ha hecho recaer la culpa del asesinato, Sempronio Camarasa. El asesino, al clavar ese puñal en el pecho de Andreu, sabía que estaba destruyendo dos vidas. La clave está en descubrir cuál de esas dos vidas es la que de verdad le interesaba destruir.
—Cuál ha sido su víctima real y cuál ha desempeñado para él una mera función de instrumento.
Gaudí me miró con expresión complacida.
—Tal como yo lo veo, solo hay dos maneras de explicar lo sucedido: o bien alguien quería asesinar a Eduardo Andreu y ha utilizado a su padre como chivo expiatorio, como escudo para su propia seguridad, sembrando una serie de pistas que aseguraran la detención inmediata de Sempronio Camarasa e impidieran cualquier investigación real del crimen, o bien alguien quería acabar con su padre y ha utilizado a Andreu como medio para conseguirlo.
—Si fuera este último el caso, ¿por qué no asesinarlo a él directamente?
—Gabi tiene razón. Si lo que el asesino quería era hacerle daño a papá, ¿para qué iba a organizar algo tan complicado como todo esto cuando podía acabar con él de forma mucho más sencilla?
Gaudí se encogió de hombros.
—Hay muchas formas de acabar con un hombre sin tener que matarlo —dijo—. Tal vez el asesino solo quería arruinar su reputación. O perjudicar sus intereses comerciales. O… —Mi amigo no pareció dar con esa tercera opción—. En cualquier caso, es una posibilidad que debemos contemplar.
—Una posibilidad no más extraña que esa otra opción que usted ha contemplado —observé—. ¿Para qué iba a querer nadie matar a un viejo diablo como Andreu? ¿Quién podía tener algo que ganar con su muerte?
—Eso es lo que tenemos que averiguar. A fin de cuentas, todavía no sabemos nada de la vida que Andreu llevó en Barcelona durante estos últimos años. No sabemos las compañías que frecuentó, ni los pequeños asuntos en los que pudo andar metido. Por no saber, ni siquiera sabemos cómo lograba pagar cada mes el alquiler de esa habitación de la calle de la Princesa.
La berlina aminoró la marcha al tomar la curva final de la plaza de Cataluña y volvió a acelerar cuando hubo ingresado en el lateral de la Rambla. En el carril contrario, un ómnibus cargado de jóvenes vestidos con uniforme militar se detuvo ante las ruinas de la antigua sede de La gaceta de la tarde y provocó un inmediato colapso en el tráfico que subía desde las Atarazanas. Y fue entonces, lo recuerdo, cuando mi madre apartó por fin su mirada de la ventanilla y pronunció las tres únicas palabras que le oiríamos en aquel viaje:
—Callaos, por favor.
Nadie volvió a abrir la boca hasta que la berlina se hubo detenido al pie de la muralla del Mar.