30

Quisiera estar en condiciones de referirles ahora todas las cosas maravillosas que vi después de beberme el contenido del frasco de Gaudí, todas las sensaciones que experimenté, todas las revelaciones que me fueron deparadas por primera vez en mi vida. La nueva intensidad que adquirieron de repente los colores de la sala, por ejemplo, o la instantánea nitidez con que se definieron los contornos y las formas de todas las cosas, o el brillo redoblado de las luces que iluminaban el escenario y el pleno sentido que cobraron por fin las acciones de la mujer que lo ocupaba, esa extraña bailarina inmóvil cuyas peculiaridades físicas extremas —las piernas de una niña de seis años, el tronco y los brazos deformes, el rostro de belleza angelical— dejaron de ser también una mera extravagancia rayana en el mal gusto o en la explotación circense y se convirtieron, por obra y gracia de aquel bebedizo, en las piezas centrales de un complejo engranaje destinado a acelerar el despertar o la iluminación o la plena toma de conciencia de la realidad en quienes contemplábamos su arrítmica coreografía. Un antiguo ritual mistérico. Una danza votiva en honor al gran dios Pan. Una invocación de todas las deidades enterradas bajo el suelo milenario de Barcelona. Quisiera poder comunicarles el vertiginoso torrente de procesos mentales que el líquido verdoso del señor G desencadenó en mi cerebro, la sucesión de nuevas intuiciones que propició, la nueva luz que arrojó sobre las viejas convicciones que habían guiado hasta entonces mi vida. Los delirios controlados que llenaron aquellas dos horas de asombro y maravilla en el Monte Táber. Las espléndidas visiones generadas dentro de un cerebro, el mío, liberado finalmente de las limitaciones impuestas por sus propios sentidos y enfrentado por primera vez a la realidad. Nada me gustaría más, incluso, que poder describirles al detalle cada uno de los seres imposibles, cada una de las asombrosas criaturas, cada uno de los paisajes imaginarios que se fueron desplegando ante mi mirada a lo largo de las dos horas que duró la experiencia, tan parecidos a los paisajes y a las criaturas que Fiona retrataba en sus lienzos al óleo o a los que el propio Gaudí, años más tarde, habría de reproducir con la piedra, la cerámica y el hierro de esas obras que todos ustedes conocen. Como en un espectáculo privado de linterna mágica. O como en un gran cosmorama interior. Como en la proyección estroboscópica más asombrosa del mundo.

Nada me gustaría más.

Pero sería mentira.

—¿Y bien?

Eran las tres de la madrugada. El espectáculo había terminado por fin hacía unos cinco minutos, y los últimos hombres solitarios que quedaban en la sala se habían marchado ya a sus casas, a los otros teatros de la zona o adonde fuera que pudiera uno acabar una noche como aquella. Él con su cuaderno de dibujo bajo el brazo, yo con las manos hundidas en los bolsillos de mi abrigo y la cabeza un tanto confundida por la doble novedad del aire libre y de la oscuridad que nos envolvía, Gaudí y yo acabábamos de encontrarnos en la puerta de un Monte Táber despojado ya por completo del más mínimo rastro de magia —las camareras vestidas con sus ropas de calle, soñolientas y aburridas, la vieja de los ojos repintados fregando de rodillas el suelo pegajoso de la sala, la misteriosa bailarina convertida en una mera mujer tímida y deforme y las dos cariátides, ay, enterradas bajo la indumentaria de sendas muchachas recién surgidas de los bajos de la Boquería— y reducido a lo que acaso realmente era: una versión más limpia, más burguesa, mucho más artística y teatral, de cualquiera de aquellos fumaderos de opio o aquellos gin palaces del East End londinense a los que Fiona me había arrastrado durante los primeros meses de nuestra relación, cuando ella perseguía a sus dragones imaginados y yo perseguía todavía su amor.

Tampoco a mi amigo le quise mentir.

—Siento decepcionarlo.

Los ojos de Gaudí brillaron al reflejo del único farol que alumbraba aquel tramo de la calle del Hospital.

—No me decepciona —dijo—. No esperaba nada mejor de usted. —Y enseguida añadió—: No me malinterprete.

—No veo cómo podría.

—Lo que quiero decir, amigo Camarasa, es que no confiaba en que pudiera extraer usted ningún resultado positivo de esta experiencia. Si lo que me explicó esta mañana sobre su falta de respuesta ante los alucinógenos tradicionales era cierto, mi compuesto de té verde difícilmente podría ejercer ningún efecto sobre ese cerebro de señorito burgués que se esconde debajo de su chambergo.

Pasé por alto la última parte de su frase y traté de recordar, sin éxito, el sabor de aquel pequeño trago tomado dos horas atrás.

—¿Té verde? ¿Eso es lo que les vende a sus clientes?

—He dicho «mi compuesto de té verde». La palabra clave aquí, como puede usted entender, es «compuesto».

—Le añade un poco de azúcar y unas gotas de leche, entonces.

Mi amigo amagó una pequeña sonrisa.

—¿Cuántas copas se ha tomado esta noche, si no es indiscreción?

—¿Aproximadamente? —Traté de hacer memoria de las veces que la muchacha de las plumas de faisán en la cintura se había acercado a mi mesa—. Las suficientes para tolerar dos horas enteras viendo cómo una pobre mujer deforme exhibía sus miembros desnudos delante de una decena de hombres drogados.

Gaudí borró al instante la sonrisa de su rostro.

—¿De verdad piensa eso? ¿Una pobre mujer deforme?

No, no lo pensaba.

—En realidad, creo que es la mujer más extraordinaria que he conocido en el último año —dije sin mentir—. ¿Puedo preguntarle su nombre?

—En el Monte Táber se llama Cecilia.

—¿Y fuera de él?

—Fuera del Monte Táber, Cecilia no existe.

Lo acepté sin más.

—Cecilia es parte de su negocio, entonces.

Gaudí me tomó del brazo al llegar a la altura del viejo hospital de la Santa Cruz. Una hilera de mendigos dormían recostados contra sus muros, oscuros y silenciosos, como cadáveres apilados al pie de un patíbulo.

—Cecilia es una vieja amiga —dijo, bajando la voz acaso en deferencia hacia esos pobres durmientes—. Y sí, puede decirse que colabora conmigo en este proyecto. No se equivoca usted al definirla como una mujer excepcional; aunque sus motivos para hacerlo sean completamente equivocados.

—¿Puedo preguntarle cómo se conocieron?

—Es una larga historia. Tal vez en otra ocasión.

Lo acepté de nuevo sin protestar. Uno no discutía con Gaudí cuando este aún no había terminado de despojarse de su disfraz de señor G.

—¿El Monte Táber, entonces, es suyo?

—¿Mío? —Gaudí emitió un resoplido de intención claramente sardónica—. ¿Le parezco la clase de persona que regenta un teatro?

Me encogí de hombros.

—Hasta hace tres minutos tampoco me parecía usted la clase de persona que trafica con sorbos de té verde.

A mi amigo le gustó mi respuesta.

—¿Cuántas copas dice que se ha tomado, exactamente?

—Se lo preguntaba porque parecía usted realmente el dueño del local, ahí sentado en su mesa de primera fila, con su hilera de frasquitos verdes dispuestos como en el aparador de una tienda de ultramarinos.

—La dueña del Monte Táber es Cecilia. Por lo que a este local se refiere, yo solo soy su socio temporal.

—Pues hacen ustedes una buena pareja. —Hice una breve pausa. Por un momento estuve a punto de confesarle a Gaudí lo sucedido en el interior de aquel cuarto custodiado por la humilde cariátide, y de preguntarle si su sociedad con la tal Cecilia alcanzaba también a esa parte del negocio. En su lugar opté por otra cuestión algo menos incómoda—. Tengo que preguntárselo…

—La respuesta es no.

—La pregunta era si su bebedizo funciona de verdad. —Ahora fui yo quien sonrió—. ¿Pensaba que iba a preguntarle si usted y Cecilia…?

—Sería una pregunta muy propia de usted —me interrumpió Gaudí secamente.

Miré a mi amigo con alguna sorpresa.

—Lo noto un tanto agresivo esta noche —dije—. ¿Tanto lo he decepcionado con mi falta de… receptividad?

—No me ha decepcionado, ya se lo he dicho. No esperaba otra cosa de usted —repitió—. Pero me molesta que sugiera que soy un estafador.

—Yo no he sugerido nada por el estilo.

—Acaba de preguntarme si mi compuesto funciona de verdad. Eso es lo mismo que preguntarme si soy un estafador.

Negué con la cabeza.

—La sugestión es un arma muy poderosa. Una mujer extraña, un baile mesmérico, una iluminación adecuada… Por no mencionar las copas que con tanta prodigalidad sirven esas muchachas tan ligeras de ropa. La experiencia que usted ofrece es real; solo me preguntaba si también lo es el contenido de esos frascos.

—Tonterías. «Mi negocio», como usted lo llama, no se limita a este teatro.

—También se extiende al que visitamos anoche con Fiona —dije entonces, sin saber por qué—. El Teatro de los Sueños. Ese en el que hace un par de semanas una muchacha murió tras lanzarse a volar desde lo alto del escenario.

Gaudí detuvo en seco sus pasos.

—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo, mirándome con repentina intensidad—. Mi compuesto no tiene efectos alucinógenos. Al contrario.

Al contrario.

Pociones para ver la realidad.

—No lo acuso de nada —me apresuré a aclarar—. Fiona mencionó que había estado en aquel teatro cubriendo para el diario la noticia del accidente, y ni ella ni yo pudimos dejar de advertir la forma en que las camareras y algunos de los otros clientes lo observaban durante el espectáculo. Eso es todo. —Miré a Gaudí a los ojos—. No quería molestarlo.

Gaudí aceptó mis disculpas con un pequeño gruñido y una inclinación de cabeza.

—Ni las actrices ni las camareras de los lugares en los que trabajo han probado mi compuesto —dijo, tomándome otra vez del brazo y reemprendiendo nuestra marcha hacia el este, hacia la Rambla—. Ninguna mujer lo ha hecho, en realidad. Solo se lo suministro a caballeros de una cierta edad y condición, y siempre en el entendimiento de que ellos no lo compartirán con terceras personas. Fuera lo que fuera lo que llevó a esa pobre muchacha a lanzarse desde lo alto de aquel podio, no tiene nada que ver con mis actividades ni con la naturaleza de ese compuesto de mi invención. —Gaudí negó vehementemente con la cabeza—. Aunque, como la señorita Fiona y usted pudieron adivinar anoche, no todo el mundo parezca convencido de ello.

Asentí.

—¿Las mujeres, entonces, no son dignas de probar su compuesto? —pregunté.

—No es una cuestión de dignidad o de indignidad. Se trata sencillamente de que las mujeres, por su propia naturaleza, no son capaces de acceder a esos estados de plena lucidez mental que mi compuesto facilita. Esos estados de clarividencia momentánea, de descorrimiento temporal de los velos que nuestros sentidos tienden entre nosotros y la verdadera realidad, están vedados a las mujeres. Ellas son seres puramente sensoriales, telúricos, que viven aferrados al pequeño aquí y ahora que sus ojos y sus manos les proponen.

Vaya, pensé.

Sonoras palabras para justificar un extraño prejuicio.

A Fiona no le gustaría oír aquello. Ni tampoco a Margarita.

—Procure no compartir estas ideas mañana con Fiona —dije—. Nuestra amiga podría demostrarle su falsedad de maneras que a usted no le gustarían.

Gaudí sonrió ligeramente.

—Alucinar con una pipa de opio, con una inyección de morfina o con un cigarrillo de hojas de coca no tiene nada que ver con lo que yo estoy diciendo —afirmó—. Yo no busco dragones con mi compuesto, por utilizar esa expresión de la señorita Fiona. Aunque no censure, por supuesto, a quien sí lo hace a través de los medios que tiene a su disposición —añadió—. Mejor buscar dragones en el cielo que limitarse a vivir a ras de tierra.

Más sonoras palabras.

—Repito lo dicho. No le mencione nada de esto a Fiona durante su merienda de mañana.

Mi amigo ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Sabe que Fiona y yo…?

—Hemos tenido una interesante conversación después de cenar —asentí—. Mañana se la explicaré; ahora estoy demasiado cansado para recordar según qué cosas. Porque sigue en pie esa visita al puerto que me proponía en su nota, ¿verdad?

—A no ser que prefiera usted descansar, claro.

—Si pudiera descansar, no estaría aquí ahora. ¿Qué le han parecido los cuadros de Fiona, por cierto?

Gaudí se lo pensó unos instantes.

—Interesantes —dijo por fin.

—¿Eso es todo?

—Interesantes y originales.

—Quiere decir, entonces, que no están mal para haberlos pintado una mera mujer aferrada a su pequeño aquí y ahora.

Las luces de la esquina de la Rambla iluminaron una sonrisa en el rostro de Gaudí.

—¿Puedo preguntarle cómo ha sabido dónde encontrarme? —preguntó, deteniendo nuestros pasos en la boca de la avenida.

Guardé un pequeño silencio antes de decidirme a responder.

—Debo confesarle algo. Esta no es la primera vez que piso el Monte Táber.

Gaudí sonrió de nuevo.

—Entonces yo también debo confesarle algo. Ya lo sabía.

—¿Me vio? —pregunté, asombrado.

—Su presencia no pasó desapercibida a las muchachas. Y la descripción que al cerrar hicieron de ese joven apuesto y misterioso que había estado observándonos a Cecilia y a mí desde un rincón de la sala no dejaba lugar a dudas acerca de su identidad.

—¿Joven apuesto y misterioso? ¿Eso dijeron?

—Tal vez no fueron esas las palabras exactas que utilizaron las muchachas. —Los labios de Gaudí temblaron en una mueca ligeramente burlona—. En cualquier caso, confieso que me sorprendió saber que mi nuevo amigo se dedicaba a espiar mis movimientos como un vulgar…

Gaudí no terminó la frase. En lugar de ello, cerró con fuerza su mano izquierda sobre mi antebrazo derecho y me señaló con la barbilla al perro que acababa de cruzarse con nosotros en la calzada lateral de la Rambla.

Un perro de tres patas con un pañuelo atado al pescuezo.

—El Colmillos —murmuré.

Tardamos todavía unos segundos en localizar al mendigo. Estaba sentado en uno de los bancos del paseo central, de espaldas a nosotros, rodeado de un montón de fardos y de botellas y con la cabeza, me pareció, inclinada hacia el negro cielo de Barcelona en un ángulo muy poco natural. Por un instante temí que hubiera sucedido una nueva desgracia, que el Colmillos se hubiera convertido también en un cadáver andrajoso e inexplicable, una segunda víctima del misterioso asesino que había despachado a Eduardo Andreu hacía poco más de veinticuatro horas.

—Buenas noches, Colmillos.

Al sonido de la voz de Gaudí, el mendigo bajó la vista del cielo y nos miró con cara de no saber a cuál de nosotros escupir primero.

—Señor G —murmuró—. Caballero.

Me llevé la mano al ala de mi chambergo y saludé al Colmillos con perfecta seriedad, como si estuviera saludando a un igual, o incluso a un superior, y no a un mendigo borracho cuyos pies se hallaban hundidos en un charco formado por su propio vómito. Un vómito líquido y marronoso, de vino, de ron y de ginebra, cuyo olor ascendía hasta nuestras narices como una vaharada putrefacta y repugnante.

—Lo hemos estado buscando esta mañana —dijo Gaudí, plantándose frente al Colmillos y mirándolo con ojos autoritarios—. Hemos estado en la carbonera de la calle del Pez. ¿Dónde se había metido?

—Por ahí.

—Por ahí —repitió Gaudí—. ¿Escondiéndose?

—Puede.

—¿De la policía?

—Puede.

—¿Tenía miedo de que lo detuvieran por el asesinato de su amigo?

Solo entonces el rostro del Colmillos pareció desprenderse ligeramente de la espesa máscara de estupor que lo cubría.

—¿De qué está hablando, señor G?

—Andreu. Su amigo, Colmillos. Anoche lo vimos hablando con él en la puerta de su pensión, en la calle de la Princesa, ¿recuerda? Usted se marchó de allí a toda prisa, y tres horas más tarde Andreu estaba muerto.

El mendigo negó violentamente con la cabeza, provocando un temblor en las puntas de su tricornio y un tintineo de cascabeles en la pequeña bandolera que colgaba sobre su pecho.

—Andreu no era mi amigo. Y yo no lo maté.

—De acuerdo —concedió Gaudí—. Andreu no era su amigo. Pero usted lo visitaba y tenía tratos con él.

—¿Tratos?

—En la habitación de Andreu había una bolsa llena de placas de cobre.

El Colmillos se encogió de hombros.

—Usted sabrá, entonces.

—Yo no trabajaba con Andreu. Andreu era amigo suyo, Colmillos. Y usted sí que ha trabajado conmigo. Ergo…

La cara de sorpresa que el mendigo puso al oír esta última palabra de Gaudí no debía de ser muy diferente a la que yo había puesto al oír sus tres frases anteriores.

—¿Ergo?

—Que no parece aventurado suponer que Andreu lo ayudaba a usted, Colmillos, a conseguir el material que luego usted me vendía a mí.

El perro del Colmillos llegó en ese instante hasta nosotros trotando de forma lastimosa, emitió un par de secos ladridos y, acto seguido, metió de lleno sus tres patas en el charco de vómito de su dueño.

—Yo no sé nada —dijo el mendigo—. Pregúntenle a su amigo.

Gaudí me miró de reojo, visiblemente satisfecho. Por fin teníamos algo.

—Andreu tenía otro amigo, entonces.

El mendigo dijo que no de nuevo con la cabeza.

—El amigo de ustedes. El marica.

Gaudí y yo nos miramos con idéntico asombro.

—¿Y qué amigo es ese, si puede saberse? —pregunté.

—Ustedes sabrán, ¿no?

—Le aseguro que no —repliqué—. ¿Quién le ha dicho a usted que…?

Gaudí interrumpió mi pregunta con un gesto impaciente de su mano derecha.

—Descríbanos a ese caballero, por favor —dijo, acercándose un poco más al banco del Colmillos y situándose así de lleno sobre la maloliente vertical de su vómito de borracho.

—Oiga, señor G, yo no quiero meterme en problemas. Ni sé de qué va esto ni me interesa.

—Hágame usted este favor, Colmillos —pidió Gaudí, suavizando su tono de voz—. Creo que me lo debe.

Las facciones del mendigo se endurecieron al instante.

—Yo a usted no le debo nada, señor G —dijo con voz orgullosa—. Yo no le debo nada a nadie. El trabajo que un hombre hace es lo que le da su dignidad, y yo tengo más dignidad que cualquiera de ustedes —proclamó, haciendo con la mano derecha un amplio gesto que quería abarcar, entendí, no solo a Gaudí y a mí, sino al conjunto de los habitantes de la ciudad que nos rodeaba—. Ni usted ni nadie me han regalado nunca nada.

Gaudí asintió gravemente.

—Tiene usted razón, Colmillos. Discúlpeme. No me debe usted nada; en todo caso soy yo quien debo estarle agradecido por haber trabajado para mí de manera tan fiable durante todo este tiempo. Pero es un favor que le pido. Descríbanos a ese hombre.

El mendigo distendió ligeramente sus mandíbulas apretadas.

—Un hombre joven. Delgado. Blanco como un muerto. Con el pelo negro y muy largo, como de mujer. Todo él parecía una mujer. —El Colmillos forzó una expresión de desprecio—. Uno de esos maricas que rondan por el puerto en busca de marineros invertidos.

Gaudí y yo nos miramos de nuevo.

—¿Y por qué piensa que ese hombre es nuestro amigo?

—Andreu me lo dijo.

—¿Qué más le dijo?

El Colmillos negó con la cabeza, cerró los ojos y abrió la boca en un bostezo que más pareció el rugido de un león africano.

El olor que surgió de las profundidades de aquella boca negra y desdentada me obligó a dar un paso atrás.

—Oiga, señor G, estas no son horas de hablar mal de los muertos —dijo—. ¿Por qué no lo dejamos para otro día?

El perro de tres patas se acercó en ese instante a Gaudí moviendo su larga cola partida. Sin apartar la vista del Colmillos, mi amigo acarició distraídamente el lomo del animal con su mano enguantada.

—Gracias, Colmillos —dijo al cabo de unos segundos—. Nos ha sido usted de gran utilidad. Seguiremos hablando en otra ocasión.

El viejo asintió con aire complacido y, sin moverse de su banco, tendió la mano derecha hacia él. Por un instante pensé que estaba invitándolo a despedirse con un apretón de manos. Solo cuando vi que Gaudí se llevaba la mano al bolsillo comprendí la intención de su gesto.

Dejamos al viejo contando sus monedas en el paseo central de la Rambla y nos dirigimos en silencio hacia el carril de subida.

—Víctor Sanmartín —dije por fin.

—Eso parece.

—Mañana iremos a su casa —afirmé—. Sea lo que sea lo que quiera hacer usted en el puerto, no creo que sea más urgente que entrevistarnos con nuestro nuevo amigo.

Gaudí alzó la mano justo a tiempo para detener al primer cabriolé que subía desde el portal de la Paz.

—A las diez en la puerta del número tres de la calle de Aviñón —dijo.

Y eso fue todo. Al cabo de diez segundos yo estaba acomodándome en la cabina descubierta del cabriolé y Gaudí ya había desaparecido por uno de esos atajos suyos que conducían hasta el interior de la Ribera.