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Y entonces, nada ocurrió durante ocho semanas. O muchas cosas sucedieron, pero ninguna definitiva. Para decepción de Abelardo Labella y del sistema judicial republicano para el que el inspector trabajaba, mi padre no fue condenado a muerte en el juicio previsto para el 21 de noviembre; para disgusto de quienes ingenuamente pensábamos que tal cosa era posible, mi padre no quedó tampoco en libertad en esa fecha. Dos días antes de celebrarse el juicio, este se pospuso hasta el 30 de noviembre, y luego hasta el 12 de diciembre, y después hasta el penúltimo día del año, una fecha para la que ya pocos dudaban que tanto la agonizante República como sus sistemas de justicia y de policía se habrían convertido ya en historia reciente de España. Tal y como Fiona había predicho, las ocho apretadas semanas que mediaron entre el ingreso de mi padre en la prisión de Amalia y el pronunciamiento militar que hizo caer por fin la República el día 29 de diciembre fueron una tensa partida de ajedrez llena de dilaciones y de artimañas legales en la que el único interés de nuestros abogados consistía en alargar el proceso todo lo que fuera necesario, en espera de que la corriente de la historia hiciera caer la cabeza del juez y la de su inspector antes de que peligrase realmente la del reo que tenían entre rejas.
Nadie se molestó, así, en proseguir oficialmente con la investigación del asesinato de Andreu. Ni la policía judicial ni la propia defensa de mi padre consideraron, al parecer, que valiera la pena esclarecer legalmente la verdadera autoría del crimen, y solo el interés puramente práctico de los colegas de Sempronio —ahora de Lavinia— Camarasa por descubrir quién estaba detrás de aquel ataque evidente a la línea de defensa de la próxima visita real a Barcelona hizo que los esfuerzos que Gaudí y yo habíamos hecho hasta entonces no cayeran en el total olvido al que parecían condenarlos tanto la actitud cerril del inspector Labella como la conservadora estrategia de defensa de Aladrén y compañía. Si no otra cosa, nuestros pequeños descubrimientos provocaron una intensificación en los controles que los agentes borbónicos infiltrados en el tejido social barcelonés mantenían sobre los diversos ambientes radicales de la ciudad, desde los anarquistas de extrema izquierda hasta los carlistas más ultramontanos, desde los plácidos socialistas utópicos hasta los exaltados obreros de alma ludita, fidelidad republicana y odio cerval al burgués, cuyas últimas acciones de sabotaje en las fábricas de Barcelona los habían convertido en una nueva fuente de preocupación para «los nuestros».
La primera entrevista que me permitieron mantener con mi padre tuvo lugar el día 13 de noviembre. Para entonces, hacía ya diez días que yo había empezado a participar en las reuniones del Grupo de Apoyo Operativo —tal era el nombre que recibía el comité encargado de organizar la seguridad de la visita real— y a tomar parte también en toda clase de actos más o menos secretos destinados a fortalecer los lazos que unían a las diferentes facciones interesadas, cada una a su manera y por sus propias razones, en apoyar la restauración borbónica y en hacer de Barcelona un símbolo de fidelidad al nuevo monarca. Los mismos días —o uno más— llevaba encerrado mi padre en la prisión de Amalia, y los peajes de aquella experiencia se dejaban ver ya en cada uno de los rasgos de su rostro. No describiré su aspecto sucio y desgastado, su aire de hombre vencido, la tristeza tatuada en sus pupilas, ni referiré tampoco las noticias espeluznantes que me dio de su vida allí dentro; solo diré que mi padre, por primera vez en nuestras vidas, me dijo que estaba orgulloso de mí. Él, que a causa de su implicación interesada en el proyecto de restauración borbónica veía pasar ahora las nubes tras las rejas de una celda infestada de humedad y de alimañas, estaba orgulloso de mí, su primogénito, su único hijo varón, que para liberarlo a él de esa celda —y para no decepcionar una vez más a mi madre, y para no hacer daño a mi hermana, y por pura cobardía— me había implicado a mi vez en un proyecto en el que no creía en absoluto, con el que ni mi cerebro ni mi corazón comulgaban y al que, en el fondo, me hubiera gustado ver fracasar estrepitosamente.
Las noticias que nos llegaban cada día a través de la prensa y de nuestros propios informantes indicaban, sin embargo, que el proyecto no iba a fracasar. Bastaba con abrir cualquier diario por las páginas de información política y militar y leer al azar cualquiera de sus titulares para ver que la República se desmoronaba hora a hora, minuto a minuto, y que el hueco que su ausencia iba dejando lo llenaba ya sin pudor alguno ese nuevo rey todavía no coronado que llevaba el nombre de Alfonso. Las declaraciones públicas que el hijo de la depuesta Isabel II iba haciendo periódicamente desde su exilio en París lo mostraban ya como el regente oficioso de España, como el hombre —el niño, casi— en cuyas manos estaban el orden y la recuperación de un país quebrado a cuyo rescate él estaba dispuesto a acudir en cuanto fuera necesario. El rey, en Francia, aguardaba ya tan solo a que sus súbditos lo reclamaran para regresar al país que ni su madre ni él hubieran querido nunca abandonar. Y aquí, en España, si las páginas de opinión de los diarios no mentían, si los informantes que nutrían al Grupo de Apoyo Operativo no distorsionaban en sus comunicaciones el sentir popular, si las huelgas y las manifestaciones que paralizaban cíclicamente la vida pública española no estaban manipuladas por grupos interesados y respondían realmente al puro cansancio, a la rabia y a la decepción de un pueblo traicionado por la triste deriva final de la Gloriosa, cada día que pasaba eran más las voces que reclamaban la llegada de un monarca francés que pusiera orden y concierto en las cosas del país.
Esos mismos diarios que seguían día a día la caída de la República y el fortalecimiento del proyecto de la restauración no tardaron ni veinticuatro horas en olvidarse de mi padre. Una vez los huesos de Sempronio Camarasa dieron con el frío suelo de la prisión de Amalia, tanto él como su supuesto crimen cayeron en un olvido tan perfecto que fue como si nunca nada hubiera sucedido. Sin la pluma de Víctor Sanmartín repartiendo sus artículos y sus falsas cartas de lectores entre los diarios de la competencia, solo Las noticias ilustradas procuró mantener asociada durante un tiempo la condición de noticia al encierro de mi padre, si bien enseguida los diversos intereses que confluían en el diario acabaron por relegar también su caso al cajón de los temas olvidados. Los anarquistas primero, las huelgas y los sabotajes obreros después, y ya, a partir de diciembre, los rumores insistentes del alzamiento final en contra de la República coparon las páginas de nuestro diario y convirtieron a Sempronio Camarasa en un asunto puramente íntimo y familiar.
Mi vida, por lo demás, cambió profundamente durante estas ocho semanas de espera. La primera reunión de trabajo que mi madre y yo mantuvimos en el despacho de la torre de Gracia la mañana siguiente al ingreso de mi padre en la prisión de Amalia sirvió, si no para otra cosa, para descubrirme hasta qué punto eran complejas y variadas las ocupaciones a las que Sempronio Camarasa había dedicado su tiempo, su dinero y sus energías desde su regreso a Barcelona. Esa tarde mantuve mi primera reunión oficial con algunos de los miembros del Grupo de Apoyo Operativo, por la noche asistí a mi primera cena de gala en la famosa mansión del paseo de San Juan, a la mañana siguiente desayuné con un grupo de empresarios que aspiraban a financiar parte de los costes del agasajo real a cambio de recompensas futuras, y esa misma tarde comprendí que no tenía más remedio que renunciar, al menos temporalmente, a mis estudios en la Escuela de Arquitectura. Mis mañanas pronto comenzaron a llenarse con diversos cometidos relacionados con la buena marcha diaria de Las noticias ilustradas o, más bien, con la supervisión de su correcto deslizamiento desde la condición de mera cabecera popular y sensacionalista a la de órgano de propaganda de la inminente restauración. A mediados de noviembre yo ya tenía mi propio cargo dentro del organigrama del diario y mi propio despacho asignado en el palacete de Fernando VII; un despacho convenientemente situado en el mismo pasillo que el de Fiona, de manera que, a menudo, cuando las presiones de mi nueva vida amenazaban con superarme, podía llamar a su puerta y compartir con ella un té a media mañana mientras la inglesa terminaba de perfilar sus ilustraciones cada vez menos sangrientas, cada vez más políticas y populistas, para la edición de aquel día. Luego, por las tardes, me repartía entre las reuniones públicas y las fiestas privadas y los pequeños encierros con el comité central del Grupo de Apoyo Operativo, y allí recibía todas las informaciones necesarias para ayudar a mi madre a decidir —así era como ella lo expresaba, de manera tan humilde como falsa— qué hubiera hecho su esposo en cada momento y ante cada nueva situación que se nos presentaba.
Abandonar mi vida de estudiante en la Lonja de Mar significó renunciar también a buena parte de las rutinas que hasta entonces habían fortalecido mi amistad con Gaudí. Seguí acudiendo a almorzar con él en Las Siete Puertas siempre que mi agenda me lo permitía, pero esto no solía suceder ya más de dos veces por semana. Desaparecieron las meriendas en la horchatería del Tío Nelo, los cigarrillos compartidos en la plaza del Palacio y los paseos ocasionales por la Barceloneta, como desaparecieron también nuestras conversaciones relacionadas con los pequeños sucedidos diarios en el interior de las aulas. A lo largo de esas ocho semanas, visité apenas en tres ocasiones su buhardilla de la replaceta de Moncada, lo llevé conmigo cuatro o cinco veces a la torre de Gracia —la primera de ellas, la tarde del día siguiente al ingreso de mi padre en la prisión de Amalia; una visita de apenas diez minutos en la que Gaudí se encerró a solas con mi madre en el despacho de Sempronio Camarasa y aclaró con ella, según su propia expresión, «este incómodo malentendido que se ha creado en torno a mi humilde persona»— y lo acompañé solo en dos ocasiones, en dos noches consecutivas de finales de noviembre, al Monte Táber. La postergada visita que me tenía prometida desde la primera tarde de nuestra amistad a su despacho de la Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo siguió aplazándose durante aquel tiempo de forzado distanciamiento entre nosotros, y solo se llegó a producir, precisamente, la tarde del mismo día en que el general Martínez Campos levantó a sus tropas en Sagunto e hizo caer por fin a la República.
Mi ausencia repentina en la vida de Gaudí la ocuparon —si es que es válido decirlo así, tan sonoramente— el trabajo, los estudios y Fiona Begg. De las evoluciones de la relación entre mi amigo y Fiona apenas tuve noticia durante aquellos días, salvo por el hecho evidente —pues Fiona nunca trató de ocultarlo— de que Gaudí había visitado en más de una ocasión la casa de labranza a deshoras, sin previo anuncio y sin pasar siquiera a saludar a los habitantes del edificio principal de la torre, y también por algunas referencias de segunda mano que, más allá de confirmarme la intimidad que se había creado entre Fiona y Gaudí, no lograron traspasar la coraza de reconcentrado ensimismamiento que mis nuevas ocupaciones habían erigido a mi alrededor. (Ezequiel, por ejemplo, todavía volvió a la carga en un par de ocasiones con sus despectivas preguntas sobre Fiona y sus insinuaciones de un comportamiento altamente irregular entre «la fulana pelirroja esa» y su adorado señor G, y una mañana, ya a principios de diciembre, Martin Begg me abordó en mi despacho del palacete de Fernando VII con toda una batería de preguntas sobre las intenciones, el carácter y la condición de ese joven campesino encorbatado al que una vez Sempronio Camarasa había dado orden de investigar discretamente, y que ahora parecía haberse convertido en compañero inseparable de su única hija.) Hasta qué punto Gaudí se había dejado hechizar por las ideas, la personalidad y las hierbas consumibles de la inglesa, hasta qué punto el mundo privado de Fiona había atrapado a Gaudí, hasta qué punto resultaron ser fundados los temores que su hermano me había expresado la tarde del asesinato del Colmillos, yo solo habría de descubrirlo bien entrado ya el año nuevo, cuando todo hubiera sucedido entre nosotros y las heridas de mi amigo tuvieran por delante un largo camino antes de cicatrizar. Ni mis pausas para el té de media mañana con Fiona ni mis almuerzos ocasionales con Gaudí me permitieron sospechar, a lo largo de aquellas semanas, la naturaleza y la intensidad o las posibles consecuencias de lo que estaba sucediendo realmente entre esas dos personas tan próximas a mí; o tal vez fuera mi propia situación mental de aquellos días la que cegó mis ojos y enturbió mi raciocinio y me impidió ver lo evidente: que lo que entre Gaudí y Fiona se estaba tejiendo era algo más que el encaprichamiento de un joven imaginativo por una mujer cargada de experiencia y de misterios. «Posee usted, querido Camarasa, la misma capacidad de observación y de interpretación de las reacciones humanas que un puercoespín», me había dicho Gaudí aquella misma tarde, la tarde del asesinato del Colmillos, pocos minutos antes de mi encuentro con su hermano Francesc. Y no le faltaba razón.
El 1 de diciembre de 1874, a instancias del líder conservador Antonio Cánovas del Castillo, Alfonso de Borbón firmó desde Inglaterra el Manifiesto de Sandhurst, en el que el hijo de Isabel II se declaraba heredero legítimo del trono de España por abdicación de su madre y se mostraba dispuesto a atender a los requerimientos de quienes solicitaban su regreso al país para el establecimiento de una monarquía constitucional. El 29 de diciembre, el general Martínez Campos levantó a sus tropas en Sagunto y proclamó su lealtad al príncipe. El general Serrano, presidente de la República desde enero, no opuso resistencia al golpe. La República había caído, para sorpresa de todos nosotros, sin derramamiento de sangre ni mayores aspavientos que alguna que otra manifestación fácilmente dispersada. El 31 de diciembre, Cánovas se puso al mando de un ministerio regente a la espera de la llegada a España del nuevo rey. El 6 de enero, Alfonso XII salió del palacio parisino de Basilewski, residencia de Isabel II, y viajó hasta el puerto de Marsella, donde ya lo esperaban las muchas autoridades políticas, militares y religiosas que habrían de acompañarlo en su regreso a España a bordo de la fragata Navas de Tolosa. Y el 9 de enero, a las doce de la mañana, el rey y su séquito atracaron por fin en el muelle de la Paz de Barcelona entre grandes fastos impostados y dudosos agasajos populares y dieron así inicio, sin sospecharlo siquiera, a las veinticuatro horas más extrañas de toda mi vida.