25

Mi padre apareció finalmente por la puerta de la torre de Gracia bien pasadas las dos de la tarde, polvoriento, mal encarado y desprovisto de algo parecido a una historia más o menos convincente que justificara las dieciocho horas que había durado su desaparición. Iba vestido con las mismas ropas que llevaba puestas la tarde anterior, cuando Margarita y yo nos habíamos despedido de él en su despacho antes de salir hacia el Liceo, pero su traje, su camisa y sus zapatos estaban ahora sucios de barro y afeados por la humedad, y desprendían ese olor característico que dejan en los buenos tejidos las noches pasadas al raso o los días empleados en alguna ingrata actividad manual. Ninguna de esas dos costumbres —pasar una noche al raso o entregarse a labor física alguna— parecían propias de mi padre, pero, en vista del mutismo que también lo acompañaba en su regreso al hogar, esas fueron las dos únicas hipótesis que fui capaz de improvisar para dar explicación al estado general de su persona.

Mi madre, mi hermana, Gaudí y yo mismo acabábamos de levantarnos de la mesa cuando lo vimos aparecer por el pasillo que comunicaba el vestíbulo de la torre con el salón principal. El almuerzo que allí habíamos compartido había sido breve y sombrío, y ni siquiera los esfuerzos combinados de Gaudí y de Margarita por amenizarlo con un poco de conversación habían logrado aliviar el fúnebre estado de ánimo de mamá Lavinia y mi propia melancolía, que había empezado a manifestarse al poco de llegar a Gracia y que para entonces me tenía ya sumido en un descortés silencio del todo inusual en mí. Cuando Marina retiró los platillos de los postres y nos preguntó con su feroz acento campestre si deseábamos algo más, ya hacía varios minutos que nadie abría la boca en aquel salón. No deseábamos nada más, gracias. Mi madre se levantó de su silla, Gaudí y yo la imitamos, Margarita hizo lo propio unos segundos más tarde con una última onza de chocolate rondando todavía dentro de su boca, y en ese instante se oyó un rumor de pisadas marciales que se acercaban por el pasillo y nuestras cuatro cabezas se volvieron de inmediato hacia la puerta del salón.

Mi padre venía escoltado por el inspector Labella y por el agente Catalán, y traía en el rostro la misma curiosa expresión de empecinado desconcierto que ya no habría de abandonarlo en las siguientes horas. Detrás de él venían Fiona, Martin Begg y un tercer policía, un joven agente uniformado cuyo rostro —ojos pequeños, pómulos hundidos, mandíbula prominente— me pareció reconocer del círculo de seguridad que había protegido aquella mañana el portal del número 14 de la calle de la Princesa. Abelardo Labella caminaba con la mano derecha posada sobre la espalda de mi padre, en un gesto, pensé, que hasta hacía apenas cinco horas hubiera podido parecerme cortés y obsequioso, por no decir que risible, pero que ahora entendí como puramente territorial. Sempronio Camarasa, decía ese gesto, era propiedad de Abelardo Labella. La mano que guiaba ahora con suavidad el camino de mi padre por el pasillo de su torre familiar era la misma que no dudaría en conducirlo dentro de unas horas al calabozo. La media sonrisa satisfecha que iluminaba el rostro del inspector no hacía sino confirmar ese mensaje: el futuro de Sempronio Camarasa estaba en las manos de aquel hombrecillo rechoncho, medio enano y con la cara comida por la viruela que ahora nos miraba a mi madre, a mi hermana y a mí mismo con todo el aire de quien acaba de cumplir a su plena satisfacción con un muy grato deber.

—Aquí lo tienen —dijo, apartando la mano de la espalda de mi padre como quien suelta a un perro de su correa.

Margarita fue la primera en reaccionar.

—¡Papá! —gritó, corriendo a abrazarlo y plantándole en la mejilla derecha un beso que resonó en todo el salón.

Mi madre también corrió hacia él, pero su actitud fue mucho más moderada. Ella no lo abrazó, ni mucho menos lo besó en la mejilla: ella se limitó a plantarse frente a él con la cara muy seria y la respiración visiblemente alterada y a pronunciar su nombre en un medio susurro:

—Sempronio.

Mi padre se deshizo distraídamente del abrazo de Margarita y miró a nuestra madre con la misma seriedad con la que ella lo miraba a él.

—Lavinia —dijo. Y luego, volviéndose hacia el inspector, añadió—: Quiero hablar a solas con mi esposa.

Labella movió la cabeza de izquierda a derecha.

—Me temo que eso no será posible —replicó.

El rostro de mi padre no se inmutó.

—Exijo hablar a solas con mi esposa.

—¿Lo exige? —inquirió con una sonrisa el inspector—. Me temo, señor Camarasa, que no se encuentra usted en situación de exigirle nada a nadie.

Para mi sorpresa, Gaudí dio en este punto un paso al frente y se dirigió al policía con voz firme y mirada resuelta.

—Este hombre, señor inspector, solo le está pidiendo que le conceda unos minutos a solas con su esposa antes de acompañarlo a usted a comisaría —dijo—. No creo que sea tanto pedir.

El inspector Labella miró a mi amigo con el ceño fruncido.

—¿Disculpe?

—Deje que el señor Camarasa hable con la señora Lavinia. Su investigación no se verá perjudicada por ello, y demostrará ser usted un caballero y un ser humano cabal.

Abelardo Labella sostuvo en silencio la mirada de Gaudí durante cinco segundos, antes de preguntar:

—¿Su nombre era…?

—Gaudí. Antoni Gaudí.

—¿Recuerda el consejo que le he dado esta mañana, señor Gaudí?

Gaudí asintió con rostro serio.

«Parece usted un caballero. No se mezcle con delincuentes.»

También yo lo recordaba.

—Perfectamente.

—Pues aplíquese el cuento.

Mi padre dio en ese instante un paso al frente, y su gesto provocó la reacción inmediata de los dos agentes que acompañaban al inspector. El agente Catalán apartó con brusquedad a mi hermana de su camino y se situó inmediatamente a la izquierda de mi padre, y el otro, el que acompañaba a los Begg, se llevó ostensiblemente la mano derecha al pistolón que colgaba de su cinto y murmuró en voz baja algo que yo no entendí.

El quejido que Margarita emitió al verse zarandeada de aquella manera se mezcló con las penúltimas palabras que todos nosotros le oímos a mi padre aquella tarde.

—Serán cinco minutos. Los mismos que tarde en cambiarme de ropa. Luego seré todo suyo.

«Ya es todo mío», dijeron los ojos del inspector.

—El agente Catalán hará guardia ante su puerta —masculló en cambio, mirando alternativamente a mi padre y a Gaudí—. Le entregará usted las ropas que lleva puestas. Si intenta algún jueguecito…

Abelardo Labella no completó su advertencia, o la completó tan solo con la mera inflexión final de su voz. Mi padre asintió con la cabeza, miró a su esposa y a su hija y luego me miró a mí.

—Gabriel —dijo.

Esa fue su última palabra.

Me acerqué entonces a él y, sin saber qué otra cosa hacer, le tendí la mano derecha.

—Papá.

Nos estrechamos la mano seriamente, sin mayor calidez, como dos desconocidos que acaban de ser presentados en mitad de un acto social poco interesante, y eso fue todo. Ni yo fui capaz de dar con nada adecuado que decir en una situación como aquella ni él pareció tampoco esperar nada mejor de mí que esa torpe reacción protocolaria que el instinto me había dictado.

—Cinco minutos —repitió el inspector Labella.

Mis padres abandonaron el salón en compañía del agente Catalán, y el inspector, tras un breve instante de duda en el que pareció valorar la conveniencia de quedarse con nosotros e iniciar el primero de los interrogatorios que sin duda nos aguardaban de aquí en adelante, los siguió también. El otro agente, por su parte, se quedó plantado en mitad del pasillo, mirándonos desde la distancia con cara de estar tratando de decidir cuál de los cinco ocupantes actuales del salón era el más potencialmente conflictivo. El pistolón que seguía asomando por debajo de su cinto no invitaba a sostenerle la mirada ni a hacer movimientos bruscos en su dirección.

—¿Y ahora? —preguntó Margarita, frotándose todavía el brazo que el agente Catalán le había golpeado y mirando el vacío umbral que acababa de engullir a nuestros padres.

—Ahora hay que ser fuertes —dije yo, sintiéndome, como hermano mayor de Margarita y como nuevo cabeza de familia provisional del pequeño clan de los Camarasa, en la obligación de decir algo. Aunque fuese algo tan estúpido como aquello—. ¿Te ha hecho daño?

Margarita se volvió hacia mí y me dio un pequeño abrazo.

—Un poco —asintió. Y luego miró a los Begg y les hizo la misma pregunta que Gaudí y yo estábamos, sin duda, a punto de hacerles—. ¿Qué ha pasado?

Fue Fiona la que respondió.

—A la una ha llegado un mensajero al despacho de mi padre y le ha dicho que el señor Camarasa lo esperaba en un café de la calle de Petritxol —explicó, bajando la voz—. Hemos ido allí y lo hemos encontrado en este estado. Sabía que lo buscaba la policía y que tenían vigiladas las oficinas del diario, pero no quería entregarse sin ver antes a la señora Lavinia. Hemos cogido un coche de punto y hemos venido directamente aquí. Y en la puerta nos hemos encontrado con el inspector.

—¿Lo ha detenido? ¿O solo le ha pedido que lo acompañe a prestar declaración?

Fui yo quien formuló esta pregunta. Fiona la respondió tan solo con la mirada.

—Lo siento —dijo también.

—¿El señor Camarasa les ha explicado a ustedes algo? —preguntó entonces Gaudí, rodeando el corpachón de Martin Begg y situándose al lado izquierdo de Fiona—. ¿Les ha dicho dónde ha pasado la noche?

La inglesa agitó la cabeza en un gesto de negación.

—Solo ha dicho que él no ha tenido nada que ver con la muerte de Andreu. No ha explicado nada más. Nos ha hecho más preguntas él a nosotros que nosotros a él.

Gaudí asintió.

—Estaba enterado de lo sucedido, entonces.

—Todo el mundo está enterado de lo sucedido. No se habla de otra cosa en la ciudad.

Y más que se iba a hablar en apenas una hora, pensé, cuando los primeros ejemplares de Las noticias ilustradas comenzaran a llegar a los tenderetes de los vendedores callejeros.

—¿Hay noticias nuevas? —pregunté.

—La policía no suelta prenda —respondió Fiona, bajando todavía un poco más la voz y mirando de reojo al agente apostado en el pasillo. A sus ojos, pensé, debíamos de parecer un corrillo de conspiradores discutiendo la mejor manera de sacar a mi padre de la torre antes de que el inspector Labella hiciera efectiva su detención. Dios quisiera que no fuera un joven de gatillo fácil—. Parece que el asesinato se produjo entre las once y la una. Antes de las siete, cuando llegó el médico de la policía, la temperatura del cadáver indicaba que ya llevaba entre seis y ocho horas muerto. Nuestros chicos han entrevistado a la dueña de la pensión y a varios inquilinos que durmieron anoche en la tercera planta, y parece que nadie vio ni oyó nada extraño. A las once Andreu seguía vivo, porque un muchacho que se aloja a tres puertas de distancia de la suya pasó más o menos a esa hora por delante de su habitación y oyó que el viejo estaba hablando solo.

Gaudí y yo arqueamos a la par las cejas.

—¿Hablando solo?

—Parece ser que tenía la costumbre de hacerlo. Andreu no recibía visitas en su cuarto, y el muchacho no oyó otras voces anoche, así que supuso que hablaba solo. Aunque, claro, también podía estar hablando con su asesino.

—¿Y después?

—Después, nada más. Nadie vio a ningún extraño rondando por el edificio, nadie oyó gritos ni ruido de peleas, y hasta las seis de la mañana nadie ha sospechado siquiera que hubiera sucedido nada fuera de lo corriente durante la noche. Una hora antes, otro inquilino de la tercera planta había visto ya la puerta de Andreu entornada, pero él, a diferencia de la casera, no le dio importancia al hecho y no se le ocurrió asomarse a la habitación. —Fiona hizo una pausa y su rostro se volvió más sombrío—. Pero hay algo más.

—Algo más —repitió Margarita.

—El portafolios —aventuró entonces Gaudí.

Fiona asintió con gravedad.

—Si nuestras fuentes son correctas, el portafolios había desaparecido de la habitación de Andreu cuando la policía llegó esta mañana.

—Sus fuentes son correctas, señorita Begg.

Nos volvimos los cinco al unísono y vimos al inspector Labella plantado a nuestras espaldas con aquella misma sonrisilla satisfecha prendida en la boca.

La luz que entraba por los ventanales del salón parecía rodear de un incongruente halo beatífico a su esférica figura.

—El portafolios ha desaparecido, entonces —dijo Gaudí.

—Solo temporalmente.

—Ya lo han encontrado.

—En efecto.

Mi amigo aguardó durante varios segundos una explicación que, por supuesto, el inspector no se molestó en ofrecernos.

—¿Y bien? —pregunté yo finalmente.

—No le gustará saberlo, señor Camarasa. Ni a usted tampoco, señor Begg —añadió Labella, dirigiéndose por primera vez al padre de Fiona—. Es una pena que su diario haya cerrado ya la edición sin conocer esta noticia.

Martin Begg se limitó a mirar al inspector con cara de muy pocos amigos.

—No han encontrado el portafolios en poder de mi padre —intervino Margarita—. ¿Verdad que no, Fiona?

Fiona negó con la cabeza.

—El señor Camarasa no tenía en su poder ningún portafolios cuando se ha encontrado con nosotros en el café —dijo—. Mi padre y yo podemos jurarlo.

—No será necesario que lo hagan, señorita Begg. El portafolios no estaba en poder del señor Camarasa. El portafolios estaba en el despacho del señor Camarasa.

Se hizo un silencio en el salón.

Mi hermana me cogió con fuerza del brazo y me miró con la misma cara que solía poner de niña cuando, a la vista de un desastre ya consumado, esperaba que yo solucionara de algún modo la situación.

Yo miré a Gaudí.

—¿En su despacho de las oficinas del diario? —preguntó mi amigo.

—En su despacho de esta casa. Mis hombres lo han encontrado oculto en un cajón de su escritorio durante el registro que han efectuado esta mañana.

—Eso es absurdo —dije—. Mi padre no ha pasado la noche en casa.

—Tal vez no. Pero sí estuvo en ella el tiempo suficiente para ocultar el portafolios antes de emprender su huida.

—Eso no tiene ningún sentido —objetó Gaudí—. ¿Para qué esconderlo en un lugar que ustedes sin duda iban a registrar? ¿Por qué no destruirlo al salir de la habitación de Andreu, o llevárselo en todo caso esta mañana en su huida y ocultarlo en un lugar más seguro?

El inspector Labella no perdió su sonrisa.

—¿Me pide que busque explicaciones razonables al comportamiento de un asesino?

Y entonces fue cuando mi hermana se soltó de mi brazo e hizo lo que ni Fiona ni yo habíamos tenido la valentía de hacer aquella mañana en el cuarto de Andreu. En dos zancadas se puso delante del inspector, extendió totalmente su brazo derecho en un bello gesto de tenista experimentada y, antes de que nadie pudiera pensar siquiera en evitarlo, plantó una sonora bofetada en mitad de aquella cara erosionada y sonriente.

—Es usted un hombrecillo amargado y lamentable —tuvo tiempo de decir antes de verse encañonada por un pistolón del tamaño de un pequeño trabuco.

Gaudí fue el primero en reaccionar ante aquella nueva situación.

—Está bien, está bien —terció, tratando de interponerse entre Margarita y el agente que empuñaba el arma—. Baje esa pistola, caballero. No querrá hacerle usted daño a una jovencita que acaba de ser víctima de un comprensible ataque de nervios.

—Yo no acabo de ser víctima de nada —protestó mi hermana, mirando alternativamente a Gaudí y a la boca del pistolón que, pese a los esfuerzos de mi amigo, seguía apuntando hacia su cabeza—. Este señor ha llamado asesino a papá, y yo le he dado una bofetada.

—A mí me parece justo —opinó Fiona.

El inspector Labella se palpó la mejilla abofeteada con una mano, me pareció, ligeramente temblorosa.

—Está bien —dijo, dirigiéndose a su agente—. Guarda esa pistola. Y usted, señorita Camarasa, acépteme un consejo.

Los consejos del inspector Labella. Me preparé para lo peor.

—No necesito ningún consejo de usted —replicó Margarita.

—Yo se lo daré de todos modos. Considérelo un regalo de mi parte. —El inspector dejó de acariciarse la mejilla y miró a mi hermana con los ojos ligeramente entornados—. No vuelva a hacer nunca algo así. Bajo ninguna circunstancia. Ya no se lo puede permitir.

No sé si Margarita comprendió el sentido de esta última frase. En cualquier caso, en previsión de nuevas erupciones de su genio siempre ingobernable, rodeé su cintura y la atraje hacia mí.

—Parece usted muy seguro de sí mismo, inspector Labella —le espeté.

El hombre ni siquiera me miró.

—Aquí tiene otra noticia desaprovechada, señor Begg —dijo, encarándose de nuevo con el padre de Fiona—. Esta mañana, cuando mis hombres y yo hemos inspeccionado el cuarto de Eduardo Andreu, hemos encontrado en él un objeto que nos ha parecido sorprendentemente fuera de lugar. Una pitillera de plata. Una pieza impropia, por su valor, del mendigo que la poseía. La pitillera tenía unas iniciales grabadas en la tapa. Una S y una C. Su madre —añadió, dirigiéndose ahora a Margarita— la ha reconocido sin dudarlo, antes de saber de dónde provenía. Tal vez también tenga usted una explicación razonable para esto.

La última frase iba dirigida a Gaudí.

Mi amigo no tardó ni un segundo en replicarla.

—Por supuesto: alguien dejó esa pitillera ahí para incriminar al señor Camarasa.

El inspector Labella recobró su sonrisa de mofeta.

—La misma persona que dejó el portafolios en su escritorio, sin duda —dijo.

—Sin duda —coincidió Gaudí.

El inspector movió la cabeza con fingida incredulidad.

—Un asesino muy metódico, entonces.

—Un asesino muy poco metódico, el que usted propone. Un asesino que se deja olvidada su pitillera en el cuarto de su víctima y que esconde el objeto por el cual ha cometido su crimen en el primer lugar en el que la policía se pondría a buscarlo. ¿Tan pobre concepto tiene usted del señor Camarasa, inspector Labella?

Fuera lo que fuera lo que iba a responderle el hombrecillo a mi amigo, se vio interrumpido por la entrada en el salón de mis padres y del agente Catalán.

—Cuando quiera, inspector —dijo el policía, alzando una bolsa de lona que sin duda contenía la ropa sucia que mi padre acababa de quitarse—. Ninguna novedad.

—Estupendo —dijo el inspector. Y volviéndose de nuevo hacia nosotros, añadió—: Seguiremos con esta charla en otra ocasión, caballeros. Al señor Camarasa y a mí nos esperan en comisaría.