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Hasta hoy, sigo sin saber cómo logré que ninguno de aquellos hombres armados que tenían bajo su responsabilidad la seguridad del nuevo rey de España abatiera de un disparo a mi amigo en su alocada carrera hacia el interior del templo, ni sé explicarme tampoco cómo logré entrar yo mismo en él unos instantes más tarde con la promesa, por parte del señor Riera, de que ninguno de sus hombres vendría a por nosotros hasta pasados no menos de cinco minutos.

Recuerdo, sí, que la música del órgano barroco de Santa María del Mar reverberaba por todos los rincones del templo cuando atravesé por fin el umbral de su pórtico, entenebreciendo el aire con sus notas antiguas y cargando de dignidad y de misterio lo que no era, a fin de cuentas, más que un mero acto social salpimentado de política y de incienso. Recuerdo que la luz que iluminaba el interior de la iglesia tenía aquella mañana una textura y una tonalidad profundamente irreales, tan blanca, tan espesa, tan cargada de haces de colores y de partículas de polvo en suspensión; tan distinta de la informe penumbra que reinaba allí mismo la tarde de mi encuentro con Víctor Sanmartín. Recuerdo que rememoré entonces aquella tarde, la del asesinato del Colmillos, la de mi declaración ante el inspector Labella en la comisaría de las Atarazanas, y que ahora todo pareció cobrar un nuevo sentido: el nerviosismo de Sanmartín al verme aparecer en el templo, su reacción al mencionar yo a Fiona, su misma presencia en Santa María. Recuerdo que el rey, sus invitados y la nutrida partida de obispos, sacerdotes y monaguillos que oficiaban la ceremonia ocupaban apenas el tercio delantero de la nave central de la iglesia, todos apiñados en la tarima presidencial y en las nuevas bancadas que cerraban el presbiterio, y que el resto del edificio estaba tan desierto como el palacio de un rey en el exilio. Y también recuerdo, por fin, que cuando localicé a Gaudí y a Ezequiel en mitad de aquel hermoso bosque de columnas octogonales que dividía la nave central de Santa María, ambos se hallaban de rodillas junto a un hato de cartuchos de dinamita enlazado a un artefacto de aspecto vagamente amenazador.

—Un temporizador adosado a las mechas —susurró Gaudí, alzando apenas la vista para mirarme—. Tres más allí, allí y allí —añadió, señalando, me pareció, al puro azar de su mano desnuda—. Apenas se han molestado en disimularlas. Un mero casquete de piedra falsa adosado al pie de las columnas.

El contenido de la bolsa de Víctor Sanmartín, supuse, viendo la cáscara de yeso envejecido que Ezequiel tenía entre sus pies. Los cartuchos, su cobertura y esos pequeños mecanismos de relojería en cuyas manecillas se cifraba ahora mismo la existencia o no de nuestro propio futuro.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunté, con un hilo de voz.

—El suficiente, espero. —Gaudí señaló con la punta de su dedo meñique la corona del extraño reloj que controlaba el artefacto—. Si nuestros amigos no han cometido ningún error de cálculo y las cuatro espitas están preparadas para activarse exactamente en el mismo instante, tenemos algo más de diez minutos antes de que todo salte por los aires.

Tragué saliva y reprimí, por primera vez en mi vida, la tentación de santiguarme.

—Es cierto, entonces —murmuré—. Fiona y Sanmartín. —Y en vista de que mi amigo no añadía nada, pregunté—: ¿Y ahora?

—Ahora, rece usted para que las manos de Ezequiel no tiemblen en el peor momento.

El pilluelo alzó inmediatamente las dos manos y nos las mostró en perfecto reposo horizontal. Manchas, costras y callosidades de todo tipo, pero ni un solo temblor. Cuatro bombas de tiempo ofrecidas a la habilidad de sus largos dedos de ratero no bastaban, decía aquel gesto, para poner nervioso a Ezequiel.

—Tranquilo, señor G —dijo, llevándose la diestra al bolsillo y sacando una especie de cortaúñas oxidado de aspecto nada tranquilizador—. Esto es pan comido.

—¿Estás seguro de que sabes…?

Ezequiel me fulminó con la mirada.

—A callar, Estudiante —me ordenó—. Aquí mando yo. Usted vaya con el señor G y ayúdelo a descascarar las bombas.

Gaudí posó brevemente su mano derecha sobre la nuca del muchacho, y luego se puso en pie y se dirigió velozmente hacia la primera de las tres columnas que me había señalado.

El apósito de falsa piedra se hallaba, en efecto, al pie de su cara interna, la orientada hacia el presbiterio. El recurso tal vez no fuera muy elaborado, pero el color, la textura y la misma posición de aquel simple pedazo de yeso repintado que cubría los cartuchos de dinamita estaban tan logrados que solo un ojo que buscara su presencia habría sabido dar con él.

—Son las columnas que usted había señalado en su maqueta —observé, dando por supuesto que así era—. Fiona tomó buena nota de sus explicaciones.

—Su memoria fotográfica —murmuró mi amigo, empuñando con firmeza la navaja que ya lo había ayudado a desarmar el apósito anterior—. La misma que le ha jugado la mala pasada que ahora nos tiene a usted y a mí aquí.

Me agaché junto a Gaudí y observé durante unos segundos sus movimientos. Sus manos operaban sobre el yeso endurecido con la delicadeza de un pianista atacando una polonesa de Chopin; el filo ya blanco de su navaja se hundía en aquel material despreciable como el bisturí de un cirujano en la carne muerta de un cadáver por diseccionar.

—¿Qué quiere decir? —pregunté por fin.

—El dibujo del cuarto de Andreu —respondió él—. Sin duda, la señorita Fiona estuvo en ese cuarto antes de que la policía hubiera retirado la pitillera de su padre. La escena que vio entonces se grabó en su retina con esa nitidez de la que ella siempre alardeaba, la misma que le servía para dibujar de memoria sus ilustraciones para el diario sin necesidad de realizar bocetos detallados del natural. La señorita Fiona memorizó la escena del crimen de la calle de la Princesa cuando la pitillera de su padre estaba todavía en el suelo, aguardando a ser encontrada por la policía. Y luego, horas más tarde, al trasladar la escena desde su memoria hasta el papel, olvidó eliminar ese único detalle equivocado. La pitillera que ya no estaba ahí, pero que sus ojos y su memoria sí habían registrado.

Pensé en ello unos instantes.

—Pero ¿cuándo estuvo Fiona en el cuarto de Andreu? —pregunté.

El caparazón de yeso en el que la navaja de Gaudí hurgaba se abrió en ese instante entre sus manos y nos reveló su macabro contenido. Cinco nuevos cartuchos de dinamita con las mechas enlazadas y un temporizador adosado a algo parecido a la espita de una lámpara de gas.

—La señorita Fiona estuvo en el cuarto de Andreu cuando fue a dejar en él la pitillera de su padre y a recoger el portafolios que luego escondió en su escritorio —dijo, dejando con toda precaución el artefacto en el suelo y poniéndose en pie—. Allí.

Seguí a Gaudí hasta la nueva columna que su dedo señalaba, al tiempo que Ezequiel alcanzaba la que nosotros acabábamos de abandonar con una gran sonrisa de orgullo en la boca. Primera prueba superada, entendí. Solo quedaban tres más.

—Pero Fiona estuvo con nosotros durante toda la noche —objeté, una vez agachados los dos junto al armazón de yeso adosado también a aquella columna—. Los dos sabemos que ella no pudo asesinar a Andreu.

—Ella no asesinó a Andreu —asintió Gaudí—. A la hora de la muerte de Andreu, usted y yo estábamos proporcionándole una coartada perfecta.

—¿Entonces?

—Aquella noche, el cometido de la señorita Fiona no era asesinar a Andreu, sino convencer a la policía de que su padre era quien lo había asesinado. —La punta de la navaja de Gaudí resbaló en ese instante sobre la falsa piedra pintada y fue a impactar contra el suelo enlosado de Santa María, provocando un seco chasquido que sonó a mis oídos como la detonación de una pistola de juguete. Unas gotas repentinas de sudor asomaron a la frente de mi amigo, pero su mano derecha no tembló al reanudar su labor—. Sabíamos que alguien con acceso a la casa había estado implicado en la conspiración destinada a apartar a su padre de su posición como responsable de la seguridad de la visita real. Ahora ya sabemos quién era esa persona, cómo lo hizo y por qué.

Meditando sobre estas últimas palabras de Gaudí, aparté por un instante la vista de sus manipulaciones y comprobé que la misa solemne seguía su curso en el presbiterio sin que nadie, al parecer, hubiera reparado todavía en aquella extraña tríada de sombras que deambulaban entre las columnas de la mitad trasera del templo. Nada como la presencia de un rey, me dije, para distraer la atención de un centenar de buenos cortesanos y de unos cuantos hombres de iglesia.

—Fiona, entonces, bajó de nuevo a la ciudad después de regresar conmigo a Gracia aquella noche —conjeturé, siempre en un susurro—. Visitó el cuarto en el que Andreu ya había sido asesinado por alguno de sus colegas, recogió el portafolios del viejo y dejó en su lugar la pitillera de mi padre, regresó otra vez a Gracia, se coló en el edificio principal de la torre, escondió el portafolios en el despacho de mi padre y luego volvió a la casa de labranza y se acostó sin que nadie la oyera. —Hice una breve pausa valorativa—. ¿Es eso?

—La señorita Fiona es una mujer discreta —asintió Gaudí—. Si esta noche ha sido capaz de entrar en el cuarto de su madre y depositar unas cuantas gotas de morfina en su vaso de agua mientras usted y yo nos debatíamos también con los efectos causados por sus propias drogas, no veo por qué no pudo hacer todo eso la noche del asesinato de Andreu. Su motivación era grande, y una mujer motivada es capaz de cualquier cosa.

—Su motivación era encerrar a mi padre y alejarlo de sus funciones como organizador de la seguridad del rey.

—Su motivación, más aún, era conseguir que su madre y usted cubrieran la ausencia de su padre mientras este se hallaba en prisión. Que mantuvieran las funciones de su cargo dentro de la familia. Vale decir, que las mantuvieran al alcance de sus ojos y de sus oídos.

Me mordí el labio inferior.

—¿Y su motivación para envenenar esta noche a mi madre?

Con un leve gruñido de satisfacción, Gaudí liberó el tercer hato de cartuchos de su envoltorio de yeso y se puso en pie una vez más.

—Evitar que ella también saltara por los aires junto al resto de los asistentes a esta ceremonia, entiendo. —Mi amigo me miró ahora con unos grandes ojos azules de expresión inescrutable—. Al parecer, incluso las aspirantes a terrorista decididas a destruir un templo centenario con decenas de notables en su interior tienen algunas líneas rojas que no se atreven a traspasar.

Me mordí el labio otra vez.

—Drogarnos anoche a nosotros, encerrarnos esta mañana…

—Exacto.

Ezequiel llegó en ese instante a nuestro lado con su paso saltarín de futuro interno de la prisión de Amalia. Traía un hato de cartuchos de dinamita en cada mano, dos cejas arqueadas en posición juguetona de asombro y en la boca, asomando como un cigarrillo metálico, ese prodigioso cortaúñas multiusos que ya le había servido para ganarse toda mi admiración.

—¿Me los guarda, Estudiante?

—Será un honor, Ezequiel —dije, tragando saliva y tratando de recomponerme tras las revelaciones de Gaudí. Recogí los cartuchos que el muchacho me tendía, los guardé en los bolsillos de mi abrigo y posé yo también, como antes había hecho Gaudí, mi mano derecha en su nuca—. Y déjame que te diga que estás haciendo un trabajo prodigioso. Cuando todo esto acabe, prometo invitarte a almorzar un día en mi casa.

—Si es que no me resbala un poco la mano y salimos todos volando por los aires, quiere decir.

Sonreí tristemente. Eso quería decir, sí.

Dejamos a Ezequiel desactivando el tercer ingenio de relojería y fuimos en busca del cuarto apósito de piedra falsa. Este estaba adherido a una columna situada a pocos metros de la última bancada ocupada por los asistentes a la misa solemne. Gaudí me hizo un gesto de silencio, y no dudé en obedecerlo. No más preguntas sobre Fiona, ni sobre sus motivaciones misteriosas, ni acerca de las razones por las que aquella mujer a la que ambos habíamos amado —cada uno en nuestro tiempo, a nuestra manera y con nuestras propias aspiraciones— había acabado enredada en algo tan grotesco como este intento de atentado en Santa María del Mar.

«Quién te ha visto y quién te ve», le había dicho yo a Fiona la noche de la detención de mi padre, cuando ella me había abierto los ojos sobre las actividades de los Camarasa —y por ende, de los Begg— en Barcelona.

«No sabes nada de mí —me había respondido ella—. Ya no. Y tampoco eres quién para juzgarme.»

Solo ahora comprendía la verdad de sus palabras. Y solo ahora creía ver también las intenciones que la inglesa había albergado durante aquella conversación nocturna en mi propio dormitorio, y durante otras conversaciones anteriores en el porche de la vieja casa de labranza, y durante nuestras largas sesiones fotográficas en su taller de artista.

Ganarme —recuperarme— para una causa en la que tal vez, en otro tiempo, yo mismo hubiera sido capaz de creer.

—Vámonos de aquí —me susurró entonces Gaudí, sacándome del breve estupor en el que me habían sumido aquellos recuerdos, con el cuarto artefacto explosivo ya entre sus manos y con la frente ahora definitivamente empapada de un sudor amarillento y pegajoso.

Llegamos junto a Ezequiel en el momento en el que este terminaba de desactivar el tercer mecanismo de relojería al que estaban conectados los cartuchos de dinamita. Su rostro seguía fresco como el de un niño de tres años, y en su boca había una sonrisa tan feliz que resultaba casi contagiosa. Si el miedo y el dolor y el fantasma de los primeros remordimientos no me hubieran oscurecido ya sin remedio el alma, yo también habría sonreído.

—Lléveles esto a sus amigos antes de que se impacienten —dijo Gaudí, tendiéndome también el hato de cartuchos ya inofensivos que Ezequiel acababa de darle—. Dígales que ahora les llevamos el último que falta.

—¿Está seguro de que no hay más?

Mi amigo negó con la cabeza.

—La señorita Fiona ha seguido al pie de la letra las instrucciones de mi maqueta —dijo, no sé si con una sombra de triste orgullo en la voz—. Ha hecho colocar los artefactos al pie de las cuatro únicas columnas que, de eliminarse, asegurarían el derrumbe del presbiterio y de toda la parte central de la iglesia. Los otros tres puntos que yo le señalé hubieran completado su destrucción, pero eso no le interesaba. Lo he comprobado ya y no hay ningún artefacto en ellos.

«Fiona, al fin y al cabo, es una amante del arte. Mejor una iglesia medieval con un par de paredes en pie que una iglesia medieval totalmente en ruinas.» Lo pensé, pero no lo dije.

—A ver cómo le explico yo esto al señor Riera —murmuré en cambio, guardándome el tercer hato de cartuchos junto a los dos anteriores.

—No entre en detalles.

—No veo cómo podría…

—Dígale solo que su madre y usted lo explicarán todo en la próxima reunión del grupo. Esta tarde, si le parece, hablaremos usted y yo con ella e intentaremos hacerle entender lo que ha sucedido.

—Una vez lo entendamos antes nosotros, quiere decir.

Gaudí asintió seriamente.

—Y dígales también que redoblen la seguridad en el puerto, durante la partida del rey —añadió—. Cuando nuestros dos amigos vean que su plan no ha funcionado, puede que la rabia o la desesperación los mueva a recurrir a soluciones menos elegantes que esta para deshacerse del nuevo Borbón.

Solo entonces me decidí a formular la duda que no había dejado de rondar por mi cerebro desde el mismo momento en que llegamos a la Ribera.

—O puede también que no todos los colegas de Fiona hayan tenido la misma fe que ella en el acierto de sus teorías sobre la estructura de esta iglesia.

Mi amigo asintió de nuevo.

—Cuando le mostré mi trabajo a la señorita Fiona, Andreu ya había sido asesinado y hacía semanas, si no meses, que Sanmartín maquinaba su campaña de acoso y derribo contra su padre —dijo—. El incendio de la sede de La gaceta de la tarde, del que sin duda él mismo, como trabajador del diario, fue responsable; los consiguientes artículos sugiriendo la implicación de Sempronio Camarasa en el incendio; las falsas cartas de los lectores, los anónimos insidiosos y los ataques públicos dirigidos también contra la señorita Fiona, cuya función era, sin duda, impedirnos albergar cualquier sospecha de un entendimiento entre ella y Sanmartín; y por fin, cuando los nervios y la paciencia de su padre estaban ya tensados al máximo, el espectáculo de la fiesta en la sede de Las noticias ilustradas. El público intercambio de amenazas y la buscada agresión final a Andreu, que no dejarían lugar a dudas, llegado el momento, de quién y por qué había asesinado al viejo marchante. —Gaudí hizo una mínima pausa para observar el movimiento de los dedos de Ezequiel, que danzaban con agilidad de hilandera sobre el nudo de cables que unía los cartuchos de dinamita al temporizador—. Sanmartín debía de tener ya preparado un plan propio de atentado cuando finalmente se decidió a apartar a su padre de sus funciones como responsable de la seguridad de la visita real. Un plan que luego sustituyó cuando yo, estúpidamente, le ofrecí a su cómplice la idea de otro sin duda mucho más espectacular, pero que acaso no descartó completamente.

—Habla usted de Sanmartín y de Fiona como si ellos fueran los únicos responsables de todo esto —observé.

—Por lo que sabemos, lo son.

—¿No hay ningún grupo anarquista detrás de este intento de atentado, entonces? —pregunté, incrédulo—. ¿Lo único que hay detrás de todo esto es un periodista afeminado y una ilustradora de tendencias revolucionarias?

—Le recuerdo que no sabemos nada de Víctor Sanmartín —replicó Gaudí, su voz apenas audible bajo la tronante música sepulcral que el órgano seguía derramando por los cuatro rincones del templo—. Por no saber, sospecho que ni siquiera sabemos su auténtico nombre. Mañana mismo, cuando sus colegas del Grupo de Apoyo Operativo comiencen a investigar su pasado y sus andanzas, estoy convencido de que solo se encontrarán con un gran interrogante. Él ha sido, con toda seguridad, el cerebro y el ejecutor de todo este plan. Él asesinó a Andreu mientras nosotros liberábamos de toda sospecha a la señorita Fiona, él se deshizo del Colmillos cuando sospechó que su testimonio podría ponerlo en un aprieto, y hace apenas una hora, como bien sabemos, él mismo ha colocado aquí los artefactos explosivos que ahora Ezequiel está teniendo la bondad de desactivar. —Gaudí negó con la cabeza—. Nada de eso requiere de terceras personas. Basta con una informadora plantada en pleno centro de las líneas enemigas y con un ejecutor dispuesto a mancharse las manos de sangre en nombre de no sé qué ideal revolucionario.

Pensé en ello durante unos instantes.

—Fue Fiona, entonces, quien localizó a Andreu y decidió utilizarlo para mandar a mi padre a prisión —apunté—. El rencor que el viejo albergaba contra mi padre desde aquel asunto de la falsa fotografía fue el instrumento que Sanmartín y ella utilizaron para deshacerse de él.

—Y mucho antes, por supuesto, fue también la señorita Fiona quien puso a Sanmartín sobre la pista de los preparativos que su padre estaba organizando para la llegada del rey a Barcelona —asintió mi amigo—. Y ahora, haga usted el favor de salir ahí fuera antes de que alguno de esos jóvenes de uniforme se ponga nervioso y lo arruine todo.

Dejé a Ezequiel desbaratando alegremente el último artefacto explosivo bajo la atenta mirada de Gaudí y abandoné Santa María del Mar con los brazos y los bolsillos llenos de dinamita, con el corazón encogido por cuanto acababa de ver y de escuchar y con la cabeza desbordada de dolorosos interrogantes. Un círculo de militares rodeaba la escalinata del templo cuando traspasé el umbral de la puerta principal y me enfrenté de nuevo a la clara luz del día, todos armados y muy serios, todos en posición de combate, todos ansiosos por demostrar su novísima fidelidad a la corona. Ninguno de ellos hizo amago, sin embargo, de volver hacia mí sus pistolones ni de venir a reducirme: el señor Riera había hecho un buen trabajo de contención entre sus hombres mientras aguardaba a que también yo cumpliera con mi parte del acuerdo.

—Esto es lo que ha sucedido —comencé, llegando a su lado al pie de la escalinata y sacando el primer hato de cartuchos de mi bolsillo.

Cuando Gaudí y Ezequiel aparecieron por fin en la plaza con los restos de la última bomba de tiempo entre las manos, el señor Riera había terminado de asimilar ya mi apresurado relato de los hechos y se había lanzado a disponer, con el rostro lívido de espanto pero con admirable agilidad, un nuevo plan de urgencia destinado a reforzar la seguridad de la comitiva real a su salida de Santa María del Mar y durante las tres últimas horas de estancia del monarca en Barcelona. Pero antes de desaparecer de nuestra vista, el buen hombre aún tuvo tiempo de tendernos sucesivamente la mano a Gaudí, a Ezequiel y a mí y murmurar un tímido agradecimiento que sonó, en su voz de anciano potentado, a sincero acto de contrición.

—¿Y ahora? —le pregunté a Gaudí, una vez nos quedamos los tres solos.

En lugar de responderme, mi amigo se desabotonó parcialmente la levita y extrajo de su bolsillo interior el pequeño estuche de cuero que yo le había visto sacar consigo de la vieja casa de labranza. Cuando abrió el cierre pude ver que en su interior había tan solo una pluma, un lapicero, un pequeño frasco de tinta y un par de esos inconfundibles cigarrillos de Fiona. Gaudí tomó el lapicero, sacó un pedazo de papel arrugado del bolsillo del pantalón y empezó a escribir algo en él a toda velocidad. Cuando hubo terminado, dobló el papel en cuatro partes y se lo tendió a Ezequiel.

—Corre a casa del señor Camarasa y dale esto a Margarita —le dijo—. Calle Mayor de Gracia, número 16. Margarita. Dile que vas de parte de Toni. Si no quieren recibirte, no aceptes un no por respuesta. Explícales lo que ha sucedido.

Ezequiel empuñó la nota como si de un billete de curso legal se tratase y ensayó una de sus famosas reverencias.

—¿Y luego?

—Luego, descansa un poco. Te lo has ganado.

El pilluelo sonrió.

—Hasta luego, señor G —dijo—. Hasta la vista, Estudiante.

Cuando su mugrienta figura se desvaneció entre la multitud de curiosos que seguían agolpados al otro lado del cordón de seguridad que protegía la plaza, me volví hacia Gaudí y vi como este se guardaba de nuevo el estuche en el bolsillo interior de la levita.

—Un recordatorio para el futuro —murmuró, antes de que yo tuviera ocasión de preguntarle nada—. En cuanto a la nota, es solo un aviso para su madre.

—Un aviso —repetí.

—Dudo mucho que ni la señorita Fiona ni su socio se atrevan a aparecer esta mañana por la torre, pero nunca está de más ser precavidos.

Asentí.

—¿Y ahora? —pregunté de nuevo.

Tras una breve vacilación, Gaudí me tomó del brazo y echó a caminar hacia uno de los extremos laterales de la plaza.

—Ahora —dijo—, vamos a intentar salir de aquí.