37

Margarita estaba aguardándome en el jardín de nuestra torre familiar, al otro lado de la verja cerrada, emboscada casi entre las ramas colgantes de un bello sauce llorón. Llevaba puesto encima un abrigo de piel de nutria de mi madre, iba tocada con un sombrero que le cubría las orejas y la frente y un grueso pañuelo de seda de color azul celeste le ocultaba por completo el cuello, pero ninguna de esas tres piezas parecía protegerla del frío repentino que había llegado con el anochecer. Faltaban pocos minutos para que las campanas de la Torre del Reloj de Gracia dieran las nueve, y la temperatura no debía de superar los diez grados. Noviembre entraba dando pistas del duro invierno que nos aguardaba.

—¿Te has enterado? —fue lo primero que me preguntó mi hermana, abriendo apresuradamente la puerta de la verja al verme remontar a pie los últimos metros de nuestra calle.

—¿Enterarme de qué?

—Han matado al mendigo ese que Toni y tú conocéis. El Colmillos. Ha venido un mensajero del diario hace una hora a buscar a Fiona para que fuera a dibujar la escena. Dicen que lo han matado a puñaladas, como a Andreu.

Aguardé a que Margarita cerrara de nuevo la puerta a nuestras espaldas, y entonces le di un beso y un pequeño abrazo y le expliqué lo sucedido, comenzando por la visita al callejón de la Farigola y retrocediendo hasta mi encuentro con Sanmartín en Santa María del Mar.

Mi hermana no abrió la boca hasta que hube concluido mi relato.

—¿Creéis que ha sido Sanmartín? —me preguntó entonces, con el rostro serio como el de una estatua—. Ojalá lo hubiera matado yo a él el día que vino a dejarte esa tarjeta de visita.

—No sabemos si ha sido él o no. Y no digas esas cosas.

—¿No piensas ir a hablar con el inspector Labella?

—Gaudí está convencido de que eso solo serviría para meterme en problemas. Y creo que yo también lo pienso.

—Pero que hayan asesinado a ese mendigo mientras papá estaba en su celda es la prueba de que papá no mató a Andreu, ¿no?

Negué con la cabeza mientras atravesábamos lentamente del brazo el jardín en penumbra.

—La muerte del Colmillos podría no tener nada que ver con la de Andreu —le expliqué—. O yo mismo podría haber matado al Colmillos, ya fuera por el motivo que tú has dicho o para evitar, quizá, que declarara contra papá. Al fin y al cabo, Gaudí y yo estábamos en el lugar del crimen apenas veinte minutos después de que este se hubiera descubierto.

Margarita se lo pensó durante unos instantes.

—Tienes razón. Tú eres el principal sospechoso, Gabi. A lo mejor papá tiene muy pronto compañía en su celda.

Le di a mi hermana una palmada en el hombro y procuré cambiar de tema.

—Tu amigo Toni te envía sus saludos y sus disculpas. No ha podido venir a la comisaría, pero nos ha tenido presentes en sus oraciones durante toda la jornada.

Margarita acogió mis palabras con imperturbable seriedad.

—Devuélvele los saludos cuando tengas ocasión —dijo—. Hoy cenaremos dentro de casa, si te parece bien.

—¿Cenamos solos?

—Mamá está reunida con cuatro señores en el salón de tarde —respondió ella, con naturalidad también imperturbable—. El señor Begg se ha retirado ya a la casa de labranza y Fiona no se sabe cuándo volverá.

—¿Cuatro señores?

—Aladrén y tres viejos más. No me preguntes quiénes son. El caso es que estamos tú y yo solos otra vez.

Así pues, Margarita y yo nos pasamos la media hora escasa que duró nuestra cena intercambiando noticias e impresiones sobre nuestros respectivos interrogatorios a manos de Abelardo Labella. La gran sorpresa, para mí, fue descubrir que el tema principal de las preguntas que el inspector le había formulado a mi hermana durante los veinte minutos que esta había estado en su despacho no había sido mi padre, ni tampoco mi madre, ni siquiera sus propios movimientos durante la noche del asesinato de Andreu, sino un servidor. Más de la mitad de las preguntas que Margarita había tenido que responder estaban relacionadas de una forma u otra conmigo; y lo mismo había sucedido, al parecer, con los interrogatorios a los que el inspector había sometido a Marina, a las señoras Iglesias y Masdéu, a nuestro cochero e incluso a la propia Fiona.

—¿Y eso qué significa? —acabé preguntándome en voz alta, cuando Margarita me repitió la última de las preguntas que Labella le había formulado a Marina sobre mí, y que la doncella le había repetido puntualmente a mi hermana durante la merienda que las dos muchachas habían compartido en la cocina de la torre a su regreso de las Atarazanas.

—Eso significa que al inspector le interesas mucho.

El eslabón más débil, había dicho Gaudí hacía un par de horas en la terraza de su buhardilla. Las mismas palabras que mi padre había pronunciado la noche de nuestra última conversación en su despacho. Lo que yo no era para Gaudí, como mi padre había temido, sí lo era ahora para Labella: el eslabón más débil de la cadena de los Camarasa. La pieza que más fácilmente podría quebrarse entre sus manos experimentadas de policía republicano.

Precisamente Marina acababa de llegar a nuestra mesa cargada con una fuente de crema de vainilla para el postre cuando Ramón Aladrén apareció por la puerta del comedor.

—Señorita Margarita. Señor Camarasa. —El hombre ejecutó para nosotros una reverencia que hizo oscilar las puntas colgantes de su bigote—. Su madre solicita su presencia. Si tiene a bien acompañarme…

Tanto la dirección de la mirada como el tono de voz del abogado indicaban a las claras que el único destinatario de sus dos últimas frases era yo. No me sorprendió aquel requerimiento: las noticias de Margarita acerca del interés que el inspector Labella parecía sentir sobre mi persona acababan de convencerme de mi nueva posición de honor en aquel drama que se estaba representando a nuestro alrededor. Con toda la parsimonia que fui capaz de reunir, crucé mis cubiertos sobre el plato, doblé mi servilleta en cuatro partes y la dejé sobre la mesa, me disculpé ante Margarita por abandonar el comedor antes de concluir nuestra velada y, poniéndome en pie, le pedí a Marina que le trasladara a la señora Masdéu mis más sinceras felicitaciones por la espléndida cena que había logrado servirnos a mi hermana y a mí a pesar de todas las complicaciones de aquella extraña jornada.

—Cuando acabes vienes a mi cuarto —me ordenó Margarita, sosteniendo una cucharilla repleta de crema en la mano derecha y con la intriga pintada en la cara.

Le aseguré que así lo haría.

Seguí en silencio al abogado Aladrén hasta el salón de tarde de mi madre, y allí me encontré con la reunión que Margarita me había anunciado: mamá Lavinia, Ramón Aladrén y otros tres hombres de edad avanzada a los que yo no conocía, pero cuyos portes e indumentaria no se prestaban a confusión alguna acerca de su identidad.

—Mi hijo, Gabriel Camarasa —me presentó mi madre, antes de pronunciar con audible reverencia los nombres de aquellos tres caballeros según sus manos iban estrechando la mía—. Siéntate, por favor.

Un único sillón vacío estaba dispuesto frente a la perfecta media luna que formaban los cinco sillones ya ocupados del salón.

Junto a cada uno de ellos había una mesa baja de madera de nogal, y sobre cada una de las mesas reposaban un vaso de cristal esmerilado, un cenicero de porcelana, algo de tabaco y un cuaderno de notas con su correspondiente lapicero junto a él. Incluso sobre la mesa de mi madre había tres cigarrillos dispuestos en abanico y un vaso medio lleno de un líquido del color del whisky de malta.

Dos de los hombres estaban fumando sendos cigarros habanos de un tamaño casi tan generoso como el de las nubes de humo blanquecino que flotaban por encima de sus cabezas.

Mientras mis ojos reparaban en cada uno de los detalles de aquella escena cuidadosamente dispuesta ante mí, comprendí que el rostro del tercer hombre sí me resultaba familiar. Solo más tarde caí en ello, ya mediada la reunión: él era el acompañante de aquella dama sexagenaria que en la fiesta de Las noticias ilustradas, tras verse salpicada de vino en la confusión que había seguido a la irrupción de Eduardo Andreu, había anunciado entre lágrimas e hipidos que aquella era la fiesta menos satisfactoria a la que había asistido jamás.

Mi madre seguía señalándome el sillón vacío con el dorso de su mano derecha, pero una leve sonrisa amable, la primera que me dedicaba desde la mañana del viernes, embellecía ahora su rostro. Así que sonreí yo también, tomé asiento y me dispuse a escuchar.

Margarita estaba ya metida en la cama cuando llamé a la puerta de su dormitorio. Tenía un candil encendido en la mesita de noche, y en su regazo descansaba un grueso novelón francés profusamente ilustrado. La mirada que me dirigió mientras me acercaba a su cama me decidió a no ocultarle nada de cuanto acababa de descubrir durante la última hora y media de revelaciones, discursos y ultimátums, ni a endulzárselo tampoco. Haciéndome un hueco junto a ella sobre la colcha de lana, conjuré en mi mente los rostros y las voces de los cuatro hombres a los que acababa de despedir en la puerta del salón de mamá Lavinia —sus rostros rubicundos, satisfechos; sus ojos empañados por el alcohol y el insomnio; el olor de su tabaco y de su dinero— y busqué la mejor forma de dar inicio a mi relato.

—Papá se marchó el jueves por la tarde de casa creyendo que lo habían citado sus colegas para otra de las reuniones que periódicamente mantenían a horas y en lugares similares a los que señalaba la nota que tú le entregaste —comencé—. La hora eran las doce de la noche, y el lugar la iglesia de Santa María de Mataró. Ya habían tenido un par de reuniones en aquella misma iglesia poco antes de que nosotros llegáramos a Barcelona, así que papá no sospechó nada. Tomó el tren de la costa y acudió a la cita, pero nadie más lo hizo. Pasada la una, comprendiendo que había habido un engaño o una confusión, trató de regresar a Barcelona, pero ya no había servicio de trenes ni coches de alquiler disponibles. Tampoco encontró ninguna posada abierta, así que pasó la noche al raso, en la playa, hasta que salió el primer tren de la mañana. De ahí el aspecto de sus ropas y su desaliño cuando nosotros lo vimos a primera hora de la tarde. Cuando llegó a la estación de Barcelona eran más de las ocho y ya circulaba por los andenes la noticia del asesinato de Andreu. Papá comprendió que si acudía a casa sería detenido de inmediato, así que fue hasta el paseo de San Juan y se escondió en casa de uno de esos colegas con los que esperaba haberse reunido la noche anterior, y allí empezó a solucionar algunos asuntos que debían quedar atados antes de su detención. Allí recibió varias visitas, desde allí coordinó las estrategias que sus colegas deberían seguir a partir de aquel día, y de allí salió finalmente para encontrarse con los Begg en la calle de Petritxol y regresar después a casa y entregarse al inspector Labella.

Hice una breve pausa, y el silencio me reveló la agitación casi animal de la respiración de Margarita.

—Continúa —dijo.

Así que tomé su mano, me la llevé a los labios y seguí hablando:

—Papá trabaja desde 1868 para la causa borbónica. Desde que el golpe de Prim expulsó a Isabel II del trono de España y los mandó a ella y a su hijo al exilio, papá y otros muchos como él han trabajado desde la sombra para lograr la reinstauración de la monarquía. Empresarios, aristócratas, militares, gentes de iglesia. No me preguntes los motivos de papá para implicarse en esta causa. Una mezcla de convicciones políticas y de intereses económicos, entiendo; no sé en qué proporción. Durante cinco años, la labor de papá fue financiar ese entramado de conspiradores y de exiliados a través de nuestra casa de subastas. Buena parte del dinero que ganaba con las transacciones legales que hacía en ella iba a parar a las arcas del proyecto de restauración, pero la casa también servía para recibir y limpiar donaciones de terceros comprometidos con él. El negocio familiar era, en realidad, un negocio colectivo que papá dirigía en nombre de otros. En nombre de los Borbones en el exilio y de su séquito de conspiradores contrarios a Prim primero, luego a Amadeo de Saboya y después, por fin, a la actual República. Papá solo financiaba sus actividades, mientras que otros trabajaban en las áreas política y militar de la restauración. Pero desde finales del año pasado, cuando los planes para liquidar la República e instaurar de nuevo la monarquía comenzaron a estar maduros, el papel de papá cambió.

Una nueva pausa. La respiración de Margarita algo más ligera. Sus ojos muy fijos en los míos, muy abiertos, incrédulos y aliviados a la vez: el alivio de saber por fin.

—Continúa —repitió.

Continué:

—Si todo sale como los amigos de papá esperan, la República caerá antes de acabar el año. Un último pronunciamiento militar precederá a la proclamación de Alfonso XII, el hijo de Isabel II, como nuevo rey de España. Alfonso XII entrará en el país a través de Barcelona, como una manera de agradecer a los buenos burgueses de la ciudad los servicios prestados. Es decir, su fidelidad a la monarquía, su oposición a Prim y a la República y su financiación del proyecto de restauración. El dinero catalán siempre ha tenido miedo de los cambios de régimen y de los experimentos liberales. Una España sin rey, para ellos, equivale también a una España sin colonias; y sin colonias, las fortunas burguesas de Barcelona se esfumarían en un abrir y cerrar de ojos. El nuevo rey sabrá agradecer la interesada fidelidad de sus súbditos catalanes, y su primer gesto será entrar a reclamar su trono a través de Barcelona. Y papá será, o tenía que ser hasta el viernes, el encargado de coordinar la seguridad de su llegada. —Margarita emitió aquí un leve gemido de sorpresa, pero no pronunció palabra alguna. Sus ojos me pidieron de nuevo que continuara, y eso fue lo que hice—: El plan de las actividades públicas que el nuevo rey llevará a cabo está ya trazado, y papá debía ocuparse de velar por que ningún peligro lo acechara durante los dos días que estará en la ciudad. Esa fue la razón de nuestro regreso a Barcelona. Ese es el sentido de Las noticias ilustradas. El diario es a la vez un instrumento de información para los conspiradores proborbónicos y un órgano de propaganda de cara al público general. A través de él, papá y los suyos se enteran de lo que se cuece en la ciudad y a la vez pueden modelar el pensamiento de las clases bajas, que son a las que desde el primer día se ha dirigido el diario. Cuando llegue el momento, cuando caiga la República y sea la hora de recibir al nuevo rey, Las noticias ilustradas ejercerá de portavoz del fervor popular a favor de Alfonso XII; un fervor que el propio diario alimentará desde sus páginas. Papá debía dirigir y controlar todo esto. Debía asegurarse de que el rey, a su llegada a Barcelona, se encontrara con un ambiente popular propicio a su figura, y de que su estancia en la ciudad estuviera libre de peligros. Pero ahora alguien ha ido a por él y lo ha eliminado del escenario.

—Alguien —murmuró Margarita.

—Carlistas. Anarquistas. Fieles republicanos. Opositores al futuro Alfonso XII de cualquier signo y condición. Ni lo saben ni parece que les importe demasiado. En realidad, ni siquiera parece que les importe que papá sea o no inocente. Fiona tenía razón. Su única estrategia para sacarlo de prisión es esperar a que caiga la República. Y eso, según ellos, no tardará en suceder más de dos o tres semanas. Entonces llegará el nuevo rey, se renovarán las instituciones y a papá se le pagarán con creces todos los servicios prestados. Pero mientras tanto, mamá ocupará el lugar de papá.

Los ojos de Margarita se abrieron un poco más todavía.

—Mamá.

—Ella organizará a partir de ahora a todos los agentes proborbónicos que trabajan encubiertos en los diversos ambientes de la ciudad hostiles a la monarquía, como hacía papá. Ella supervisará el trabajo de Martin Begg en el diario, como hacía papá. Y cuando el rey llegue por fin a Barcelona, ella será quien se ocupará de coordinar el trabajo de todos los hombres encargados de garantizar su seguridad.

—Mamá —repitió Margarita, incrédula.

—Mamá. Con la ayuda de Aladrén y de esos tres caballeros que hoy estaban con ella. Y también con mi ayuda, si es que quiero prestársela. Si no quiero, tengo tres días para abandonar esta casa, renunciar a mi apellido y a mi herencia y buscarme la vida como mejor me parezca. Mañana por la noche tengo que darle mi respuesta.

Margarita no me preguntó cuál sería esa respuesta. Ella la conocía tan bien como yo.

—Misterio resuelto, entonces —fue todo lo que dijo, al cabo de un par de minutos de silencio compartido.

Y yo no tuve más que añadir.

Cuando salí del dormitorio de mi hermana aquella noche, me sentía como uno de esos boxeadores del puerto a los que Eduardo Andreu había rondado en su lenta caída al fondo del pozo social. Desorientado, sucio, sin fuerzas y con un feo sabor metálico trepándome hasta los dientes desde lo más profundo del paladar.

El sabor de una sangre cuya herencia, ahora, yo ya no estaba en condiciones de seguir ignorando.