20

No me extenderé en el relato de lo sucedido durante el resto de aquella velada. Baste decir que Fiona, Gaudí y yo la comenzamos tomando ese prometido chocolate con melindros bajo los pórticos de la plaza Real, la continuamos en un pequeño café concierto situado cerca del portal de Santa Madrona y la terminamos, ya bien pasadas las tres de la mañana, en un teatro de variedades del Raval cuyo nombre —el Teatro de los Sueños— fue Fiona quien puso sobre la mesa, pero en cuya platea Gaudí, me pareció, no era en absoluto un desconocido. Cuando regresamos de nuevo a los espacios abiertos de la Rambla, el llano de la Boquería comenzaba a bullir ya con el ir y venir de los trabajadores del mercado. Allí detuvimos un cabriolé y Fiona y yo nos despedimos de Gaudí con un beso en la mejilla y con un cálido apretón de manos, respectivamente. El beso nos sorprendió a los tres, pero las altas horas de la madrugada y el alcohol abundante que había regado nuestra visita al Teatro de los Sueños parecieron justificarlo sin mayores problemas. Cuando el caballo se puso en marcha, mi amigo nos despidió desde el paseo central de la Rambla con la mano derecha en alto y una agradable sonrisa en la boca.

A Fiona, lo comprobé enseguida, tampoco le habían pasado por alto ni las continuas miradas ni los mal disimulados cuchicheos de que Gaudí había sido objeto durante el doble espectáculo de variedades que había coronado nuestra noche en la ciudad.

—Tu amigo es un hombre famoso —dijo, apenas alcanzamos el paseo de Gracia—. ¿Te has dado cuenta?

Solo entonces me decidí a verbalizar la sospecha que llevaba rondándome por la mente casi desde nuestra entrada misma en el local. Una de esas sospechas absurdas que en condiciones normales jamás se me hubiera ocurrido albergar, pero que después de la conversación de la noche anterior con mi padre parecía imposible ignorar sin más.

—¿Lo has escogido a propósito?

—¿El teatro? —Fiona negó con la cabeza—. Lo visité una mañana hace un par de semanas, para hacer una ilustración.

—¿Un crimen?

—Más o menos. Una de las chicas se lanzó a volar desde lo alto de uno de los podios del escenario y se partió la nuca contra el suelo.

Algo creí recordar, sí. Una sonriente muchacha flotando grácilmente en el aire, los brazos abiertos y el cuerpo curvado casi en forma de U, ante la boquiabierta mirada de varias decenas de espectadores que la pluma de Fiona había apenas esbozado. Una noticia más leída distraídamente entre tantas otras desgracias ilustradas.

—¿Se lanzó a volar? —pregunté, en cualquier caso.

—Eso pareció que intentaba. —Fiona sonrió de forma un tanto siniestra—. Pero no le salió bien.

Pociones para ver la realidad, pensé.

Un experimento fallido.

Un nombre menos en la cuenta de clientes.

O tal vez aquello no fuera más que una casualidad. Tal vez los improbables senderos por los que había acabado transitando la conversación entre Fiona y Gaudí al final de aquella noche —sesiones espiritistas, hierbas de propiedades extrañas, visitas privadas al otro lado del umbral de la percepción— hubieran desbocado un tanto mi propia imaginación, ya excitada por los sucesos de los últimos días y por las sospechas vertidas por mi padre sobre la persona de Gaudí.

—Gaudí y tú parecéis tener mucho en común —dije.

Fiona se concedió unos segundos para intentar deducir el sentido de mi frase.

—¿Yo también soy una mujer famosa?

—Entre otras muchas cosas.

Fiona posó un instante su mano derecha sobre mi rodilla izquierda, y luego volvió a recogerla debajo de su abrigo.

—Creo que hemos sido un poco maleducados —apuntó, forzando una expresión más o menos contrita—. ¿Te has sentido muy solo?

—No más que siempre —respondí. Y acto seguido, reparando en que aquello había sonado más propio de Margarita que de mí, añadí—: Pero ha sido interesante observaros. Siempre es interesante escuchar a dos adultos fantaseando en voz alta como niños de diez años.

Fiona sonrió de nuevo.

—Antoni tiene ideas interesantes —afirmó—. Ingenuas, pero interesantes.

Entendí —o quise entender— que la inglesa se refería, entre otras cosas, a ese momento de nuestra conversación en el Teatro de los Sueños en el que Gaudí había vuelto a sacar a colación el tema de su proyectada cámara fotográfica capaz de impresionar la imagen de los muertos, o de los espíritus desencarnados, o de como fuera que hubiera que llamar a esas entidades de ultratumba con las que los espiritistas decían contactar en sus sesiones mediúmnicas. Un proyecto a largo plazo, cuyos dudosos frutos Gaudí no confiaba en empezar a recoger hasta al cabo de al menos un año, pero cuyas bases teóricas y cuyos fundamentos prácticos mi amigo había defendido ante Fiona con el mismo entusiasmo con el que hacía apenas dos tardes me había expuesto a mí sus teorías —estas sí, ay, perfectamente razonables y razonadas— sobre la estructura de fuerzas del templo de Santa María del Mar. Fiona había escuchado toda aquella perorata de Gaudí sobre lentes y sobre espíritus y sobre espectros cromáticos inaccesibles al ojo humano con la misma atención con la que antes lo había escuchado disertar sobre sus firmes convicciones artísticas, sus nebulosas intuiciones religiosas —en palabras de la propia Fiona, Gaudí era un místico al que solo le faltaba creer en Dios y descreer de los placeres del mundo; en nuestra mesa del Teatro de los Sueños, con una copa de vino en la mano, Gaudí había celebrado esta definición con una sonrisa muy poco convincente— o sus experiencias más o menos alucinatorias con algunas de las hierbas que recogía en sus periódicas excursiones por las laderas del vecino monte Carmelo. Creyera o no creyera en la posibilidad real de fotografiar a los muertos, fuera o no fuera esa una de las ideas ingenuas que Fiona le atribuía a mi amigo, una cosa era evidente: a la inglesa le interesaba de verdad aquel joven pelirrojo que yo acababa de introducir en nuestras vidas.

—Creo que al final te va a gustar cumplir el encargo de mi padre —dije, recordando la expresión del rostro de Fiona mientras Gaudí y ella intercambiaban sus respectivos conocimientos de botánica oculta.

—¿El encargo de tu padre?

—Investigar a Gaudí.

Fiona hizo un ruidito extraño con la garganta.

—Ni mi padre ni el tuyo han vuelto a mencionar el asunto —dijo—. Tal vez el señor Camarasa ya se ha convencido por sí mismo de que Antoni no es más que un joven con un gusto más bien discutible a la hora de escoger a sus amistades. O puede que vuestra conversación de anoche también tenga algo que ver.

Arqueé involuntariamente las cejas.

—¿Sabes que anoche hablé de Gaudí con mi padre?

—A veces olvidas que yo lo sé todo.

Sonreí.

—Tienes razón. A veces simplemente te tomo por una mera mujer hermosa.

Fiona inclinó graciosamente la cabeza ante mi torpe cumplido.

—Pero tienes razón —dijo—. No me importará investigar un poco a Antoni. Quizá no albergue las oscuras intenciones que tu padre al parecer le atribuye, pero es un tipo interesante.

Guardamos un pequeño silencio mientras nuestro cabriolé atravesaba a la carrera un nuevo cruce de calles desierto. Chaflanes, farolas, árboles recién plantados: el paisaje cada vez más familiar del Ensanche corriendo a nuestro lado como imágenes de un espléndido diorama en tres dimensiones.

—¿Puedo preguntarte algo?

Fiona apoyó la cabeza en mi hombro.

—Claro —murmuró.

—Cuando Gaudí ha empezado a hablar de su trabajo para los espiritistas, me ha sorprendido que no le dijeras que tú ya habías tenido tratos con esa gente. Me lo comentaste en una de tus primeras cartas. La Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo.

—Tú también tienes buena memoria…

—Eso, o que leí todas tus cartas muchas más veces de las que me atrevería nunca a confesarte.

Fiona emitió un sonido parecido al ronroneo de un gato satisfecho.

—No quería decepcionar a nuestro amigo —dijo.

—¿Decepcionarlo?

—Digamos que no tengo la mejor opinión sobre esos espiritistas.

—Entiendo.

—Lo que no quita que la idea de Antoni me parezca encantadora.

—Encantadora e ingenua —completé.

—Esas son las mejores ideas, ¿no? Las ideas encantadoras e ingenuas.

—Tú no crees que su proyecto pueda funcionar, entonces —comenté, no sé si aliviado o más bien sorprendido—. Su cámara para fotografiar a los muertos, quiero decir.

—Al contrario. Estoy convencida de que, si cree de verdad en ello, Antoni será capaz de fotografiar espíritus. Aunque quizá los espíritus que fotografíe no sean precisamente los que buscan sus amigos de la Sociedad.

Pensé en ello durante unos instantes.

—¿Debería entenderlo?

—El fotógrafo eres tú, ¿no?

El fotógrafo era yo, sí. Decidí dejarlo ahí.

—¿Te ha dado algo?

—¿Algo?

—¿Algo para beber?

Fiona levantó la cabeza de mi hombro y me miró con el ceño fruncido.

—¿Parezco borracha?

Negué con la cabeza. Ningún frasquito lleno de un líquido verdoso, pues.

—Gaudí tiene sus propios negocios nocturnos —dije entonces, sin saber por qué. Quizá para confirmarle a Fiona que Gaudí, en efecto, era un tipo interesante más allá de sus ocasionales coqueteos con la irracionalidad y la charlatanería; coqueteos que la inglesa, por otra parte, no podía dejar de encontrar atractivos—. Puede que ese Teatro de los Sueños sea uno de sus lugares de operaciones. Tal vez por eso su presencia en compañía de una dama de tu apariencia ha despertado tanto interés.

Fiona pareció intrigada, pero tampoco hizo ninguna pregunta.

—Mi apariencia —dijo en cambio.

—Es otro cumplido.

Su ceño desapareció.

—Te dije que hoy sería un gran día —concluyó.

Eran las tres y media de la madrugada. Varias horas más tarde, cuando el inspector Labella lo investigara, el conductor del cabriolé corroboraría nuestra versión de los hechos: la hora y el lugar en el que nos había recogido, el estado de nuestras ropas, el tono de nuestra conversación. El hombre no había olvidado los hombros ni el pelo de la mujer que le había deseado las buenas noches al apearse de su vehículo ante la puerta de una torre señorial de Gracia.

—Buenas noches, entonces.

Fiona me besó también a mí en la mejilla, brevemente, con dulzura, como había hecho con Gaudí en la Rambla, un segundo antes de que nuestros caminos se separaran junto a la escalinata del jardín. Ella siguió entonces el sendero que llevaba hasta la vieja casa de labranza, y yo, después de verla desaparecer rápidamente entre las sombras vegetales, rodeé el edificio principal de la torre en busca de la puerta de servicio.

No había luz en ninguna de las ventanas de la casa.

La puerta del despacho de mi padre estaba cerrada, y a través de sus rendijas no se adivinaba ninguna línea de luz.

La puerta del dormitorio de mi madre también estaba cerrada.

El dormitorio de mi padre estaba abierto y vacío. La cama no estaba deshecha, las contraventanas permanecían abiertas, y había un vaso de agua intacto sobre la mesilla de noche. No se advertía un solo rastro de desorden en el dormitorio. No entré en él: me bastó asomarme al umbral de la puerta para saber que Sempronio Camarasa, aquella noche, no había venido a dormir.

El dormitorio de mi hermana también estaba abierto y vacío. Su cama, sin embargo, sí estaba revuelta.

También lo estaba mi propia cama.

—Hola —me saludó Margarita, ovillada en diagonal sobre mi colcha de lana.

Cuando dejé la lámpara de aceite sobre la mesilla de noche, comprobé lo que ya había intuido por su voz.

—¿Has estado llorando?

Margarita se pasó el dorso de la mano por un pómulo seco e hinchado.

—Un poco —dijo, zanjando el tema con un rápido fruncimiento de labios—. ¿Lo habéis pasado bien?

Me senté a su lado sobre el borde de la cama.

—No ha estado mal.

—¿Toni está enfadado conmigo?

Negué con la cabeza.

—Le ha dicho a mamá que eres una jovencita encantadora.

Margarita se incorporó ligeramente, estirando las piernas que tenía recogidas contra el pecho.

—¿De verdad?

—Pregúntaselo mañana a mamá.

—No hace falta —dijo. Y añadió—: Hueles a alcohol.

—Hemos bebido un poco.

—¿Fiona también?

—Un poco.

Margarita terminó de incorporarse y se apoyó en el cabezal de mi cama.

—Desvergonzada —dijo.

Sonreímos los dos.

—Esta vez, por lo menos, no ha fumado nada.

—No ha querido que Toni vea de golpe la clase de mujer que es. Ya lo irá descubriendo poco a poco.

Me levanté de la cama y fui hasta el gran armario que ocupaba buena parte de la pared este de la habitación. Nos quedamos un rato en silencio, yo desabotonándome la levita frente al espejo de su puerta central y Margarita sentada ahora sobre mi almohada, observándome con atención.

—Papá no ha venido a dormir —dije por fin.

—Otro desvergonzado.

—¿Ya lo sabías?

—Cuando hemos llegado, he pasado por su despacho para desearle las buenas noches —dijo—. Al ver que no estaba he ido a su cuarto. Y desde que estoy aquí no se ha oído subir a nadie hasta que has llegado tú.

—¿Mamá ha dicho algo?

—No he querido preguntar. Se ha acostado en cuanto hemos llegado, y al cabo de media hora ya estaba roncando como una bendita. Mr. Begg quería quedarse hablando un rato con ella antes de irse a su casa, pero mamá ha dicho que estaba muy cansada. —El reflejo de Margarita arqueó sus cejas en el espejo con una mueca familiar—. ¿Tú crees que entre ellos…?

—Es muy probable.

—¿En serio?

—Definitivamente, mañana quemo todas tus novelas francesas.

Una amplia sonrisa de Margarita. Otro pequeño silencio.

A mi derecha, un mínimo destello de luz brilló al otro lado de las contraventanas abiertas, sobre las copas de los árboles del jardín, y se disolvió inmediatamente en la negrura reflectante del cristal.

Liberado ya de la levita, pasé al chaleco y al corbatón.

—¿Piensas quedarte hasta el final? —pregunté.

Mi hermana sonrió de nuevo mientras se ponía en pie.

—Me gusta mucho el abanico —dijo, depositando un beso en la misma mejilla que Fiona había besado hacía diez minutos—. Pero el próximo regalo, por favor, intenta que no huela a pescado.

Ese fue el final de mi velada. Al cabo de otros cinco minutos, la lámpara de aceite de mi mesilla de noche estaba apagada y yo empezaba a conciliar un sueño que ya no habría de soltar hasta tres horas y media más tarde, cuando el peso de otro cuerpo femenino sentado al borde de la cama tiró de mí con suavidad hacia este lado de la consciencia.

—Está aquí la policía —oí decir entonces a Fiona—. Buscan a tu padre. Han asesinado a Eduardo Andreu.

Todavía recuerdo el olor del perfume que flotaba en mi dormitorio mientras la inglesa pronunciaba aquellas palabras.