39

Una hora después, cerca ya de las nueve, con el cuerpo y el espíritu efectivamente caldeados por las atenciones dispensadas en el interior de aquel edificio sin nombre ni número de la calle de la Cadena, Gaudí y yo recuperamos nuestros abrigos y nuestros tocados y salimos otra vez al aire libre. Y allí mismo, en el portal de uno de los talleres que se alineaban en la acera opuesta de la calle, nos encontramos con Ezequiel.

El muchacho no se molestó en saludarnos, ni tampoco en explicarnos cómo había dado con nosotros precisamente allí.

—El mochuelo ha volado del nido —fue todo lo que dijo, mirando a Gaudí con sus grandes ojos de animal callejero todavía asimétricos.

—¿Vacío?

—Del todo. Algún mueble, la cama y nada más.

Gaudí me miró con cara de sentirse menos sorprendido que intrigado.

—Sanmartín, supongo —dije.

—Sanmartín —asintió mi amigo, pronunciando el apellido del periodista, me pareció, con una cierta reverencia—. En previsión del nulo éxito de nuestra visita, le sugerí a Ezequiel que se acercara a las siete a la calle de Aviñón para investigar un poco por su cuenta.

Acaso para aclararme cualquier posible duda acerca de la naturaleza de su visita al hogar de Sanmartín, el pilluelo se sacó en ese instante del bolsillo las mismas herramientas que ya me había mostrado en la mañana del sábado y las agitó ante mí con sus manos de trilero consumado.

—¿Los papeles y los libros que viste en tu anterior visita…? —comencé a preguntar.

—Nada. En la casa no hay nada. Era talmente como si nadie hubiera vivido nunca ahí. —Ezequiel se guardó de nuevo las ganzúas y miró a su jefe con el ceño fruncido—. Es raro, ¿verdad, señor G?

Gaudí emitió un leve gruñido de asentimiento. Era raro.

—Lo siento, pero tengo que preguntárselo —dije, al tiempo que mi amigo le tendía a Ezequiel un billete doblado a manera, supuse, de pago por sus servicios de la tarde—. ¿Cómo encaja Víctor Sanmartín en esa teoría suya sobre el conspirador monárquico empeñado en ocupar el puesto de honor de mi padre, exactamente?

Mi amigo no me respondió.

No volveríamos a tener noticias de Sanmartín en las diez semanas siguientes. Su nombre no volvería a firmar noticia alguna en ninguno de los cuatro diarios principales de la competencia de Las noticias ilustradas. Su sintaxis y su vocabulario no volverían a asomar por debajo de ninguna carta del lector. Ni su rostro ni su voz ni su inquietante figura afeminada volverían a cruzarse ya en nuestro camino hasta el día 10 de enero de 1875, bajo circunstancias que muy pronto habré de relatar. Pero eso, por supuesto, ni Gaudí ni yo teníamos forma de saberlo todavía.

Antes de separar nuestros caminos en la Rambla, cuando ya nos habíamos estrechado las manos y deseado buenas noches y yo me disponía a buscar un coche cubierto que me condujera de regreso a Gracia, Gaudí me preguntó si me importaría que se pasara por mi casa la tarde siguiente.

—Quisiera aclarar algunas cosas con su madre —dijo, a manera de explicación.

—Si usted lo cree conveniente…

—¿No le parece una buena idea?

—¿Tratar de convencerla de que usted no es el enemigo que mi padre le ha dicho que acaso es? —Pensé en ello unos instantes—. Me parece una buena idea, sí.

Gaudí asintió.

—Nos veremos mañana, entonces —dijo, y echó a caminar Rambla abajo entre la densa niebla que ahora, después de la lluvia, había empezado a cubrir la ciudad.

En lugar de ir tras él, Ezequiel se quedó a mi lado mirándome con una sonrisa de oreja a oreja. El calor del nuevo billete que seguía empuñando en su diestra, supuse, o la satisfacción ante el final de un nuevo día bien aprovechado, o cualquier otra cosa. Quién podía saber lo que bullía en el interior de la cabeza de aquel muchacho.

—Creo que te debo una —dije, en todo caso.

Ezequiel ladeó ligeramente la cabeza hacia su izquierda, pero su sonrisa no se alteró.

—¿Y eso?

—Lo que hiciste ayer con el agente que custodiaba el cadáver del Colmillos. Abofetearlo para impedir que yo le dijera mi nombre. Fue algo muy valiente por tu parte.

Ezequiel resopló despectivamente.

—¿Darle tres gorrazos en la cara a un policía le parece a usted valiente?

—A ti no te lo parece, claro. —Sonreí—. En cualquier caso, lo que tú hiciste ayer es algo que yo nunca hubiera hecho por ti. Así que te debo una. Quizá quieras…

Con el rostro repentinamente serio, el muchacho interrumpió mi gesto de llevarme la mano al bolsillo interior del abrigo en busca de mi cartera.

—Guárdese su dinero, señor Estudiante. Yo no trabajo para usted.

—No quería ofenderte —me apresuré a decir—. Solo quería demostrarte mi agradecimiento.

—Entonces dígame quién es esa fulana con la que estuvo anoche el señor G.

Lo inesperado de la réplica de Ezequiel me dejó momentáneamente sin palabras.

—¿Cómo dices?

—La pelirroja que estuvo haciéndole compañía anoche al señor G en la Ciudadela. Sé que es amiga suya, señor Estudiante. Los he visto juntos más de una vez.

Asentí con gravedad.

La Ciudadela. Anoche. La pelirroja y el señor G.

—Si sabes que es amiga mía, también debes saber que no es una fulana —fue lo mejor que se me ocurrió decir.

—¿Porque usted no se trata con fulanas? —Ezequiel compuso una mueca tan minuciosamente ofensiva que ni siquiera trataré de describirla—. No será una fulana, pero tiene cuerpo y andares de fulana. Y costumbres de fulana, también. ¿Ha estado usted alguna vez de noche en la Ciudadela, señor Estudiante?

—Ezequiel, no te permito que hables así de la señorita Fiona.

El muchacho arqueó teatralmente las cejas al oír el nombre de la inglesa, lo que hizo que su párpado entumecido se entreabriera lo suficiente para revelar un ojo del color de los ojos de los peces muertos.

—La señorita Fiona —repitió—. ¿Y ese qué nombre es?

—Ese es el nombre de una dama, Ezequiel. Y lo que hiciera anoche el señor G en su compañía no es asunto tuyo.

—¿Ni suyo tampoco? —Ezequiel redobló su obscena sonrisa—. Porque si la fulana es amiga suya y el señor G también lo es, yo creo que lo que hagan los dos juntos sí es asunto suyo. ¿Quiere que le cuente lo que vi mientras los seguía?

Negué firmemente con la cabeza.

—Lo que quiero que me cuentes es por qué estabas siguiendo a tu jefe sin que él lo supiera.

—Mi trabajo es cuidar y proteger al señor G —replicó al instante el pilluelo, engolando la voz—. Y en la Ciudadela, de noche, pasan cosas. Allí dentro, usted tardaría tres minutos en tener los calzones en los tobillos y una raja en el cuello. No sé si me entiende.

Un coche cubierto apareció por fin entre la niebla y atendió a mi mano alzada. El cochero era un tipo escuálido y tan malcarado que estuve tentado de bajar la mano y dejarlo pasar de largo, pero la compañía de Ezequiel —o más bien la serie de imágenes que sus palabras habían empezado a conjurar ya en mi cerebro— acababa de hacérseme repentinamente intolerable.

—Buenas noches, Ezequiel —dije, dando un paso en dirección al coche que me esperaba.

El pilluelo me imitó al instante y, tomándome del brazo, me obligó a mirarlo a la cara.

—Dígame solo si debo estar alerta con esa fulana, señor Estudiante —dijo muy serio—. Porque a la señora Cecilia no le gustará saber que su señor G se dedica ahora a cabalgar por la Ciudadela con una yegua de curvas traicioneras.

La señora Cecilia. La bailarina deforme del Monte Táber.

Una yegua de curvas traicioneras.

—Buenas noches, Ezequiel —repetí, con el tono de voz más cortante que fui capaz de convocar a mi garganta. Y acto seguido monté en el coche y le indiqué al cochero que arrancara de una vez.

Margarita estaba terminando de cenar a solas en un rincón de mi taller fotográfico cuando llegué a la torre de Gracia cerca ya de las diez. Lo inesperado del lugar que mi hermana había escogido para cenar me inquietó menos que la expresión que endurecía su rostro y enturbiaba su mirada al saludarme. Cuando tomé asiento a su lado después de besarla brevemente en la mejilla, sus ojos me miraron como si no estuvieran seguros de saber quién era yo. O como si lo supieran pero no les importara.

—Siento no haber podido venir antes —me disculpé—. Ya sabes lo que ha sucedido.

—Papá está en la cárcel. Y la cárcel es peor que la muerte.

La sencillez del resumen de Margarita me provocó un escalofrío en el estómago.

—Nada es peor que la muerte —protesté, aunque sin mucha convicción.

—Mamá ha dicho que ha visto cómo un viejo se comía un trozo de carne de perro agusanada.

—¿De verdad?

—Y también ha dicho que luego el viejo ha escupido el trozo de carne y otro viejo lo ha cogido y se lo ha comido él.

Me forcé a sonreír.

—Mamá no ha dicho eso.

—No con esas palabras. Pero yo lo he entendido.

Margarita plantó los codos en la superficie metálica de mi mesa de trabajo y me miró con cara de necesitar muchas cosas a la vez: una buena noticia, un abrazo, despertarse de aquel mal sueño, recibir el primer beso de su vida o tal vez, simplemente, dormir hasta que todo aquello hubiera terminado.

—Esto es solo otra prueba que el destino pone delante de nosotros —le dije—. Papá es un hombre fuerte y sabrá superarla.

—Eso es una tontería.

—Es lo que tu amigo Toni me ha dicho a mí cuando hemos salido de la prisión.

Margarita no lo dudó un instante.

—Sigue siendo una tontería —afirmó, llevándose a la boca su vaso de agua con limón. La huella de sus labios quedó grabada durante un instante en el cristal y luego desapareció—. Y además hueles a alcohol.

—Necesitaba despejarme un poco la cabeza antes de volver a casa. O embotármela, no sé.

Margarita arrugó la nariz.

—¿Has estado con Fiona?

—Fiona se ha ido con mamá, con Aladrén y con Martin Begg al salir de Amalia. Han montado en la berlina y nos han dejado solos a Gaudí y a mí. ¿No han venido aquí?

Mi hermana asintió con desgana.

—Fiona se ha vuelto a marchar enseguida. Pero antes me ha dado esto —añadió, estirando el brazo hacia el extremo izquierdo de mi mesa de trabajo y alcanzándome un ejemplar del último número de Las noticias ilustradas—. ¿Fue así?

Margarita se refería, sin duda, a la ilustración de portada que recogía, con el estilo inconfundible de Fiona Begg, el momento en el que dos agentes de la policía judicial inspeccionaban los cadáveres horriblemente mutilados del Colmillos y de su perro de tres patas. La observé durante unos segundos, reviviendo al instante todas las emociones de la tarde anterior, y luego bajé la vista al pie de la portada y reparé en la colorista llamada —¡PRETENDÍAN ATENTAR CONTRA EL TREN CORREO!— que remitía al nuevo artículo que el diario de Martin Begg dedicaba, en páginas interiores preferentes, a las actividades de los grupos anarquistas del Raval.

Fiona estaba en lo cierto. Las noticias ilustradas ya tenía un nuevo filón que atacar en su cruzada populista por hacerse con el control de la prensa vespertina de Barcelona.

Solo que ahora, por supuesto, tampoco aquello parecía en absoluto inocente.

Con los Camarasa, ya nada era inocente en cuestiones de política, de moral y de dinero.

—Así fue, más o menos —respondí por fin, doblando el diario con la portada hacia dentro y dejándolo en el otro extremo de la mesa. Y tras un breve silencio que Margarita no pareció dispuesta a llenar, pregunté—: ¿Qué haces aquí?

En lugar de responderme, mi hermana tomó con la mano un pedazo de patata cocida del plato que tenía dispuesto entre mis aparejos de fotografía y me anunció que ya teníamos fecha para el juicio de papá.

—El día 21. Dentro de menos de tres semanas. El abogado ha venido a decírnoslo hace media hora.

—El día 21 —repetí.

—También ha dicho que el juicio no se celebrará, y que los nuestros llegarán enseguida, y que papá estará de vuelta en casa antes de las Navidades. ¿Tú te lo crees?

Me levanté de la silla que acababa de ocupar, besé de nuevo la mejilla de mi hermana y robé una de las últimas patatas que quedaban en su plato.

Los nuestros.

—Esta noche quiero fotografiarte —anuncié—. Vete pensando con qué ropas quieres salir.

Las facciones de Margarita se destensaron un poco.

—Si vas a ver a mamá para responder a su ultimátum, está en el despacho de papá —dijo, pronunciando la palabra «ultimátum» con gravedad de heroína francesa. Y continuó—: Si le dices que no quieres ponerte de su lado y que te vas mañana de casa, te prometo que me suicidaré.

Posé la yema de mi dedo índice en la punta de la nariz de Margarita y apreté con suavidad.

—Creo que no hará falta que lleguemos a tanto.

Mi hermana sonrió.

—¿El vestido de tul verde te parece bien? —preguntó.

Mi madre estaba sentada tras el escritorio de mi padre, rodeada de papeles y de libros y con unas nuevas gafitas de secretaria haciendo equilibrios sobre la punta de su nariz. Al verla, no pude evitar recordar todas las veces que yo le había deseado las buenas noches a mi padre desde la puerta de aquel mismo despacho, camino de mi dormitorio, cuando él apenas levantaba la cabeza de sus papeles para despedirse mecánicamente de mí y yo, por mi parte, ni siquiera me preguntaba qué clase de trabajo estaría haciendo mi padre en aquel despacho un día tras otro, una semana tras otra, a aquellas altas horas de la noche, rodeado de papeles y de portafolios y con los ojos abrumados por el cansancio y por la responsabilidad.

—Mamá —dije tan solo aquella noche, asomándome por la puerta entreabierta del despacho—. Mi respuesta es sí.

Mi madre levantó la cabeza de sus papeles y asintió con rostro serio.

—Tenemos mucho trabajo por hacer, entonces —dijo—. Mañana te espero aquí a las nueve.

Asentí yo también y le dije que de acuerdo, que allí estaría. Teníamos los dos mucho trabajo por hacer.