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Madinabeitia había comprendido perfectamente
la situación. Iba a perder todo, y quería por lo menos conservar la
vida. Se dio cuenta de que su única oportunidad pasaba por salir
cuanto antes de la comisaría.
Goikolea se sentó delante de él. Entró sólo
y llevaba un pequeño bloc de notas. Le gustaba tomar apuntes de las
declaraciones para tender trampas en los interrogatorios a los
sospechosos y determinar qué era verdad o mentira en sus
palabras.
—Esta declaración es oficial ya que su
detención obedece a una orden emitida por un juez. Su testimonio va
a ser grabada y corresponderá al juez decidir sobre ella.
—¿Si colaboro con ustedes podría tratárseme
como testigo en vez de como imputado?
—Esa decisión le corresponde al juez. Él
determinará si su actuación puede ser punible. Puede empezar.
—En fin, estoy entre la espada y la pared.
Bien. El día después del homicidio de Miguel nos extrañó que no
acudiera a trabajar. Posteriormente nos enteramos de lo que había
ocurrido.
—¿Cómo se enteraron?
—Un cliente vio la noticia en la televisión
y me llamó. Me sorprendió lo que había pasado. En ese momento
intenté ponerme en contacto con Miguel, pero no me cogía el móvil.
Me preocupé por lo que estaba pasando, pero aquello no fue lo más
preocupante.
—¿Qué ocurrió?
—El grupo empresarial para el que trabajamos
dispone de cuentas en el extranjero. Por la tarde tuve que hacer
una transferencia y me di cuenta de que había desaparecido dinero
de las cuentas.
Goikolea pensó que era el dinero que había
sacado el empresario del cajero automático. Le extrañó que aquel
dinero procediera de una cuenta en el extranjero.
—El volumen de dinero que había desaparecido
era muy importante. Enseguida me puse a seguir la pista de ese
dinero e informar a mis jefes sobre ese desvío de fondos.
Aquello no le cuadraba a Goikolea. Tanto
revuelo por 3.000 € era excesivo.
—¿Cuánto dinero había desaparecido?
—Cerca de 300 millones de euros.
Goikolea no pudo reprimir una mueca de
sorpresa. Y en ese momento Madinabeitia cayó en la cuenta de que
estaba desvelando algo que no se esperaban. Guardo silencio unos
segundos. Ahora sí que estaba atrapado.
—¿Cómo desapareció ese dinero?
El empresario empezó a pensarse sus
palabras. Tenía que tomar rápidamente la decisión de seguir
hablando o no. Goikolea sospechó que aquel dinero en cuentas en el
extranjero no era legal.
—Se trata de dinero negro. El tiempo corre.
Sabe que esto es motivo suficiente para encerrarle y para que se
monte un buen escándalo. Creo que debe seguir con su relato.
—De acuerdo. Se trata de dinero que está en
cuentas en Suiza, y que se dedica a inversiones internacionales.
Cualquier transferencia envía un SMS de aviso a varios teléfonos
móviles, entre ellos el mío, con el fin de estar informados sobre
sus movimientos.
—¿No le llegó ese SMS?
—No, quien hizo la transferencia anuló el
aviso. Eso significa que el que accedió a la cuenta estaba
autorizado para ello, poseía todas las claves y actuaba como
administrador de la cuenta, para poder anularlos. Y sólo había una
persona que pudo hacerlo.
—Garaikoetxea.
—Sí. Miguel.
—¿Cómo sacó el dinero?
—Hizo varias transferencias a cuentas en
Rusia. Utilizó cuentas de la empresa, por lo que seguimos
fácilmente la pista hasta que todo el dinero se invirtió en
acciones de empresas petroleras.
—¿Ahí perdieron la pista?
—Si, la bolsa rusa es muy opaca. Al invertir
en acciones de esas empresas se aseguró de que las podría vender en
cualquier momento. Ahora no sabemos dónde está el dinero.
—¿Cuándo se produjeron las
transferencias?
—La noche en la que murió la amante de
Miguel, hacia las 5 de la madrugada. Para cuando nos dimos cuenta
el dinero ya estaba en Rusia.
—Fue entonces cuando contrató a los dos
sicarios para que le buscaran.
—Yo de eso no sé nada. Me limité a informar
a mis jefes sobre lo ocurrido. Al día siguiente pasaron por la
oficina dos detectives privados a los que les conté lo que
sabía.
—No me está contando toda la verdad.
—Creo que ya le he contado demasiado.
—No, no me ha contado nada. Usted informó
sobre el paradero de Garaikoetxea a los dos sicarios que habían
contratado. Usted sabía que estaba en casa de Kortajarena, ya que
conocía la relación que mantenía con la mujer de su socio.
—No quiero hablar más.
—La realidad es tozuda. Sólo usted podía
saber dónde se escondía Garaikoetxea y mandó a los dos sicarios
allí. Y usted nos puso sobre la pista de su paradero cuando sabía
que Kortajarena estaba muerto.
—Eso no lo puede demostrar.
—Sí, sí lo puedo demostrar. Usted es
cómplice de un asesinato y posiblemente de otro. Se va a pasar una
buena temporada en la cárcel. Ahora tiene que decidir. ¿Quiere
colaborar con nosotros?
Madinabeitia estaba abatido. Ya no iba a
salir tan rápidamente de comisaría. No le quedaban muchas
opciones.
—¿Qué quiere saber?
—Los nombres de los sicarios.
—No los conozco, le juro que yo no los
contraté. Me los enviaron desde arriba para que les informara. Es
cierto que les puse sobre el rastro de Garaikoetxea, pero yo no sé
nada sobre lo que hicieron.
—No es cierto, si no, no nos hubiera contado
que su socio había sacado dinero de un cajero en Algorta. Esto es
suficiente como para imputarle un asesinato y un secuestro.
Se acabó de derrumbar. De repente se
encontró acorralado y sin salida.
—Estoy dispuesto a contar de dónde sale el
dinero de las cuentas de Suiza, y quiénes son los que lo gestionan.
Podrán destapar una trama muy importante. A cambio, no quiero saber
nada sobre este tema. Yo no sé nada de esos detectives.
Goikolea decidió dar por finalizado en ese
momento el interrogatorio. Se levantó y dejó sólo al empresario. Se
reunió con Martín, estando Marta presente. La investigación había
tomado un cariz inesperado.