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Cuando se quedó sólo se dedicó a leer el
sumario del caso de corrupción en el que se había visto envuelto el
empresario. El archivo era extenso, pero en su mayor parte se
dedicaba a describir a los imputados. En él aparecían políticos,
funcionarios y empresarios, todos ellos con un mismo nexo de unión,
un abogado que a la postre fue el único condenado.
La trama se inició durante los años de la
burbuja inmobiliaria. De lo que dedujo del sumario, el abogado
dirigía un bufete que se dedicaba a asesorar sobre concursos
públicos a diversos ayuntamientos y diputaciones.
El abogado recibía unos emolumentos bastante
bajos por las labores que realizaba, mucho más baratos que los que
cobraban otras asesorías y bufetes que se dedicaban a ese tipo de
labor.
Su trabajo consistía en preparar toda la
documentación necesaria para las licitaciones de obras públicas que
sacaban a concurso las diversas instituciones implicadas.
Al parecer antes de trabajar en los
documentos de los concursos contactaba con las empresas,
facilitándoles los proyectos de las obras a licitar. A la empresa a
la que le interesaba la obra le pedía un soborno y en cuanto lo
recibía preparaba el pliego de la licitación a la medida de esa
constructora.
El sumario se dividía en dos partes. La
primera se basaba en la investigación que realizó la UDEF sobre el
asunto. Al leer las conclusiones de la investigación policial se
podía pensar que todos los implicados estaban confabulados para
cometer un delito de malversación de caudales públicos.
Los funcionarios implicados no eran de
carrera, sino que se trataba de altos cargos puestos a dedo por los
diferentes partidos políticos. Y es que eran diferentes partidos,
de todos los colores, los mezclados en la trama. Los políticos
imputados eran precisamente los que habían puesto a esos cargos
públicos en sus puestos.
Entre los testigos aparecían varios
funcionarios, esos sí de carrera, que afirmaban en sus
declaraciones a la policía que habían recibido presiones desde
arriba para emitir informes positivos que favorecieran a las
empresas que a la postre resultaban adjudicatarias de las
contrataciones públicas.
Sin embargo, ninguno de estos funcionarios
acudió como testigo al juicio, ni se tomaron en cuenta sus
declaraciones previas a la policía. Eso le resultó a Goikolea
sospechoso. Pero el sumario lo justificaba por el hecho de que se
había encontrado un culpable que había asumido por completo su
responsabilidad única en la imputación.
Otra cosa que le resultó sorprendente fue el
hecho de que se descubriera una cuenta en Suiza a nombre del que a
la postre resultó condenado, procedente de los sobornos que había
cobrado a los empresarios.
Uno de los testigos en el juicio fue el
propio Garaikoetxea. En su declaración pudo leer cómo se había
sentido presionado por el abogado para tener que aceptar el pago
del soborno con el fin de dar trabajo a la empresa que
representaba.
Leyéndola se imaginó una lacrimógena
actuación por parte del empresario, que llegó a afirmar que el pan
de los trabajadores de sus empresas y el de sus hijos dependía de
esas licitaciones, y que de no haber aceptado pagar aquel pago
fraudulento hubiera tenido que despedir a decenas de empleados que
se hubieran visto abocados al paro.
La sentencia obligaba a reintegrar el
capital encontrado en las cuentas de Suiza a las empresas que
habían pagado aquellos sobornos. Se justificaba porque quedaba
demostrado que dichas empresas eran inocentes y que se habían visto
obligadas a pagar al condenado para que sus asalariados pudieran
ganarse su jornal.
Goikolea se echó hacia atrás en la silla.
Estaba completamente alucinado.
—¡Han blanqueado con un par de narices un
pastizal que tenían en Suiza, y de manera totalmente legal!
El sumario era delirante. El dinero de las
empresas había sido blanqueado. No así el de los políticos, pero
éste no se había investigado ya que el juez no autorizó a la UDEF a
indagar en sus cuentas. No en vano, como le había contado
Gutiérrez, el juez estaba ocupando su puesto gracias a los
políticos que habían sido imputados en el caso.
Ese caso había pasado desapercibido para la
opinión pública. Había saltado en plena burbuja inmobiliaria y la
gente aún no estaba preparada para el tema de la corrupción. Es
más, la ciudadanía todavía creía en aquella época en la honradez de
la clase política.
Goikolea recordaba los tiempos en los que
saltó por los aires la corrupción en Marbella, con partidos
políticos populistas creados expresamente para cometer estos
delitos. Aquel caso había resultado grotesco. La manera en la que
se había desarrollado la trama era propia de una película de
Berlanga. Ahora aquella España de pandereta se había
generalizado.
En un anexo al archivo que le había mandado
Gutiérrez se indicaba que en cuanto llegó la sentencia a la UDEF se
había retomado la investigación, y que ésta llevaba ya 6 años
acumulando un volumen bastante importante de información.
Sin embargo, no se había cerrado aún el
caso, ya que la trama se había extendido por varias comunidades
autónomas e implicaba a un buen número de compañías, pero con la
particularidad de que todas ellas estaban en realidad controladas
por media docena de empresarios, muy vinculadas con los políticos
implicados en la corruptela.
Los dos principales testaferros de la trama
eran Garaikoetxea y Madinabeitia. Era previsible que Garaikoetxea
conociera lo suficiente sobre la trama como para que pudiera
desmontar toda la red de corrupción. Estaba convencido de que la
orden de secuestro provenía de la empresa.
La otra cabeza visible de la trama era
Madinabeitia. Sin duda conocía la trama de corrupción tanto como su
compañero. Y también conocía a Garaikoetxea lo suficiente como para
haber dado las pistas para que los sicarios dieran con él.
En un principio no conseguía encajar el
hecho de que el mismo Madinabeitia les hubiera puesto sobre la
pista del paradero de Garaikoetxea. Y de repente cayó en la
cuenta.
—¡Si es que soy gilipollas!
Cuando Madinabeitia les puso sobre la pista
de Garaikoetxea, lo hizo sin temor a desbaratar sus planes, ya que
para entonces ya había sido secuestrado. Y el ponerles sobre la
pista de Garaikoetxea le exculpaba.
Entró en el archivo de análisis forense de
Kortajarena. Aún no era oficial, pero en él se señalaba como fecha
de la muerte un día antes de la reunión con Madinabeitia.
Llamó al juez y le contó que estaba
completamente seguro de que el compañero del empresario estaba
implicado y que necesitaba una orden para poder detenerlo. El juez
le aseguró que esa misma tarde cursaría la orden de detención, y
que le permitiría tenerlo incomunicado 72 horas.
Goikolea se lo agradeció, y llamó
inmediatamente a Martín.
—Cógete una patrulla uniformada. Quiero que
detengáis a Jorge Madinabeitia. Pero quiero que se haga de forma
discreta, cuando haya salido de la oficina, o cuando se dirija a su
casa. No quiero testigos de la detención. Ni sus compañeros ni su
familia deben saber nada.
—¿Tienes ya la orden?
—No te preocupes por ella. Nos la mandan
esta tarde. Le tendremos tres días incomunicados, deseo
presionarle, pero no quiero que me manden un abogado a dar la
lata.
—¿Qué hago con Marta?
—Mándamela con los datos que hayáis obtenido
directamente a la comisaría. No quiero que le digas que vas a
detener a Madinabeitia.