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Se reunieron en el despacho de Goikolea.
Ella parecía cansada. No estaba tan maquillada como en otras
ocasiones e incluso vestía de manera informal. Las ojeras en forma
de marcadas bolsas bajo sus ojos indicaban que había dormido
mal.
—Voy a contarle todo lo que ha pasado, pero
sólo si me da su palabra de que nada de lo que hoy se hable aquí
vaya a salir de este despacho.
—Eso no se lo puedo prometer.
—Quiero hablar libremente, y creo que si
tengo una espada de Damocles pendulando sobre mí, no me desahogaré
lo suficiente. Si me deja hablar, podrá tener pistas para resolver
el caso, y para intentar recuperar a mi marido.
—Hable libremente, si en algún momento creo
que está entrando en terreno farragoso, se lo haré saber. ¿Está
bien así?
—Perfectamente. ¿Podría fumar?
—No, lo siento, está prohibido en toda la
comisaría. Pero puedo hacer que le traigan un café.
—Sí, por favor.
Goikolea descolgó el teléfono y solicitó un
café con leche, como le indicó la mujer. Mientras esperaban
hablaron de temas banales. A los pocos minutos llamaron a la puerta
y entró un agente con una bandeja, dos cafés y pequeños croissants
envasados individualmente.
La mujer untó un croissant en el café.
Confesó que no había desayunado. Cuando apuró el café tenía mejor
cara. Se encaró a Goikolea y empezó su relato, pausada y
tranquilamente.
—Antes de conocer a Miguel mantuve una
relación con José, mi socio, mientras cursábamos la carrera. Antes
de acabarla rompimos, pero mantuvimos una buena amistad, tanto como
para montar un bufete juntos al finalizar los estudios.
—Si no es relevante, tampoco tiene por qué
contármelo.
—No, creo que se lo debo contar. Al
finalizar la carrera me casé con Miguel. Tuvimos a las niñas, y
nuestro matrimonio entró como todos, en la rutina. Yo salí de esa
rutina con José, mientras que mi marido empezó a tontear con una
prostituta que se creía que podía llegar a algo más que ser un
objeto sexual.
—La amante de su marido está muerta...
—¿Y por eso se ha ganado mi respeto?
No era la primera vez que aquella mujer
mostraba su odio hacia la amante de su marido.
—A mi esposo al parecer le gustan ciertos
juegos, que adereza con drogas. Se corrió una juerga con aquella
chica, y en uno de sus juegos sexuales se le fue la mano y la
mató.
—Hábleme de esa noche.
—Se pasó tanto con la coca que no recuerda
qué ocurrió. Se despertó y se la encontró muerta.
—¿No recordaba cómo la mató?
—Tiene recuerdos muy confusos sobre aquella
noche. Incluso insiste en la presencia de una tercera persona, pero
yo lo achaco a que esnifó demasiado.
—¿Tomó drogas su marido con usted alguna
vez?
—Nunca. Al parecer forma parte únicamente de
su lado oscuro.
—¿Qué más pasó aquella noche?
—Nada. Se despertó con su putita muerta a su
lado, y se fue del hotel. Cuando lo hizo la recepcionista aún
dormía, por lo que se marchó rápidamente.
—La recepcionista se despertó cuando salía,
le vio perderse calle abajo. ¿Cuándo se puso en contacto con
usted?
—Tres días después. Yo me enteré de lo
ocurrido por televisión, tal y cómo le conté. Me llamó al despacho
pidiéndome ayuda. Hablé con José y lo escondimos en su casa.
—¿Prepararon su defensa mientras estaba
escondido?
—El haber huido y que en el pasado hubiera
estado imputado en un caso de corrupción, no le ayuda. Creemos que
tiene que negociar y ofrecer algo a cambio que limite su
responsabilidad en la muerte de la prostituta, minimizar aquel
crimen, convertirlo en un accidente.
—Y para ello pensaron en desvelar los
secretos de la empresa.
—Exacto. La idea es ofrecer al juez un
trato. Miguel contará los secretos de la empresa, poniendo nombres
y apellidos a la corrupción que se lleva a cabo sistemáticamente.
Desvelará cuentas en paraísos fiscales. Hablará sobre...
La mujer calló de repente. Agachó la cabeza.
Cuando la levantó sus ojos brillaban.
—Hablo de él en presente, como si estuviera
vivo. Pero sé que me lo han matado.
—No tenemos todavía certeza de ello.
—Ni de que esté vivo.
—¿Tiene datos sobre los hechos que pensaba
relatar al juez?
—No, lo estaba preparando con José, y me
temo que el ordenador que utilizaban no ha aparecido.
—¿No guardaban una copia en la nube, en
correos electrónicos?
—No, pensamos que era más seguro el
ordenador, y a la postre es lo que ha desaparecido. No tengo nada,
comisario.
—Hábleme de cuando encontró el cuerpo de
Kortajarena.
—Llevaba días sin tener noticias de José.
Telefoneé a su móvil pero lo tenía apagado y no me cogía el fijo de
casa. Yo tenía unas llaves de su casa. Cuando entré me lo encontré
muerto, en el suelo. Llamé a Miguel, entré en la casa, procurando
no tocar nada, pero no estaba. Salí de allí, cerrando la puerta.
Cuando llegué a la calle vomité.
—Teníamos un agente vigilando la puerta, la
vimos entrar.
—¿Y no vieron a los asesinos?
—No, al parecer para cuando iniciamos la
vigilancia, ya había ocurrido todo. ¿Por qué esperó varios días en
acudir a la vivienda si no tenía noticias de su socio?
—Habíamos quedado en no comunicarnos, por si
tenían mi teléfono pinchado. Pero el que no apareciera durante
varios días en el bufete me preocupó, tanto que rompí el silencio
telefónico.
La mujer estaba a punto de derrumbarse,
tenía lágrimas en los ojos.
—Lo siento, no puedo continuar. No hoy.
Comisario, prométame que encontrará a mi marido, por favor. Ha
muerto mi José, que mi Miguel no esté muerto también.