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Cuando llegó a comisaría se reunió con
Marta. Ésta le relató lo que habían encontrado en el registro de la
vivienda de Kortajarena. A pesar del entusiasmo con que le expuso
sus pesquisas, no aportó nada nuevo sobre lo que aparecía en los
informes ya elaborados.
Marta se sentía integrada en el caso. Eso
era positivo ya que así no interfería en la investigación y la
mantenía ocupada. Le pidió que elaborara un informe y lo cotejara
con los ya existentes, y Marta se fue hacia su puesto sonriente, no
sin antes darle un beso en los labios.
—Gracias, Goiko.
Goikolea analizó la situación. Había metido
la pata hasta el fondo al pensar que tenía controlada la
investigación cuando Garaikoetxea estaba escondido en la casa de
Kortajarena, ya que se había confiado y gracias a eso lo habían
secuestrado.
Sin embargo, no tenía ninguna razón para
sospechar de Kortajarena hasta que se enteró de que él y la esposa
del empresario eran amantes, y para entonces ya habían matado al
abogado y secuestrado a Garaikoetxea.
Desde que Madinabeitia les dio la pista que
indicaba que el sospechoso estaba en Algorta y el momento en el que
pusieron vigilancia en casa de Kortajarena pasaron apenas unas
horas.
Sólo cabía una posibilidad. Madinabeitia
estaba en relación con los dos sicarios. Sabían que al empresario
le estaba ayudando su mujer, y la visita a su casa la ponía sobre
aviso, obligándoles a esconderse. Y dándole vueltas, sólo era
posible hacerlo de forma efectiva en la vivienda de
Kortajarena.
Podía descartar su casa ya que estaría
vigilada desde el principio por la policía, y el despacho de
abogados, porque había demasiada gente. Madinabeitia sabía que
Kortajarena y Carmen, la mujer de Garaikoetxea eran amantes, y no
solo eso, sino que esa relación era conocida y admitida por el
empresario.
Con todos esos indicios era fácil encontrar
al empresario. La pista que les dio era simplemente exculpatoria.
Que se la diera suponía también que ya se habrían deshecho del
empresario. Sin embargo, sin cadáver, era muy difícil acusar a
Madinabeitia de asesinato, no podría presionarle por ahí.
No, a Madinabeitia lo debía coaccionar de
otra forma, y ya se le había ocurrido cómo hacerlo. El detenerlo
sin hacer ruido y poder disponer de él durante 72 horas le
proporcionaba una oportunidad única, que le permitiría ponerse otra
vez por delante en la investigación, recuperar el tiempo
perdido.
De repente sonó el teléfono. Era Martín.
Acababan de detener a Madinabeitia y lo llevaban a comisaría.
Inmediatamente ordenó preparar la celda de aislamiento. El detenido
entraría por la puerta inferior de la comisaría y se operaría de la
forma más discreta posible. No deseaba que fuera pública dentro del
edificio la presencia del detenido.
Cuando llegó, el propio Martín se encargó de
registrarlo y retirarle los objetos personales. Le hizo pasar por
la humillación de quitarse el cinturón y sobre todo, los cordones
de unos zapatos que costaban lo que el policía ganaba en un mes de
trabajo.
Preparó la sala de interrogatorios con una
potente luz de un blanco muy frío. De esa manera disminuía la
formación de sombras, y así evitaba que al ser interrogado pudiera
refugiarse con la vista en ninguna esquina. La idea era fomentar la
sensación de inseguridad del detenido.
Le mantuvo cerca de media hora sólo en la
sala, observándole a través de la cámara de seguridad. Le notaba
intranquilo. Veía cómo movía la cabeza, buscando con la vista algún
lugar distinto donde refugiar su mirada, pero no lo encontraba. Eso
le desorientaba.
Cuando consideró que estaba preparado,
decidió entrar en la sala de interrogatorios. En ese momento
apareció Marta. No quería problemas, por lo que la invitó a
presenciar el interrogatorio a través de la cámara de
vigilancia.
Cuando entró en la sala, Madinabeitia le
saludó, intentando mantener la calma, pero Goikolea sabía que tenía
mucha ansiedad por la situación planteada.
—¿No debo tener asistencia de mi abogado?
Sin él no hablaré, y sabe que tarde o temprano me tendrá que dejar
ponerme en contacto con él. No sabe en qué marrón se está metiendo,
comisario.
—Tengo una orden de detención contra usted y
puedo retenerle incomunicado 72 horas. El juez me ha autorizado a
ello. ¿Cree que va a resistir tres días sin contarme lo que quiero
saber? Cuanto antes acabemos, será mejor para todos.
—Bueno, por lo que veo voy a perder tres
días de mi precioso tiempo.
—Le voy a decir en qué punto estamos. Usted
sabía dónde se escondía su socio. Sólo usted conocía la relación de
su mujer con Kortajarena, y que ésta le ayudaría. Y que el único
lugar donde se podía esconder era la casa del abogado.
—No sé de qué me habla.
—Usted nos dio la pista de Algorta porque
Garaikoetxea se encontraba en su poder. Pero a los sicarios que
había enviado la empresa les dijo dónde estaba exactamente.
—¿De dónde se ha sacado eso?
—Sólo me queda una duda por despejar. ¿Usted
contrató a los matones que secuestraron a Garaikoetxea o fue la
empresa y usted simplemente colaboró con ellos?
—No sé a dónde quiere llegar.
—Yo se lo voy a contar. Si usted fue
personalmente quien contrató a los secuestradores, se pasará las 72
horas del interrogatorio en silencio, y de aquí le enviaré
directamente a la cárcel con una acusación de asesinato. Por el
contrario, si a los sicarios los contrató la empresa para evitar
que Garaikoetxea hablara, sabe que en el momento en el que se
enteren que está aquí, es hombre muerto. Y no podré retenerle mucho
tiempo aquí sin acusarle de nada.
—¿Y?
—Que desde el instante en el que le suelte,
estará perdido. No creo que su vida valga nada una vez en la calle.
¿Por qué se iban a arriesgar a que usted pudiera hablar? No lo
hicieron por Garaikoetxea, no creo que sea diferente con
usted.
El detenido se quedó en silencio.
—Mire, si colabora, le dejaré libre. Nadie
sabe que le hemos detenido, por lo que nadie sospechará de usted.
Cuanto más tiempo se lo piense, más tardará en recuperar su
libertad, y más posibilidades tendrá de que envíen a los sicarios a
por usted.
Madinabeitia estaba abatido. Había
desaparecido toda su arrogancia. Estaba asimilando que su mundo se
desmoronaba. Aún no estaba maduro, pero no tardaría en
decidirse.
—Me voy para que se lo piense. Si desea
hablar, sólo tiene que llamarnos.
Y dicho eso salió de la sala de
interrogatorios, dirigiéndose rápidamente a la salita contigua
desde la que se controlaba por cámara de televisión al
detenido.
Al entrar Marta le felicitó por la
estrategia seguida. Goikolea sonrió, y se sentó a esperar. Se veía
al detenido con la cabeza entre las manos, pensando. De vez en
cuando la levantaba, pero la luz de la sala seguramente ya le
estaría provocando dolor de cabeza por el estrés al que estaba
siendo sometido. Pasó media hora que se hizo eterna. Por fin se
levantó y habló en voz alta.
—De acuerdo, acepto el trato.