11
Íbamos de la mano y saltábamos al río.
El agua estaba fría.
Le solté la mano.
Abrí los ojos.
Parecía que era por la mañana.
Yo estaba tumbado bajo la lluvia en la cuneta y Paula estaba muerta.
Me senté con la cabeza machacada y el cuerpo entumecido.
Un hombre salía de su coche unos metros más allá.
Miré los campos marrones vacíos e intenté ponerme de pie.
El hombre se acercó a mí corriendo.
—¡Casi le mato, joder!
—¿Dónde estoy?
—¿Qué puñetas le ha pasado?
Una mujer que había salido del coche por la puerta del copiloto nos observaba de lejos.
—He tenido un accidente. ¿Dónde estoy?
—Doncaster Road. ¿Quiere que llamemos a una ambulancia o algo?
—No.
—¿A la policía?
—No.
—No tiene muy buen aspecto.
—¿Podría llevarme en su coche?
El hombre se volvió a mirar a la mujer que seguía junto al coche.
—¿Adónde?
—¿Conoce el Café de Redbeck, camino de Wakefield?
—Sí —dijo mirando otra vez al coche y de nuevo a mí—. De acuerdo.
—Gracias.
Nos encaminamos hacia el coche a paso lento.
Subí al asiento de atrás.
La mujer se sentó delante mirando al frente. Tenía el pelo rubio del mismo tono que el de Paula, sólo que más largo.
—Ha tenido un accidente. Vamos a dejarle un poco más adelante —le explicó el hombre mientras encendía el motor.
El reloj del salpicadero marcaba las seis.
—Disculpe —dije—. ¿Qué día es hoy?
—Lunes —contestó la mujer sin mirar atrás.
Perdí la mirada en los campos marrones vacíos.
Lunes, 23 de diciembre de 1974.
—¿O sea que mañana es Nochebuena?
—Sí —dijo ella.
El hombre me miraba por el retrovisor.
Yo me volví hacia los campos marrones vacíos.
—¿Le vale aquí? —preguntó el hombre parando en el Redbeck.
—Sí. Gracias.
—¿Está seguro de que no quiere un médico o algo así?
—Seguro, gracias —dije, y me bajé del coche.
—Entonces, adiós —se despidió el hombre.
—Adiós y muchas gracias —repetí antes de cerrar la puerta.
La mujer seguía mirando al frente cuando arrancaron.
Crucé el aparcamiento sorteando los agujeros llenos de lluvia y barro y aceite de camión, y fui a la entrada a las habitaciones del motel.
La puerta de la habitación 27 estaba ligeramente abierta.
Me paré delante de la puerta y escuché.
Silencio.
La abrí.
El sargento Fraser, de uniforme, estaba dormido sobre un manto de papeles y carpetas, cintas y fotografías.
Cerré la puerta.
Él abrió los ojos, me vio y se puso de pie.
—Joder —exclamó al mirar el reloj.
—Sí.
Me observó detalladamente.
—Joder.
—Sí.
Se acercó al lavabo y abrió el agua.
—Más vale que se siente —dejando que el lavabo se desbordara a los pies de la cama.
Anduve sobre los papeles y los expedientes, las fotos y los mapas, y me senté en el somier desnudo de la cama.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Me van a inhabilitar.
—¿Qué coño ha hecho?
—Conocerle.
—¿Y?
—Y no quiero que me inhabiliten.
Fuera se oía el rumor de la lluvia fuerte y de los camiones que aparcaban marcha atrás para ponerse a cubierto.
—¿Cómo ha dado con este sitio?
—Soy policía.
—¿En serio?
—Sí, en serio —respondió el sargento Fraser mientras se quitaba la chaqueta y se remangaba.
—¿Había estado aquí antes?
—No. ¿Por qué?
—Por nada —dije.
Fraser empapó una toalla en el lavabo, la escurrió y me la lanzó.
Me refresqué la cara y me la pasé por el pelo.
Cuando la retiré tenía el color de la herrumbre.
—Yo no lo hice.
—No se lo he preguntado.
Fraser cogió una sábana grisácea y empezó a rasgarla.
—¿Por qué me han dejado ir?
—No lo sé.
La habitación se estaba volviendo negra; la camisa de Fraser, gris.
Me levanté.
—Siéntese.
—Fue Foster, ¿verdad?
—Siéntese.
—Lo hizo Don Foster, lo sé, joder.
—Eddie…
—Y ellos lo saben, ¿verdad?
—¿Por qué Foster?
Cogí un puñado de papeles.
—Porque es el vínculo de toda esta mierda.
—¿Cree que Foster mató a Clare Kemplay?
—Sí.
—¿Porqué?
—¿Por qué no?
—Chorradas. ¿Y a Jeanette Garland y Susan Ridyard?
—Sí.
—¿Y a Mandy Wymer y Paula Garland?
—Sí.
—¿Y por qué parar ahí? ¿Qué me dice de Sandra Rivett? Es posible que no fuera Lucan después de todo, es posible que lo hiciera Don Foster. ¿Y la bomba de Birmingham?
—No me joda. Está muerta. Todas están muertas.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué Don Foster? No me ha dado ni una puta razón.
Volví a sentarme en la cama y escondí la cabeza entre las manos; la habitación se volvía negra, nada tenía sentido.
Fraser me pasó dos tiras de sábana gris.
Las enrollé alrededor de mi mano derecha y apreté.
—Eran amantes.
—¿Y?
—Tengo que verle —dije.
—¿Le va a acusar?
—Hay cosas que necesito preguntarle. Cosas que sólo él sabe.
Fraser recogió su chaqueta.
—Le llevo.
—Le van a suspender.
—Ya se lo he dicho, me van a suspender de todas formas.
—Deme las llaves y ya está.
—¿Por qué?
—Porque es usted lo único que tengo.
—Pues está jodido.
—Sí. Por eso déjemelo a mí.
Parecía que iba a vomitar, pero me lanzó sus llaves.
—Gracias.
—De nada.
Me acerqué al lavabo y me limpié la sangre seca de la cara.
—¿Ha visto a BJ? —pregunté.
—No.
—¿No fue al apartamento?
—Fui al apartamento.
—¿Y?
—Y, o ha salido por piernas, o le han secuestrado. Nadie sabe qué ha pasado.
Recordé ladridos de perros y gritos de hombres.
—Tengo que llamar a mi madre —comenté.
El sargento Fraser me miró.
—¿Qué?
Yo ya estaba en la puerta con las llaves en la mano.
—¿Cuál es?
—La Maxi amarilla —respondió.
Abrí la puerta.
—Pues adiós.
—Adiós.
—Gracias —dije como si nunca le fuera a volver a ver.
Cerré la puerta de la habitación 27 y crucé la explanada hasta la sucia Maxi amarilla, aparcada entre dos camiones de Findus.
Salí del Redbeck y encendí la radio: el IRA había puesto una bomba en Harrods, el señor Heath había escapado de una explosión por minutos, Aston Martin iba a la quiebra, habían visto a Lucan en Rodesia y había salido una versión nueva del Mastermind.
Eran casi las ocho cuando aparqué el coche junto a los altos muros de Trinity View.
Salí del coche y me acerqué a la verja.
Estaba abierta y las luces blancas del árbol seguían encendidas.
Miré hacia el final del paseo, pasado el césped.
—¡Joder! —exclamé en voz alta antes de echar a correr por el paseo.
A medio camino un Rover había chocado contra un Jaguar por detrás.
Acorté cruzando el césped, resbaladizo por el rocío gélido.
La señora Foster, con abrigo de pieles, estaba inclinada encima de algo en el césped, delante de la puerta principal.
Gritaba.
La rodeé con los brazos para intentar levantarla.
Ella se debatió con todas sus fuerzas y todas sus extremidades cuando intenté llevármela a la casa, alejarla de lo que fuera que yacía en el césped.
Y entonces fue cuando conseguí verlo, y lo vi bien:
Gordo y blanco, atado con un trozo de cordón negro que le rodeaba el cuello y le sujetaba las manos a la espalda, vestido sólo con unos calzoncillos blancos sucios, sin pelo, con la cabeza en carne viva.
—No, no, no —gritaba la señora Foster.
Su marido tenía los ojos abiertos de par en par.
La señora Foster, con el abrigo de pieles manchado de rayas negras por la lluvia, intentó volver con su marido.
La retuve con todas mis fuerzas sin dejar de mirar a Donald Foster, a sus flácidas piernas salpicadas de barro, a las rodillas manchadas de sangre, a las quemaduras triangulares de su espalda, a su cabeza desollada.
—Entre en la casa —le grité sin soltarla mientras la empujaba hacia la puerta principal.
—No, tápele.
—Señora Foster, por favor…
—¡Por favor, tápele! —gimió quitándose el abrigo.
Estábamos ya dentro de la casa, a los pies de la escalera.
La senté en el último escalón.
—Espere aquí.
Cogí el abrigo de pieles y salí otra vez.
Cubrí a Donald Foster con el abrigo mojado.
Volví a entrar.
La señora Foster seguía sentada en el último escalón.
Serví dos vasos de whisky escocés de una botella de cristal que encontré en el salón.
—¿Dónde estaba usted? —pregunté mientras le pasaba un buen vaso.
—Con Johnny.
—¿Dónde está Johnny ahora?
—No lo sé.
—¿Quién hizo esto?
Levantó la mirada.
—No lo sé.
—¿Johnny?
—No, por Dios.
—Pues, entonces, ¿quién?
—Ya le he dicho que no lo sé.
—¿A quién atropellaron aquella noche en Dewsbury Road?
—¿Qué?
—¿A quién atropellaron en Dewsbury Road?
—¿Por qué?
—Dígamelo.
—Dígame usted por qué, ¿qué más da eso ahora?
Caer, asirse, agarrarse. Como si los muertos vivieran y los vivos estuvieran muertos, dije:
—Porque creo que la persona a la que atropellaron, fuera quien fuese, mató a Clare Kemplay, y que quien mató a Clare Kemplay, y que quien mató a Susan Ridyard mató a Jeanette Garland.
—¿Jeanette Garland?
—Sí.
Sus ojos de águila se habían esfumado repentinamente y los que yo veía ahora eran unos grandes ojos negros de oso panda, llenos de lágrimas y secretos, secretos que no podía ocultar.
Señalé el cadáver.
—¿Lo hizo él?
—No, no, por Dios.
—Entonces, ¿quién?
—No lo sé. —Le temblaban las manos y la boca.
—Lo sabe.
El vaso temblaba sin control entre sus manos y salpicaba whisky sobre su vestido y en las escaleras.
—No lo sé.
—Sí lo sabe —gruñí y volví a mirar el cadáver enmarcado por la puerta junto con aquel maldito árbol de Navidad inmenso.
Cerré el puño lo mejor que pude y me volví mientras lo levantaba.
—¡Dígamelo!
—¡No la toque!
Johnny Kelly, en lo alto de las escaleras, cubierto de sangre y barro, sujetaba un martillo con la mano buena.
Patricia Foster, a kilómetros de él, ni siquiera se volvió a mirarle.
Retrocedí hacia la puerta.
—¿Usted le ha matado?
—Él mató a mi Paula y a mi Jeanie.
Aunque deseaba que tuviera razón, sabía que no era así, y le dije:
—No, no fue él.
—¿Y usted qué cojones sabe? —Kelly empezó a descender las escaleras.
—¿Le ha matado usted?
Seguía bajando las escaleras sin quitarme la mirada de encima, los ojos y las mejillas llenas de lágrimas, el martillo en la mano.
Di otro paso hacia atrás; veía demasiadas cosas en aquellas lágrimas.
—Sé que no lo hizo.
Se me seguía acercando; las lágrimas también.
—Johnny, sé que ha hecho algunas cosas malas, algunas cosas horribles, pero sé que no ha hecho esto.
Se detuvo al pie de las escaleras, el martillo a unos centímetros del pelo de la señora Foster.
Di un paso hacia él.
Él soltó el martillo.
Me acerqué, lo recogí y lo limpié con un sucio pañuelo gris, como todos los chicos malos y los polis corruptos de Kojak.
Kelly miraba fijamente el pelo de la mujer.
Solté el martillo.
Él empezó a acariciar el pelo de la mujer, cada vez con mayor intensidad; la sangre de otra persona enredaba y apelmazaba sus rizos.
Ella no se movía.
Yo le aparté.
No quería saber nada más, lo que quería era comprar unas drogas, comprar algo de beber y largarme a tomar por culo de allí.
Él me miró a los ojos y dijo:
—Tiene que marcharse de aquí.
Pero no podía hacerlo.
—Usted también —respondí.
—Le matarán.
—Johnny —dije cogiéndole de un hombro—. ¿A quién atropellaron en Dewsbury Road?
—Le matarán. Usted será el siguiente.
—¿Quién era? —le empujé contra la pared.
No dijo nada.
—Sabe quién fue, ¿verdad? Sabe quién mató a Jeanette y a las demás.
Señaló afuera.
—Él.
Le di a Kelly un puñetazo con todas mis fuerzas y el dolor me hizo ver las estrellas.
La figura de la Liga de Rugby se desplomó sobre la alfombra de pelo largo.
—Joder.
—No, se va a joder usted. —Me había inclinado sobre él, impaciente por abrirle el cráneo y sacarle todos sus asquerosos secretos de mierda.
Se quedó tumbado en el suelo a los pies de la señora Foster, mirando hacia arriba como si tuviera diez putos años; ella se balanceaba como si todo estuviera ocurriendo en la pantalla de un televisor.
—¡Dígamelo!
—Fue él —gimoteó.
—No diga mentiras, joder. —Me llevé la mano atrás y empuñé el martillo.
Kelly se me escurrió entre las piernas y, encaminándose hacia la puerta, patinó sobre un charco de whisky.
—Le gustaría que hubiera sido él.
—No.
Le agarré del cuello de la camisa y le obligué a volver la cara hacia mí.
—Quiere que sea él. Quiere que sea así de fácil.
—Ha sido él. Ha sido él.
—No lo ha sido, usted sabe que no lo ha sido.
—No.
—Usted sólo quiere vengarse; venga, dígame a quién cojones atropellaron aquella noche.
—No, no, no.
—No tiene alternativa, así que, o me lo cuenta, o le reviento la puta cabeza.
Me empujó la cara con una mano.
—Se acabó.
—Quiere que sea él para que esto se acabe de una vez. Pero sabe que no se ha acabado —grité y descargué un golpe de martillo a un lado de la escalera.
Ella sollozaba.
Él sollozaba.
Yo sollozaba.
—No acabará hasta que me diga a quién cojones atropellaron.
—¡No!
—No ha acabado.
—¡No!
—No ha acabado.
—¡No!
—No ha acabado, Johnny.
—Sí ha acabado —balbució entre lágrimas y bilis.
—Cuéntemelo, pedazo de mierda.
—No puedo.
Vi la luna de día, el sol de noche, yo follándomela, ella follándoselo, todos con la cara de Jeanette.
Le tenía agarrado del cuello y el pelo, con el martillo en la mano vendada.
—Se tiraba usted a su hermana.
—No.
—Usted era el puto padre de Jeanette, ¿verdad?
—¡No!
—Era su padre.
Sus labios se movieron; en ellos explotaban burbujas de saliva sanguinolenta.
Me acerqué a su rostro.
—George Marsh —dijo ella detrás de mí.
Alargué una mano y la acerqué a nosotros.
—¿George Marsh?
—George Marsh —susurró.
—¿Qué pasa con él?
—El de Dewsbury Road. Era George Marsh.
—¿George Marsh?
—Uno de los capataces de Donny.
«Debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas… entre las grietas de las piedras».
—¿Dónde está?
—No lo sé.
Les solté a los dos y me incorporé; el vestíbulo me parecía de repente mucho más amplio y luminoso.
Cerré los ojos.
Oí caer el martillo, el castañeteo de los dientes de Kelly y, de repente, todo volvió a ser pequeño y oscuro.
Fui hasta el teléfono y cogí la guía. Busqué la M y, en ella, a Marsh, y encontré a G. Marsh. Había uno en Netherton, en el número 16 de Maple Well Drive. El número de teléfono era el 3657. Cerré la guía.
Cogí entonces una libreta de teléfonos con un estampado de flores claro y busqué en la M.
George 3657, escrito en pluma estilográfica.
Bingo.
Cerré la libreta.
Johnny Kelly tenía la cabeza entre las manos.
La señora Foster me miraba.
«Debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas… entre las grietas de las piedras».
—¿Hace cuánto lo sabe?
Los ojos de águila habían vuelto.
—No lo sabía —dijo ella.
—Mentirosa.
La señora Patricia Foster tragó saliva.
—¿Y nosotros?
—¿Qué?
—¿Qué va a hacer con nosotros?
—Rogar a Dios que les perdone a todos.
Me dirigí a la puerta de entrada y al cadáver de Donald Foster.
—¿Adónde va?
—A acabar con esto.
Johnny Kelly, con huellas de sangre en la cara, alzó el rostro y me miró.
—Es demasiado tarde.
Dejé la puerta abierta.
«Debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas… entre las grietas de las piedras».
Volvía a Wakefield por Horbury en la Maxi de Fraser; la lluvia empezaba a transformarse en aguanieve.
Acompañé con mi voz los villancicos de Radio 2 y cambié a Radio 3 para eludir las noticias de las diez; oí cómo Inglaterra perdía el torneo de cricket ante Australia mientras gritaba mis propias noticias de las diez:
Don Foster muerto.
Dos putos asesinos, puede que tres.
¿Sería yo el siguiente?
Contar los asesinos.
Cuando me acercaba a Netherton el aguanieve se convirtió de repente en lluvia otra vez.
Contar los muertos.
El sabor del metal de un arma, el olor de mi propia mierda.
Ladridos de perro, gritos de hombres.
Paula muerta.
Tenía cosas que hacer, cosas que terminar.
«Debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas… entre las grietas de las piedras».
Pregunté en la oficina de correos de Netherton y una mujer que no trabajaba allí me dijo dónde estaba Maple Well Drive.
El número 16 era un bungalow como todos los edificios de la calle, muy parecido al de Enid Sheard, muy parecido al de los Goldthorpe. Un pequeño y coqueto jardín con seto bajo y un comedero de pájaros.
No sé lo que habría hecho George Marsh, pero, fuera lo que fuese, no lo había hecho allí.
Abrí la pequeña verja de metal negro y entré en el paseo de entrada. A través de los visillos se veían imágenes de la televisión.
Llamé con los nudillos a la puerta de cristal; el aire me estaba matando.
Una mujer regordeta de pelo gris con permanente y un trapo de cocina en la mano abrió la puerta.
—¿Señora Marsh?
—¿Sí?
—¿La señora de George Marsh?
—Sí.
Empujé la puerta con fuerza llevándomela por delante.
—Pero ¿qué demonios…? —Cayó de culo dentro de la casa.
Me abrí paso por encima de las botas de goma y el calzado de jardín.
—¿Dónde está?
El trapo le tapaba la cara.
—¿Dónde está?
—No le he visto. —Intentó levantarse.
Le di un buen bofetón en la cara.
Ella volvió a caer al suelo.
—¿Dónde está?
—No le he visto.
La jodida perra tenía los ojos como platos y consideraba soltar algunas lágrimas.
Volví a levantar la mano.
—¿Dónde?
—¿Qué ha hecho? —Tenía un corte encima de un ojo y el labio inferior se le empezaba a hinchar.
—Ya lo sabe.
Ella me miró con una irritante sonrisita artificial.
—Dígame dónde está.
Tirada encima de los zapatos y los paraguas, me miraba directamente a la cara con una media sonrisita en su sucia boca como si estuviera pensando en echar un polvo.
—¿Dónde?
—En el cobertizo, en las parcelas.
Entonces supe lo que iba a encontrar.
—¿Dónde está eso?
Seguía sonriendo. Ella sabía lo que iba a encontrar.
—¿Dónde?
Levantó el trapo.
—No puedo…
—Dígamelo —mascullé agarrándola de un brazo.
—¡No!
La obligué a ponerse en pie.
—¡No!
Abrí la puerta otra vez.
—¡No!
La arrastré por el camino; bajo su prieta permanente gris se veía el cuero cabelludo enrojecido.
—¡No!
—¿Por dónde? —le dije ya en la verja.
—No, no, no.
—¿Por dónde, joder? —apreté más fuerte.
Se dio la vuelta y miró por detrás del bungalow.
La obligué a cruzar la verja y la llevé a la parte de atrás de Maple Well Drive.
Detrás de los bungalows había un terreno marrón vacío que ascendía formando una pendiente hacia el cielo blanco sucio. Allí se veía un muro con una reja y un camino de tractor y, donde el suelo se juntaba con el cielo, una hilera de cobertizos negros.
—¡No!
La saqué del camino y la empujé contra la seca pared de piedra.
—No, no, no.
—Cierre la puta boca, bruja de mierda. —Le tapé la boca con la mano izquierda y le estrujé la cara.
Forcejeaba, pero no tenía lágrimas en sus ojos.
—¿Está ahí arriba?
Me miró a los ojos, luego asintió con una sola inclinación de cabeza.
—Si no está o nos oye llegar, le juro que me la cargo, ¿entendido?
Seguía mirándome fijamente y de nuevo asintió con una inclinación de cabeza.
Le quité la mano de la boca; en la mano me quedó maquillaje y barra de labios.
Estaba pegada al muro de piedra sin moverse.
La cogí del brazo y la hice pasar al otro lado de la verja.
Miró hacia la hilera de cobertizos negros.
—Muévase —dije empujándola por la espalda.
Empezamos a subir el camino de tractor; las zanjas estaban llenas de agua negra y el aire olía a mierda de animales. Ella se tambaleó, cayó y se volvió a levantar.
Volví la mirada hacia Netherton, igual que Ossett, igual que cualquier otro sitio.
Vi sus bungalows y sus adosados, sus tiendas y sus garajes.
Ella se tambaleó, cayó y se volvió a levantar.
Lo vi todo.
Vi una furgoneta blanca que traqueteaba por la carretera, su pequeño cargamento daba tumbos en la parte de atrás.
Vi la furgoneta blanca que desandaba el camino, su pequeño cargamento silencioso e inerte.
Vi a la señora Marsh en el fregadero de su cocina que, con aquel puto trapo en la mano, contemplaba cómo la furgoneta iba y venía.
Ella se tambaleó, cayó y se volvió a levantar.
Casi habíamos alcanzado la cima de la colina, casi los cobertizos. Parecía un poblado de la edad de piedra, hecho de barro.
—¿Cuál es el suyo?
Señaló el del extremo, un mosaico de tela asfáltica y sacos de fertilizante, chapa ondulada y ladrillos de construcción.
Me adelanté y la arrastré detrás de mí.
—Éste —susurré indicando una puerta de madera negra con un saco de cemento por ventana.
La mujer asintió.
—Ábrala.
La mujer empujó la puerta.
La empujé dentro.
Había un banco de trabajo y herramientas, sacos de fertilizante y cemento apilados, macetas y bandejas de comida. El suelo estaba cubierto con sacos de plástico vacíos.
Olía a tierra.
—¿Dónde está?
La señora Marsh reía por lo bajo tapándose la nariz y la boca con el trapo de cocina.
Me volví y le metí un buen puñetazo por encima del trapo.
Ella chilló, aulló y cayó de rodillas.
La agarré de la permanente gris, la arrastré hasta el banco de trabajo y le aplasté la cara contra la madera.
—Ah, ja, ja, ja, ja. Ah, ja, ja, ja, ja.
Se reía y gritaba, todo su cuerpo se agitaba, una de sus manos se deslizaba por los sacos de plástico del suelo, con la otra se apretaba la falda contra el coño.
Cogí una especie de cincel o de espátula.
—¿Dónde está?
—Mmmm, ja, ja, ja. Mmmm, ja, ja, ja.
Sus gritos eran un murmullo, sus risas se apagaban.
—¿Dónde está? —Le puse el cincel pegado al cuello fofo.
—Ah, ja, ja, ja. Ah, ja, ja, ja.
Empezó a patalear otra vez, a agitar violentamente rodillas y pies encima de los sacos de plástico.
Debajo de los sacos y las bolsas vi un trozo de cuerda gruesa manchada de barro.
La solté y la tiré a un lado.
Quité los sacos a patadas y destapé una trampilla cosida como un gigantesco botón de metal con la cuerda sucia.
Sujeté la cuerda con las dos manos, la buena y la mala, tiré de la trampilla y la dejé a un lado.
La señora Marsh seguía sentada de culo debajo del banco y soltaba sus risitas mientras golpeaba el suelo con los talones, histérica.
Eché un vistazo dentro del agujero: un estrecho pozo de piedra con una escalera de metal que bajaba hasta una luz mortecina a unos quince metros de profundidad más o menos.
Era una especie de drenaje o de chimenea de ventilación de una mina.
—¿Está ahí abajo?
Aporreó con los pies cada vez más deprisa, la sangre todavía le bajaba de la nariz a la boca y, de repente, abrió las piernas y se restregó el trapo de cocina contra la entrepierna de las medias tostadas y las bragas rojas rubí.
Me metí debajo del banco y la saqué a rastras por los tobillos. Le obligué a darse la vuelta boca abajo y me senté a horcajadas encima de su culo.
—Ah, ja, ja, ja. Ah, ja, ja, ja.
Estiré el brazo y cogí un trozo de cuerda de encima del banco. Se la eché alrededor del cuello, después se lo pasé por las muñecas y, finalmente, lo até con nudo doble a la pata del banco.
La señora Marsh se meó encima.
Volví a mirar dentro del pozo, me di la vuelta y metí un pie en la oscuridad.
Empecé a bajar por el agujero; la escalera de metal estaba fría y húmeda, la pared de ladrillo, resbaladiza contra mis costados.
Y bajé, bajé unos tres metros.
Se oía agua corriente al fondo, por debajo de los gritos y alaridos de la señora Marsh.
Y bajé, bajé unos seis metros.
Arriba, un círculo de luz gris y locura.
Y bajé, bajé unos diez metros; la risa y los gritos iban muriendo a medida que continuaba el descenso.
Abajo se oía agua y me imaginé galerías de mina inundadas de agua negra y cadáveres con la boca abierta.
Y bajé hacia la luz, sin mirar arriba, con la única certeza de que bajaba.
De repente, uno de los lados del pozo desapareció y me encontré en medio de la luz.
Me volví y vi la boca amarilla de un túnel horizontal que salía a mi derecha.
Bajé un poco más y me di la vuelta para poner los codos en la boca del agujero.
Empecé a subir hacia la luz, reptando por el hueco. La luz era brillante y el túnel estrecho y largo.
No podía incorporarme, me arrastraba con el estómago y los codos sobre los ladrillos rugosos en dirección a la fuente de luz.
Sudaba y estaba cansado, y me moría de ganas de ponerme de pie.
Seguí reptando mientras pensaba en pies y, luego, en kilómetros, después de perder toda noción de distancia.
Sin previo aviso, el techo se hizo más alto, me puse de rodillas y seguí adelante mientras pensaba en montañas de tierra acumuladas encima de mi cabeza, hasta que las rodillas y las espinillas se me quedaron en carne viva y se negaron a seguir.
En la oscuridad casi completa se oían moverse cosas, ratones o ratas, o pies de niños.
Alargué una mano por la piedra cubierta de limo y toqué un zapato: una sandalia de niño.
Tumbado sobre los ladrillos, sobre el polvo y la porquería, contuve las lágrimas, agarrado al zapato, incapaz de tirarlo, incapaz de dejarlo allí.
Me puse de pie, encorvado, y comencé a moverme otra vez; me daba en la espalda con las vigas y los puntales, y apenas avanzaba un metro aquí y otro allá.
Y el aire cambió y el agua había dejado de oírse y se podía oler la muerte y escuchar sus gemidos.
El techo volvió a subir y encontré nuevas vigas con las que darme golpes en la cabeza y, entonces, rodeé un viejo antepecho de piedras y llegué a la meta.
Me puse derecho en la boca de un túnel grande iluminado por diez lámparas de seguridad, jadeando, sudoroso y sediento de la hostia, e intenté asimilarlo todo.
La puta cueva de Papá Noel.
Solté el zapato y las lágrimas dibujaron rayas sobre mi cara manchada.
El túnel estaba revestido de ladrillos hasta unos cinco metros más allá, pintados de azul con nubes blancas, y el suelo recubierto de arpillera y plumas blancas.
Sobre las dos paredes laterales se alineaban unos diez espejos exquisitos.
Ángeles de árbol de Navidad, hadas y estrellas colgaban de las vigas y brillaban a la luz de las lámparas.
Había cajas y bolsas, y había ropa y herramientas.
Había cámaras y luces, y había grabadoras y cintas.
Y al fondo de la estancia, bajo los ladrillos azules, tumbado debajo de un trozo de arpillera ensangrentada, estaba George Marsh.
En una cama de rosas rojas secas.
Me acerqué a él andando sobre el manto de plumas.
Se volvió hacia la luz; sus ojos como agujeros, la boca abierta, la cara una máscara de sangre roja y negra.
Marsh abría y cerraba la boca, soplando burbujas de sangre que le reventaban en los labios y del fondo de su vientre surgía el aullido de un perro moribundo.
Me agaché para observar los agujeros donde una vez habían estado sus ojos, la boca donde una vez había hablado su lengua, y un trozo de mí se me escapó por la boca.
Me erguí y retiré la arpillera.
George Marsh estaba desnudo y agonizaba.
Su torso estaba morado, verde y blanco, embadurnado de mierda, barro y sangre, y quemado.
La polla y los huevos habían desaparecido, en su lugar, jirones de piel suelta y sangre acumulada.
Tiritando, alargó hacia mí una mano en la que sólo quedaban el meñique y el pulgar.
Me levanté y le volví a echar la manta encima.
Alzando la cabeza, suplicaba el final; el grave gemido de un hombre que pide su muerte llenó la caverna.
Fui hacia los sacos y las cajas y los volqué, esparcí por el suelo ropa y oropeles, baratijas y cuchillos, coronas de papel y agujas gigantes, en busca de libros, en busca de palabras.
Encontré fotos.
Cajas y cajas.
Fotografías de colegialas, retratos de anchas sonrisas y grandes ojos azules, pelo rubio y piel sonrosada.
Y entonces lo vi todo de nuevo.
Fotos en blanco y negro de Jeanette y Susan, rodillas sucias rozadas por los rincones, manos diminutas sobre ojos cerrados, grandes flashes blancos.
Sonrisas de adultos y ojos de niñas, rodillas sucias bajo trajes de ángel, manos diminutas sobre agujeros sangrantes, grandes risotadas blancas.
Vi a un hombre, con una corona de papel y nada más, follarse a una niña bajo tierra.
Vi a su mujer coser trajes de ángel, darles besos con mejores intenciones.
Vi a un chico polaco retrasado robar fotos y revelar otras.
Vi a hombres que construían casas mirar a las niñas que jugaban al otro lado de la carretera, sacarles fotos y tomar notas, mientras construían casas nuevas junto a las viejas.
Y de nuevo me encontré contemplando a George Marsh, el capataz, agonizante entre dolores en su cama de rosas rojas secas.
«George Marsh. Un hombre muy simpático».
Pero no era suficiente.
Vi a Johnny Kelly con el martillo en la mano, un trabajo dejado a medias.
Todavía no era suficiente.
Vi a un hombre envuelto en papel y planos, consumido por oscuras visiones de ángeles, diseñador de casas inspiradas en cisnes, que pedía silencio.
Y todavía no era suficiente.
Vi al mismo hombre agachado en cuclillas en un rincón oscuro que gritaba hazlo por mí, George, porque QUIERO MÁS Y LO QUIERO YA.
Vi a John Dawson.
Y fue demasiado, realmente fue demasiado.
Salí corriendo de aquel lugar y volví a entrar en el túnel, primero doblado, luego reptando, busqué el sonido del agua y el pozo que ascendía hasta al cobertizo; sus gritos llenaban la oscuridad, sus gritos me llenaban la cabeza:
«Tenía una vista preciosa antes de que levantaran esas casas nuevas».
Alcancé la escalerilla y empecé a subir, y me arañé la espalda en los salientes del pozo.
Y seguí subiendo, subiendo.
Llegué arriba y, a rastras, volví a plantarme en el cobertizo.
La señora Marsh seguía allí, tumbada boca abajo y atada al banco.
Me tiré encima de los sacos de plástico, jadeando y sudoroso, movido por el miedo.
Ella me sonreía; la baba le corría por la barbilla, el pis por las medias.
Cogí un cuchillo del banco y le corté las ligaduras.
La arrastré hasta el pozo, tirándola de la cabeza por la permanente, con el cuchillo pegado al cuello.
—Va a volver a bajar allí.
La obligué a girarse y, de una patada, a colgar las piernas en el vacío.
—Puede bajar por las escaleras o tirarse. Me importa un carajo.
Ella colocó un pie en un escalón y empezó a descender con sus ojos clavados en los míos.
—Hasta que la muerte os separe —exclamé.
Sus ojos brillaban en la oscuridad, sin parpadear.
Me di la vuelta, cogí la gruesa cuerda negra y volví a colocar la tapa de la trampilla encima del agujero.
Arrastré un saco de cemento encima de la trampilla; y luego otro, y otro, y otro.
Y después puse sacos de fertilizante encima de los de cemento.
Me senté encima de los sacos y noté que se me enfriaban las piernas y los pies.
Me levanté y cogí un candado y una llave del banco de trabajo.
Me levanté y salí del cobertizo. Cerré la puerta y la aseguré con el candado.
Mientras recorría el terreno, arrojé la llave al barro.
La puerta del 16 seguía entornada; en la tele, Crown Court.
Entré en la casa y me fui a cagar.
Apagué la televisión.
Me senté en el sofá y pensé en Paula.
Luego registré las habitaciones y todos sus cajones.
En el armario ropero encontré una escopeta y cartuchos. La envolví en una bolsa de basura y salí al coche. Metí la escopeta y los cartuchos en el maletero de la Maxi.
Regresé al bungalow y eché un último vistazo por la casa, luego cerré la puerta con llave y salí otra vez al camino.
Me paré junto al muro y miré hacia los cobertizos; la lluvia en la cara, cubierto de barro.
Fui al coche y arranqué.
4 LUV.
Todo por amor.
Shangrila, gotas de lluvia de sus canalones, agazapada y solitaria contra la tonalidad gris gastada del cielo.
Aparqué detrás de otro sucio seto de otra carretera vacía y recorrí otro triste camino de entrada.
Caía aguanieve y me pregunté si eso le importaría lo más mínimo al gigantesco pez dorado del estanque y sabía que George Marsh estaba sufriendo y que Don Foster también habría sufrido y yo no sabía cuáles eran mis sentimientos.
Tenía ganas de pararme a ver aquellos enormes peces brillantes, pero seguí adelante.
En el paseo de entrada no había ni un coche, sólo dos botellas de leche mojadas en la puerta en su cesta de alambre.
Me sentía enfermo y asustado.
Miré para abajo.
Llevaba una escopeta en las manos.
Apreté el botón del timbre y oí cómo resonaban las campanas en Shangrila, y pensé en la polla sanguinolenta de George Marsh y en las rodillas ensangrentadas de Don Foster.
No obtuve respuesta.
Empujé la puerta.
Estaba abierta.
Entré.
—¿Hola?
La casa estaba fría y casi en silencio.
Me paré en el vestíbulo y repetí:
—¿Hola?
Se oía un suave ruido de roce seguido de un tenue chasquido repetido.
Giré a la izquierda y entré en un espacioso salón blanco.
Encima de una chimenea sin encender había una fotografía ampliada en blanco y negro de un cisne alzando el vuelo en un lago.
No estaba solo:
En todas las mesas, en todos los estantes, en todas las repisas de las ventanas, cisnes de madera, cisnes de cristal y cisnes de porcelana.
Cisnes en vuelo, cisnes dormidos y dos cisnes gigantes que, al besarse, formaban con los cuellos y los picos un gran corazón enamorado.
Dos cisnes nadando.
Bingo.
Hasta en las cerillas que había encima de la chimenea vacía.
Me quedé pasmado mirando a los cisnes y escuchando el sonido del roce y los clics.
La sala estaba gélida.
Me acerqué a una caja grande de madera y salpiqué la alfombra color crema de huellas de barro. Dejé la escopeta, levanté la tapa de la caja de madera y retiré la aguja del disco. Era Mahler.
Canciones para niños muertos.
Creí oír un coche subiendo por el paseo de entrada y me volví bruscamente para mirar al otro lado del parterre.
No era más que el viento.
Fui hasta la ventana y me puse a mirar al seto.
Había algo allí, había algo en el jardín.
Por un momento creí ver a una niña gitana de pelo castaño sentada debajo del seto, descalza y con ramitas en el pelo.
Cerré los ojos, los abrí, y ya había desaparecido.
Se oía ahora, a lo lejos, un golpeteo.
Pisé una alfombra de color crema intenso y di una patada a una copa que ya estaba tirada en el suelo, en medio de una mancha de humedad. La cogí y la puse encima de un posavasos con un cisne que había en la mesa de centro de cristal, al lado del periódico.
Era el periódico del día, mi periódico.
Dos grandes titulares, dos días antes de Navidad.
ASESINADA LA HERMANA DE UNA ESTRELLA DE LA LIGA DE RUGBY.
DIMITE UN CONCEJAL.
Dos caras, dos pares de ojos oscuros de papel de periódico me miraban fijamente.
Dos artículos, firmados por el cabrón de Jack Whitehead y George Greaves.
Cogí el periódico, me senté en un gran sofá color crema y leí la noticia:
A primera hora de la mañana del sábado la policía encontró el cadáver de la señora Paula Garland en su casa de Castleford, después de que los vecinos denunciaran que habían oído gritos.
La señora Garland, de treinta y dos años, era hermana del delantero del Wakefield Trinity Johnny Kelly. En 1969, la hija de la señora Garland, Jeanette, de ocho años, desapareció mientras volvía del colegio a su casa y, a pesar de la intensa investigación emprendida por la policía, nunca se la ha encontrado. Dos años después, en 1971, el marido de la señora Garland, Geoff, se suicidó.
Fuentes policiales han declarado a este corresponsal que se está tratando la muerte de la señora Garland como asesinato; se cree que un grupo de personas está ayudando a la policía con sus pesquisas. Se ha convocado una rueda de prensa para el lunes por la mañana a primera hora.
No se han podido recoger los comentarios de Johnny Kelly, de veintiocho años.
Los oscuros ojos impresos, Paula no sonreía, como si ya estuviera muerta.
William Shaw, líder laborista y presidente de la nueva diputación del distrito metropolitano de Wakefield, dimitió el domingo en una decisión que ha sorprendido a la ciudad.
En un breve comunicado, Shaw, de cincuenta y ocho años, alegaba un estado de salud progresivamente más deteriorado como motivo de su decisión.
Shaw, hermano mayor del ministro de Interior Robert Shaw, se inició en la política laborista a través del Sindicato de Transportes y Trabajadores en General. Ascendió hasta convertirse en secretario regional y representó a su sindicato en el Comité Ejecutivo Nacional del Partido Laborista.
Antiguo miembro de la corporación municipal y político activo durante muchos años en West Riding, Shaw era, sin embargo, un ferviente defensor de la reforma del gobierno local y había pertenecido al comité Redcliffe-Maud.
La elección de Shaw como presidente de la primera diputación del distrito metropolitano de Wakefield fue bien recibida porque aseguraba una transición apacible en el cambio del antiguo West Riding.
Fuentes del gobierno local expresaron anoche su consternación y desánimo por el momento en que se produce la dimisión del señor Shaw.
El señor Shaw es asimismo presidente en funciones de la policía de West Riding; no está claro si continuará en el cargo.
No ha sido posible conseguir declaraciones del ministro de Interior Robert Shaw sobre la dimisión de su hermano. Es posible que el mismo señor Shaw se encuentre en Francia visitando a unos amigos.
Otros dos oscuros ojos impresos. Shaw no sonreía, como si ya estuviera muerto.
Joder, tío.
«La opinión pública británica recibe la verdad que se merece».
Y yo tengo la mía.
Dejé el periódico y cerré los ojos.
Los vi delante de la máquina de escribir, a Jack y a George, con su peste a escocés, sabedores de sus secretos, contando mentiras.
Vi a Hadden leer sus mentiras, sabedor de sus secretos, y servirse otro escocés.
Necesitaba dormir mil años y despertar cuando todos hubieran desaparecido, cuando ya no tuviera su sucia tinta negra en los dedos, en mi sangre.
Pero la puta casa no estaba dispuesta a permitírmelo, las teclas de la máquina de escribir se mezclaban con el sordo repiqueteo que se repetía en mis oídos y me machacaba el cráneo y los huesos.
Abrí los ojos. En el sofá, a mi lado, había unos papeles enrollados, planos de arquitecto.
Desplegué uno sobre el cristal de la mesa de centro, por encima de Paula y Shaw.
Era de un centro comercial: el Centro Cisne.
Para ser construido en la salida de la M1 de Hunslet y Beeston.
Volví a cerrar los ojos; mi pequeña gitana en su círculo de fuego.
«Por el puto dinero».
El Centro Cisne:
Shaw, Dawson, Foster.
Los hermanos Box querían su parte.
Foster se la jugó con los Box.
Shaw y Dawson pusieron sus múltiples placeres por delante de los negocios.
Foster, como jefe de pista, intentó que el circo siguiera en la carretera.
Todo el mundo por encima de sus posibilidades.
Todo el mundo jodido.
«Por el puto dinero».
Me levanté, salí del salón y entré en una carísima cocina fría y luminosa.
Un grifo abierto corría en un fregadero de acero inoxidable vacío. Lo cerré.
Todavía aquel ruido.
Había una puerta que daba al jardín de atrás y otra al garaje.
El ruido venía de la segunda puerta.
Intenté abrirla pero no pude.
Por debajo de la puerta brotaban cuatro pequeños chorros de agua.
Intenté abrir la puerta otra vez, pero seguía sin ceder.
Salí disparado por la puerta de la cocina y fui corriendo a la fachada principal de la casa.
El garaje no tenía ventanas.
Intenté abrir las puertas dobles del garaje, pero me fue imposible.
Volví a entrar en la casa por la puerta principal.
Un llavero con llaves colgaba de la que estaba puesta en la cerradura de dentro.
Me llevé las llaves otra vez a la cocina y al ruido.
Probé la más grande, la más pequeña y otra más.
La cerradura giró.
Abrí la puerta y tragué una bocanada de gases de motor.
Joder.
Al fondo del garaje de dos plazas se veía, solo en la oscuridad, un Jaguar con el motor encendido.
Joder.
Cogí una silla de la cocina, hice palanca en la puerta y aparté un montón de trapos de cocina mojados.
Crucé corriendo el garaje; la luz de la cocina iluminaba a dos personas en los asientos de delante y una manguera que llevaba los gases de combustión a una de las ventanas de atrás.
La radio sonaba a todo volumen; Elton John se desgañitaba con Goodbye Yellow Brick Road.
Arranqué la manguera y más trapos mojados del tubo de escape, e intenté abrir la puerta del conductor.
Cerrada con seguro.
Me dirigí a la otra puerta del coche y la abrí; los pulmones se me llenaron de monóxido de carbono y agarré a la señora Marjorie Dawson, todavía parecida a mi madre, que, con la cabeza metida en una bolsa de congelar rojo sangre, me cayó sobre las rodillas.
Intenté volver a sentarla derecha y crucé por delante de su cuerpo para girar la llave de contacto.
John Dawson estaba de bruces sobre el volante con otra bolsa de congelar en la cabeza y las manos atadas delante.
«Ya empezamos otra vez. Las conversaciones temerarias se pagan con la vida».
Los dos estaban azules y muertos.
Joder.
Apagué el motor y a Elton John y me senté en el suelo arrastrando conmigo a la señora Dawson; puse su cabeza envuelta en la bolsa en mi regazo y los dos nos quedamos mirando a su marido.
El arquitecto.
John Dawson, por fin y demasiado tarde, en una bolsa de plástico.
El puñetero John Dawson que siempre había sido el fantasma, y ahora era de verdad un fantasma en una bolsa de plástico.
El cabrón de John Dawson, del que sólo quedarían sus obras, amenazantes y obsesivas, el cabrón que me dejaba tan desposeído y jodido como a todos los demás; desposeído de la posibilidad de saber algún día y jodido por las esperanzas que saber podría infundir, ahora lo tenía delante y a su mujer en los brazos, loco por resucitar a los muertos aunque sólo fuera por un segundo, loco por resucitar a los muertos aunque sólo fuera por una palabra.
Silencio.
Levanté a la señora Dawson con toda la delicadeza de que fui capaz y la volví a meter en el Jaguar, la apoyé contra su marido y las cabezas de ambos dentro de las bolsas de congelar se juntaron sin vida, en medio de más y más silencio.
Joder.
«Las conversaciones temerarias se pagan con la vida».
Saqué mi sucio pañuelo gris y me puse a limpiar.
Cinco minutos después cerré la puerta de la cocina y volví a entrar en la casa.
Me senté en el sofá entre sus planos, sus planes, sus sueños jodidos, y pensé en los míos con la escopeta en el regazo. La casa estaba tranquila.
Silenciosa.
Me levanté y salí de Shangrila por la puerta principal.
Volví al Redbeck, con la radio apagada, los limpiaparabrisas chirriando como ratas en la oscuridad.
Aparqué en un charco y cogí la bolsa de basura negra del maletero. Crucé el aparcamiento cojeando; me dolían todos los huesos del tiempo que había pasado bajo tierra.
Abrí la puerta y me puse a resguardo de la lluvia.
La habitación 27 estaba fría y nada acogedora, el sargento Fraser debía hacer tiempo que se había ido.
Me senté en el suelo con las luces apagadas, escuché los camiones que iban y venían y pensé en Paula y en bailarinas descalzas del Top of the Pops que había visto sólo unos días antes, en otra época.
Pensé en BJ y Jimmy Ashworth, en chicos adolescentes agazapados en armarios gigantes de habitaciones húmedas.
Pensé en los Myshkin y en los Marsh, en los Dawson y en los Shaw, en los Foster y en los Box, en su vida y en sus crímenes.
Y luego pensé en hombres bajo tierra, en las niñas que ellos robaban y en las madres que se quedaban solas.
Y, cuando ya no pude llorar más, pensé en mi madre y me puse de pie.
Los amarillos del vestíbulo me parecieron más brillantes que nunca, el olor más fuerte.
Levanté el auricular, marqué y preparé una moneda en la ranura.
—¿Dígame?
Metí la moneda por la ranura.
—Soy yo.
—¿Qué quieres?
Detrás de las puertas de cristal, la sala de billar estaba muerta.
—Pedirte perdón.
—¿Qué te han hecho?
Busqué a la anciana entre los sillones marrones del vestíbulo.
—Nada.
—Uno de ellos me dio una bofetada, ¿sabes?
Los ojos me escocían.
—¡En mi propia casa, Edward!
—Lo siento.
Estaba llorando. De fondo se oía la voz de mi hermana. Le gritaba a mi madre. Me puse a leer los nombres y las promesas, las amenazas y los números garabateados alrededor del teléfono público.
—Vuelve a casa, por favor.
—No puedo.
—¡Edward!
—Lo siento mucho, mamá.
—¡Por favor!
—Te quiero.
Colgué.
Levanté otra vez el auricular, intenté marcar el número de Kathryn, pero no lo recordaba, colgué de nuevo y volví corriendo bajo la lluvia a la habitación 27.
El cielo estaba azul y despejado, sin una sola nube.
Ella estaba en la calle con la chaqueta de punto roja apretada alrededor de su cuerpo y sonreía.
La brisa revolvía su pelo rubio.
Alargó los brazos hacia mí y me los echó alrededor de los hombros y el cuello.
—No soy un ángel —me susurró entre el pelo.
Nos besamos, su lengua dura contra la mía.
Recorrí su espalda con las manos y junté nuestros cuerpos con fuerza.
El viento azotaba mi cara con su pelo.
Ella dejó de besarme cuando me corrí.
Me desperté en el suelo con semen en los pantalones.
En calzoncillos en el lavabo de la habitación del Redbeck, agua tibia y gris corría por mi pecho y por el suelo, tenía ganas de ir a casa pero sin ser el hijo de nadie, fotos de hijas me sonreían desde el espejo.
Me senté, crucé las piernas y deshice el vendaje negruzco de mi mano, parándome una vuelta antes de la carne machacada; rasgué otra sábana con los dientes y me vendé la mano con las tiras, peores heridas me observaban desde la pared de enfrente.
Me puse otra vez la ropa sucia de barro, me tragué varias pastillas y encendí un cigarrillo en la puerta de mi habitación del Redbeck; tenía ganas de dormir, pero no quería soñar y pensé éste es el último día de mi vida y vi la imagen de Paula diciéndome adiós con la mano.