5
Amanecer en el Café y Motel de Redbeck, martes, 17 de diciembre de 1974.
Había conducido toda la noche para acabar volviendo a este punto, como si todo partiera de allí.
Pagué dos semanas por adelantado y me dieron lo que había pagado:
La habitación 27 estaba en la parte de atrás, con dos moteros a un lado y una mujer con sus cuatro hijos al otro. No tenía ni teléfono, ni baño, ni televisor. Pero por dos pavos la noche tenía una vista despejada del aparcamiento, una cama doble, un armario, un escritorio, un lavabo y ninguna pregunta.
Cerré la puerta con dos vueltas de llave y eché las cortinas húmedas. Deshice la cama, colgué la sábana más gruesa por encima de las cortinas y luego apoyé el colchón contra la sábana. Recogí un condón usado y lo metí en un paquete de patatas a medio comer.
Salí de nuevo al coche deteniéndome a echar una meada en aquellos retretes en los que había comprado mi billete para el viaje mortal en el que me había embarcado.
Mientras meaba, sin saber con certeza si era martes o miércoles, supe que hasta allí podía llegar. Me la sacudí y abrí de una patada la puerta del retrete, consciente de que no iba a encontrar más que un zurullo amarillento disolviéndose y pintadas de maricones.
Rodeé la fachada para llegar al café y compré dos cafés solos grandes con cantidad de azúcar en vasos de poliexpan mugrientos. Abrí el maletero del Viva y me llevé la bolsa de basura negra y los dos cafés igualmente negros a la habitación 27.
Volví a cerrar la puerta con dos vueltas de llave, me bebí uno de los cafés, vacié el contenido de la bolsa en la base de madera de la cama y me puse a trabajar.
Los sobres y expedientes de Barry Gannon estaban ordenados por nombres. Los coloqué en orden alfabético en una mitad de la cama y me puse a revisar el grueso sobre de papel manila de Hadden metiendo las hojas de papel en los expedientes correspondientes de Barry.
Algunos nombres iban acompañados de títulos, de algunos cargos, la mayoría sólo de «señor». Yo conocía a algunos de ellos, otros me sonaban, la mayoría no me decían nada.
En la otra mitad de la cama desplegué mis expedientes en tres montoncitos pequeños y uno grande: Jeanette, Susan, Clare y, a la derecha, Graham Goldthorpe, el Cazarratas.
En el fondo del armario encontré un rollo de papel pintado para la pared. Con la ayuda de las chinchetas de mi padre, di la vuelta al papel y lo clavé en la pared encima de la mesa. Dividí el papel con un rotulador rojo de punta gruesa en cinco grandes columnas. En la cabecera de cada una de ellas escribí cinco nombres en grandes letras mayúsculas: JEANETTE, SUSAN, CLARE, GRAHAM Y BARRY.
Junto al cartel de papel pintado clavé un mapa de West Yorkshire que había en el Viva. Con el rotulador rojo marqué cuatro cruces rojas y una flecha roja que salía de Rochdale. Al segundo café me armé de valor.
Con manos temblorosas, cogí un sobre del montón de Clare. Pidiendo perdón, lo rasgué y saqué de él tres fotografías grandes en blanco y negro. Con el estómago revuelto y la boca reseca volví al tablón improvisado con papel pintado y pinché cuidadosamente las tres fotos sobre los tres nombres.
Retrocedí con lágrimas en las mejillas y miré el tablón, la piel tan pálida, el pelo tan claro y las alas tan blancas.
Un ángel en blanco y negro.
Tres horas más tarde, con los ojos enrojecidos después de lo que había estado leyendo, me levanté del suelo de la habitación 27.
La historia de Barry: tres hombres ricos: John Dawson, Donald Foster y un tercero del que ni Barry ni yo conocíamos el nombre.
Mi historia: tres chicas muertas: Jeanette, Susan y Clare.
Mi historia, su historia; dos historias: los mismos tiempos, los mismos lugares, diferentes nombres, rostros diferentes.
Misterio, historia:
¿Un vínculo?
Había puesto un puñado de monedas encima del teléfono público que había en el vestíbulo del Redbeck.
—¿El sargento Fraser, por favor?
El vestíbulo era todo amarillos y marrones y apestaba a tabaco. Detrás de las puertas de cristal doble veía a unos chavales jugando al billar y fumando.
—Sargento Fraser.
—Habla Edward Dunford. Me han dado cierta información sobre el sábado por la noche, sobre Barry…
—¿Qué clase de información?
Sujeté el teléfono entre la barbilla y el cuello y encendí una cerilla.
—Ha sido una llamada anónima: me dicen que el señor Gannon fue a Morley para algo relacionado con Clare Kemplay —dije con el cigarrillo entre los dientes.
—¿Algo más?
—Por teléfono no. —Al lado del teléfono, talladas con bolígrafo, se leían las palabras «Polla joven» y seis números de teléfono.
—Convendría que nos viéramos antes de la investigación —dijo el sargento Fraser.
Fuera había empezado a llover de nuevo y los camioneros se echaban las chaquetas por encima de la cabeza y corrían hacia el café o los retretes.
—¿Dónde? —pregunté.
—¿En el Café de Angelo dentro de una hora? Está enfrente del ayuntamiento de Morley.
—Vale. Pero necesito que me haga un favor. —Busqué un cenicero, pero tuve que conformarme con la pared.
—¿Qué? —susurró Fraser.
Sonaron las señales y metí más monedas en el teléfono.
—Necesito los nombres y las direcciones de los obreros que encontraron el cadáver.
—¿Qué cadáver?
—El de Clare Kemplay. —Me puse a contar los corazones dibujados alrededor del teléfono.
—No sé…
—Por favor —rogué.
Alguien había escrito siempre juntos dentro de uno de los corazones en rojo.
—¿Por qué yo? —preguntó Fraser.
—Porque creo que es usted una persona decente y yo necesito un favor y no sé a quién más pedírselo.
Silencio. Luego:
—Veré qué puedo hacer.
—Entonces, dentro de una hora —dije, y colgué.
Volví a levantar el auricular nada más dejarlo, metí otra moneda y marqué.
Des se folla a delincuentes.
—¿Sí?
—Diga a BJ que le ha llamado Eddie y dele este número: 276578. Dígale que pregunte por Ronald Gannon, habitación 27.
Que te follen Wakey Ken.
Colgué el auricular, volví a levantarlo, metí otra moneda y marqué.
—Peter Taylor, ¿dígame?
—Hola, ¿está Kathryn por ahí, por favor?
—Sigue durmiendo.
Consulté el reloj de mi padre.
—¿Puede decirle cuando despierte que le ha llamado Edward? —dije.
—De acuerdo —dijo su padre como si se tratara de un inmenso favor.
—Adiós. —Volví a dejar el auricular, lo levanté otra vez, metí mi última moneda y marqué.
Una anciana que olía a beicon salió del café y entró en el vestíbulo.
—Ossett 256199.
—Soy yo, mamá.
—¿Estás bien, cariño? ¿Dónde estás?
Uno de los chavales perseguía a otro alrededor de la mesa de billar blandiendo un taco.
—Estoy bien. Trabajando —dije.
La anciana se había sentado en uno de los sillones marrones del vestíbulo enfrente del teléfono y contemplaba los camiones bañados por la lluvia.
—Puede que tenga que irme un par de días.
—¿Adónde?
El chaval del taco de billar tenía al otro aplastado contra el tapete.
—Al sur —dije.
—Me llamarás, ¿verdad?
La anciana se tiró un sonoro pedo y los chicos del billar dejaron de pelearse y entraron corriendo en el vestíbulo.
—Claro que sí…
—Te quiero, Edward.
Los chavales se remangaron, pegaron los labios al brazo y se pusieron a hacer pedorretas.
—Yo también.
La anciana contemplaba los camiones y la lluvia, los chavales bailaban alrededor de ella.
Colgué el aparato.
4 LUV. Por amor.
El Café de Angelo, enfrente del ayuntamiento de Morley, hora punta del desayuno.
Yo iba por mi segunda taza de café, estaba mucho más que cansado.
—¿Quiere algo? —El sargento Fraser estaba ya en la barra.
—Una taza de café, por favor. Con dos azucarillos.
Eché un vistazo al local fijándome en el muro de titulares que ocultaba cada desayuno.
534 millones de libras de déficit comercial, Sube la gasolina un 12%, Tregua navideña del IRA, una imagen del nuevo Dr. Who y Clare.
—Buenos días —dijo Fraser poniéndome una taza de café delante.
—Gracias. —Me acabé de un trago el café frío y di un sorbo del caliente.
—He hablado con el forense a primera hora. Dice que van a tener que pedir un aplazamiento.
—Iba todo demasiado rápido, la verdad.
Una camarera trajo un desayuno completo y lo dejó en la mesa, delante del sargento.
—Sí, pero con las navidades y la familia, habría estado bien.
—Sí, joder. La familia.
Fraser cargó en el tenedor la mitad del plato.
—¿Los conoces?
—No.
—Son gente encantadora —dijo Fraser rebañando con un trozo de tostada lo que quedaba de los huevos y los tomates.
—¿Sí? —pregunté mientras pensaba cómo sería el viejo Fraser.
—Pero van a devolverles el cadáver, así que podrán hacer el funeral.
—Y quitárselo de en medio.
Fraser dejó el cuchillo y el tenedor y empujó a un lado el plato inmaculado.
—Creo que han dicho que lo van a hacer el jueves.
—Vale. El jueves. —No podía recordar si habíamos incinerado a mi padre el jueves o el viernes pasado.
El sargento Fraser se arrellanó en su silla.
—¿Y qué me dice de esa llamada anónima?
Me incliné y bajé la voz.
—Como le dije. En medio de la maldita noche…
—Venga, Eddie.
Miré al sargento Fraser, su pelo rubio, los ojos de un azul húmedo y su cara coloradota, un leve vestigio de acento de Liverpool y un sencillo anillo de boda. Se parecía al chico que se sentaba a mi lado en clase de química.
—¿Puedo serle franco?
—Creo que es lo mejor que puede hacer —dijo Fraser ofreciéndome un cigarrillo.
—Barry tenía un informador. —Encendí el cigarrillo.
—¿Un soplón?
—Un informador.
Fraser se encogió de hombros.
—Siga.
—Anoche me llamó a la oficina. Sin dar nombre me dijo que estuviera en el Gaiety de Roundhay Road. Lo conoce, ¿verdad?
—No —rió Fraser—. Por supuesto que lo conozco. ¿Cómo supo que era en serio?
—Barry tenía un montón de contactos. Conocía a mucha gente.
—¿Qué hora era?
—Alrededor de las diez. Total, que fui y allí me encontré con un fulano…
Fraser tenía los brazos apoyados en la mesa y sonreía inclinado hacia delante.
—¿Y quién era?
—Un chico negro, sin nombre. Me dijo que había estado con Barry el sábado por la noche.
—¿Cómo era?
—Negro, ya sabe. —Apagué el cigarrillo y saqué otro de mi propio paquete.
—¿Joven? ¿Viejo? ¿Bajo? ¿Alto?
—Negro. Pelo rizado, nariz ancha, labios gruesos. ¿Qué más quiere que le diga?
El sargento Fraser sonrió.
—¿Te dijo si Barry Gannon había bebido?
—Se lo pregunté y me dijo que había tomado algunas copas pero que no estaba borracho ni nada por el estilo.
—¿Dónde fue?
Hice una pausa creyendo que ahí la había cagado, pero dije:
—En el Gaiety.
—Entonces, ¿habrá algunos testigos? —Fraser había sacado su cuaderno de notas y estaba escribiendo en él.
—Sí, testigos del Gaiety.
—Supongo que no intentó convencer a nuestro oscuro amigo de que revelara toda esa información a un miembro del cuerpo de policía de su localidad.
—No.
—¿Y entonces?
—Me contó que Barry le dijo a eso de las once que se iba a acercar a Morley. Y que tenía algo que ver con el asesinato de Clare Kemplay.
El sargento Fraser contemplaba por encima de mi hombro la lluvia y el ayuntamiento.
—¿Algo como qué?
—No lo sabía.
—¿Usted le cree?
—¿Por qué no?
—No me joda, le está tomado el pelo. ¿A las once de la noche de un sábado después de agarrarse un pedo en el Gaiety?
—No sé. Sólo le estoy contando lo que me dijo ese chico.
—¿Y eso es todo? —El sargento Fraser se rió—. Cojones. Según tengo entendido, es usted periodista. Tiene que haberle preguntado algo más.
Encendí otro puñetero cigarrillo.
—Sí, pero ya se lo estoy diciendo, el chaval ese no tenía ni puta idea de nada más.
—Vale, vale, y entonces, ¿qué cree que descubrió Gannon?
—Ya le he dicho que no lo sé. Pero eso explica por qué estaba en Morley.
—A los jefes les va a encantar —suspiró Fraser.
Se acercó una camarera que recogió las tazas y el plato. El hombre de la mesa contigua nos estaba escuchando mientras miraba el retrato robot del violador de Cambridge, que podía ser cualquiera.
—¿Ha conseguido los nombres? —pregunté.
El sargento encendió otro cigarrillo y se inclinó hacia mí.
—¿Esto es entre nosotros?
—Por supuesto —dije sacando de la chaqueta un lápiz y una hoja de papel.
—Dos obreros de la construcción, Terry Jones y James Ashworth. Trabajaban en las casas nuevas que están construyendo detrás de la prisión de Wakefield. Creo que es de Construcciones Foster.
—Construcciones Foster —repetí pensando en Donald Foster, Barry Gannon, el vínculo.
—No tengo sus direcciones y no se las daría aunque las tuviera. Así que eso es lo único que le puedo dar.
—Gracias. Sólo una cosa más.
Fraser se puso de pie.
—¿Qué?
—¿Quién tiene acceso al informe de la autopsia y las fotografías de Clare Kemplay?
Fraser volvió a sentarse.
—¿Por qué?
—Sólo por curiosidad. Lo que quiero saber es si cualquier policía que trabaje en el caso puede verlas.
—Están disponibles, sí.
—¿Las ha visto usted?
—Yo no trabajo en el caso.
—Pero debió participar en las acciones de búsqueda.
Fraser miró a su reloj.
—Sí, pero el departamento de homicidios está fuera de Wakefield.
—O sea, que no debe saber cuándo se pusieron a disposición del departamento.
—¿Por qué?
—Sólo me interesa el procedimiento seguido. Por pura curiosidad.
Fraser se puso en pie una vez más.
—No le conviene hacer esas preguntas, Eddie. —Luego sonrió, guiñó un ojo y dijo—: Y ahora mejor me voy. Le veré al otro lado de la calle.
—Sí —respondí.
El sargento Fraser abrió la puerta del café y se volvió.
—No deje de llamarme, ¿vale?
—Sí, por supuesto.
—Y ni una puñetera palabra, ¿de acuerdo? —Estaba medio riendo.
—Ni una palabra —murmuré mientras doblaba la hoja de papel.
Gaz, de deportes, subía los escalones del ayuntamiento.
Yo me estaba fumando el último cigarrillo sentado en la escalera.
—¿Qué cojones haces tú aquí?
—Eso sí que es un recibimiento amable —dijo Gaz dedicándome su sonrisa sin dientes—. Soy testigo, ¿sabes?
—¿Sí?
La sonrisa desapareció.
—Sí, en serio. Había quedado con Baz el sábado por la noche pero no se presentó.
—Van a aplazarlo, ¿sabes?
—¿Estás de cachondeo? ¿Por qué?
—La policía no sabe todavía lo que hizo la noche del sábado. —Le ofrecí un cigarrillo a Gaz y encendí otro para mí.
Gaz cogió el cigarrillo y lo encendió con solemnidad.
—Joder, pero saben que estaba muerto, ¿no?
Asentí y dije:
—El funeral es el jueves.
—Joder. ¿Tan pronto?
—Sí.
Gaz se sorbió la nariz con fuerza y escupió en los escalones de piedra.
—¿Has visto al jefe?
—Todavía no he entrado.
Apagó el cigarrillo y empezó a subir las escaleras.
—Será mejor que me ponga en marcha.
—Yo voy a esperar aquí —dije—. Si me necesitan, ya saben dónde estoy.
—No me extraña.
—Oye —dije cuando ya se iba—. ¿Has sabido algo de Johnny Kelly?
—Ni puta idea —respondió Gaz—. Pero anoche en el pub un fulano estaba diciendo que Foster ya está harto de él.
—¿Foster?
—Don Foster, el presidente del Trinity.
Me levanté.
—¿Don Foster es el presidente del Wakefield Trinity?
—Sí. ¿Dónde coño vives?
—Una puta pérdida de tiempo, eso es lo que ha sido. —Treinta minutos más tarde Gaz, de deportes, bajaba las escaleras del ayuntamiento con Bill Hadden.
—Estas cosas no se pueden hacer a la ligera, Gareth —le decía Hadden, extraño sin su mesa de escritorio.
Me levanté de los fríos escalones para recibirles.
—Por lo menos pueden celebrar el funeral.
—Buenos días, Edward —saludó Hadden.
—Buenos días. ¿Puede concederme un minuto?
—La familia parece habérselo tomado mejor de lo esperado —apuntó Gaz bajando la voz y dirigiendo la vista a lo alto de la escalera.
—Eso he oído —dije.
—Son gente muy fuerte. ¿Quieres que charlemos? —Hadden me puso una mano en el hombro.
—Os veo luego —se despidió Gaz, de deportes, bajando las escaleras de dos en dos y aprovechando la oportunidad para dar brincos.
—¿Qué me dices del Cardiff City? —le gritó Hadden.
—¡Los vamos a machacar, jefe! —le respondió Gaz del mismo modo.
Hadden sonreía.
—Ese entusiasmo no tiene precio.
—No —dije—. Eso es verdad.
—Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Hadden cruzando los brazos para protegerse del frío.
—He pensado en ir a ver a los dos hombres que encontraron el cadáver para relacionarlo con lo de la adivina y tal vez con la historia de Devil’s Ditch —dije demasiado deprisa, como una persona que hubiera tenido treinta minutos para pensarlo.
Hadden se acarició la barba, lo que siempre era mala señal.
—Interesante. Muy interesante.
—¿Le parece?
—Mmm. Sólo me preocupa un poco el tono.
—¿El tono?
—Mmm. Esa médium, esa vidente es más bien para un artículo de fondo. Material de suplemento. Pero los hombres que encontraron el cadáver, no sé…
Se la devolví descaradamente:
—Pero usted dijo que sabía el nombre del asesino. Eso no es de fondo, es de primera plana.
Hadden no mordió el anzuelo y preguntó:
—¿Vas a hablar con ellos hoy?
—Había pensado ir ahora, aprovechando que tengo que ir a Wakefield de todas formas.
—Muy bien —dijo Hadden dirigiéndose ya a su Rover—. Tráemelo todo antes de las cinco y lo vemos para mañana.
—Lo tendrá —exclamé consultando el reloj de mi padre.
Con un plano de Leeds y Bradford abierto sobre mis piernas y mis notas en el asiento de al lado, hice un repaso a fondo de todas las callejas y callejones.
Torcí por Victoria Road y la recorrí despacio, deteniéndome justo antes del cruce de Rooms Lane con Church Street.
Barry debía venir en sentido contrario, en dirección a Wakefield Road o a la M62. El camión debía estar parado en el semáforo de Victoria Road, esperando a doblar por Rooms Lane.
Pasé hacia atrás las hojas de mi bloc de notas, a toda prisa hasta llegar a la primera página.
Bingo.
Puse el coche en marcha y seguí hasta el semáforo.
A mi izquierda, en la otra parte del cruce, una iglesia negra, y a su lado, el Centro de Enseñanza Primaria y Secundaria de Morley Grange.
El semáforo cambió y yo seguía leyendo:
«En el cruce de Rooms Lane y Victoria Road Clare se despidió de sus amigas y se la vio por última vez bajando Victoria Road en dirección a su casa…»
Clare Kemplay.
Vista por última vez.
Adiós.
Pasé el cruce, una camioneta de reparto de supermercado esperaba para doblar a la derecha hacia Rooms Lane.
También el camión de Barry debió esperar allí, en el semáforo de Victoria Road, para coger Rooms Lane a la derecha.
Barry Gannon.
Visto por última vez.
Adiós.
Recorrí muy despacio Victoria Road oyendo las bocinas a mi paso; Clare saltaba por la acera de mi lado con su Kangool naranja y sus botas Wellington rojas.
«Vista por última vez bajando Victoria Road en dirección a su casa».
El campo de deportes, Sandmead Close, avenida Winterbourne.
Clare saludaba con la mano desde la esquina de la avenida Winterbourne.
Señalé el giro a la izquierda y giré hacia la avenida Winterbourne.
Era una calle sin salida con seis casas pareadas viejas y tres unifamiliares nuevas.
Un policía hacía guardia bajo la lluvia delante del número 3.
Hice marcha atrás en la entrada de coches de una de las unifamiliares para dar la vuelta.
Observé el número 3 de la avenida Winterbourne desde el otro lado de la calle.
Las cortinas echadas.
El Viva se cala.
Una cortina se mueve.
La señora Kemplay, con los brazos cruzados, en la ventana.
El policía mira su reloj.
Yo me marcho.
Construcciones Foster.
La urbanización en obras estaba detrás de la prisión de Wakefield, a unos metros de Devil’s Ditch.
Hora de la comida de un lluvioso martes de diciembre y aquello era como una tumba.
Una melodía en el aire húmedo, Dreams Are Ten a Penny.
Me guié por la música.
—¿Todo bien? —dije retirando la tela asfáltica que servía de puerta a una casa inacabada.
Cuatro hombres masticaban sándwiches y bebían té de sus termos.
—¿Podemos ayudarte? —dijo uno.
—¿Te has perdido? —intervino otro.
—Lo cierto es que estoy buscando a… —respondí.
—Nunca he oído ese nombre —apostilló uno.
—Periodista, ¿no? —preguntó otro.
—Se nota, ¿verdad?
—Sí —corearon todos.
—Bueno, ¿sabéis dónde puedo encontrar a Terry Jones y a James Ashworth?
Un hombre grande con chamarra de trabajo que se estaba zampando media barra de pan se levantó.
—Yo soy Terry Jones.
Alargué la mano.
—Eddie Dunford. Del Yorkshire Post. ¿Podemos charlar un momento?
Ni me miró la mano.
—¿Me vas a pagar algo?
Todos rieron con la boca llena de té.
—Bueno, desde luego podemos hablarlo.
—Bueno, desde luego puedes irte a la mierda si no —dijo Terry Jones arrancando otra carcajada.
—En serio —protesté.
Terry Jones suspiró, negando con la cabeza.
—Algunos tipos tienen un morro acojonante —dijo uno de los hombres.
—Por lo menos es de aquí —señaló otro.
—Vamos allá —bostezó Terry Jones antes de llenarse la boca con lo que le quedaba de té.
—No te olvides de que suelte la pasta —gritó otro de los presentes cuando salimos a la calle.
—¿Han venido muchos periódicos por aquí? —pregunté mientras le ofrecía un cigarrillo.
—Los chicos dicen que vino un fotógrafo del Sun, pero estábamos en Wood Street Nick.
Caía una densa llovizna y le señalé otra de las casas en construcción. Terry Jones asintió y encabezó la marcha.
—¿La policía te entretuvo mucho rato?
—No, no mucho. Pero es que en casos como éste no se la van a jugar, ¿no es verdad?
—¿Y a James Ashworth? —Estábamos en el umbral de la puerta, apenas resguardados de la lluvia.
—¿Qué pasa con él?
—¿Le retuvieron mucho rato?
—Lo mismo.
—¿Está por aquí?
—Está enfermo.
—¿Sí?
—Algo que corre por ahí.
—¿Sí?
—Sí. —Terry Jones tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con la bota antes de añadir—: El capataz ha faltado desde el jueves, Jimmy desde ayer y otros compañeros la semana pasada.
—¿Quién la encontró, Jimmy o tú? —pregunté.
—Jimmy.
—¿Dónde estaba? —dije mirando a lo lejos entre el barro y la lluvia.
Terry Jones escupió una enorme flema y dijo:
—Te lo enseño.
Anduvimos en silencio por la zona en obras hasta la depresión de terreno baldío que corría paralela a la carretera de Wakefield a Dewsbury. Una cinta policial azul y blanca trazaba el contorno de la zanja. Al otro lado de ésta, en la carretera, dos policías estaban sentados en un Panda. Uno de ellos nos miró y saludó a Terry Jones con un gesto de cabeza.
Él le devolvió el saludo.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí?
—Ni idea.
—Hasta anoche había tiendas de campaña por todas partes.
Contemplé Devil’s Ditch, las bicicletas y los cochecitos de niño oxidados, las cocinas y los frigoríficos. El follaje y la basura lo cubrían todo y lo arrastraban hacia la boca de la zanja, impidiendo que se viera el fondo.
—¿Tú la viste? —pregunté.
—Sí.
—Joder.
—Estaba tirada encima de un cochecito, a mitad de camino.
—¿Un cochecito?
Su mirada se perdía en algo muy, muy lejano.
—La policía se lo llevó. La niña tenía… joder…
—Lo sé. —Yo cerré los ojos.
—La policía nos dijo que no se lo contáramos a nadie.
—Sí, sí, ya lo sé.
—Pero, joder… —Luchaba contra el nudo que se le estaba formando en la garganta, contra las lágrimas de sus ojos.
Le di otro cigarrillo.
—Lo sé. He visto las fotografías de la autopsia.
Señaló con el cigarrillo sin encender un trozo de terreno separado por marcas especiales.
—Una de las alas estaba allí, cerca de la parte de arriba.
—Joder.
—Ojalá nunca la hubiera visto.
Observé el fondo de Devil’s Ditch mientras las fotos de la pared del Redbeck ondeaban en mi memoria.
—Si no hubiera estado aquí… —susurró.
—¿Dónde vive James Ashworth?
Terry Jones me miró.
—No creo que eso sea buena idea.
—Por favor.
—Lo lleva muy mal. No es más que un crío.
—Puede que le venga bien hablar —dije mirando un sucio cochecito azul en medio de la pendiente.
—Eso son gilipolleces —dijo con desprecio.
—Por favor.
—Fitzwilliam —dijo, se dio la vuelta y se marchó.
Pasé el cordón de la policía por debajo y, descolgándome por Devil’s Ditch agarrado a la raíz de un árbol muerto, cogí una pluma blanca de un matorral.
Una hora de espera.
Pasé con el coche por delante de la Escuela Secundaria Reina Elizabeth y volví dando un paseo tranquilo hasta Wakefield debajo de la lluvia, acelerando al rebasar la escuela.
Cincuenta minutos de espera.
Como era martes, di una vuelta por el mercado de segunda mano, fumé varios cigarrillos y me empapé hasta los huesos mientras veía los cochecitos y las bicis de niño y el botín de las casas desmontadas de personas fallecidas.
El mercado cubierto apestaba a ropa húmeda y seguía habiendo un puesto de libros donde antes estaba Joe Books.
Consulté el reloj de mi padre mientras curioseaba en el montón de tebeos de superhéroes.
Cuarenta minutos de espera.
Todos los sábados por la mañana durante tres años, mi padre y yo cogíamos el 126 a las siete y media en la estación de autobuses de Ossett; él leía el Post, hablaba de fútbol y cricket, con las bolsas de la compra vacías sobre las piernas; yo soñaba con la pila de tebeos que era siempre mi pago por ayudar a Joe.
Todos los sábados por la mañana hasta aquella mañana de sábado en que el viejo Joe no abrió y estuve esperando hasta que mi padre vino con dos bolsas de la compra llenas, el queso envuelto en papel encima de todo.
Treinta y cinco minutos de espera.
En el Acrópolis del final de la calle Westgate, una de cuyas camareras me había gustado en otros tiempos, me obligué a comer un plato de Yorkshire pudding con salsa de cebolla y lo vomité inmediatamente en el lavabo del fondo, el lavabo en el que siempre había fantaseado que acabaría follándome a la camarera llamada Jane.
Veinticinco minutos de espera.
De nuevo bajo la lluvia me dirigí al Bullring, pasado el Strafford Arms, el pub más duro del norte, cerca de la peluquería en la que había trabajado mi hermana a media jornada y donde había conocido a Tony.
Veinte minutos de espera.
En Silvio’s, el café favorito de mi madre y el sitio donde yo solía quedar en secreto con Rachel Lyons después de clase, pedí un pastel de chocolate.
Saqué mi cuaderno húmedo y me puse a leer las escasas notas que tenía sobre Mandy la Mística.
«El futuro, como el pasado, está escrito. No puede cambiarse, pero curar las heridas del presente puede ser de gran ayuda».
Me senté al lado de la ventana y perdí la mirada en Wakefield.
Futuros pasados.
Ahora llovía con tanta fuerza que toda la ciudad parecía estar bajo el agua. Y deseé fervientemente que así fuera, que la lluvia ahogara a todos sus habitantes y arrasara aquel puto sitio.
Ya había matado todo el tiempo que me quedaba.
Me bebí la taza de té caliente y dulce, dejé el pastel y desanduve mis pasos hasta St. Johns con una hebra de té pegada a los labios y una pluma en el bolsillo.
Blenheim Road era una de las calles más bonitas de Wakefield, con árboles grandes y fuertes y enormes casas rodeadas de pequeños terrenos.
El número 28 no era una excepción; una laberíntica casa antigua que habían dividido en apartamentos.
Recorrí el paseo de entrada evitando caer en los agujeros, que se habían convertido en charcos, y entré en el edificio. Las ventanas del vestíbulo y de la escalera eran de cristal coloreado y en conjunto tenía el aire de una vieja iglesia en invierno.
El número 5 estaba en el primer descansillo, a la derecha.
Miré el reloj de mi padre y llamé a la puerta. El timbre sonó como Tubular Bells y cuando se abrió la puerta yo estaba pensando en El exorcista.
Una mujer de mediana edad, como recién salida de las páginas de la revista Yorkshire Life, con un conjunto campestre de blusa y falda, me ofreció la mano.
—Mandy Wymer —dijo y me estrechó la mano brevemente.
—Edward Dunford, del Yorkshire Post.
—Pase, por favor. —Se arrimó a la pared para que pasara y dejó la puerta entornada; me siguió por el sombrío pasillo decorado con cuadros sombríos hasta una habitación sombría con grandes ventanas bloqueadas por árboles aún más grandes. En un rincón había una bandeja de arena para el gato que se olía por toda la habitación.
—Siéntese, por favor —dijo la señora señalando el extremo más lejano de un gran sofá cubierto con una tela teñida de colores.
El aspecto conservador de la mujer chocaba tanto con la decoración orientalista-hippie como con su profesión. Evidentemente, no fui capaz de ocultar aquel pensamiento.
—Mi ex marido era turco —dijo de repente.
—¿Ex? —pregunté mientras encendía la Philips Pocket Memo dentro del bolsillo.
—Se volvió a Estambul.
—¿No lo vio venir? —comenté sin poder evitarlo.
—Soy médium, señor Dunford, no adivina.
Sentado en el extremo del sofá me sentí como un gilipollas, incapaz de saber qué decir.
—No le estoy dando muy buena impresión, ¿verdad? —dije por fin.
La señorita Wymer se levantó rápidamente del asiento.
—¿Le apetecería tomar un té?
—Estaría muy bien, si no es molestia.
La mujer salió casi corriendo de la habitación y se detuvo inesperadamente en la puerta, como si hubiera pisado un plato de cristal.
—Huele usted muy fuerte a malos recuerdos —dijo suavemente, dándome la espalda.
—¿Perdone?
—A muerte. —Se quedó en el umbral, temblorosa y pálida, con la mano aferrada al quicio de la puerta.
Me levanté.
—¿Se encuentra bien?
—Creo que será mejor que se vaya —musitó mientras se deslizaba por el marco de la puerta y caía al suelo.
—Señorita Wymer… —Crucé la habitación y me acerqué a ella.
—¡Por favor! ¡No!
Alargué los brazos con intención de ayudarla a levantarse.
—¡No me toque!
Retrocedí al ver que se encogía hecha una bola.
—Lo siento —dije.
—Es tan fuerte… —No hablaba, gemía.
—¿A qué se refiere?
—Le cubre por entero.
—¿Qué? —grité furioso pensando en BJ y en todos los días y las noches que había pasado en apartamentos alquilados con enfermos mentales—. ¿De qué habla? Dígamelo.
—Su muerte.
El aire se volvió de repente denso y mortífero.
—¿De qué cojones está hablando? —Me acerqué a ella sintiendo la sangre latir con fuerza en mis oídos.
—¡No! —gritaba ella arrastrándose por el pasillo, sentada en el suelo, brazos y piernas extendidas, la falda de vuelo remangada—. ¡Dios, no!
—¡Cállese! ¡Cállese! ¡Cállese! —gritaba yo siguiéndola por todo el pasillo.
Se levantó torpemente y me suplicó:
—Por favor, por favor, por favor, déjeme en paz.
—¡Espere!
Se metió en una habitación y me cerró la puerta en la cara; me pilló uno de los dedos de la mano izquierda en el gozne durante unos segundos.
—¡Hija de puta! —grité dando patadas y puñetazos a la puerta cerrada—. ¡Loca hija de puta!
Paré, me metí los dedos doloridos de la mano izquierda en la boca y los lamí.
El piso estaba en silencio.
Apoyé la cabeza en la puerta y dije con calma:
—Por favor, señorita Wymer…
Detrás de la puerta se oían sollozos ahogados.
—Por favor, señorita Wymer, necesito hablar con usted.
Oí cómo arrastraba los muebles, cómo apilaba cómodas y armarios contra la puerta.
—¿Señorita Wymer?
Una voz débil se oyó tras un sinfín de capas y capas de madera y puertas, como la de una niña que habla con una amiguita debajo de las mantas.
—Hábleles de las otras…
—¿Disculpe?
—Por favor, hábleles de las otras.
Apoyado contra la puerta, mis labios saboreaban el barniz.
—¿Qué otras?
—Las otras.
—¿Qué otras, joder? —grité tirando y retorciendo el picaporte.
—Todas las que están debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas.
—¡Cállese!
—Debajo de la hierba que crece entre las grietas de las piedras.
—¡Cállese! —Mi puño contra la madera; mis nudillos sangrando.
—Dígaselo. Por favor dígales dónde están.
—¡Cállese! ¡Cállese, joder!
La cabeza contra la puerta; la marea de ruido retrocede; el piso silencioso y oscuro.
—¿Señorita Wymer? —susurré.
Silencio, silencio oscuro.
Cuando salía del piso, lamiéndome los dedos y los nudillos, vi que la puerta de enfrente se abría un poco.
—¡Meta la nariz en sus putos asuntos! —grité mientras bajaba corriendo las escaleras—. ¡A no ser que quiera que se la corten!
Ciento cuarenta kilómetros por hora, los pelos de punta.
A toda velocidad por la autopista 1 para exorcizar los fantasmas del pasado y el presente de Wakefield.
En el retrovisor, un Rover verde me pisa los talones. Yo, paranoico, lo tomo por un coche de policía secreta.
Alzando la vista al cielo, conduzco dentro del vientre de una ballena; el cielo del color de su carne grisácea; los pelados árboles negros sus poderosas costillas; una prisión húmeda.
En el espejo el Rover gana terreno.
Cojo la salida de Leeds rodeando los restos carbonizados del campamento gitano, las estructuras de las caravanas quemadas son más huesos, dispuestos en un círculo pagano dedicado a sus muertos.
En el espejo el Rover verde se dirige al norte.
Aparco el Viva debajo de los arcos de la estación; dos cuervos negros picotean bolsas de basura negras y desgarran las sobras de carne, sus graznidos resuenan en la oscuridad de este Tiempo de la Peste.
Diez minutos más tarde estaba sentado en mi escritorio.
Marqué el número de información telefónica, luego llamé a James Ashworth y a BJ.
No obtuve respuesta. Todo el mundo haciendo compras de Navidad.
—Tienes una pinta horrible. —Stephanie, carpetas en los brazos y gorda como una vaca.
—Estoy bien.
Stephanie, delante de mi mesa, esperando.
Me puse a mirar la única felicitación de Navidad que había encima de mi mesa en un intento de conjurar la visión de Jack Whitehead follándosela por el segundo canal y me puse un poquito cachondo.
—Anoche hablé con Kathryn.
—¿Y?
—¿Es que no te importa? —Ya se había enfadado.
Y yo también.
—Cómo cojones me sienta yo no es asunto tuyo.
No se movió. Seguía allí parada cambiando el peso de una pierna a otra, con los ojos humedecidos.
Me sentí mal y le dije:
—Lo siento, Steph.
—Eres un cerdo. Un cerdo asqueroso.
—Lo siento. ¿Qué tal está?
Ella asentía con su gorda cabezota, en consonancia con sus propios pensamientos gordos.
—No es la primera vez, ¿verdad?
—¿Qué te ha contado Kathryn?
—Ya ha habido otros, ¿verdad?
Otros, siempre los puñeteros otros.
—Te conozco, Eddie Dunford —continuó inclinándose sobre el escritorio con aquellos brazos como muslos—. Te conozco.
—Cierra la boca —dije con calma.
—¿Cuántos más ha habido, eh?
—No te metas donde no te llaman, puta gorda.
Aplausos y vítores resonaron por toda la oficina; golpes de puños y pateos.
Miré la felicitación de Navidad de Kathryn.
—Eres un cerdo —escupió ella.
Dejé de mirar la tarjeta pero ya se había ido, sollozando.
Desde el otro extremo de la oficina George Graves y Gaz me saludaron levantando los cigarrillos y los pulgares hacia arriba.
Levanté mi pulgar con los nudillos ensangrentados.
Eran las cinco en punto.
—Todavía me falta hablar con el otro, James Ashworth. Es el que realmente encontró el cadáver.
Hadden apartó los ojos del montón de tarjetas de Navidad, puso una de las más grandes debajo del montón y dijo:
—Es todo un poco inconsistente.
—La médium esa estaba como una puta cabra.
—¿Intentaste conseguir una declaración de la policía?
—No.
—Puede que diera lo mismo —suspiró sin dejar de prestar atención a las tarjetas de Navidad.
Yo estaba demasiado cansado para dormir, hambriento más allá de la comida y en el despacho hacía demasiado calor y todo era demasiado real.
Hadden dejó las tarjetas para mirarme a mí.
—¿Algo nuevo para hoy? —pregunté con la boca repentinamente llena de líquido bilioso.
—Nada que merezca ir a imprenta. Jack está fuera en una de sus…
Tragué saliva.
—¿Una de sus…?
—Digamos que está jugando algunas cartas muy importantes para él.
—Estoy seguro de que está haciendo lo más conveniente.
Hadden me devolvió el borrador de mi artículo.
Abrí la carpeta encima de las rodillas, guardé el artículo y saqué otro.
—Y luego está esto.
Hadden cogió la hoja de mi mano y se empujó las gafas sobre el puente de la nariz.
A su espalda, en la ventana, el reflejo de las luces amarillentas de la oficina sobre un Leeds húmedo y oscuro.
—Cisnes mutilados, ¿eh?
—Sin duda estará al corriente de la oleada de mutilaciones animales.
Hadden suspiró y las mejillas se le pusieron rojas.
—No soy idiota. Jack me enseñó el informe de la autopsia.
Oí risas en otra parte del edificio.
—Lo siento.
Hadden se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.
—Lo siento —repetí.
—Eres como Barry. Él hacía lo mismo, siempre…
—No pensaba decir nada ni de la autopsia ni de Clare.
Hadden se puso de pie y empezó a pasear.
—No puedes limitarte a escribir cosas y pretender que son la verdad sólo porque tú crees que lo son.
—Yo nunca hago eso.
—No lo sé —habló a la noche—. Es como si dispararas a ciegas a todas partes con la esperanza de cobrar una pieza que merezca la pena cazarse.
—Siento que piense eso —dije.
—Hay muchas formas de desollar al gato, ¿sabes?
—Lo sé.
Hadden se dio la vuelta.
—Arnold Fowler trabajó muchos años con nosotros.
—Lo sé.
—No querrás ir por ahí aterrorizando al pobre viejo con tus cuentos.
—No.
Hadden volvió a sentarse y suspiró ruidosamente.
—Cita algunas declaraciones. Dale un tono paternal y no menciones el puñetero caso de Clare Kemplay.
Me levanté; el despacho quedó repentinamente oscuro y volvió a iluminarse.
—Gracias.
—Lo sacaremos el jueves. Maltrato de animales directamente.
—Por supuesto. —Abrí la puerta buscando aire, apoyo y una salida.
—Como lo de los ponis de las minas.
Salí corriendo hacia el retrete con el estómago en la boca.
—Hola. ¿Está Kathryn?
—No.
La oficina estaba tranquila y casi había acabado lo que tenía que hacer.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No.
Estaba dibujando alas y rosas en el papel de la mesa. Solté el bolígrafo.
—¿Puede decirle que le ha llamado Edward?
Me colgaron.
Garabateé «La médium y el mensaje» con bolígrafo en el encabezamiento del artículo, luego añadí un signo de interrogación y encendí un cigarrillo.
Después de algunas caladas arranqué una hoja de mi bloc de notas, apagué el cigarrillo y escribí dos listas. Al pie de la página escribí «Dawson» y lo subrayé.
Estaba cansado, hambriento y totalmente perdido.
Cerré los ojos en la descarnada luz brillante de la oficina y el ruido blanco que llenaba mis pensamientos.
Tardé unos segundos en reconocer el timbre del teléfono.
—Edward Dunford, ¿dígame?
—Soy Paula Garland.
Me incorporé en la silla y apoyé los codos en la mesa para aguantar el peso del teléfono y de mi cabeza.
—¿Sí?
—He sabido que hoy ha ido a ver a Mandy Wymer.
—Sí, algo así. ¿Cómo se ha enterado?
—Me lo ha contado nuestro Paul.
—Ya —no tenía ni idea de qué decir a continuación.
Hubo una larga pausa y luego dijo:
—Necesito saber qué le dijo.
Me senté muy tieso, cambié el teléfono de mano y me sequé el sudor en la pernera del pantalón.
—¿Señor Dunford?
—Bueno, no dijo gran cosa.
—Por favor, señor Dunford. Lo que fuera.
Con el teléfono sujeto entre la oreja y la barbilla miré el reloj de mi padre y metí «La médium y el mensaje» en un sobre.
—Puedo verla en el Swan. ¿Dentro de una hora? —dije.
—Gracias.
Crucé el pasillo y entré en el archivo.
Revisé las carpetas, repasé el índice, lo desmenucé.
Miré el reloj de mi padre: las 8 p. m.
Y retrocedí en el tiempo:
Julio de 1969, aterrizaje en la Luna, pasos pequeños, saltos gigantes.
12 de julio de 1969, Jeanette Garland, 8 años, desaparecida.
13 de julio, Ruego emotivo de una madre.
14 de julio, llamamiento del comisario jefe Oldman.
15 de julio, la policía reconstruye los últimos pasos de Jeanette.
16 de julio, la policía amplía la búsqueda.
17 de julio, la policía, desconcertada.
18 de julio, la policía suspende la búsqueda.
19 de julio, Médium contacta con la policía.
Pasos pequeños, saltos gigantes.
17 de diciembre de 1974, un cuaderno lleno de notas garabateadas.
El reloj de mi padre: 8.30 p. m.
Falta tiempo.
El Swan, Castleford.
En el bar pido una pinta y un escocés.
El local, repleto de gente que celebra la Navidad, todos cantando alrededor de la máquina de discos.
Una mano me tocó el codo.
—¿Uno de ésos es para mí?
—¿Cuál quiere?
La señora Paula Garland cogió el whisky y se abrió paso entre la multitud hasta la máquina de tabaco. Dejó el bolso y el vaso encima de la máquina.
—¿Viene aquí a menudo, señor Dunford? —preguntó sonriendo.
—Edward, por favor. —Dejé mi pinta encima de la máquina—. No, no lo suficiente.
Ella rió y me ofreció un cigarrillo.
—¿Es la primera vez?
—Segunda —dije recordando la última vez.
Encendió el cigarrillo con el fuego que le ofrecía.
—Normalmente no está tan lleno.
—Entonces, ¿usted sí viene a menudo?
—¿Está intentando ligar conmigo, señor Dunford? —Se reía.
Eché el humo por encima de ella y sonreí.
—Antes venía mucho por aquí —dijo dejando de reír de repente.
No estaba muy seguro de qué decir.
—Parece un local muy agradable.
—Lo era. —Cogió su copa.
Intenté con todas mis fuerzas no mirarla, pero se la veía muy pálida en contraste con el rojo de su jersey, y los pliegues de su cuello hacían que su cabeza pareciera tremendamente pequeña y frágil.
Y, a medida que se bebía el whisky, unas pequeñas manchas rojas fueron apareciendo en sus mejillas como si la hubieran golpeado o abofeteado.
Paula Garland dio otro trago y vació el vaso.
—Lo del sábado…
—Olvídelo. Yo estaba desquiciado. ¿Otra? —dije un poco demasiado atropelladamente.
—Por ahora no, gracias.
—Bueno, pídala cuando quiera.
Elton John tomó el relevo de Gilbert O’Sullivan.
Los dos recorrimos torpemente el local con la mirada, sonriendo ante los gorritos de fiesta y el muérdago.
—En fin, que fue a ver a Mandy Wymer —dijo Paula.
Encendí otro cigarrillo y el estómago me dio un vuelco.
—Sí.
—¿Porqué?
—Aseguraba que le había dicho a la policía dónde estaba el cadáver de Clare Kemplay.
—¿No lo cree?
—El cadáver lo encontraron dos obreros.
—¿Qué dijo?
—La verdad es que no tuve la oportunidad de preguntarle nada —dije.
Paula Garland dio una profunda calada a su cigarrillo y después dijo:
—¿Sabe quién lo hizo?
—Eso dice ella.
—No se lo dijo.
—No.
Ella jugaba con su vaso vacío, dándole vueltas encima de la máquina.
—¿Habló de Jeanette?
—No lo sé.
—¿No lo sabe? —Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Dijo algo de «las otras», nada más.
—¿Qué? ¿Qué es lo que dijo?
Contemplé un momento el pub. Hablábamos casi en susurros pero era lo único que lograba escuchar, como si me hubiera desconectado del resto del mundo.
—Dijo que yo tendría que «hablarles de las otras» y luego empezó a desbarrar sobre no sé qué alfombras y sobre la hierba entre las piedras.
Paula Garland me había dado la espalda y sus hombros temblaban.
Le puse la mano en el hombro.
—Lo siento.
—No, señor Dunford, yo lo siento —dijo mirando el papel de la pared que imitaba terciopelo, rojo—. Ha sido usted muy amable al venir aquí, pero ahora necesito estar sola.
Paula Garland recogió su bolso y sus cigarrillos. Cuando se dio la vuelta unas borrosas líneas negras le cruzaban la cara de los ojos a los labios.
Levanté las palmas de las manos para cortarle el paso.
—No creo que sea buena idea.
—Por favor —insistió ella.
—Déjeme que por lo menos la acompañe a casa.
—No, gracias.
Pasó de largo y llegó hasta la puerta abriéndose paso entre la gente. Acabé la pinta y me guardé los cigarrillos.
Brunt Street, las oscuras casas adosadas frente a las pareadas de fachada blanca; pocas luces en ambos lados.
Aparqué en el lado de las pareadas, delante del número 11, y conté los árboles de Navidad mientras esperaba.
En el número 11 había árbol pero sin luces.
Nueve árboles y cinco minutos más tarde oí sus botas altas marrones. Medio tumbado en el asiento observé cómo Paula Garland abría la puerta roja y entraba en la casa.
En el número 11 no se encendió ninguna luz.
Me quedé vigilando sin salir del Viva, pensando lo que diría si me atreviera a llamar a aquella puerta roja.
Diez minutos después salió de una de las casas pareadas un hombre con una gorra que llevaba un perro. Se volvió y miró hacia el coche mientras su perro cagaba en la otra acera.
En el número 11 seguía sin encenderse la luz.
Puse el Viva en marcha.
Con la boca todavía grasienta de un plato de horribles patatas fritas del Redbeck puse un montón de monedas encima del teléfono público y marqué un número.
—¿Sí?
—¿Le han dicho a BJ que le he llamado?
A través de las puertas de cristal vi que en la sala de billar seguían jugando los mismos chavales.
—Ha dejado un recado. Le llamará él a las doce.
Colgué el teléfono.
Consulté el reloj de mi padre: las 11.35 p. m.
Levanté el auricular y marqué de nuevo.
A la tercera señal colgué.
Que te follen.
Me senté a esperar en el sillón marrón del vestíbulo donde la anciana se había tirado un pedo por la mañana y el ruido de las bolas del billar y los tacos de los chicos impidió que me durmiera.
A las doce en punto me levanté del sillón y me planté delante del teléfono antes de que alguno de los chavales tuviera la oportunidad.
—¿Sí?
—¿Ronald Gannon? —preguntó BJ.
—Soy yo, Eddie. ¿Has recibido mi recado?
—Sí.
—Necesito que me ayudes y yo quiero ayudarte.
—Anoche no parecías estar tan seguro.
—Lo siento.
—Haces bien. ¿Tienes un lápiz y un papel?
—Sí —dije mientras rebuscaba en los bolsillos.
—Tal vez te convendría hablar con Marjorie Dawson. Está en la Residencia Hartley de Hemsworth y lleva allí desde el sábado, desde que vio a Barry.
—¿Cómo coño te has enterado de eso?
—Conozco gente.
—Quiero saber quién te lo ha dicho.
—Querer no es poder.
—No me jodas, BJ. Tengo que saberlo.
—No te lo puedo decir.
—Joder.
—Pero sí puedo decirte una cosa: vi a Jack Whitehead salir del Gaiety y tenía pinta de estar mamado y furioso. Ándate con cuidado, querido mío.
—¿Conoces a Jack?
—Hace mucho, mucho tiempo.
—Gracias.
—Hay de qué —rió y colgó.
Me desperté tres veces con el mismo sueño en el suelo de la habitación 27.
Y en las tres ocasiones pensé, ya estoy a salvo, ya estoy a salvo, vuelve a dormir.
Siempre era el mismo sueño: Paula Garland en Brunt Street arrebujándose en su chaqueta de punto roja y gritándome a la cara como una loca.
Siempre aparecía en un cielo con mil matices de gris un gran cuervo negro y se lanzaba sobre su pelo rubio y sucio.
Siempre la perseguía por la calle, buscando sus ojos.
Siempre despertaba en el suelo paralizado y frío.
Siempre, la luz de la luna que entraba por la ventana proyectaba sombras que insuflaban vida a las fotos de la pared.
La última vez, todas las ventanas estaban salpicadas de sangre.