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7.55 a. m.

Sábado, 14 de diciembre de 1974.

En el despacho de Millgarth del comisario jefe George Oldman, me sentía como una mierda de perro.

No había nada en aquel despacho. Ni fotografías, ni certificados, ni trofeos.

Se abrió la puerta. El pelo negro, la cara blanca, la mano extendida, el apretón fuerte.

—Encantado de conocerle, señor Dunford. ¿Cómo están Jack Whitehead y ese jefe suyo?

—Bien, gracias —dije volviendo a sentarme.

Sin sonrisas.

—Siéntese, hijo. ¿Una taza de té?

Tragué saliva y dije:

—Por favor. Gracias.

El comisario jefe George Oldman se sentó, apretó un interruptor encima de la mesa de oficina y susurró al intercomunicador:

—Julie, cariño, dos tazas de té cuando puedas.

Aquella cara y aquel pelo, vistos más de cerca, eran como una bolsa de plástico negra derretida encima de un bol de harina y manteca.

Apreté las muelas con más fuerza.

Detrás de él, a través de las ventanas grises de la comisaría de policía de Millgarth, un sol débil se reflejaba en la grasa de su pelo.

Se me revolvió el estómago.

—Señor —tragué saliva otra vez—. Comisario…

Sus diminutos ojos de tiburón me examinaban de la cabeza a los pies.

—Adelante, hijo —hizo un guiño.

—Quería saber si… En fin, si ha habido alguna novedad.

—Nada —bramó—. Treinta y seis horas y ni una mierda. Cientos de malditos agentes, familiares y ciudadanos. Y nada.

—¿Cuál es su opinión…?

—Muerta, señor Dunford. La pobre chiquilla está muerta.

—Me preguntaba lo que usted…

—Vivimos unos tiempos la hostia de violentos, hijo.

—Sí —dije débilmente, mientras pensaba cómo es que sólo detienes gitanos chiflados e irlandeses.

—En este momento, lo mejor sería dar cuanto antes con el cadáver.

Recuperé las agallas.

—¿Qué opina usted…?

—No podemos hacer ni un carajo sin el cadáver. También es bueno para la familia, a la larga.

—Entonces, ¿qué se va…?

—Registrar los cobertizos, investigar quién pidió permiso para salir temprano del trabajo. —Casi sonreía, planteándose si volvía a guiñarme un ojo.

Respiré con esfuerzo.

—¿Qué me dice de Jeanette Garland y Susan Ridyard?

El comisario jefe George Oldman empezó a abrir la boca y se pasó la lengua gruesa, húmeda, entre púrpura y amarilla, por su estrecho labio inferior.

Creí que me cagaba encima en aquel mismo instante, en medio de su despacho.

George Oldman se guardó la lengua y cerró la boca clavando en los míos sus diminutos ojos negros.

Se oyó un suave golpe en la puerta y entró Julie con un par de tazas de té en una bandeja barata con un dibujo de flores.

George Oldman, sin apartar los ojos de mí, sonrió y dijo:

—Gracias, Julie, cariño.

Julie cerró la puerta al salir.

No muy seguro de si todavía tenía el don de la palabra, empecé a balbucear.

—Tanto Jeanette Garland como Susan Ridyard fueron…

—Sé perfectamente bien lo que pasó, señor Dunford.

—Bueno, me gustaría saber, volviendo a Cannock Chase…

—¿Qué cojones quiere saber de Cannock Chase?

—Las similitudes…

Oldman dio un puñetazo en el escritorio.

—Raymond Morris[7] lleva encerrado a cal y canto desde 1968, joder.

Yo no dejaba de mirar las dos pequeñas tazas que temblaban encima de la mesa. Tan calmado y firme como fui capaz, le dije:

—Lo siento. Lo que intento decir es que, en aquel caso, fueron asesinadas tres chiquillas y resultó ser obra de un solo hombre.

George Oldman se inclinó hacia delante, puso los brazos encima de la mesa e hizo una mueca de desprecio.

—Aquellas niñas fueron violadas y asesinadas, que Dios se haya apiadado de ellas. Y sus cadáveres se encontraron.

—Pero usted dijo…

—No tengo ningún cadáver, señor Dunford.

Tragué una vez más y dije:

—Pero Jeanette Garland y Susan Ridyard desaparecieron hace más de…

—Usted cree que es el único listo de los cojones que ha relacionado estas dos cosas, gilipollas vanidoso —dijo Oldman con calma mientras daba un sorbo a su té sin dejar de mirarme—. Hasta mi puñetera madre, que está senil, podría hacerlo.

—Sólo quería saber lo que opinaba usted…

El comisario jefe Oldman se dio una palmada en los muslos y se apoyó en el respaldo.

—Y, según usted, ¿qué es lo que tenemos? —sonrió—. Tres chicas desaparecidas. De la misma edad, o muy aproximada. Sin cadáveres. Castleford y…

—Rochdale —susurré.

—Rochdale, y ahora Morley. Unos tres años entre cada una de las desapariciones —dijo él arqueando una fina ceja.

Asentí con la cabeza.

Oldman levantó una hoja de papel mecanografiada del escritorio.

—Bueno, ¿y qué me dice de éstas? —dijo lanzando por encima del escritorio el papel, que cayó al suelo junto a mi pies, mientras él recitaba de memoria—: Helen Shore, Samantha Davis, Jackie Morris, Lisa Langley, Nichola Hale, Louise Walker, Karen Anderson.

Recogí la lista.

—Desaparecidas, toda la puñetera lista. Y es sólo desde principios del 73 —dijo Oldman—. Un poco más viejas, tengo que admitirlo. Pero cuando desaparecieron tenían todas menos de quince años.

—Lo siento —murmuré pasándole el papel por encima del escritorio.

—Quédeselo. Escriba un puñetero artículo sobre ellas.

Un teléfono zumbó sobre la mesa, una luz parpadeó. Oldman suspiró y empujó hacia mí una de las tazas blancas.

—Bébaselo antes de que se quede frío.

Hice lo que se me ordenaba, cogí la taza y me tragué el té frío de un solo sorbo.

—Para serle sincero, hijo, no me gustan las imprecisiones y no me gustan los periódicos. Usted tiene que hacer su trabajo…

Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, deja de estar contra las cuerdas y sale al ring con renovada energía.

—No creo que encuentren el cadáver.

El comisario jefe George Oldman sonrió. Yo bajé la cabeza hacia mi taza vacía.

Oldman se levantó riendo.

—Lo ve en las puñeteras hojas del té, ¿verdad?

Dejé la taza y el plato encima de la mesa y doblé la lista de nombres mecanografiados.

El teléfono volvió a sonar.

Oldman fue hasta la puerta y la abrió.

—Haga usted sus pesquisas y yo haré las mías.

Me había levantado, con las piernas y el estómago flojos.

—Gracias por su tiempo.

En la puerta, me agarró con fuerza del hombro.

—Sabe que Bismarck dijo que un periodista era un hombre que no había seguido su vocación. Tal vez tenía usted que haber sido poli, Dunston.

—Gracias —dije con todo el valor que pude reunir, mientras pensaba que, en ese caso, al menos uno de los dos lo iba a ser.

De repente, Oldman reforzó la presión, como si leyera mis pensamientos.

—¿Nos habíamos visto antes, hijo?

—Hace mucho tiempo —dije, libre tras un forcejeo.

El teléfono de la mesa volvió a sonar y a parpadear, alto e insistente.

—Ni una palabra —dijo Oldman invitándome a salir por la puerta—. Ni una puñetera palabra.

—Le habían cortado las alas de raíz. El puto cisne seguía vivo y todo —sonrió Gilman del Manchester Evening News cuando tomé asiento en la planta baja.

—Joder, ¿estás de coña? —dijo Tom el de Bradford inclinándose desde la fila de atrás.

—No. Le quitaron las alas limpiamente y dejaron al pobre bicho allí tirado.

—Joder —silbó Tom el de Bradford.

Eché un vistazo a la sala de prensa y la comparación con el boxeo volvió a asaltarme, pero esta vez no había ni televisión ni radio. Las abrasadoras luces estaban apagadas; todo el mundo era bien recibido.

Aquí sólo entran los chicos de los periódicos.

Sentí un codazo en las costillas. Otra vez Gilman.

—¿Qué tal ayer?

—Bueno, ya sabes…

—Joder que sí.

Miré el reloj de mi padre y pensé en el boxeador Henry Cooper y en Dave, el marido de mi tía Anne, que se parecía a Henry, en que el tío Dave no había estado ayer, y pensé en el delicioso olor de la colonia Brut.

—¿Viste el artículo de Barry sobre la niña aquella de Dewsbury? —Era Tom el de Bradford quien echaba su aliento de whisky en mi oído, y deseé que el mío no oliera tan mal.

Todo oídos, pregunté:

—¿Qué niña?

—¿La de la Talidomida? —rió Gilman.

—La que ha ingresado en el puto Oxford. A los ocho años o algo así.

—Sí, sí —reí.

—Tiene toda la pinta de ser una bruja.

—Barry decía que el padre era peor. —Seguí riendo y todo el mundo me secundó.

—El padre va con ella a las clases y todo, ¿no? —dijo Gilman.

Una Cara Nueva detrás de nosotros, al lado de Tom, reía con todos.

—Que suerte, el cabrón. Con todas esas estudiantes jovencitas…

—No lo creo —dije en voz baja—. Barry decía que el padre no tenía ojos más que para una pequeña damita. Su Ruthie.

—Si es lo bastante joven para sangrar… —dijimos dos a la vez.

Todos rieron.

—¿Estáis de cachondeo? —Tom el de Bradford no se reía mucho—. Ese Barry es un tío guarro.

—Barry el Sucio —reí yo.

Cara Nueva dijo:

—¿Qué Barry?

—Barry Entrada de Atrás. Un puto marica —escupió Gilman.

—Barry Gannon. Trabaja en el Post con Eddie, aquí presente —le explicó Tom el de Bradford a Cara Nueva—. Es el fulano del que te estaba hablando.

—¿El de lo de John Dawson? —preguntó Cara Nueva mirando el reloj.

—Sí. Y, hablando de cabrones de mierda, ¿sabes algo de Kelly? —Ahora le tocaba el turno de susurrar a Tom—. Vi a Gaz anoche y me dijo que no se había presentado al entrenamiento de ayer y que probablemente mañana tampoco iría.

—¿Kelly? —Otra vez Cara Nueva. Nacional, no regional. Cabrón con suerte. Los nervios se me pusieron de punta; la historia, mi historia, adquiría carácter nacional.

—Rugby —dijo Tom el de Bradford.

—¿A 13 o a 15? —preguntó Cara Nueva, dejando a la asociación de la prensa a la altura de la mierda.

—No jodas —dijo Tom—. Estamos hablando de la Gran Esperanza Blanca de Wakefield Trinity.

—Vi a su Paul anoche. No dijo nada —señalé yo.

—El gilipollas se levantó y salió corriendo, según cuenta Gaz.

—Será otra chavala —dijo Gilman del Manchester Evening News, sin el menor interés.

—Vamos allá —murmuró Cara Nueva.

Segundo round:

Se abre la puerta lateral, todo queda de nuevo en silencio.

El comisario jefe George Oldman, unos cuantos polis de paisano y uno de uniforme.

Sin familiares.

La panda se huele que Clare ha muerto.

La panda piensa: no hay cadáver.

La panda piensa: no hay noticias.

La panda se huele un artículo muerto.

El comisario jefe Oldman me mira directamente a los ojos, con odio, desafiante.

Yo huelo el delicioso aroma de Brut y pienso ÉCHATELO POR TODAS PARTES.

Las primeras gotas de una lluvia torrencial.

Salí de Leeds por el oeste, rumbo a Rochdale, con las notas encima de las rodillas y recorriendo con la mirada los muros renegridos de fábricas oscuras y naves silenciosas.

Carteles electorales, engrudo y pegamento.

Un circo aquí, un circo allá; hoy en la ciudad, mañana en otro lugar.

El Gran Hermano te vigila.

El miedo devora el alma.

Encendí la Philips Pocket Memo y rebobiné la cinta de la rueda de prensa mientras conducía, en busca de detalles.

Había sido una pérdida de tiempo para todo el mundo menos para mí, porque la falta de noticias eran buenas noticias para Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, que se dejaba llevar por la intuición.

«Evidentemente, la preocupación aumenta…»

Oldman se había aferrado a su historia: a tomar por el culo todo, a pesar de los esfuerzos de sus mejores hombres.

La ciudadanía había intervenido facilitando información y comunicando posibles avistamientos pero, hasta el momento, los expertos no tenían nada sólido con que proseguir la investigación.

«Quisiéramos insistir en que toda persona que pueda disponer de información, por muy trivial que sea, debe ponerse en contacto con cierta urgencia con la comisaría de policía más próxima, o llamar por teléfono al…»

Luego vino una estéril ronda de preguntas.

Yo me quedé callado, ni una puñetera palabra.

Oldman dirigió todas las respuestas a mí, mirándome a los ojos, sin parpadear.

«Gracias, caballeros. Nada más por ahora…»

Y, al levantarse, el comisario jefe Oldman se volvió hacia mí y me dedicó el Gran Guiño.

La voz de Gilman al final de la cinta: «¿Qué cojones pasa entre vosotros dos?».

Pisé el acelerador dejando Leeds a mis espaldas, paré la grabadora, encendí la calefacción y la radio y escuché cómo seguían creciendo los temores en las emisoras locales y la historia en las nacionales.

Con todos los cabrones que querían llevarse un bocado, la historia se resistía a dejarse morir.

Les di un día más sin cadáver antes de que pasara a la página dos, luego una reconstrucción de la policía el viernes siguiente para conmemorar la primera semana y un breve regreso a la primera plana.

Y después todo lo ocuparían los deportes de la tarde del sábado.

Con un brazo en el volante, apagué la radio mientras hojeaba las A4 meticulosamente mecanografiadas por Kathryn que llevaba encima de las piernas. Apreté el botón de grabación de la Pocket Memo y me puse a recapitular:

—Susan Louise Ridyard. Desaparecida el 20 de marzo de 1972, a los diez años. Vista por última vez delante del colegio de enseñanza primaria y secundaria Holy Trinity, Rochdale, a las 3.55 p. m.

»Intensa búsqueda policial y publicidad a nivel nacional que no arrojan ningún resultado, nada, cero. George Oldman dirigió la investigación, a pesar de que era un caso de Lancashire. Él lo solicitó.

«¿Castleford y…?»

«Rochdale».

Cabrón mentiroso.

—La investigación sigue oficialmente abierta. Los padres no cejan, dos niñas más. Los padres siguen poniendo nuevos carteles regularmente por toda la región. Pidieron una segunda hipoteca sobre la casa para poder costearlo.

Apagué la grabadora con una gran sonrisa y un gran Que Te Jodan dirigido a Barry Gannon, con la certeza de que los Ridyard estarían dispuestos a todo y yo no les iba a llevar otra cosa que nueva publicidad.

Paré el coche a las afueras de Rochdale junto a una cabina de teléfonos roja brillante recién pintada.

Quince minutos después metía el coche marcha atrás en el camino de entrada de la casa pareada que el señor y la señora Ridyard tenían en un tranquilo barrio de Rochdale.

Llovía a mares.

El señor Ridyard me esperaba en la puerta.

Salí del coche y dije:

—Buenos días.

—Un buen día para los patos —dijo el señor Ridyard.

Nos dimos la mano y me condujo a través de un diminuto vestíbulo a la oscura sala de estar.

La señora Ridyard estaba sentada en el sofá en zapatillas con un chico y una chica adolescentes a cada lado. Los rodeaba con los dos brazos.

Me miró y dijo en un susurro:

—Id a ordenar vuestros cuartos —estrechándoles con más fuerza antes de dejar que se fueran.

Los chicos salieron de la sala mirando a la alfombra.

—Siéntese, por favor. ¿Alguien quiere una taza de té? —preguntó el señor Ridyard.

—Gracias —respondí.

—¿Amor? —dijo dirigiéndose a su mujer mientras salía.

La señora Ridyard estaba a kilómetros de distancia.

Me senté enfrente del sofá y dije:

—Bonita casa.

La señora Ridyard parpadeó en la penumbra y se mordió las mejillas por dentro.

—Parece un barrio agradable —añadí dejando que las palabras murieran, pero no lo bastante rápido.

La señora Ridyard estaba en el canto del sofá con la mirada perdida en el otro lado de la sala, en una fotografía escolar de una niña que asomaba entre dos tarjetas de Navidad encima del televisor.

—Tenía una vista preciosa antes de que levantaran esas casas nuevas.

Miré por la ventana a la acera de enfrente, a las casas nuevas que le habían estropeado la vista y ya no parecían tan nuevas.

El señor Ridyard entró con el té en una bandeja y yo saqué el bloc de notas. Él se sentó en el sofá al lado de su mujer y dijo:

—¿Lo sirvo yo?

La señora Ridyard dejó de mirar la foto y se fijó en el cuaderno que tenía en las manos.

Me incliné hacia delante.

—Como les dije por teléfono, mi jefe y yo pensamos que éste sería un buen… Que sería interesante hacer un artículo de seguimiento y…

—¿Un artículo de seguimiento? —dijo la señora Ridyard sin apartar la mirada del cuaderno.

El señor Ridyard me pasó una taza de té.

—¿Tiene algo que ver con lo de la niña de Morley?

—No. Bueno, no exactamente. —Sentía la pluma floja y caliente en mi mano y el cuaderno me parecía pesado y demasiado grande.

—¿Se trata de Susan? —Una lágrima cayó en la falda de la señora Ridyard.

Me recompuse como pude.

—Sé que tiene que ser difícil pero sabemos todo el tiempo que han, ah, dedicado a esto y…

El señor Ridyard dejó la taza en la mesa.

—¿El tiempo?

—Los dos han hecho mucho para que Susan no muera en la memoria de la gente, para que la investigación siga viva.

Viva, joder.

Ninguno de los dos dijo nada.

—Y sé que se habrán sentido…

—¿Sentido? —dijo la señora Ridyard.

—Se sienten…

—Perdone, pero no tiene ni idea de cómo nos sentimos. —La señora Ridyard negaba con la cabeza, su boca seguía moviéndose cuando acababan las palabras, las lágrimas caían a raudales.

El señor Ridyard me miró desde el otro lado de la habitación con los ojos llenos de disculpas y vergüenza.

—Las cosas iban mucho mejor antes de esto, ¿verdad?

Nadie le respondió.

Miré al otro lado de la calle, donde las casas nuevas seguían con las luces encendidas a la hora de la comida.

—Ya podía haber vuelto a casa —dijo la señora Ridyard suavemente, mientras frotaba las lágrimas de la falda.

Me puse de pie.

—Perdonen. Ya les he robado demasiado tiempo.

—Lo siento —dijo el señor Ridyard mientras me acompañaba a la puerta—. Todo iba muy bien. De verdad. Esto, lo de Morley, ha hecho que todo vuelva a empezar.

Ya en la puerta me volví y le dije:

—Lo siento pero, leyendo los periódicos y mis notas, no parece que la policía tenga ninguna pista real. Me gustaría saber si ustedes creen que podían haber hecho algo más.

—¿Algo más? —dijo el señor Ridyard casi sonriendo.

—Alguna pista que…

—George Oldman y sus hombres estuvieron en esta casa durante dos semanas, haciendo llamadas de teléfono.

—Y no descubrieron nada…

—Una furgoneta blanca, eso era lo único de lo que hablaban.

—¿Una furgoneta blanca?

—Y que si encontraban la furgoneta blanca encontrarían a Susan.

—Y no pagaron la factura —la señora Ridyard, con la cara enrojecida, al fondo del vestíbulo—. Casi nos cortan el teléfono.

En lo alto de las escaleras pude ver las cabezas de los otros dos chicos, que espiaban por encima de la barandilla.

—Gracias —le dije al señor Ridyard estrechándole la mano.

—Gracias, señor Dunford.

Me subí al Viva pensando hostia puta.

—Feliz Navidad —gritó el señor Ridyard.

Me incliné sobre el bloc de notas y anoté sólo dos palabras: furgoneta blanca.

Levanté la mano para despedirme del señor Ridyard, solo en el umbral de la entrada, como remate a todos mis despropósitos.

Un pensamiento: llamar a Kathryn.

—Ha sido una puta pesadilla. —De nuevo en la cabina de teléfono roja brillante, metí otra moneda saltando con un pie, luego con el otro, con las pelotas congeladas—. Total, que entonces me habla de esa furgoneta blanca, pero yo no recuerdo haber leído nada de una furgoneta blanca, ¿y tú?

Kathryn repasaba sus propias notas al otro lado de la línea y asentía.

—¿No aparecía en ninguna de las peticiones de información?

—No que yo recuerde —dijo Kathryn. Se oía el barullo de la oficina. Me sentía muy lejos. Quería estar allí otra vez.

—¿Algún mensaje? —pregunté haciendo malabares con el teléfono, el cuaderno, la pluma y un cigarrillo.

—Sólo dos. Barry y…

—¿Barry? ¿Qué es lo que quería? ¿Está ahí ahora?

—No, no. Y el sargento Craven…

—¿El sargento qué?

—Craven.

—Ni puta idea. ¿Craven? ¿Ha dejado algún recado?

—No, pero dijo que era urgente. —Kathryn parecía cabreada.

—Si fuera tan urgente, le conocería, joder. Si vuelve a llamar, dile que deje el recado, ¿quieres? —Tiré el cigarrillo en el charco de agua que se había formado en el suelo de la cabina.

—¿Dónde vas ahora?

—Al pub, ¿dónde si no? En busca de un poco de color local. Luego vuelvo directamente. Adiós.

Colgué el teléfono, hasta los cojones.

Ella me miraba al final de la barra del Huntsman.

Me quedé paralizado, luego cogí mi cerveza y me acerqué a ella arrastrado por sus ojos que flotaban cerca de los baños, encima de una máquina de cigarrillos al fondo de la barra.

Susan Louise Ridyard sonreía para su retrato escolar con los dientes de un blanco radiante, aunque los ojos decían que llevaba el flequillo ligeramente demasiado largo; le daba un aire de incomodidad y tristeza, como si supiera lo que se avecinaba.

Encima, la palabra más grande estaba escrita en rojo y decía:DESAPARECIDA.

Debajo un resumen de su vida y otro de su último día, ambos muy breves.

Por último una petición de información y tres números de teléfono.

—¿Quiere usted otra?

Sobresaltado, observé mi vaso vacío.

—Sí. La última.

—¿Es usted reportero? —dijo el camarero mientras servía la pinta.

—¿Tanto se me nota?

—Hemos tenido por aquí unos cuantos, sí.

Le di los treinta y seis peniques exactos.

—Gracias.

—¿Dónde trabaja?

Post.

—¿Algo nuevo?

—Sólo intentamos que la historia siga viva, ¿sabe? No queremos que la gente olvide.

—Eso es encomiable.

—Acabo de visitar a los señores Ridyard —dije en plan colega.

—Ya. Derek se deja caer por aquí de vez en cuando. La gente dice que ella no está muy bien.

—Cierto —asentí—. Al parecer la policía no tiene mucho a lo que agarrarse.

—Muchos agentes cenaban aquí durante la investigación. —El camarero, y probablemente dueño, se dio la vuelta para atender a otro cliente.

Jugué mi única carta.

—Creo que había algo de una furgoneta. Una furgoneta blanca.

El camarero cerró despacio el cajón de la caja registradora con el ceño fruncido.

—¿Una furgoneta blanca?

—Sí. La policía les dijo a los Ridyard que estaba buscando una furgoneta blanca.

—No recuerdo nada de eso —dijo al tiempo que servía otra pinta de cerveza; era sábado a mediodía y el pub estaba lleno. Marcó otra venta en la caja y dijo—: La sensación que yo tengo es que fueron gitanos.

—Gitanos —musité, pensando por fin empezamos, joder.

—Sí. Habían estado por aquí la semana anterior por la feria. Puede que alguno tuviera una furgoneta blanca.

—Puede —dije.

—¿Le pongo otra?

Volví la mirada al cartel y a los ojos que ya conocía.

—No, estoy servido.

—¿Usted qué opina?

No me di la vuelta. Me dolían el pecho y el estómago y la cerveza me ponía peor, recordándome que tenía que haber comido algo.

—No creo que encuentren nunca el cadáver —susurré.

Me daban ganas de volver a casa de los Ridyard y pedirles perdón. Pensé en Kathryn.

El camarero dijo:

—¿Cómo ha dicho?

—¿Tiene teléfono?

—Ahí —sonrió el camarero gordo señalando a mi codo.

Me importaba una mierda. Volví a darle la espalda.

Kathryn contestó al segundo timbrazo.

—Oye, respecto a lo de anoche, yo…

—Eddie, gracias a Dios. Hay una rueda de prensa en la comisaría de Wakefield a las tres.

—Estarás de coña, no me jodas. ¿Por qué?

—La han encontrado.

—Mierda.

—Hadden te ha estado buscando…

—¡Joder!

Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, salió corriendo del Huntsman.

Comisaría de policía de Wakefield, Wood Street, Wakefield.

2.59 p. m.

Un minuto antes de empezar.

Yo subo las escaleras y entro por una de las puertas; el comisario jefe Oldman entra por la otra.

El espectáculo de terror de la sala de prensa en silencio.

Oldman, flanqueado por dos policías de paisano, se sienta detrás de la mesa y el micrófono.

Enfrente, Gilman, Tom, Cara Nueva, y el CABRÓN DE JACK WHITEHEAD.

Eddie Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, al fondo, detrás de las luces y las cámaras de televisión, donde los técnicos hablan en susurros de puñeteros cables de televisión.

El cabrón de Jack Whitehead cubría mi puta historia. Los flashes de las cámaras se dispararon.

El comisario jefe Oldman, con aspecto de perdido, de ser un extraño en esta comisaría, en estos tiempos:

Pero aquéllos eran sus gentes, sus tiempos.

Tragó saliva y empezó a hablar:

—Caballeros, aproximadamente a las nueve treinta de esta mañana los trabajadores de Devil’s Ditch descubrieron el cadáver de una niña, aquí en Wakefield.

Tomó un trago de agua.

—El cadáver ha sido identificado como el de Clare Kemplay, que desapareció en Morley cuando volvía del colegio a su casa el jueves por la tarde.

Notas, toma notas, joder.

—Por el momento la causa real de la muerte no ha sido establecida. Sin embargo, se ha puesto en marcha una investigación en toda regla. Yo mismo dirigiré, esta investigación desde aquí, en Wood Street.

Otro trago de agua.

—Se ha realizado un examen médico preliminar y el doctor Alan Coutts, forense del Ministerio del Interior, se ocupará de comunicar los resultados de la autopsia esta noche en el hospital de Pinderfields.

Los compañeros miraban sus notas, comprobaban la ortografía.

—A estas alturas de la investigación, es la única información que puedo ofrecerles. No obstante, en nombre de la familia Kemplay y de todas las fuerzas metropolitanas de West Yorkshire, me gustaría recordar a todos los vecinos que si tienen la menor información, se pongan, por favor, en contacto con la comisaría de policía más cercana.

»Nos gustaría especialmente hablar con cualquier persona que se encontrara en las proximidades de Devil’s Ditch entre la media noche del viernes y las 6 a. m. Y hubiera visto algo, en particular coches aparcados. También hemos puesto en funcionamiento una línea telefónica directa para que los ciudadanos puedan llamar directamente al departamento de homicidios de Wakefield 3838. Todas las llamadas recibirán un trato de estricta confidencialidad. Gracias, caballeros.

Oldman se puso de pie levantando ya las manos para contener el aluvión de preguntas y flashes. Movió la cabeza lentamente de un lado a otro, mascullando disculpas que no creía, excusas que no podía utilizar, atrapado como el puto King Kong en la cima del Empire State.

Le observé, observé cómo sus ojos inspeccionaban la sala; el corazón me latía con fuerza, me dolía el estómago y leía en sus ojos:

MÍRAME YA.

Un golpe en el hombro, humo en la cara.

—Me alegro de que hayas podido venir, Primicias. El jefe te quiere ver lo antes posible.

Cara a cara con el cara de rata repeinado protagonista de mis peores pesadillas, el cabrón de Jack Whitehead; whisky en el aliento y una sonrisa en las fauces.

La panda pasaba a nuestro lado, corriendo en pos de sus teléfonos y sus coches, maldiciendo el momento.

El cabrón de Jack Whitehead me dedicó un gran guiño y un fingido puñetazo en la mandíbula.

—Al que madruga, ya sabes.

Joder.

Joder, joder, joder.

Vuelta a Leeds por la M1.

Joder, joder, joder.

A ambos lados, las enormes losas grises del sábado por la tarde se convertían en noche.

Joder, joder, joder.

Los ojos al acecho del Rover del cabrón de Jack Whitehead.

Busqué en el dial Radio Leeds:

«Hoy de madrugada, unos trabajadores han descubierto el cadáver de la desaparecida colegiala de Morley Clare Kemplay en un terreno baldío de Devil’s Ditch, Wakefield. En una rueda de prensa convocada en la comisaría de policía de Wood Street, el comisario jefe George Oldman inició la búsqueda del asesino con el objeto de animar a posibles testigos:

“En nombre de la familia Kemplay y de todas las fuerzas metropolitanas de West Yorkshire, me gustaría recordar a todos los vecinos…”».

Joder.

—Alguien te ha convencido. ¡Alguien te ha convencido, joder!

—Estás equivocado, y te agradecería que midieras tus palabras.

—Lo siento, pero sabes lo amigo que soy…

Las palabras volvieron a ser inaudibles y yo dejé de esforzarme por escuchar lo que estaban diciendo. La puerta del despacho de Hadden era más gruesa de lo que parecía y Steph la gorda, la secretaria, con su máquina de escribir, no colaboraba mucho.

Miré el reloj de mi padre.

El Dawsongate: dinero del gobierno local para vivienda privada; materiales deficientes en viviendas protegidas; cohechos por todas partes.

El dulce de Barry Gannon, su obsesión.

Steph la gorda dejó un momento su trabajo y sonrió comprensiva, como si pensara tú eres el siguiente.

Le devolví la sonrisa preguntándome si realmente le gustaría que Jack se la metiera por detrás.

La voz de Barry Gannon volvió a elevarse en el despacho de Hadden.

—Sólo quiero ir a su casa. Joder, ella no habría llamado si no quisiera hablar.

—Esa mujer no está bien. No es ético. No es correcto.

—¡Ético!

Joder. Aquello iba a durar toda la puta noche.

Me levanté, encendí otro cigarrillo y empecé a pasear de nuevo, murmurando:

—Joder, joder, joder.

Steph la gorda volvió a levantar la mirada, hasta la coronilla, pero ni la mitad que yo. Nuestros ojos se encontraron y ella regresó a su máquina de escribir.

Yo volví a mirar el reloj de mi padre.

Gannon discutía inútilmente con Hadden por el Dawsongate de los cojones, una mierda que a nadie le importaba un carajo ni le interesaba leer, excepto a Barry, mientras en la planta de abajo el cabrón de Jack Whitehead escribía el artículo más importante del año.

Una historia que todo el mundo quería leer.

Mi historia.

De repente se abrió la puerta y por ella salió Barry sonriendo. La cerró con suavidad y me guiñó un ojo:

—Me debes una.

Abrí la boca, pero él se llevó un dedo a los labios y se alejó silbando por el pasillo.

La puerta se abrió otra vez.

—Perdona por haberte hecho esperar. Pasa —dijo Hadden en mangas de camisa y con la piel enrojecida bajo su barba plata.

Le seguí, cerré la puerta y tomé asiento.

—¿Quería verme?

Bill Hadden se sentó detrás de su escritorio y sonrió como un puto Papá Noel.

—Quería cerciorarme de que no había resentimientos por lo de esta tarde. —Señaló un ejemplar del Post del domingo para recalcar sus palabras.

ASESINADA.

Eché un vistazo al titular negro, grueso y redondo y luego me detuve en la segunda línea, todavía más negra, gruesa y redonda:

POR JACK WHITEHEAD, REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO.

—¿Resentimientos? —dije sin saber muy bien si me estaba picando o aplacando, si me azuzaba o abrazaba.

—Bueno, espero que no tengas la sensación de que te han echado de la historia de mala manera. —La sonrisa de Hadden tenía algo blando.

Estaba acojonantemente paranoico, como si Barry hubiera dejado su propia paranoia chorreando por las puñeteras paredes del despacho. No tenía ni idea de por qué teníamos aquella conversación.

—O sea, ¿que no sigo con la historia?

—No. Nada de eso.

—Ya. Pero entonces no entiendo qué es lo que ha pasado esta tarde.

Hadden ya no sonreía.

—Tú no estabas aquí.

—Kathryn sabía dónde estaba.

—No podía dar contigo. Por eso mandé a Jack.

—Lo comprendo. Y ahora la historia es de Jack.

Hadden empezó a sonreír otra vez.

—No. Vais a cubrir la noticia juntos. No olvides que, en este periódico, Jack ha sido…

—Corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra durante veinte años. Lo sé. Me lo recuerda todos los días, joder. —Me sentía paralizado por el desánimo y el temor.

Hadden se puso de pie y, dándome la espalda, dirigió la mirada a un ennegrecido Leeds.

—Bueno, tal vez podrías escuchar con más atención lo que Jack tiene que decir.

—¿Eso qué significa?

—En fin, después de todo Jack ha establecido una excelente relación laboral con cierto comisario.

Irritado, contesté:

—Bueno, pues a lo mejor teníamos que habernos aprovechado de eso y, ya de paso, nombrar editor al puñetero Jack.

Hadden dejó de mirar por la ventana y sonrió, casi dejándolo pasar.

—No parece que se te dé muy bien establecer relaciones sanas, ¿verdad?

El pecho me dolía y latía con fuerza.

—¿Ha hablado George Oldman con usted?

—No. Pero Jack sí.

—Ya. Así que es eso —dije sintiéndome menos a oscuras, pero más dado de lado.

Hadden volvió a sentarse.

—Vamos a olvidarnos de eso. Es más culpa mía que de nadie. Hay una serie de asuntos diferentes de los que quiero que te ocupes.

—Pero…

Hadden levantó la mano.

—Mira, creo que los dos estamos de acuerdo en que tu pequeña teoría ha sido desmantelada totalmente por los acontecimientos de hoy, así que…

Adiós Jeanette, adiós Susan.

—Pero… —murmuré.

—Por favor —sonrió Hadden volviendo a alzar una mano—. Ya podemos olvidarnos del enfoque de las desapariciones.

—Estoy de acuerdo. Pero ¿qué hacemos con esto? —dije señalando el titular tirado sobre su escritorio—. ¿Qué pasa con Clare?

Hadden movía la cabeza con la mirada clavada en sus papeles.

—Espantoso.

Asentí, convencido de que había perdido.

—Pero es Navidad —dijo—, y, o se resuelve mañana o no se resolverá nunca. En cualquier caso, no va a durar mucho.

—¿No va a durar mucho?

—Por lo tanto, dejaremos que Jack se ocupe de la mayor parte.

—Pero…

La sonrisa de Hadden se desvanecía.

—De todas formas, tengo otro par de cosas para ti. Mañana, como favor personal, quiero que vayas a Castleford con Barry Gannon.

—¿Castleford? —se me hizo un agujero en el estómago y los pies tantearon el suelo, intentando calcular la profundidad.

—Barry tiene la idea de que Marjorie Dawson, la mujer de John Dawson, está dispuesta a recibirle y a corroborar todo lo que ha sacado a la luz sobre su marido. Creo que es algo bastante poco probable, dado el historial mental de la mujer, pero lo va a intentar de todas formas. Y le he pedido que te lleve con él.

—¿Por qué yo? —pregunté haciéndome el tonto de la manera más descarada, mientras pensaba que Barry tenía razón y que, si uno está paranoico, eso no significa que no tenga razones más que sobradas para estarlo.

—Bueno, si llegáramos a algún resultado, habría detenciones y juicios y todas esas cosas, y tú, como corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra de este periódico —Hadden sonrió—, estarías justo en el centro del meollo. Y, como un favor especial que te pido, quiero que te asegures de que Barry no se ponga hecho una fiera.

—¿Hecho una fiera?

Hadden miró el reloj y suspiró.

—¿Qué sabes de lo que ha estado haciendo Barry?

—¿El Dawsongate? Lo que sabe todo el mundo, imagino.

—¿Y tú qué piensas? Entre tú y yo. —Me estaba manejando, pero no tenía ni idea de hacia dónde, o de por qué.

Me dejé llevar.

—¿Entre usted y yo? Creo sin lugar a dudas que tiene una buena historia ahí. Sólo que me parece que está más en la línea del Construction Weekly que en la nuestra.

—Entonces pensamos lo mismo —sonrió Hadden; cogió un abultado sobre de papel manila y me lo alargó por encima de la mesa—. Aquí tienes todo el trabajo que Barry ha hecho y entregado al departamento legal hasta el momento.

—¿El departamento legal? —Me sentí como una estúpida cotorra.

—Sí. Y, francamente, los chicos de leyes creen que tendremos suerte si podemos imprimir una puñetera frase.

—Ya.

—No espero que te lo leas todo, pero Barry no aguanta a los ignorantes, así que…

—Me hago cargo —dije dando unas palmaditas al grueso sobre que tenía encima de la rodilla, ansioso de complacerle si eso significaba…

—Y por último, ya que estás metido en ello, quiero que hagas otro artículo sobre el Cazarratas.

Joder.

—¿Otro artículo? —profundidades desconocidas, el alma por el suelo.

—Muy popular. Tu mejor trabajo. Cantidad de cartas. Y ahora que esa vecina…

—¿La señora Sheard? —pregunté contra mi voluntad.

—Sí, esa misma. La señora Enid Sheard. Llamó por teléfono y dijo que estaba dispuesta a hablar.

—Por un precio.

Hadden frunció el ceño.

—Sí.

—Perra avariciosa.

Hadden pareció ligeramente molesto, pero continuó con la presión.

—Por eso se me ocurrió que, cuando hayáis acabado en Castleford, podrías pasarte a verla. Estaría bien para el suplemento del martes.

—Sí. De acuerdo. Pero, perdone, ¿qué pasa con Clare Kemplay? —Me salió de la desesperación y del fondo del vientre de un hombre que no tenía delante más que edificios en construcción y ratas.

Bill Hadden pareció momentáneamente sobresaltado por el tono lastimero de mi pregunta; luego decidió ponerse de pie y decir:

—No te preocupes. Como te he dicho, Jack defenderá el fuerte y me ha prometido que trabajará en equipo contigo. Tú habla con él.

—Me odia a muerte —dije negándome a levantarme e irme como si nada.

—Jack Whitehead odia a todo el mundo —dijo Bill Hadden abriendo la puerta.

Sábado, hora del té; abajo, la oficina felizmente tranquila, afortunadamente libre del cabrón de Jack Whitehead, el Post del domingo ya en la cama.

El Manchester United debía haber ganado, pero me importaba un carajo.

Yo había perdido.

—¿Has visto a Jack?

Kathryn esperaba sola en su mesa.

—Estará en Pinderfields, ¿verdad? En la autopsia.

—Joder. —Con la historia desbaratada, se multiplicaron las visiones: oleadas de ratas recorriendo kilómetros y kilómetros de edificios en construcción.

Me desmoroné en mi escritorio.

Alguien había dejado un ejemplar del Post del domingo encima de la máquina de escribir. No necesitaba a un puto detective de la tele para deducir quién.

ASESINADA. POR JACK WHITEHEAD, REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO.

Lo cogí.

Unos trabajadores de Devil’s Ditch, Wakefield, encontraron a primera hora de la mañana de ayer el cadáver desnudo de Clare Kemplay, de nueve años.

Un primer examen médico no logró determinar la causa exacta de la muerte; sin embargo, el comisario jefe George Oldman, el hombre que ha dirigido la búsqueda de la niña, abrió de inmediato una investigación de asesinato.

Se espera que el doctor Alan Coutts, forense del Ministerio del Interior, comunique los resultados de la autopsia a última hora de la tarde del sábado.

Nadie había vuelto a ver a Clare desde la hora de la cena del jueves, cuando desapareció de camino a su casa volviendo del Centro de Enseñanza Primaria y Secundaria de Morley Grange. Su desaparición disparó una de las búsquedas policiales más intensas que se hayan visto en la comarca, en la que cientos de ciudadanos se unieron a la policía para rastrear Morley y los territorios adyacentes.

Inicialmente, las investigaciones policiales se están concentrando en las personas que pudieran haber estado en las proximidades de Devil’s Ditch entre la media noche del viernes y las seis de la mañana del sábado. A la policía le interesaría en especial hablar con alguien que hubiera advertido la presencia de coches aparcados en la zona durante esas horas. Las personas que dispongan de información pueden ponerse en contacto con la comisaría de policía más cercana o llamar al número directo del departamento de homicidios de Wakefield 3838.

Los señores Kemplay y su hijo están recibiendo el consuelo de sus vecinos y familiares.

Si hay sangre, a primera plana.

—¿Cómo te fue con Hadden? —Tenía a Kathryn junto a mi escritorio.

—¿Tú qué coño crees? —le solté mientras me frotaba los ojos, necesitado de un poco de comprensión.

Kathryn contuvo las lágrimas.

—Barry me ha encargado que te diga que te recogerá mañana a las diez. En casa de tu madre.

—Mañana es domingo, joder.

—Bueno, pues vas tú y se lo dices a Barry. Yo no soy tu puta secretaria. Yo también soy periodista, joder.

Me levanté y salí de la oficina, temiendo que pudiera entrar alguien.

En la sala de estar el Beethoven de mi padre sonaba muy alto; no me atrevía a ponerlo más.

En el cuarto de atrás mi madre tenía la tele todavía más alta: bailes de salón y salto ecuestre.

Malditos caballos.

En la casa de al lado, los ladridos atronaban.

Malditos perros.

Eché lo que quedaba del escocés en el vaso y recordé los tiempos en que realmente quería ser un puto policía, pero me cagaba de miedo de sólo pensar en intentarlo.

Malditos guripas.

Me bebí casi la mitad del vaso y recordé todas las novelas que quería escribir, pero me cagaba de miedo de sólo pensar en intentarlo.

Maldita rata de biblioteca.

Me sacudí un pelo de gato de los pantalones, unos pantalones que había hecho mi padre, uno pantalones que nos sobrevivirían a todos. Me quité otro pelo.

Malditos gatos.

Me tragué lo que quedaba de escocés en el vaso, desabroché los cordones de los zapatos y me puse de pie. Me quité los pantalones y la camisa. Hice con la ropa una pelota arrugada y se la lancé al puto Ludwig, al fondo del cuarto.

Me volví a sentar en camiseta, con mis calzoncillos blancos, y cerré los ojos, cagado de miedo de enfrentarme a Jack Whitehead.

Cagado de miedo de luchar por mi propia historia.

Cagado de miedo de pensar siquiera en intentarlo.

Maldito gallina.

No oí entrar a mi madre.

—Alguien te llama por teléfono, cariño —dijo echando las cortinas de la sala.

—Edward Dunford al habla —dije al teléfono del pasillo mientras me abrochaba los pantalones y miraba el reloj de mi padre.

11.35 p. m.

Un hombre:

—¿Un sábado por la noche es buen momento para dar un paseo?

—¿Quién es?

Una risa sofocada, y luego:

—No le hace falta saberlo.

—¿Qué quiere?

—¿Le interesa el mundo de los gitanos?

—¿Qué?

—¿Furgonetas blancas y gitanos?

—¿Dónde?

—La salida de Hunslet Beeston de la M1.

—¿Cuándo?

—Ya llega tarde.

La línea quedó muda.