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—Los frenos fallaron. Y él salió disparado directamente a la trasera de la furgoneta. ¡Bang! —Gilman estrelló el puño cerrado contra la palma abierta.
—La furgoneta llevaba cristales de ventana, ¿no? —murmuró Cara Nueva, sentado al lado de Tom.
—Sí. Tengo entendido que uno de los cristales le cortó la cabeza —dijo Otra Cara Nueva detrás de nosotros.
Todos dijimos:
—Joder.
16 de diciembre de 1974.
Comisaría de policía de Wakefield, Wood Street, Wakefield.
Lo de siempre:
Un compañero muerto y una niña asesinada.
Miré el reloj de mi padre el día de peor lluvia y el peor lunes de toda mi vida.
Casi eran las diez.
Estábamos en el Parthenon, en lo alto de Westgate, tomábamos café y tostadas y contemplábamos cómo las ventanas se llenaban de vaho y caía la lluvia.
Hablando de Barry.
A las nueve y media corrimos bajo la lluvia, tapándonos la cabeza con los periódicos de la competencia hasta llegar a la comisaría de Wood Street para asistir al tercer round del partido.
Gilman, Tom y yo, en la segunda fila porque les importábamos una mierda. Los de nacional en la primera. Caras conocidas del pasado que me trataban con frialdad. Y yo pasando de todo. O de casi todo, en cualquier caso.
—¿Qué cojones estaba haciendo en Morley? —preguntó Gilman otra vez moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Ya sabes cómo es Barry, probablemente buscaba a Lucky —sonrió Tom el de Bradford.
Una manaza cayó sobre mi hombro.
—Borracho como un piojo, es lo que yo he oído.
Todos se dieron la vuelta.
El cabrón de Jack Whitehead sentado justamente detrás de mí.
—Vete a tomar por culo —dije en voz baja sin volverme.
—Y buenos días a ti también, Primicias. —Aliento de whisky en la nuca.
—Buenos días, Jack —saludó Tom el de Bradford.
—Os habéis perdido un gran panegírico esta mañana. Cuando Bill terminó no quedaba ni un ojo seco en la oficina. Ha sido muy conmovedor.
—¿De verdad? Eso… —dijo Tom.
Jack Whitehead se acercó a mi oído pero no bajó la voz.
—Y además te podías haber ahorrado un viaje, Primicias.
No moví los ojos del frente.
—¿Qué?
—El señor Hadden quiere que vuelvas a la base, Primicias. Ya sabes: ahora mismo, de inmediato, etcétera.
Sentía la sonrisa de Jack detrás de mí, me taladraba la nuca.
Me levanté sin mirar ni a Gilman ni a Tom.
—Voy a llamarle.
—Sí, llámale. Ah, y, Primicias…
Me giré y miré a Jack en su asiento.
—La policía te busca.
—¿Qué?
—Me han dicho que estuviste bebiendo con Barry.
—Vete a la mierda.
—Tengo testigos. ¿Cuántas tomasteis?
—No me jodas.
—Sí —Jack hizo un guiño recorriendo la sala con la mirada—. Parece que has estado donde debías estar justo en el momento oportuno. Por una vez.
Pasé por delante de Tom y me dirigí rápidamente al extremo de la fila.
—Ah, y, Primicias…
No quería darme la vuelta otra vez. No quería volver a ver aquella sonrisita de mierda. No quería decir «¿Qué?».
—Enhorabuena.
—¿Qué? —repetí, atrapado entre las piernas de los gacetilleros y las sillas.
—Lo que el Señor te quita con una mano, te lo da con la otra.
Yo era la única persona de pie en toda la sala, aparte de los técnicos y los polis, y el único que repetía «¿Qué?».
—Ya sabes, el alegre sonido de los primeros pasitos.
—¿De qué cojones estás hablando?
Todos los presentes nos miraban alternativamente a Jack y a mí.
Jack se llevó las manos detrás de la cabeza y soltó su mejor carcajada teatral a la galería.
—No me digas que he desvelado una primicia de Primicias.
Toda la sala sonreía con Jack.
—Tu novia, Dunston.
—Dunford —corregí involuntariamente.
—Lo que sea —dijo Jack.
—¿Qué le pasa?
—Le ha dicho a Stephanie que esta mañana se encontraba algo pachucha. Pero que es algo a lo que va a tener que acostumbrarse.
—¿Estás de cachondeo? —dijo Tom el de Bradford.
Gilman miraba al suelo y movía la cabeza de un lado a otro.
Yo, inmóvil, Edward Dunford, Muerto de Vergüenza para el norte de Inglaterra, con todos los ojos, locales y nacionales, pendientes de mí.
—¿Y? —pregunté débilmente.
—Espero que hagas de ella una mujer decente.
—¡Decente! ¿Qué cojones sabrás tú de decencia?
—Ese genio…
—Vete a tomar por culo. —Seguí avanzando por la fila. Tardé un siglo en llegar al final. Lo justo para que Jack arrancara otra carcajada.
—No sé qué pasa con los jóvenes de hoy.
Toda la sala sonreía y reprimía risitas tontas.
—Creo que a la señora Whitehouse[10] no le falta razón.
Toda la sala reía con Jack.
—Esta permisiva sociedad de mierda, ése es el problema. Yo estoy con Keith Joseph.[11] ¡Hay que esterilizarlos a todos!
Toda la sala rió a carcajadas.
Cien años después llegué al final de la fila y salí al pasillo. Jack Whitehead gritó:
—Y no olvides entregarte.
Toda la sala rugió de risa.
Pasé por delante de los policías que se hacían guiños y los técnicos que se daban codazos y llegué al fondo de la sala.
Tenía ganas de morirme.
Se oyó un golpe.
Toda la sala guardó silencio.
La puerta lateral de la sala se cerró de golpe.
Me di la vuelta.
El comisario jefe George Oldman y dos hombres más, vestidos de traje, hicieron su entrada.
Volví mi cara enrojecida para echar una última mirada.
Oldman había envejecido otros cien años.
—Gracias por venir, caballeros. Vamos a ser muy breves, ya que todos ustedes saben dónde preferiríamos estar. El caballero de mi derecha es el doctor Coutts, el forense del Ministerio del Interior, quien ha efectuado la autopsia. A mi izquierda, el inspector jefe Noble quien, con mi colaboración, va a dirigir la búsqueda del asesino o asesinos de la pequeña Clare Kemplay.
El inspector jefe Noble me miraba a mí directamente.
Sabía lo que se me venía encima y ya había tenido bastante para que me durara toda una vida.
Salí de la sala por las puertas dobles.
—¿Dicen que Barry estaba borracho?
La lluvia corría dentro de la cabina y formaba un charco alrededor de mis zapatos. Desde el otro lado de la calle, observé a través del cristal sucio las luces amarillas de la comisaría de Wood Street.
Al teléfono Hadden parecía desanimado.
—Eso es lo que dice la policía.
Rebusqué en los bolsillos.
—Eso es lo que también dice Jack.
En medio del charco, con los zapatos empapados, malabares con la caja de cerillas, el cigarrillo y el teléfono.
—¿Cuándo vas a volver a la oficina?
Conseguí encender el cigarrillo.
—Esta tarde, cuando pueda.
Una pausa, y luego:
—Necesito hablar contigo.
—Por supuesto.
Una pausa más larga y luego, por fin:
—¿Qué pasó ayer, Eddie?
—Fui a ver a Enid Sheard. Tenía la llave de la casa de los Goldthorpe, la muy perra.
Hadden, a más de cien kilómetros, dijo:
—¿De veras?
—Sí, pero necesito hacer unas fotos. ¿Puede decirle a Richard o a Norman que vayan? Los esperaré allí.
—¿Cuándo?
Consulté el reloj de mi padre.
—Como a las doce. Y tal vez sería conveniente que alguien llevara el dinero.
—¿Cuánto?
Perdí la mirada en Wood Street, más allá de la comisaría de policía; las nubes negras convertían la mañana en anochecer.
Respiré profundamente con una punzada en el pecho.
—Quiere doscientas, la perra avariciosa.
Silencio.
Después:
—Eddie, ¿qué pasó ayer?
—¿Qué?
—¿Qué pasó con la señora Dawson?
—Yo no llegué a verla.
Con voz airada Hadden dijo:
—Pero te pedí concretamente…
—Me quedé en el coche.
—Pero te pedí…
—Ya, ya lo sé. Barry pensó que la pondría más nerviosa. —Tiré el cigarrillo en el charco que rodeaba mis pies y casi me creí a mí mismo.
Hadden, al teléfono, parecía poco convencido.
—¿De verdad?
El cigarrillo siseó en el agua sucia.
—Sí.
—¿A qué hora volverás?
—Entre las dos y las tres.
—Necesito verte.
—Ya lo sé.
Colgué.
Vi salir corriendo de la comisaría a Gilly y a Tom y toda la pandilla, cubriéndose la cabeza con las chaquetas, de vuelta a sus coches y a sus despachos con sus cálidas luces amarillas.
Me puse la chaqueta encima de la cabeza y me preparé para echar una carrera.
Habían pasado treinta minutos y el Viva apestaba a beicon.
Bajé la ventanilla y contemplé Brunt Street, Castleford.
Tenía los dedos grasientos del sándwich.
La luz de la sala de estar del número 11 estaba encendida y se reflejaba en el pavimento mojado y negro de la calle.
Di un gran sorbo de té caliente y dulce.
La luz se apagó y se abrió la puerta roja.
Paula Garland salió de la casa bajo un paraguas floreado. Cerró la puerta con llave y cruzó la calle en dirección al Viva.
Subí el cristal de la ventana y me deslicé hacia abajo en el asiento. Pude oír sus altas botas marrones. Cerré los ojos, tragué saliva y me pregunté qué cojones le iba a decir.
Las botas se acercaron y se alejaron hacia la otra acera de la calle.
Me incorporé y miré por la ventana de atrás.
Las botas marrones, la gabardina beige y el paraguas floreado doblaron la esquina y desaparecieron.
Barry Gannon dijo una vez algo parecido a «Todos los edificios imponentes son como crímenes».
En 1970, según las notas que Hadden me había entregado, John Dawson había diseñado y construido su Shangrila con una gran acogida tanto de la comunidad de arquitectos como del público general. Todas las televisiones, los periódicos y las revistas habían sido invitados a visitar el interior, igualmente suntuoso, del que dieron testimonio en sumisos desplegables de dos páginas. Se calculaba que el coste del gigantesco bungalow había sobrepasado el medio millón de libras y era un regalo del arquitecto más célebre de la Gran Bretaña de posguerra a su mujer con ocasión de sus bodas de plata. Bautizado como la mítica ciudad de la película favorita de Marjorie, Horizontes perdidos, Shangrila había encendido la imaginación del gran público británico.
Por poco tiempo.
Mi padre solía decir: «Si quieres conocer al artista, fíjate en su arte».
Normalmente, cuando decía eso, estaba pensando en el futbolista Stanley Matthews o en el jugador de cricket Don Bradman.
Recordé vagamente que mis padres hicieron una excursión especial a Castleford en el Viva. Me los imaginaba durante el trayecto, charlando de vez en cuando, pero, sobre todo, escuchando la radio. Probablemente aparcaron al comienzo de la entrada de coches y contemplaron Shangrila a través de las ventanillas. ¿Llevaban unos sándwiches y un termo? Joder, espero que no lo hicieran. No, probablemente pararon en Lumbs a tomar un helado de vuelta a Ossett. Imaginé a mis padres sentados en el coche aparcado en Barnsley Road, comiéndose el helado en silencio.
Al volver a casa mi padre seguramente se pondría a escribir su crítica de Shangrila. Habría ido a ver Town el día anterior, si estaban en casa, y habría escrito sobre eso antes de dar su opinión sobre Shangrila y el señor John Dawson.
En 1970 Fleet Street estaba todavía a un año de distancia, y yo, en mi piso con vistas al mar de Brighton, leía la carta semanal del norte que las chicas del sur llamadas Anna y Sophie encontraban tan encantadora y la tiraba a la papelera sin acabar de leerla, agradeciendo a Dios bendito que los Beatles hubieran salido de Liverpool y no de Lambeth, joder.
En 1974 estaba el mismo coche, al comienzo de la misma entrada de coches, y contemplaba a través de la lluvia el mismo bungalow inmenso y descolorido, mientras deseaba como loco haber leído la opinión de mi padre sobre Shangrila y John Dawson.
Abrí la puerta del coche, me eché la chaqueta encima de la cabeza y me pregunté por qué cojones había ido hasta allí.
Había dos coches en el paseo de entrada, un Rover y un Jaguar, pero nadie atendió a la puerta.
Apreté el timbre una vez más y recorrí el jardín con la mirada, bajo la lluvia, desde el estanque hasta el Viva aparcado en la carretera. Creí ver dos o tres peces gigantescos de un naranja brillante en el estanque. Me pregunté si les gustaría la lluvia, si cambiaría en algo sus vidas.
Me volví en un último intento de llamar al timbre y me encontré frente a frente con el rostro poco amigable de un hombre corpulento, bronceado y vestido para jugar al golf.
—¿La señora Dawson está en casa por casualidad?
—No —respondió el hombre.
—¿Sabe usted cuándo volverá?
—No.
—¿Sabe usted cuándo podría localizarla?
—No.
—¿El señor Dawson está en casa?
—No.
Reconocí aquella cara a duras penas.
—Bueno, no quiero entretenerle más, señor Foster. Gracias por su ayuda.
Di la vuelta y me alejé.
A mitad del paseo me volví y distinguí un leve movimiento en una cortina. Doblé hacia el parterre y caminé sobre la suave hierba hasta el estanque. Las gotas de lluvia trazaban hermosos dibujos en la superficie. Dentro, los peces naranjas estaban muy quietos.
Contemplé una vez más Shangrila bañado por la lluvia. Los blancos pisos redondeados parecían una estructura de conchas de ostra o el Teatro de la Ópera de Sidney de los cojones. Y entonces recordé la opinión de mi padre sobre Shangrila y John Dawson:
Shangrila parecía un cisne dormido.
Mediodía.
Willman Close, Pontefract.
Unos nudillos golpearon la ventanilla cubierta de vaho del Viva. Volví a la realidad de golpe y bajé el cristal.
Paul Kelly metió la cabeza en el coche.
—¿Qué me dices de Barry? Hostia puta, ¿eh? —Le faltaba el resuello y no llevaba paraguas.
—Sí —dije.
—Me han dicho que le cortó la cabeza de un tajo.
—Eso es lo que dicen.
—Toma ya. Y en el puto Morley, ¿eh?
—Sí, desde luego.
Paul Kelly sonrió.
—Aquí apesta, tío. ¿Qué cojones has estado haciendo?
—He comido un sándwich de beicon. Ten cuidado. —Mientras lo decía, subí la ventanilla, aunque no del todo, y salí del coche.
Joder.
Paul Kelly, fotógrafo. Primo del famoso John y de su hermana Paula.
La lluvia estaba arreciando y con ella mi puta paranoia: ¿Por qué Kelly y no Dicky o Norm?
¿Por qué hoy?
¿Coincidencia?
—¿Cuál es?
—¿Eh? —pregunté cerrando la puerta del coche y poniéndome la chaqueta por la cabeza.
—La casa de los Goldthorpe. —Kelly miraba los chalets—. ¿Cuál de ellos es?
—El número 6. —Llegamos por el camino hasta las casas del fondo.
Kelly sacó una inmensa cámara japonesa de la bolsa.
—Entonces, ¿la bruja vive en el 5?
—Sí. ¿Te ha dado Hadden el dinero que pide?
—Sí —contestó Kelly protegiendo la cámara debajo de la chaqueta.
—¿Cuánto?
—Doscientas.
—¿En efectivo?
—Sí —sonrió Kelly dándose unos golpecitos en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Vamos a medias? —le pregunté al tiempo que llamaba a la puerta de cristal.
—A mí me va bien, señor —dijo Kelly mientras se abría la puerta.
—Buenos días, señora Sheard.
—Buenas tardes, señor Dunford y…
—Señor Kelly —dijo el señor Kelly.
—Una hora mucho más civilizada, ¿no le parece, señor Dunford? —Enid Sheard sonreía a Paul Kelly.
—Así lo creo —dijo Kelly devolviendo la sonrisa.
—¿Les apetecería una taza de té, caballeros?
Me apresuré a contestar.
—Gracias, pero me temo que vamos algo apurados de tiempo.
Enid Sheard frunció los labios.
—Entonces, síganme por aquí, caballeros.
Nos condujo por el pasaje entre los dos bungalows. Al llegar a la puerta de la cocina del número 6, Kelly dio un brinco, sobresaltado por los repentinos ladridos que salían del número 5.
—Hamlet —dije.
—¿Y mi dinero, señor Dunford? —inquirió Enid Sheard apretando la llave.
Paul Kelly le entregó un sencillo sobre de papel marrón.
—Cien libras en efectivo.
—Gracias, señor Kelly —dijo Enid Sheard, y se metió el dinero en el bolsillo del delantal.
—Un placer —dije.
Abrió la cerradura de la puerta de atrás del número 6 de Willman Close.
—Voy a poner agua a hervir. Ustedes, caballeros, llamen a la puerta cuando hayan terminado.
—Gracias. Es muy amable —dijo Kelly mientras entrábamos.
Le cerré la puerta en las narices.
—Tienes que andarte con mucho cuidadito. Si le enciendes el motor sexual, espero que sepas cómo apagarlo —reí.
—Y tú sabes de lo que hablas —dijo Paul sumándose a mi risa hasta que, de pronto, se puso serio.
Dejé de reír al ver la vela en el escurrido y acordarme de la Guía de los canales del norte, y preguntarme dónde coño estaría.
En casa de Kathryn.
—La guarida del Cazarratas —susurró Kelly.
—Sí. No es gran cosa, ¿verdad?
—¿Cuántas quieres? —Kelly fijaba un flash a una de sus cámaras.
—Supongo que un par de cada habitación y algunas más del cuarto de estar.
—¿Un par de cada habitación?
—Bueno, entre tú y yo, estoy pensando en escribir un libro sobre esto, voy a necesitar unas cuantas fotos. Si te interesa, te puedo meter en el proyecto.
—¿Sí? Gracias, Eddie.
Me quedé en la sombra mientras Kelly iba de la cocina al hall y hasta la puerta del dormitorio de Mary Goldthorpe.
—¿O sea que éste es el cuarto de la mujer?
—Sí —confirmé pasando por delante de Kelly.
Me acerqué a la cómoda y abrí el cajón superior derecho. Revolví entre las bragas hasta que di con lo que estaba buscando. Colgué una media solitaria en el borde del cajón y me odié por tener los santos cojones.
—Magia —Kelly disparó en cuanto me quité de delante.
Me quedé mirando al jardín de atrás y a la lluvia y pensé en mi propia hermana.
—¿Crees que estaban haciéndolo?
—Probablemente. —Volví a dejar la media en su sitio y cerré el cajón de la ropa interior de Mary Goldthorpe.
—Cerdos cabrones.
Le enseñé el camino al dormitorio de Graham. Cogí un libro de la estantería y lo abrí.
—Intenta sacar una buena de esto —dije señalando la pegatina con el búho y la amenaza que iba con él.
—Este libro pertenece a Graham y Mary Goldthorpe. No lo robe o será perseguido y ejecutado —leyó Kelly—. Hostia puta.
—Saca también la estantería y todo eso.
—Una lectura realmente absorbente —rió Kelly.
Crucé el pequeño hall a oscuras y abrí la puerta que daba al cuarto de estar.
Lo primero que vi fue la chimenea.
Kelly entró detrás de mí, el flash de la cámara relampagueaba sin cesar en la salita sombría.
—¿Aquí fue donde lo hicieron?
—Sí.
Desnuda y estrangulada.
—En la chimenea, ¿verdad?
—Sí.
Colgada en la chimenea.
—Entonces también querrás unas cuantas de esto.
—Sí.
La pistola en la boca.
—Te pone la piel de gallina, joder.
—Sí —dije al espacio por encima del hogar.
El dedo en el gatillo.
—¿Por qué lo haría?
—Ni puta.
Kelly bufó.
—Tienes que haberte hecho alguna idea, llevas viviendo con esta historia desde sabe Dios cuándo.
—La policía suponía que porque odiaba el ruido. Quería silencio.
—Bueno, pues eso desde luego lo ha conseguido.
—Sí.
Kelly seguía haciendo fotos, disparando estrellas blancas por toda la sala.
También el marido de Paula se había pegado un tiro.
—Uno se pregunta por qué se molestan en hacer chimeneas en los tiempos que corren —dijo Kelly sin dejar de disparar.
—Tienen su utilidad.
—Si eres el Papá Noel de los cojones, sí.
—¿Y el estilo? —sugerí.
—Éstos sí que tienen estilo. ¿Recuerdas todo el alboroto que se armó?
—¿Con qué?
—Con estos bungalows.
—No.
Kelly se puso a cambiar el carrete de película.
—Ah, sí, menudo escándalo. Lo recuerdo porque queríamos que los abuelos Kelly compraran uno de éstos o uno de los de Castleford.
—No te sigo.
—Se suponía que eran residencias para mayores, por eso eran todo bungalows. Pero las autoridades de los cojones las vendieron a cualquiera. Te diré una cosa; los Goldthorpe tenían que tener bastante pasta.
—¿Cuánto costaban?
—No me acuerdo. No eran superbaratos, eso sí te lo puedo decir. Diseñados por el puñetero John Dawson. Pregúntale a la vieja de al lado. Apuesto a que ella es capaz de decirte lo que costaron exactamente.
—¿John Dawson diseñó estos chalets?
—Sí, el colega de Barry. Mi padre cree que eso fue lo que dio a la corporación la idea de sacarlos al mercado, todo el revuelo que se montó sobre su obra.
—Joder.
—Era una de las cosas que Barry no dejaba de recordar. Fue muy irregular, eso lo sabía todo el mundo en su momento.
—No lo sabía.
—Bueno, si aquí ya era agua pasada, me imagino que en el sur no tuvo la menor relevancia.
—No, supongo que no. ¿Cuándo se construyeron?
—Hace cinco o seis años. Casi al tiempo que… —Kelly dejó la frase sin acabar. Yo sabía a qué se refería.
Seguimos en la sala fría y oscura envueltos en repentinos estallidos de luz sin decir nada hasta que terminó.
—Hala, ya tienes lo que querías, si es que no se te ha ocurrido algo más —dijo Kelly mientras revisaba la bolsa de las cámaras.
—¿Te parece que hagamos un par del exterior? —dije mirando hacia la lluvia.
Un coche giraba en la calle.
Kelly echó un vistazo por la ventana de la fachada.
—Puede que tenga que volver un día que haga mejor, pero lo intentaré.
El coche se detuvo delante de la casa.
—Mierda —dije.
—Joder —dijo Kelly.
—Sí —apostillé al ver que dos agentes de policía se bajaban del coche azul y blanco.
Los dos policías se acercaban por el paseo de entrada justo cuando nosotros salíamos de la casa. Uno era alto y con barba, el otro bajo y con la nariz grande. Podían haber sido la pareja cómica de cualquier espectáculo, salvo porque nadie se reía y tenían pinta de ser un par de cabrones.
En la casa de al lado, Hamlet se puso a ladrar y el agente bajo soltó una maldición. Kelly cerró la puerta cuando salimos. No se veía ni rastro de Enid Sheard. Estaba lloviendo a mares y no teníamos dónde escondernos.
—¿Qué pasa, chavales? —preguntó el poli alto con barba.
—Trabajamos para el Post —dije mirando a Kelly.
El policía bajo sonreía.
—¿Y qué cojones significa eso?
Busqué algún tipo de credencial en la chaqueta.
—Estamos trabajando en un artículo.
—No jodas —dijo otra vez el bajo sacando su libreta y levantando la mirada al cielo.
—Es verdad —intervino Kelly, más rápido con el carnet de prensa.
El alto cogió los carnets mientras el otro copiaba los datos.
—¿Y cómo habéis entrado en la casa, chavales?
El bajo no me dejó contestar.
—Venga, joder —dijo—. Abre la puerta, ¿quieres? No quiero quedarme como un pollo mojado. —Arrancó la hoja empapada por la lluvia que había intentado escribir y la arrugó.
—No puedo —dije.
El alto había dejado de sonreír.
—Claro que puedes y lo vas a hacer, joder.
—Es una cerradura Yale. No tenemos la llave.
—O sea que eres el Papá Noel de los cojones, ¿verdad? ¿Cómo coño habéis entrado?
Me la jugué y dije:
—Alguien nos dejó entrar.
—Deja de hacer el gilipollas. ¿Quién cojones os ha dejado entrar?
—El administrador familiar de los Goldthorpe —dijo Kelly.
—¿Quién es…?
Intenté no parecer demasiado satisfecho.
—Edward Clay e Hijo, Towngate, Pontefract.
—Listo de los cojones —escupió el alto.
—Toma; no estarás emparentado con Johnny Kelly, ¿verdad? —preguntó el policía bajo mientras nos devolvía los carnets.
—Es mi primo segundo.
—Joder, vosotros los irlandeses os reproducís como puñeteros conejos.
—Ha salido por patas, ¿no? Se ha esfumado como lord Lucan.
Kelly se limitó a decir:
—No lo sé.
El policía más alto señaló la carretera con un movimiento de cabeza.
—Será mejor que te largues y le encuentres antes del próximo domingo, ¿no crees?
—Tú no, Papá Noel —dijo el bajo empujándome el pecho.
Kelly se dio la vuelta. Le lancé las llaves del Viva. Él se encogió de hombros y trotó hacia el coche dejándonos a los tres de pie en la puerta de atrás, bajo la lluvia que chorreaba del tejado del bungalow; Hamlet ladraba y nosotros esperábamos a que alguien dijera algo.
El bajo se tomó su tiempo para guardar la libreta de notas. El alto se quitó los guantes, estiró los dedos, se chascó los nudillos y volvió a ponerse los guantes. Yo me balanceaba sobre los talones, con las manos en los bolsillos y la lluvia goteando por la nariz.
Tras un par de minutos de aquella mierda, dije:
—¿Y qué?
El poli alto levantó de pronto los dos brazos y me empujó hacia atrás contra la puerta. Cerró una de sus manos enguantadas alrededor de mi cuello y me aplastó la cara contra la pintura con la otra. Mis pies no tocaban el suelo.
—No vayas a molestar a gente que no quiere que la molesten —me susurró al oído.
—No está bien —siseó el bajo, de puntillas para ponerse a un centímetro de mi cara.
Esperé con el estómago en tensión a que llegará el puñetazo.
Una mano se cerró alrededor de mis pelotas y las acarició suavemente.
—Tendrías que buscarte un hobby.
El bajo me apretó los cojones con la mano.
—La observación de aves, ésa sí que es una afición bonita y tranquila.
Un dedo empujaba los pantalones abriéndose camino hacia mi ojete.
Me dieron ganas de vomitar.
—O la fotografía. —Me soltó las pelotas, me dio un beso en la mejilla y se alejó silbando We Wish You a Merry Christmas and a Happy New Year. Hamlet empezó a ladrar otra vez.
El poli alto me apretó la cara contra la puerta con más fuerza.
—Y recuerda, el Gran Hermano te vigila.
Se oyó sonar la bocina de un coche.
Me dejó caer al suelo.
—Siempre.
La bocina sonó otra vez. Tosiendo, de rodillas bajo la lluvia, vi cómo las botas de puntera de acero del número 45 se alejaban por el camino y entraban en el coche patrulla.
Los neumáticos giraron y botas y coche desaparecieron.
Oí abrirse una puerta, los ladridos de Hamlet se hicieron más fuertes.
Me puse de pie y crucé corriendo el paseo frotándome el cuello y agarrándome las pelotas.
—¡Señor Dunford! ¡Señor Dunford! —gritó Enid Sheard. Kelly había puesto en marcha el Viva. Abrí la puerta del copiloto y me metí dentro.
—Joder —dijo Kelly pisando el acelerador.
Me volví con las pelotas y la cara aún ardiendo y vi a Enid Sheard gritando como una loca al otro lado de Willman Close.
—No vayas a molestar a gente que no quiere que la molesten.
—No es mal consejo, ¿sabes?
—¿Qué quieres decir? —pregunté sabiendo muy bien lo que quería decir.
—Anoche hablé con nuestra querida Paula. Estaba muy mosqueada, ¿sabes?
—Lo sé, perdona —dije sin despegar la vista del coche de delante y me pregunté por qué habría esperado hasta ese momento.
—Me podías haber preguntado a mí primero.
—No lo sabía. La idea fue más de Barry que mía.
—No digas eso, Eddie. No está bien.
—No, de veras. No tenía ni idea de que era pariente tuya. Yo…
—Estabas haciendo tu trabajo, lo sé. Pero es que, ya sabes, ninguno de nosotros ha conseguido superarlo del todo. Y luego el rollo de esa otra chica ha hecho que volvamos a revivirlo.
—Lo sé.
—Y encima toda esta mierda con Johnny. Parece que no va a acabar nunca.
—Entonces, ¿tú no has oído nada?
—No, nada.
—Lo siento, Paul —dije.
—Sé que todo el mundo cree que será por alguna chica o que estará corriéndose una de sus juergas, pero no sé qué pensar. Espero que sea eso.
—Pero ¿tú no lo crees?
—Johnny fue el que peor lo pasó, ¿sabes?, después de Paula y Geoff. Adora a los críos. Bueno, él mismo no es más que un chiquillo enorme. Adoraba de verdad a nuestra Jeanie.
—Lo sé. No quería decirlo, pero…
No quería escucharlo.
—¿Dónde crees que está Johnny?
Kelly me miró.
—Si lo supiera, no estaría llevándote en el coche de acá para allá como si fuera tu puto chófer, ¿no te parece? —Intentaba sonreír, pero no le salía.
—Lo siento —dije por enésima vez.
Miré por la ventanilla los campos parduzcos con sus solitarios árboles parduzcos y los escuálidos setos parduzcos. Estábamos llegando al campamento gitano.
Kelly encendió la radio y los Bay City Rollers cantaron brevemente All of Me Loves All of You hasta que la volvió a apagar.
Vi por detrás de Kelly las caravanas carbonizadas que pasaban a toda velocidad e intenté pensar en algo que decir.
Ninguno de los dos abrió la boca hasta que estuvimos en Leeds y aparcamos debajo de los arcos cercanos al edificio del Post.
Kelly apagó el motor y sacó la cartera.
—¿Qué quieres que hagamos con esto?
—¿A medias?
—Sí —dijo Kelly contando los billetes de diez.
Me entregó cinco.
—Gracias —dije yo—. ¿Qué le ha pasado a tu coche?
—Hadden me dijo que cogiera el autobús. Que tú volvías aquí y que podías traerme.
Joder, pensé. Seguro que sí.
—¿Por qué lo preguntas?
—Nada —dije—. Por preguntar.
—Vivimos en la Gran Era del Periodismo de Investigación y Barry Gannon ha sido uno de los hombres que ha contribuido a crearla. Donde veía injusticia, exigía justicia. Donde veía mentiras, buscaba la verdad. Barry Gannon hacía grandes preguntas a los grandes hombres porque estaba convencido de que el Gran Público Británico merecía conocer la Gran Verdad.
»Barry Gannon dijo una vez que la verdad sólo puede hacernos más ricos. Para todos los que buscamos esa verdad, su muerte prematura nos ha dejado mucho más pobres.
Bill Hadden, empequeñecido y exhausto detrás de su mesa de escritorio, se quitó las gafas y levantó la mirada. Asentí con la cabeza, pensando que Barry Gannon había dicho muchas cosas animado por las cervezas, entre ellas algo que había aprendido en la India sobre un elefante, tres ciegos y la verdad.
Tras una conveniente pausa, dije:
—¿Sale en el de hoy?
—No. Vamos a esperar a que se determinen las causas de la muerte.
—¿Por qué?
—Bueno, ya sabes cómo son las cosas. Nunca se sabe lo que van a encontrar. ¿Qué te parece?
—Muy bien.
—No te parece demasiado encomiástico, ¿verdad?
—Claro que no —dije sin tener ni puta idea de lo que significaba encomiástico.
—Bien —dijo Hadden dejando a un lado la hoja mecanografiada—. Entonces, ¿quedaste con Paul Kelly?
—Sí.
—¿Y le diste el dinero a la señora Sheard?
—Sí —respondí demasiado alegremente, preguntándome si esa arpía rácana habría llamado a Hadden para contarle lo de la policía y se hubieran puesto a hablar de pasta.
—¿Sacó las fotos?
—Sí.
—¿Has acabado el texto?
—Casi —mentí.
—¿Qué más has metido?
—No mucho más —mentí de nuevo pensando en Jeanette Garland, Susan Ridyard, Clare Kemplay, campamentos de gitanos incendiados, la Guía de los canales del norte, Arnold Fowler y sus cisnes sin alas, el gordo y el flaco de la policía, y las últimas palabras de Barry Gannon.
—Mmm —masculló Hadden; detrás de él la ciudad ya oscurecía.
—Hablé con los padres de Susan Ridyard el sábado, como dijimos. ¿Recuerda el punto de interés humano?
—Olvídate de eso —dijo Hadden levantándose y dispuesto a ponerse en marcha—. Quiero que te concentres en la historia de Clare Kemplay.
—Pero creía que…
Hadden levantó la mano.
—Vamos a necesitar mucho más material documental si queremos que esta historia siga viva.
—Pero creí que había dicho que ahora la historia era de Jack Whitehead. —El tono de queja había vuelto a mi voz. El rostro de Hadden se ensombreció.
—Y yo creía que estábamos de acuerdo en que lo cubrierais juntos.
Insistí.
—Pero, hasta el momento, no parece que haya habido una gran colaboración.
—Mmm —dijo Hadden cogiendo la necrológica de Barry—. Éste es un momento muy difícil para todos nosotros. Seguramente has tenido tus motivos, pero no has estado aquí cada vez que te necesitábamos.
—Lo siento —dije pensando que era un pedazo de gilipollas.
Hadden se volvió a sentar.
—Como decía, tú has tenido tus propios problemas y pasado por momentos dolorosos, lo sé. La cuestión es que Jack cubra la investigación diaria y tú te ocupes de la documentación.
—¿La documentación?
—Es lo que mejor se te da. Jack me decía hoy mismo que serías un gran novelista. —Hadden sonreía.
Podía imaginarme la escena.
—Y se supone que eso es un cumplido, ¿no?
Hadden rió.
—Viniendo de Jack, sí.
—¿Sí? —Sonreí y me puse a contar desde cien para atrás.
—En cualquier caso, esto te va a encantar. Quiero que vayas a visitar a una médium…
Ochenta y seis, ochenta y cinco.
—¿Una médium?
—Sí, una médium, una adivina —repitió Hadden mientras rebuscaba en uno de los cajones de su escritorio—. Asegura que puso a la policía en la pista del cadáver de Clare y que le han pedido que les ayude a encontrar al asesino.
—¿Y quiere que la entreviste? —suspiré, treinta y nueve, treinta y ocho.
—Sí. Toma: Wakefield, Blenheim Road número 28, apartamento 5. Detrás del centro de enseñanza secundaria.
Hola, viaje al pasado. Veinticuatro, veintitrés.
—¿Cómo se llama?
—Mandy Wymer. Se hace llamar Mandy la Mística.
Tiré la toalla.
—Habrá que poner unas monedas en la palma de su mano.
—Desgraciadamente, una mujer con los múltiples talentos de Mandy no sale barata.
—¿Cuándo?
—Mañana. Te he pedido cita para la una en punto.
—Gracias —dije levantándome, hecho un lío.
Hadden se levantó conmigo.
—¿Sabes que mañana se determinan las causas de la muerte?
—¿De qué muerte?
—La de Barry.
—¿Mañana?
—Sí. Un tal sargento Fraser quiere hablar contigo. —Miró el reloj de pulsera—. Dentro de quince minutos en el vestíbulo.
Más polis. Noté que se me encogían las pelotas.
—De acuerdo. —Abrí la puerta pensando que podía haber sido peor, que podía haber mencionado a la señora Dawson, el incidente con los dos polis en Ponty o incluso a la puñetera Kathryn Taylor.
—Y no te olvides de Mandy la Mística.
—¿Cómo voy a olvidarme? —Cerré la puerta.
—No te salgas de tu territorio.
—Señor Dunford, siento molestarle en un momento así, pero estoy intentando trazar una trayectoria precisa de los movimientos del señor Gannon el día de ayer. —El sargento era joven, amable y rubio.
Creí que me estaba vacilando y dije:
—Me recogió a eso de las diez…
—Perdone, señor. ¿Dónde fue eso?
—En el número 10 de Wesley Street, Ossett.
—Gracias. —Lo apuntó y volvió a mirarme.
—Fuimos hasta Castleford en el coche de Barry…, es decir, del señor Gannon. Yo entrevisté a una tal señora Garland en Brunt Street 11, Castleford, y…
—¿Paula Garland?
—Sí.
El sargento Fraser había dejado de escribir.
—¿Como Jeanette Garland?
—Sí.
—Ya veo. ¿Y lo hizo con el señor Gannon?
—No. El señor Gannon fue a ver a la señora Marjorie Dawson a su casa. Shangrila, en Castleford. Como John Dawson.
—Gracias. ¿O sea que le dejó allí?
—Sí.
—¿Y ésa fue la última vez que le vio?
Hice una pausa y luego dije:
—No. Volví a ver a Barry en el pub Swan de Castleford, entre la una y las dos. No se lo podría decir con exactitud.
—¿Bebió el señor Gannon?
—Creo que tomó media pinta. Una como mucho.
—¿Y luego?
—Fuimos cada uno por nuestro lado. No me dijo adónde iba.
—¿Y usted?
—Cogí el autobús a Pontefract. Tenía que hacer otra entrevista.
—¿Qué hora diría usted que era cuando vio al señor Gannon por última vez?
—Serían las tres menos cuarto como mínimo —dije pensando que me había contado que Marjorie Dawson le había dicho que su vida corría peligro y que entonces no pensé nada y que ahora tampoco voy a decir nada.
—¿Y no tiene ni idea de adónde fue desde allí?
—No. Di por supuesto que volvería aquí.
—¿Por qué pensó eso?
—Sin ninguna razón. Sencillamente supuse que eso sería lo que iba a hacer. Para pasar a máquina la entrevista.
—¿No tiene usted ni idea de por qué fue a Morley?
—No.
—Ya. Gracias. Está usted obligado a asistir a la investigación de las causas mañana, ¿lo sabía?
Asentí.
—Será una cosa rápida, ¿verdad?
—Tenemos casi todos los detalles y, entre usted y yo, creo que la familia está deseando, ya sabe… Con las navidades y todo eso.
—¿Dónde es?
—En el ayuntamiento de Morley.
—Bien —dije. Estaba pensando en Clare Kemplay.
El sargento Fraser cerró su libreta.
—Le harán prácticamente las mismas preguntas. Probablemente insistirán algo más en lo de la bebida, sin embargo. Ya sabe cómo son estas cosas.
—Entonces, ¿fue él quien chocó?
—Eso creo.
—¿Y los frenos?
Frase se encogió de hombros.
—Fallaron.
—¿Y el otro vehículo?
—Parado.
—¿Es cierto que llevaba cristales de ventanas?
—Sí.
—¿Y que una atravesó el parabrisas?
—Sí.
—Y…
—Sí.
—¿O sea que fue instantáneo?
—Yo diría que sí.
—Joder.
—Sí.
Los dos estábamos pálidos. Mis ojos se extraviaron fuera del vestíbulo, en el tráfico que volvía a casa bajo la lluvia, los faros y las luces de freno que se encendían y apagaban, amarillas y rojas, amarillas y rojas. El sargento Fraser pasó las hojas de su libreta.
Al cabo de un rato, se puso de pie.
—No sabrá usted dónde puedo localizar a Kathryn Taylor, ¿verdad?
—Si no la encuentra en el edificio, probablemente se haya ido a casa.
—No. No he logrado dar con ella ni aquí ni en su casa.
—Bueno, dudo que sepa algo. Estuvo conmigo la mayor parte de la noche.
—Eso me han dicho. Pero nunca se sabe.
No dije nada.
El sargento se puso la gorra.
—Si habla usted con la señorita Taylor, pídale por favor que se ponga en contacto conmigo. Se me puede localizar en cualquier momento a través de la comisaría de Morley.
—Sí.
—Gracias por su tiempo, señor Dunford.
—Gracias a usted.
—Entonces, mañana nos vemos.
—Sí.
Le vi acercarse a la recepción, decirle algo a Lisa por encima del mostrador y salir por las puertas giratorias.
Encendí un cigarrillo; el corazón me latía a cien por hora.
Me senté en mi escritorio y trabajé tres horas seguidas.
No existe un momento de calma en un periódico regional con una edición de mañana y otra de tarde, pero aquel día era lo más cercano a la tranquilidad que había conocido porque todo el mundo se había largado en cuanto había podido. Un adiós por aquí, un adiós por allá y un algunos estaremos en el Club de Prensa por si te animas.
Barry Gannon no estaba.
Escribí y escribí: el primer trabajo de verdad desde que mi padre había muerto y Clare Kemplay desaparecido. Me esforcé por recordar la última vez que me había sentado en aquel escritorio para trabajar y escribir. Ladrones de coches por diversión creo que fue el tema. Pero no podía recordar si mi padre estaba todavía en el hospital o si ya lo había trasladado a casa para entonces.
Ronald Dunford no estaba.
A eso de las seis Kelly trajo las fotos; les dimos un repaso y guardamos las mejores en un cajón. Kelly llevó mi artículo y sus fotos al editor y luego a composición. En ese proceso perdí cincuenta palabras que, en un buen día, serían motivo para una buena charla con Kathryn en el Club de Prensa.
Pero no era un buen día.
Kathryn Taylor no estaba.
Fui a ver a Steph la gorda y le dije que se callara la boca, pero ella no tenía ni puta idea de qué le estaba hablando, salvo que Jack Whitehead tenía razón en lo que decía de mí. Todos estamos afectados, ¿sabes?, pero que yo no podía perder el control. Jack tenía razón en lo que decía de mí, repitió Stephanie una y otra vez, machaconamente, a mí y a cualquiera que se encontrara en un radio de quince kilómetros.
¿El cabrón de Jack Whitehead no estaba?
No tendría tanta suerte, joder.
Encima de todas las mesas había ejemplares de la edición nocturna.
ATRAPAR A ESTE MANÍACO.
Titulares a toda plana en la primera del Evening Post.
POR JACK WHITEHEAD, REDACTOR JEFE DE SUCESOS Y REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO EN 1968 Y 1971.
Joder.
La autopsia tras la muerte de la niña de diez años Clare Kemplay ha revelado que fue torturada, violada y estrangulada. La policía de West Yorkshire retiene los detalles exactos de las lesiones, pero el comisario jefe George Oldman, en una rueda de prensa ofrecida hoy a primera hora, calificaba la extrema crueldad del asesinato de «difícil de concebir» y dijo que era «con diferencia, el caso más aterrador que hayamos conocido yo o cualquiera de los miembros de las fuerzas metropolitanas de West Yorkshire».
El forense del Ministerio del Interior, el doctor Alan Coutts, quien coordinó la autopsia, dijo: «No hay palabras para expresar con exactitud el horror a que fue sometida esta chiquilla». El doctor Coutts, un veterano con experiencia en más de cincuenta asesinatos, estaba visiblemente emocionado y dijo que esperaba «no verse obligado a encargarse de una labor como aquélla nunca más».
El comisario jefe Oldman comunicó la urgente necesidad de encontrar al asesino y anunció que el inspector jefe Peter Noble estaría a cargo de la búsqueda diaria del responsable de la muerte de Clare Kemplay.
En 1968 el inspector jefe Noble, entonces en las fuerzas de seguridad de West Midlands, obtuvo el reconocimiento a nivel nacional como el máximo responsable de la captura del asesino de Cannock Chase, Raymond Morris. Entre 1965 y 1967 Morris acosó y luego asfixió a tres niñas en Strafford y alrededores antes de ser detenido por el inspector Noble.
El inspector jefe Noble afirmó su determinación de encontrar al asesino de Clare Kemplay e hizo una petición de ayuda a la ciudadanía: «Debemos atrapar a este maníaco antes de que se lleve la vida de otra joven inocente».
El comisario jefe Oldman añadió que la policía está especialmente interesada en hablar con cualquier persona que se encontrara en las inmediaciones de Devil’s Ditch, Wakefield, la noche del viernes 13 de diciembre o a primera hora de la mañana del sábado 14.
La policía metropolitana de West Yorkshire hace un llamamiento a toda persona que disponga de información para que se ponga en contacto con el departamento de homicidios en Wakefield 3838 o 3839 o en la comisaría de policía más próxima. Todas las llamadas serán tratadas con la más estricta confidencialidad.
Acompañaban al reportaje dos fotografías: el retrato escolar de Clare que ya había aparecido en mi primer artículo sobre su desaparición y una de grano grueso en la que se veía a la policía registrando Devil’s Ditch, donde se había encontrado el cadáver.
Me quitaba el sombrero ante Jack.
Arranqué la primera página, me la metí en el bolsillo de la chaqueta y fui a la mesa de Barry Gannon. Abrí el cajón de abajo, cogí su inseparable botella de Bell’s y me serví un triple en un vaso de café a medio beber.
A tu salud, Barry Gannon.
Sabía a mierda asquerosa, tan asquerosa que busqué otro vaso de café frío en otra mesa y me serví un segundo trago de mierda.
A tu salud, Ronald Dunford.
Cinco minutos después apoyaba la cabeza en la mesa y aspiraba el olor de la madera, del whisky y de la jornada de trabajo en las mangas de mi camisa. Pensé llamar a casa de Kathryn, pero el whisky debió de ganar al café y caí en un sueño inquieto bajo las luces brillantes de la oficina.
—Despierta, Primicias.
Abrí un ojo.
—Arriba, dormilón. Tu novio te busca en la línea dos.
Abrí el otro.
Jack Whitehead estaba sentado en la silla de Barry en el escritorio de Barry, agitando el auricular del teléfono desde el otro extremo de la oficina. Ahora, en marcha para la siguiente edición, ya no estaba inactiva. Me incorporé en la silla y asentí con la cabeza a Jack. Él me guiñó un ojo y sonó el teléfono de mi mesa.
Levanté el auricular.
—¿Sí?
—¿Edward Dunford? —preguntó la voz de un hombre joven.
—Sí.
Hubo una pausa y se oyó un clic; Jack había tardado en colgar. Le devolví la mirada. Él levantó las manos vacías en señal de burlona rendición.
Todos rieron.
Mi aliento apestaba en el auricular.
—¿Quién es?
—Un amigo de Barry. ¿Conoce el pub Gaiety de Roundhay Road?
—Sí.
En la cabina de teléfono de enfrente a las diez.
La línea quedó muda.
—Lo siento, antes tendré que consultarlo con mi editor. Sin embargo, si quisiera usted llamar mañana a lo largo del día… Lo entiendo, gracias. Adiós.
—¿Otra novedad, Primicias?
—El puto Cazarratas. Va a acabar conmigo.
Todos rieron.
Incluso Jack.
Nueve y media de la noche de un lunes, 16 de diciembre de 1974.
Paré el coche en el aparcamiento de enfrente del Gaiety Hotel, Roundhay Road, y decidí quedarme allí quieto media hora. Apagué el motor y las luces y, a oscuras en el Viva, observé, al final del aparcamiento, el Gaiety, donde las luces del bar me procuraban una buena visión de la cabina de teléfono y del propio pub.
El Gaiety, un horrendo pub moderno con todos los horrendos encantos de cualquiera de los pubs que bordeaban Harehills y Chapeltown. Un restaurante que no daba comidas y un hotel que no tenía camas, eso era el Gaiety.
Encendí un cigarrillo, abrí la ventana y eché la cabeza para atrás.
Más o menos cuatro meses antes, poco después de que volviera al norte, pasé casi un día entero, y parte del siguiente, agarrándome un enorme pedo en el Gaiety con George Graves, Gaz el de deportes y Barry.
Más o menos cuatro meses antes, cuando haber vuelto al norte era todavía una novedad y desparramar en el Gaiety era algo divertido y, en cierto sentido, revelador.
Más o menos cuatro meses antes, cuando Ronald Dunford, Clare Kemplay y Barry Gannon todavía estaban vivos.
En realidad, aquella sesión de jornada completa no había sido muy divertida, pero sí fue una introducción útil para un nuevo y muy verde corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra.
—Éste es el territorio de Jack Whitehead —me había dicho George Graves en un susurro mientras empujábamos las puertas dobles y entrábamos en el Gaiety a eso de las once de la mañana.
Al cabo de unas cinco horas yo estaba dispuesto a irme a casa, pero el Gaiety no se regía por las leyes locales de licencias y, a pesar de no servir comida ni tener camas ni pista de baile, estaba autorizado a vender alcohol de 11 a. m. A 3 a. m. En virtud de su condición de restaurante, hotel o discoteca, según el poli con el que hablaras. Y, a diferencia del Queen’s Hotel del centro de la ciudad, pongamos por caso, el Gaiety también ofrecía a sus clientes asiduos un show de striptease a la hora de la comida. Y además, en vez de un menú de auténtica comida caliente, el Gaiety estaba en condiciones de ofrecer a sus parroquianos la oportunidad única de comerse a cualquier miembro del show de mediodía a tarifas muy razonables. Era un tentempié que Gaz el de deportes me había asegurado que merecía cinco libras del bolsillo de cualquiera.
—Nuestro Gaz fue campeón olímpico de Bajada al Pilón en Múnich —rió George Graves.
—Algo que no les gusta a los gilipollas, que quede claro —añadió Gaz.
Vomité por primera vez a las seis, mirando los pelos púbicos que daban vueltas en la desportillada taza del váter, pero me encontraba lo bastante bien para seguir.
La clientela de mañana y de noche del Gaiety era la misma en gran medida, sólo cambiaban las proporciones. De día había más prostitutas y taxistas paquistaníes, mientras que por la noche se notaba el incremento de trabajadores y hombres de negocios. Periodistas borrachos, polis y antillanos hoscos eran una constante, noche y día, un día sí y otro también.
«Éste es el territorio de Jack Whitehead».
Lo último que recuerdo claramente de aquel día es que volví a vomitar en el aparcamiento pensando que aquél era el Territorio de Jack, no el mío.
Vacié el cenicero del Viva por la ventanilla mientras una máquina tragaperras del Gaiety daba un premio entre los gritos de júbilo que recibían una nueva repetición de The Israelites en la sinfonola. Volví a subir la ventana y me pregunté cuántas veces habría escuchado aquel puñetero disco aquel día, más o menos cuatro meses atrás. ¿Es que nunca se cansaban de él, joder?
A las diez menos cinco, mientras Young, Gifted and Black sonaba una vez más, salí del Viva y del mar de los recuerdos, y me fui a esperar junto a la cabina.
A las diez en punto clavadas descolgué el teléfono al segundo timbrazo.
—¿Hola?
—Edward Dunford.
—¿Estás solo?
—Sí.
—¿Vas en un Vauxhall Viva verde?
—Sí.
—Ve a Harehills Lane, en el cruce con Chapeltown Road, y aparca delante del hospital.
La línea enmudeció otra vez.
A las diez y diez estaba aparcado delante del Chapel Allerton Hospital, donde se cruzaban Harehills Lane y Chapeltown Road y se convertían en la más prometedora Harrogate Road.
A las diez y once alguien intentó abrir la puerta del copiloto y luego dio unos golpes en la ventanilla. Me incliné sobre el asiento del pasajero y abrí la puerta.
—Da la vuelta y dirígete hacia Leeds —dijo el del Traje Granate y el pelo naranja según entró—. ¿Sabe alguien que estás aquí?
—No —dije girando el volante y pensando Puta Mala Copia de Bowie.
—¿Y tu chica?
—Mi chica ¿qué?
—¿Sabe que estás aquí?
—No.
Traje Granate aspiró con fuerza; el pelo naranja apuntaba en todas direcciones.
—Tuerce a la derecha en el parque.
—¿Por aquí?
—Sí. Sigue la carretera hasta la iglesia.
En el cruce de la iglesia, Traje Granate volvió a aspirar fuerte y dijo:
—Aparca aquí, espera diez minutos y luego ve andando por Spencer Place. Al cabo de unos cinco minutos llegarás a Spencer Mount, es la quinta o la sexta a la izquierda. El número 3 está a la derecha. No llames al timbre, sube directamente al quinto piso.
—Quinto piso, Spencer Mount 3… —repasé, pero Traje Granate y su pelo naranja ya se alejaban corriendo.
A eso de las diez y media caminaba por Spencer Place cagándome en aquel tío y en su rollo conspirativo. Y me cagué otra vez por hacerme pasear por Spencer Place a las diez y media de la noche como si fuera una especie de jodida prueba.
—¿Estás buscando algo, cariño?
De las diez a las tres, siete días a la semana, Spencer Place era el trozo de carretera más populoso de Yorkshire, excepto la zona de Manningham en Bradford. Y esa noche, a pesar del frío, no era una excepción. Los coches se desplazaban despacio por la calzada en una y otra dirección con las luces de freno encendidas, como una caravana de regreso de un día de fiesta.
—Te gusta lo que ves, ¿a que sí?
Las mujeres mayores se sentaban en los muretes bajos delante de las casas adosadas sin luz mientras que las más jóvenes paseaban arriba y abajo, y taconeaban con sus botas para mantener el frío a raya.
—Perdón, señor agente…
Los únicos otros hombres que se veían por la calle eran antillanos que entraban y salían de coches aparcados, dejando tras ellos un rastro de humo y música, ofreciendo su propia mercancía y vigilando a sus amiguitas blancas.
—¡Cabrón! ¡Agarrado!
La risa me seguía al doblar la esquina de Spencer Mount. Crucé la calle y subí los tres escalones de piedra que llevaban a la puerta principal del número 3; alguien había pintado una estrella de David desconchada en el cristal gris.
De Pueblo Judío a Ciudad de Cerdos, ¿en cuánto tiempo? Empujé la puerta y subí las escaleras.
—Un vecindario encantador —dije.
—No me jodas —siseó Traje Granate abriendo la puerta del apartamento 5.
Era un cuarto de alquiler excesivamente abarrotado de muebles, grandes ventanas y hedor a demasiados inviernos del norte. Karen Carpenter nos contemplaba desde todas las paredes, pero era Ziggy el que tocaba la guitarra desde el interior de una diminuta Dancette. Había lucecitas de colores, pero no árbol.
Traje Granate quitó la ropa de una de las sillas y dijo:
—Por favor, siéntate, Eddie.
—Me temo que juegas con ventaja —sonreí.
—Barry James Anderson —dijo Barry James Anderson con orgullo.
—¿Otro Barry? —El sillón olía a rancio.
—Sí, pero a éste le puedes llamar BJ[12] —soltó una risita—. Todo el mundo me llama así.
No entré al trapo.
—Vale.
—Sí, me llamo BJ y me gusta BJ. —Dejó de reír y se dirigió apresuradamente a un armario que había en un rincón.
—¿Cómo conociste a Barry? —dije, preguntándome si Barry Gannon era mariquita.
—Le veía por ahí, ya sabes. Charlábamos.
«Barry Entrada de Atrás. Un puto marica».
—¿Por dónde le veías?
—Por ahí. ¿Una taza de té? —dijo mientras rebuscaba por detrás del armario.
—No, gracias.
—Como quieras.
Encendí un cigarrillo y cogí un plato sucio para usarlo de cenicero.
—Toma —dijo BJ entregándome una bolsa de plástico que había sacado de detrás del armario—. Quería que te diera esto en caso de que le pasara algo.
—¿Que le pasara algo? —repetí abriendo la bolsa. Estaba llena hasta los topes de carpetas de cartón y sobres de papel manila—. ¿Qué es esto?
—El trabajo de toda su vida.
Apagué el cigarrillo encima de salsa de tomate seca.
—¿Por qué? ¿Qué le impulsó a dejarlo aquí?
—Dilo; quieres decir que por qué a mí —dijo con desdén BJ—. Vino por aquí anoche. Me dijo que necesitaba un lugar seguro para guardar todo eso. Y, que si le pasaba algo, te lo diera a ti.
—¿Anoche?
BJ se sentó en la cama y se quitó la chaqueta.
—Sí.
—Yo te vi anoche, ¿verdad? En el Club de Prensa.
—Sí. Y no fuiste muy amable conmigo, ¿verdad? —Llevaba una camisa cubierta de miles de pequeñas estrellas.
—Estaba jodido.
—Ah, eso lo justifica todo —sonrió con sorna.
Encendí otro cigarrillo y odié la visión del pequeño mariquita y su camisa de estrellas.
—¿Qué cojones tenías que ver con Barry?
—He visto cosas, ¿sabes?
—Apuesto a que sí —respondí echando un vistazo al reloj de mi padre.
Se levantó de la cama de un salto.
—Oye, no quiero entretenerte.
Me levanté.
—Lo siento. Siéntate. Perdona.
BJ volvió a sentarse aún con aire de ofendido en la nariz.
—Conozco a gente.
—No me cabe la menor duda.
Se levantó de nuevo y golpeó el suelo con los pies.
—No, joder. Gente famosa.
Me puse de pie levantando las manos.
—Vale, vale…
—Oye, les he comido la polla y chupado las pelotas a algunos de los hombres más importantes de este país.
—¿Como quiénes?
—Ah, no. No lo vas a tener tan fácil.
—De acuerdo. Entonces, ¿por qué?
—Por dinero. ¿Hay otra cosa? ¿Crees que me gusta ser quién soy? ¿Este cuerpo? ¡Mírame! Éste no soy yo. —Estaba de rodillas en el suelo, retorciéndose la camisa de estrellas—. No soy maricón. Por dentro soy una chica —gritó poniéndose de pie y arrancando uno de los carteles de Karen Carpenter, que me pegó a la cara—. Ella sabe lo que se siente. Él lo sabe —dijo volviéndose y atizando una patada al estéreo, donde Ziggy dejó de cantar de golpe.
Barry James Anderson cayó al suelo junto al tocadiscos y se quedó allí tirado tapándose la cabeza temblando.
—Barry lo sabía.
Me senté y volví a ponerme de pie inmediatamente. Me acerqué al muchacho que se había desmoronado con su camisa de estrellas plateadas y sus pantalones granates, le levanté y le dejé con delicadeza en la cama.
—Barry lo sabía —gimoteó otra vez.
Me acerqué al Dancette y coloqué la aguja encima del disco, pero la canción era depresiva y saltaba, por lo que apagué la música y me volví a sentar en el sillón mugriento.
—¿Te caía bien Barry? —Se secó la cara y, sentándose más erguido, me miraba.
—Sí, pero la verdad es que no le conocí demasiado bien.
Los ojos de BJ volvían a humedecerse.
—Tú le caías bien.
—¿Por qué tenía que creer que le iba a pasar algo?
—¡Venga! —BJ dio un brinco—. Joder. Es evidente.
—¿Por qué era evidente?
—No podía seguir así. Sabía muchas cosas de mucha gente.
Me incliné hacia él.
—¿John Dawson?
—John Dawson no es más que la punta del puto iceberg. ¿No has leído todas esas cosas? —Señaló con un movimiento de muñeca la bolsa de plástico que tenía a mis pies.
—Sólo lo que entregó al Post —mentí.
Él sonrió.
—Bueno, pues todas las liebres están en esa bolsa.
Detestaba a aquel mamón, sus juegos y su piso.
—¿Adónde fue anoche al salir de aquí?
—Dijo que iba a ayudarte.
—¿A mí?
—Eso fue lo que dijo. Tenía algo que ver con la niña esa de Morley, con que él podía relacionarlo todo.
Ya se había incorporado.
—¿A qué te refieres? ¿Qué sabía de ella?
—No dijo nada más…
Consumido por la visión de unas alas de cisne cosidas a la espalda de la niña, de unas pelotas de cricket como tetas en el pecho de él, crucé la habitación y me lancé sobre Barry James Anderson, gritando.
—¡Piensa!
—No lo sé. No me lo dijo.
Le tenía agarrado por las estrellas de la camisa, aplastado contra la cama.
—¿Dijo algo más de Clare?
Su aliento en mi cara era tan viciado como todo el apartamento.
—¿Qué Clare?
—La niña muerta.
—Sólo que se iba a Morley y que eso te ayudaría.
—¿Cómo coño me iba a ayudar?
—¡Que no me lo dijo, joder! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—¿No dijo nada más?
—Nada. Y ahora suéltame, ¿quieres?
Le agarré la boca y se la apreté con fuerza.
—No. Dime por qué Barry te contó todo eso —dije estrujándole la cara con todas mis fuerzas antes de soltarle.
—A lo mejor porque tengo los ojos abiertos. Porque veo las cosas y las recuerdo. —Le sangraba el labio inferior.
Miré las estrellas que tenía atrapadas con la otra mano y las solté.
—Sabes cómo joderlo todo.
—Piensa lo que quieras.
Me levanté y fui a buscar la bolsa de Hillards.
—Eso haré.
—Tendrías que dormir un poco.
Cogí la bolsa y me acerqué a la puerta. La abrí y todavía volví a entrar en el infernal cuartucho con una última pregunta.
—¿Estaba borracho?
—No, pero había bebido.
—¿Mucho?
—Se le olía. —Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Dejé la bolsa en el suelo.
—¿Qué crees que le ha pasado?
—Creo que le han asesinado —dijo en un sollozo.
—¿Quién?
—Ni sé sus nombres ni los quiero saber.
Hay escuadrones de la muerte en todas las ciudades, en todos los países, recordé.
—¿Quién? ¿Dawson? ¿La policía? —pregunté.
—No lo sé.
—Y ¿por qué?
—Por dinero, ¿por qué si no? Para que esas liebres sigan sin saltar de esa bolsa tuya. Para ahogarlas en el río.
Me fijé en un póster de Karen Carpenter abrazada a un Mickey Mouse que había en un extremo de la habitación.
Cogí la bolsa de plástico.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
Barry James Anderson sonrió.
—442189. Diles que ha llamado Eddie y recibiré el mensaje.
Anoté el número.
—Gracias.
—Hay de qué.
Regresé a Spencer Place a la carrera, pisando el acelerador hasta Leeds y tomando allí la autopista 1 con la esperanza de no volver a verle:
El planeta de los simios, Escape from the Dark, las teorías se agolpaban:
La lluvia en el parabrisas, la luna furtiva.
Ir al grano:
Conocía a uno que conocía a uno.
«Podía relacionarlo todo…»
Ángeles como diablos, diablos como ángeles. El meollo de la cuestión:
HAZ COMO SI NO PASARA NADA.
Observé a mi madre dormida en su sillón e intenté unir todas las piezas.
Aquí no.
Arriba, vacié la bolsa y las carpetas y esparcí expedientes y fotografías por encima de la cama.
Aquí no.
Volqué todo el material en una gran bolsa de basura negra y me llené los bolsillos de chinchetas y clips de mi padre. Aquí no.
Bajé la escalera otra vez, besé a mi madre en la frente y salí de casa.
Aquí no.
Acelerador a fondo, chirridos en el amanecer de Ossett. Aquí no.