8
Semana del odio.
Amanecer del viernes, 20 de diciembre de 1974.
Despierto en el suelo de la habitación 27, cubierto por la nieve desgarrada de cientos de hojas de papel con listas en rotulador rojo.
Listas, había estado escribiendo listas desde que dejé a Paula.
Con un rotulador rojo grueso en la mano izquierda y la cabeza como un bombo, escribí listas ilegibles en el reverso de trozos de papel de la pared.
Listas de nombres.
Listas de fechas.
Listas de lugares.
Listas de chicas.
Listas de chicos.
Listas de los corruptores, los corrompidos y los corruptibles.
Listas de los policías.
Listas de los testigos.
Listas de los familiares.
Listas de los desaparecidos.
Listas de los acusados.
Listas de los muertos.
Las listas me ahogaban; la información me ahogaba.
Ya a punto de escribir una lista de periodistas, las rompí todas hasta convertirlas en confeti, cortándome la mano izquierda, dejándome insensible la derecha.
NO ME DIGAS QUE ME DA IGUAL, JODER.
Me tumbé de espaldas y pensé en listas de las mujeres que me había follado.
Amanecer del viernes, 20 de diciembre de 1974.
Semana del odio.
Que empiece el dolor.
9 a. m. En el aparcamiento de larga estancia de la estación de Westgate, Wakefield.
Muerto de frío en el Viva, vi llegar el Rover 2000 morado oscuro a la explanada; a mi lado, una sola fotografía en blanco y negro en un sobre de papel manila.
El Rover aparcó en la zona más alejada de la entrada.
No me moví y le dejé esperando mientras escuchaba el boletín de noticias de la radio, el alto el fuego del IRA, los esfuerzos permanentes de Michael John Myshkin por colaborar con la policía con sus investigaciones, los avistamientos del parlamentario John Stonehouse en Cuba y el matrimonio fallido de Reggie Bosanquet.[14]
Dentro del Rover no percibí movimiento alguno.
Encendí otro cigarrillo y, sólo para demostrarle quién era el puto jefe, seguí en mi asiento todo el tiempo que duró el Pequeño tamborilero de Petula.
El motor del Rover se encendió.
Me guardé la fotografía dentro de la chaqueta, puse a grabar la Philips Pocket Memo y abrí la puerta.
El motor del Rover se apagó mientras me acercaba a él envuelto en la luz grisácea.
Di unos golpecitos en la ventanilla y abrí la puerta.
Comprobé de un vistazo que el asiento del copiloto estuviera vacío, entré y cerré la puerta.
—No deje de mirar al frente, concejal.
El coche era caro, estaba caldeado y olía a perros.
—¿Qué quiere? —la voz de William Shaw no sonaba ni enfadada ni atemorizada, simplemente resignada.
Yo también miraba al frente, intentaba no mirar a la gris imagen de la respetabilidad cuyos guantes de conducir se agarraban sin fuerzas al volante del coche aparcado.
—Le he preguntado qué quiere —repitió mirándome.
—Siga mirando al frente, concejal —insistí mientras me sacaba del bolsillo la fotografía arrugada y la dejaba delante de él encima del salpicadero.
El concejal William Shaw recogió con una mano enguantada la foto de BJ chupándole la polla.
—Siento que esté un poco torcida —sonreí.
Shaw tiró la foto al suelo junto a mis pies.
—Esto no demuestra nada.
—¿Quién ha dicho que yo quiera demostrar algo? —dije, y la recogí.
—Podría ser cualquiera.
—Podría serlo. Pero no lo es, ¿verdad?
—Bueno, y ¿qué quiere?
Me incliné hacia delante y apreté el encendedor que había debajo de la radio.
—¿Cuántas veces ha estado con el hombre de la fotografía?
—¿Por qué? ¿Por qué quiere saber eso?
—¿Cuántas veces? —repetí.
Shaw aumentó la presión de los guantes sobre el volante.
—Tres o cuatro veces.
El encendedor saltó y Shaw dio un respingo.
—Diez veces. Puede que más.
Me llevé un cigarrillo a los labios y lo encendí dándole las gracias a Dios por ayudar a un pobre manco una vez más.
—¿Cómo le conoció?
El concejal cerró los ojos y dijo:
—Se presentó él mismo.
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—En un bar de Londres.
—¿En Londres?
—En una conferencia de gobiernos locales en agosto.
Le tendieron una trampa, pensé, le tendieron una puta trampa, concejal.
—¿Y luego le volvió a ver aquí?
El concejal William Shaw asintió.
—¿Y le ha estado chantajeando?
Asintió otra vez.
—¿Cuánto?
—¿Quién es usted?
Eché un vistazo por el aparcamiento; la megafonía de la estación resonaba sobre los coches vacíos.
—¿Cuánto le ha dado?
—Un par de miles.
—¿Qué le dijo?
—Que los necesitaba para una operación —suspiró Shaw.
Apagué el cigarrillo.
—¿Le habló de alguien más?
—Dijo que había hombres que querían hacerme daño y que él me podía proteger.
Miré el salpicadero, receloso de volver a mirar a Shaw.
—¿Quiénes?
—No dio nombres.
—¿Le dijo por qué querían hacerle daño?
—No hacía falta que lo hiciera.
—Cuéntemelo.
El concejal soltó el volante y miró a un lado y a otro.
—Antes dígame quién puñetas es usted.
Me giré de repente y le pegué con fuerza la fotografía a la cara aplastándole la mejilla derecha contra la ventanilla de su puerta.
Sin soltarle, apretando con más fuerza la fotografía contra la cara, le susurré al oído:
—Soy un hombre que puede hacerle mucho daño, aquí mismo y ahora mismo, si se empeña en seguir gimoteando y no contesta a mis putas preguntas.
El concejal William Shaw se golpeaba la parte alta de los muslos en señal de rendición.
—Ahora cuéntamelo todo, maricón de mierda.
Dejé caer la foto y volví a acomodarme en mi asiento.
Shaw se inclinó sobre el volante y se frotó ambos lados de la cara con las manos enguantadas; en sus ojos se veían lágrimas y venas.
Al cabo de casi un minuto, dijo:
—¿Qué quiere saber?
A lo lejos, al fondo del aparcamiento, vi un pequeño tren local que entraba en la estación de Westgate y vomitaba en el frío andén sus diminutos pasajeros. Cerré los ojos y dije:
—Necesito saber por qué quieren hacerle chantaje.
—Ya lo sabe —gimió Shaw apoyándose en el respaldo de su asiento.
Me volví rápidamente y le propiné una sola bofetada en la mejilla.
—¡Le he dicho que me lo cuente, joder!
—Por los negocios que he hecho. Por la gente con la que he hecho negocios. Por el puto dinero.
—El dinero —reí—. Siempre el dinero.
—Querían participar. ¿Quiere números, fechas? —Shaw estaba histérico, se cubría la cara.
—Me importan un carajo sus miserables tejemanejes de mierda, su puto cemento adulterado y todos sus asquerosos negocios fraudulentos, pero quiero oírle contarlos.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que quiere que diga?
—Nombres. ¡Sólo quiero oír los putos nombres!
—Foster, Donald Richard Foster. ¿Es eso lo que quiere?
—Siga.
—John Dawson.
—¿Eso es todo?
—De los importantes, sí.
—¿Y quién quiere entrar en el negocio?
Muy despacio y en voz muy baja dijo:
—Es un jodido periodista, ¿verdad?
Esa sensación, esa sensación en las tripas.
—¿Estuvo alguna vez con un hombre llamado Barry Gannon?
—No —gritó Shaw dando con la frente en el volante.
—Es un puto mentiroso. ¿Cuándo fue?
Shaw seguía apoyado en el volante, temblando.
De repente, las sirenas aullaron en Wakefield.
Me quedé paralizado; el vientre y las pelotas en tensión.
Las sirenas se alejaron.
—No sabía que era periodista —susurró Shaw.
Tragué saliva y pregunté:
—¿Cuándo?
—Dos veces nada más.
—¿Cuándo?
—La primera el mes pasado, y la segunda hace una semana, el último viernes.
—¿Y se lo dijo a Foster?
—Tuve que hacerlo. No podía seguir así, no podía ser.
—¿Qué dijo él?
Shaw levantó la cabeza con los ojos enrojecidos.
—¿Quién?
—Foster.
—Dijo que se encargaría de todo.
Miré al otro lado del aparcamiento, a los trenes que llegaban de Londres y pensé en pisos con vistas al mar y chicas del sur.
—Ha muerto.
—Lo sé —murmuró Shaw—. ¿Qué va a hacer?
Me saqué un pelo de perro de la boca y abrí la puerta del copiloto.
El concejal tenía la foto en la mano y me la ofrecía.
—Quédesela, es suya —dije al salir.
—Se le ve tan blanco —comentó William Shaw ya solo en su coche caro con la mirada fija en la imagen.
—¿Qué ha dicho?
Shaw alargó el brazo para cerrar la puerta.
—Nada.
Sujeté la puerta para que no la cerrara, volví a meter la cabeza en el coche y grité:
—Repita lo que acaba de decir, joder.
—Sólo he dicho que parece diferente, más pálido.
Le cerré la puerta en las narices y crucé a toda prisa el aparcamiento pensando en el jodido Jimmy James Ashworth.
Ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora.
Con una mano en la guantera y un vendaje en el volante, rebusqué entre las píldoras y los mapas, los cachivaches y los cigarros.
Los Sweet en la radio.
Fugaces miradas nerviosas al espejo retrovisor.
Encontré la microcassette, saqué la Philips Pocket Memo de mi chaqueta, arranqué la cinta puesta, metí acelerado la otra.
Rebobiné.
Apreté el botón de play:
«Era como si se hubiera caído rodando o algo así».
Forward.
Play:
«No podía creer que fuera ella».
Escuché.
«Parecía tan distinta, tan blanca».
Stop.
Fitzwilliam.
Newstead View 69, la televisión encendida.
A ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora por el paseo de entrada.
Toc, toc, toc, toc.
—¿Qué quiere usted? —preguntó la señora Ashworth intentando cerrarme la puerta.
Un pie en el quicio para empujarla.
—Oiga, no puede entrar a empujones en una casa que no es suya.
—¿Dónde está? —inquirí dándole al pasar un golpe en una de sus tetas flácidas.
—No está aquí, ¿vale? ¡Eh, vuelva aquí!
Subí las escaleras y abrí las puertas de golpe.
—Voy a llamar a la policía —gritó la señora Ashworth desde el pie de las escaleras.
—Hágalo, cariño —dije contemplado una cama deshecha y un póster del Leed United. Olía a humedad invernal y a pajas adolescentes.
—Se lo advierto —exclamó.
—¿Dónde está? —pregunté mientras bajaba las escaleras.
—Está trabajando, ¿vale?
—¿En Wakefield?
—No lo sé. Nunca me lo dice.
Miré el reloj de mi padre.
—¿A qué hora se fue?
—La furgoneta pasó a las siete menos cuarto, como siempre.
—Es amigo de Michael Myshkin, ¿verdad?
La señora Ashworth me abrió la puerta con los labios fruncidos.
—Señora Ashworth, sé que son amigos.
—A Jimmy siempre le ha dado mucha lástima. Él es así. Es su carácter.
—Muy conmovedor, desde luego —dije mientras salía por la puerta.
—Eso no significa nada —gritó la señora Ashworth desde el escalón de la entrada.
Al final del camino abrí la verja del jardín y busqué con la mirada el calcinado número 54 de la calle.
—Espero que sus vecinos piensen lo mismo.
—La gente como usted anda siempre sacando cosas de donde no las hay —me chilló antes de cerrar con un portazo.
Entré en Wakefield a toda velocidad por Barnsley Road sin quitar la vista del retrovisor.
La radio puesta.
Jimmy Young y el arzobispo de Canterbury debatían sobre las películas Violación anal y El exorcista con los oyentes confinados en sus casas.
«Deberían prohibirlas las dos. Repugnantes, eso es lo que son».
Pasé el ayuntamiento y la diputación entre luces de Navidad y las primeras gotas de lluvia.
«El exorcismo, tal como lo practica la Iglesia de Inglaterra, es un rito profundamente religioso y no algo que se pueda tratar a la ligera. Esta película ofrece una imagen totalmente falsa del exorcismo».
Aparqué enfrente de la lechería Lumbs Dairy, al lado de la biblioteca de Drury Lane; la lluvia caía fría, gris y densa.
«Si le quitamos la culpabilidad al sexo, eliminamos la culpabilidad de la sociedad y no creo que ninguna sociedad pueda funcionar sin ella».
Apagué la radio.
Me quedé fumando en el coche y observando cómo las furgonetas de leche iban volviendo a casa.
Acababan de dar las once y media.
Pasé por delante de la prisión y llegué a buen paso al edificio en obras donde el cartel de construcciones Foster traqueteaba bajo la lluvia.
Abrí la improvisada puerta de tela asfáltica de una de las casas sin terminar y oí que en la radio sonaba Tubular Bells.
Tres hombres grandes fumaban y apestaban.
—Joder, otra vez usted —exclamó uno de ellos con un sándwich en la boca y un termo de té en la mano.
—Busco a Jimmy Ashworth —dije.
—No está aquí —dijo otro de ellos sin volver la espalda enfundada en el chaquetón de la NCB.[15]
—¿Y Terry Jones?
—Tampoco está aquí —dijo el chaquetón ante las sonrisas de los otros dos.
—¿Saben dónde están?
—No —dijo el hombre del sándwich.
—Y su capataz, ¿está por aquí?
—Hoy no es su día de suerte.
—Gracias —dije, pensando ojalá se te atragante, gilipollas de mierda.
—De nada —sonrió el hombre del sándwich mientras yo salía por la puerta.
Me levanté el cuello de la chaqueta y metí las manos y las vendas en el fondo de los bolsillos. Allí, con el encendedor Ronson de Paul y unos peniques sueltos, encontré la pluma que había guardado.
Anduve entre pilas de ladrillos baratos y casas a medio construir en dirección a Devil’s Ditch. Tenía la última fotografía escolar de Clare en la cabeza, con su bonita sonrisa nerviosa, clavada con las fotos en blanco y negro en la pared de mi habitación del Redbeck.
Alcé la vista con la pluma entre los dedos.
Jimmy Ashworth corría tambaleándose hacia mí por el terreno baldío; gruesas gotas de sangre roja le caían de la nariz y la cabeza en su escuálido pecho blanco.
—¿Qué coño ha pasado? —grité.
A medida que iba acercándose fue reduciendo la velocidad hasta un paso normal como si fingiera que no pasaba nada.
—¿Qué te ha pasado?
—Vete a tomar por culo, ¿quieres?
Más allá, Terry Jones seguía a Jimmy desde el Devil’s Ditch. Agarré a Jimmy del brazo.
—¿Qué te ha dicho?
Intentó liberarse con una sacudida y gritó:
—¡Suéltame!
Le agarré de la otra manga del chaquetón.
—La habías visto antes, ¿verdad?
—¡Vete a tomar por culo!
Terry Jones había apretado el paso y nos saludaba con la mano.
—Le hablaste de ella a Michael Myshkin, ¿verdad?
—Vete a tomar por culo —gritó Jimmy; con un brusco ademán se zafó del chaquetón y la camisa y echó a correr.
Me volví y le hice un placaje de rugby que le derribó en el barro.
Cayó al suelo debajo de mí.
Le inmovilicé y le grité:
—¿Cuándo coño la habías visto?
—¡Vete a tomar por culo! —chillaba Jimmy Ashworth mirando a un cielo gris que chorreaba sobre su cara manchada de barro y sangre.
—Dime dónde coño la habías visto.
—No.
Le abofeteé con la mano vendada y el dolor me subió por el brazo hasta el corazón.
—¡Dímelo!
—Suéltale de una puta vez. —Terry Jones me tiró del cuello de la chaqueta.
—No me jodas —exclamé agitando los brazos con la intención de alcanzarle.
Jimmy Ashworth se escapó de entre mis piernas, se puso de pie y corrió a pecho descubierto hacia las casas; lluvia, barro y sangre goteaban por su espalda desnuda.
—¡Jimmy! —grité mientras forcejeaba con Terry Jones.
—Déjale en paz, joder —murmuró Jones.
Los tres hombres grandes habían salido de la casa y, cuando Jimmy pasó a toda velocidad por delante de ellos, se rieron de él.
—La había visto antes.
—¡Déjale!
Jimmy Ashworth seguía corriendo.
Los tres hombres grandes dejaron de reír y empezaron a andar hacia donde estábamos nosotros.
Me soltó y murmuró:
—Anda, desaparece, más te vale.
—Voy a ir a por ti, Jones.
Terry Jones recogió la camisa y el chaquetón de Jimmy Ashworth.
—Pues vas a perder el tiempo.
—¿Sí?
—Sí —sonrió con tristeza.
Me di la vuelta y me encaminé hacia Devil’s Ditch sacudiéndome el barro de las manos en los pantalones.
Oí un grito y al volverme vi a Terry Jones que, con los brazos en alto, guiaba como un pastor a los tres hombres grandes hacia las casas en construcción.
No se veía ni rastro de Jimmy Ashworth.
Me paré en el borde de la zanja y me puse a mirar las bicicletas y los cochecitos de niño oxidados, las cocinas y los frigoríficos, y pensé aquí está toda la vida moderna y también estuvo Clare Kemplay, de diez años de edad.
Con los dedos ennegrecidos por la porquería saqué del bolsillo la pluma blanca.
En Devil’s Ditch elevé la mirada al cielo negro e inmenso y me llevé la pequeña pluma blanca a los labios descoloridos y pensé ojalá, ojalá no hubiera sido ella.
El Strafford Arms, en el Bullring, Wakefield.
El centro muerto de Wakefield el viernes anterior a Navidad.
El Hombre de Barro subió las escaleras y cruzó la puerta.
Sólo para socios.
—No pasa nada, Grace, está conmigo —dijo Box a la mujer que atendía la barra.
Derek Box y Paul estaban en el bar pertrechados de whiskies y cigarros puros.
Elvis sonaba en la máquina de discos.
Derek, Paul, Grace, Elvis y yo a solas.
Box se levantó de su taburete, cruzó el local y se sentó en una mesa junto a la ventana.
—Tienes una pinta asquerosa. ¿Qué coño te ha pasado?
Me senté delante de él, de espaldas a Paul y a la puerta y de frente a un Wakefield empapado.
—He ido a Devil’s Ditch.
—Creía que ya había alguien que se ocupaba de eso.
—Yo también.
—Hay cosas que es mejor no tocar —aseveró Derek Box con la mirada puesta en el extremo de su puro.
—¿Como el concejal Shaw?
Box encendió otra vez su puro.
—¿Le ha visto?
—Sí.
Paul dejó un whisky y una pinta de cerveza delante de mí. Volqué el whisky en la cerveza.
—¿Y?
—Y probablemente esté hablando con Donald Foster en este mismo instante.
—Bien.
—¿Bien? Foster hizo matar a Barry, joder.
—Probablemente.
—¿Probablemente?
—Barry se volvió ambicioso.
—¿De qué está hablando?
—Ya sabe de qué estoy hablando. Barry tenía sus propios planes.
—¿Y qué? Foster debe estar como una puta cabra. No podemos dejarle sin más. Tenemos que hacer algo.
—No está loco —señaló Box—. Sólo motivado.
—¿Es que le conoce usted bien?
—Estuvimos juntos en Kenia.
—¿De negocios?
—Negocios de Su Majestad. Hicimos el puto servicio militar en las tierras altas protegiendo de los jodidos mau-maus a gilipollas gordos como yo soy ahora.
Joder.
—Sí. Bajaban de las montañas como una puta tribu de indios pieles rojas, violaban a las mujeres, les cortaban la polla a los hombres y los ensartaban en postes.
—¿Está de broma?
—¿Tengo pinta de estar de broma?
—No.
—Nosotros tampoco éramos ángeles, señor Dunford. Estaba con Donald Foster el día que tendimos una emboscada a un destacamento. Les disparamos en las rodillas con nuestros rifles 303 sólo para divertirnos un poco.
Joder.
—Foster se recreó. Grabó los gritos, los ladridos de los perros y decía que le ayudaban a dormir.
Cogí el mechero de Paul de la mesa y encendí un cigarrillo.
Paul trajo otros dos whiskies.
—Era la guerra, señor Dunford. Como ahora.
Cogí mi vaso.
Box bebía y sudaba, sus ojos perdidos en la oscuridad.
—Hace un año iban a recuperar el racionamiento. Ahora tenemos una inflación del 25 por ciento, joder.
Di un trago de whisky, borracho, asustado y aburrido.
—¿Y eso qué tiene que ver con Don Foster o con Barry?
Box encendió otro puro y suspiró.
—Lo malo de su generación es que no saben nada. ¿Por qué cree que el hombre del barco venció al hombre de la pipa en 1970?
—Wilson se relajó demasiado.
—Se relajó una mierda —rió Box.
—Bueno, pues dígamelo usted.
—Porque gente como Cecil King, Norman Collins, lord Renwick, Shawcross,[16] Paul Chambers de Imperial Chemical Industries, Lockwood de EMI y McFadden de Shell, y otros como ellos, se sentaron y decidieron que ya estaban más que hartos.
—¿Y?
—Que esos hombres tienen poder, poder para encumbrar o destruir hombres.
—¿Qué tiene eso que ver con Foster?
—¡No me está escuchando, joder! Se lo voy a explicar como si fuera idiota.
—Por favor…
—El poder es como el pegamento. Une a los hombres como nosotros, hace que todo esté en su sitio.
—Foster y usted son…
—Somos uña y carne. Nos gusta follar y ganar dinero y no somos muy selectivos en ninguna de las dos cosas. Pero él ha crecido más de lo que esperaba y ahora me está dando de lado, y eso me revienta.
—¿Así que nos utiliza a Barry y a mí para chantajear a sus colegas?
—Foster, otra persona y yo teníamos un acuerdo. Esa otra persona está muerta. Esperaron a que volviera de Australia y fueron a por él cuando salía del piso de su madre en Blackpool. Le ataron las manos a la espalda con una toalla y le envolvieron en sesenta metros de cinta adhesiva de los hombros a las caderas. Luego le metieron en el maletero de su coche y le llevaron a los páramos. Cuando amaneció, tres hombres le sujetaron mientras un cuarto le clavaba cinco veces un cuchillo en el corazón.
Yo no dejaba de mirar mi vaso de whisky; la sala daba vueltas ligeramente.
—Era mi hermano. No llevaba en casa más que un puto día.
—En el funeral apareció una tarjeta. No llevaba nombre, sólo decía: «Tres pueden mantener un secreto si dos están muertos».
—No quiero formar parte de esto —dije en voz baja.
Box hizo un gesto con la cabeza a Paul, que estaba sentado en la barra y dijo en voz alta:
—Al parecer le hemos sobreestimado, señor Dunford.
—Sólo soy un periodista.
Paul se me acercó por detrás y me puso su enorme mano en el hombro.
—Entonces, haga lo que se le indica, señor Dunford, y conseguirá su artículo. Déjenos lo demás a nosotros.
—No quiero formar parte de esto —repetí.
Box se chasqueó los nudillos y sonrió.
—A joderse. Ya está usted dentro.
El Hombre de Barro a la carrera.
Vuelta a Westgate.
Joder, joder, joder.
Barry y Clare.
La pequeña Clare Kemplay besó a un chico y le hizo llorar.
Clare y Barry.
Barry el sucio, cuando era bueno era muy, muy bueno; cuando era malo era muy, muy malo.
Un policía se protegía de la lluvia en el quicio de una puerta. Yo sentí el impulso urgente de tirarme de rodillas a sus pies, con la esperanza de que fuera un hombre bueno, y contarle aquella endiablada historia y ponerme a resguardo de la lluvia.
Pero ¿qué le iba a contar?
Que estaba totalmente desbordado por los acontecimientos, cubierto de barro y borracho como una mierda.
El Hombre de Barro rumbo a Leeds, el barro seco va saltando mientras conduce.
El Hombre de Barro, de cabeza a los retretes de la oficina, rebozado en mierda.
Con la cara limpia y una mano limpia; el traje sucio y un vendaje negro me senté en mi escritorio a las 3 p. m. Del viernes 20 de diciembre de 1974.
—Bonito traje, Eddie, muchacho.
—Vete a cagar, George.
—Feliz Navidad para ti también.
Mensajes y tarjetas inundaban el escritorio; el sargento Fraser había llamado dos veces por la mañana, Bill Hadden requería mi presencia en cuanto me fuera posible.
Me derrumbé en la silla; George Greaves se tiró un pedo para regocijo de los pocos que habían vuelto de comer.
Sonreí y cogí las tarjetas; tres del sur, más una con mi nombre y la dirección de la oficina escritos en cinta de plástico Dymo pegada al sobre.
En la otra punta de la oficina Gaz recibía apuestas para el partido Leeds-Newcastle.
Abrí el sobre y saqué la tarjeta con los dientes y la mano izquierda.
—¿Quieres participar, Eddie? —gritó Gaz.
En la parte de delante de la tarjeta se veía una cabaña de madera en medio de un bosque nevado.
—Diez pavos a Lorimer —dije, abriendo la tarjeta.
—Lo ha pedido Jack.
Dentro de la tarjeta, encima del mensaje navideño, dos tiras más de Dymo.
—Entonces me quedo con Yorath —dije en voz baja.
Escrito en la tira de arriba se leía: LLAMA A LA PUERTA DEL…
—¿Qué has dicho?
En la de abajo: APARTAMENTO 405, CITY HEIGHTS.
—Yorath —repetí con la mirada clavada en la tarjeta.
—¿Es de alguien conocido?
Levanté la mirada.
Jack Whitehead dijo:
—Sólo espero que sea de una mujer.
—¿Qué quieres decir?
—He oído decir que te dejas ver por ahí con jovencitos —sonrió.
Me metí la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Sí?
—Sí. De pelo naranja.
—Y ¿a quién se lo has oído decir, Jack?
—A un pajarito.
—Apestas a alcohol.
—Tú también.
—Es Navidad.
—Pero no va a durar mucho —sonrió Jack—. El jefe quiere verte.
—Ya lo sé —contesté sin moverme.
—Me ha pedido que venga a buscarte; que me asegurara de que no volvías a perderte.
—¿Me vas a llevar de la mano?
—No eres mi tipo.
—Chorradas.
—No jodas, Jack. Escucha.
Volví a poner la cinta en marcha:
«No podía creer que fuera ella. Parecía tan distinta, tan blanca».
—Chorradas —repitió Jack—. Está hablando de las fotos de los periódicos, de la tele.
—No lo creo.
—La cara de Clare ha salido en todas partes.
—Ashworth sabe más de lo que cuenta.
—Myshkin ha confesado, joder.
—Eso significa que se ha ido todo a la mierda y tú lo sabes.
Bill Hadden, detrás de su escritorio con las gafas en mitad del puente de la nariz, se acariciaba la barba y no decía nada.
—Tendrías que ver toda la mierda que sacaron de la habitación de ese pequeño pervertido.
—¿Cómo qué?
—Fotos de niñas, cajas enteras.
Miré a Hadden y aseguré:
—Myshkin no lo hizo.
—Pero ¿a santo de qué lo quieren como chivo expiatorio? —dijo despacio.
—¿Por qué crees? Por tradición.
—Treinta años —dijo Jack—. Treinta años y he aprendido que los bomberos nunca mienten y que los policías mienten con frecuencia. Pero esta vez no.
—Saben que no fue él y tú sabes que lo saben.
—Fue él. Ha cantado.
—¿Y qué, cojones?
—¿Has oído alguna vez la palabra forense?
—Eso son gilipolleces. No tienen nada.
—Caballeros, caballeros —intervino Hadden inclinándose en su silla—. Me parece que ya hemos tenido esta conversación antes.
—Exacto —rezongó Jack.
—No, antes yo creía que Myshkin lo había hecho, pero…
Hadden levantó las manos.
—Edward, por favor.
—Perdón —dije mirando las tarjetas que tenía encima del escritorio.
—¿Cuándo van a llevarle ante el tribunal otra vez?
—El lunes a primera hora —apuntó Jack.
—¿Alguna acusación más?
—Ya ha confesado lo de Jeanette Garland y aquella chiquilla de Rochdale…
—Susan Ridyard —dije.
—Pero tengo entendido que va a haber más.
—¿Dijo algo sobre dónde están los cadáveres? —pregunté.
—En el jardín de tu casa, Primicias.
—Vale ya —intervino Hadden en plan paternal—. Edward, ten ese artículo de fondo sobre Myshkin listo para el lunes. Jack, ocúpate de la fianza.
—De acuerdo, jefe —dijo Jack antes de levantarse.
—Muy bueno el artículo de esos dos policías —confirmó Hadden, siempre como un padre orgulloso.
—Gracias. Unos tíos majos; hace tiempo que los conozco —añadió Jack desde la puerta.
—Hasta mañana por la noche, Jack —dijo Hadden.
—Sí. Hasta luego, Primicias —rió Jack mientras salía.
—Adiós. —Ya me había levantado y aún miraba las tarjetas de Hadden.
—Siéntate un momento, ¿quieres? —dijo él poniéndose de pie.
Yo me senté de nuevo.
—Edward, quiero que cojas vacaciones el resto del mes.
—¿Qué?
Hadden me daba la espalda y miraba al cielo oscuro.
—No entiendo —dije, a pesar de que lo entendía perfectamente. Me concentraba en una pequeña tarjeta medio oculta entre las demás.
—No quiero que vengas a la oficina así.
—¿Cómo?
—Así —repitió dando la vuelta y señalándome.
—Esta mañana he estado en una obra buscando la noticia.
—¿Qué noticia?
—Clare Kemplay.
—Se acabó.
No dejaba de mirar el escritorio, aquella tarjeta, aquella otra cabaña de madera en medio de otro bosque cubierto por la nieve.
—Cógete vacaciones lo que queda de mes. Y que te vean esa mano —aconsejó Hadden mientras se volvía a sentar.
—¿Sigue queriendo el artículo sobre Myshkin? —Me levanté.
—Sí, claro. Pásalo a máquina y dáselo a Jack.
Abrí la puerta, desesperado, y pensé que se jodan todos.
—¿Conoce a los Foster?
Hadden no levantó los ojos de su escritorio.
—¿Y al concejal William Shaw?
Entonces me miró.
—Lo siento, Edward. Lo siento de veras.
—No se preocupe. Tiene razón —dije—. Necesito ayuda.
Ya en mi escritorio por última vez, pensé que se lo lleven a nacional, joder, mientras arrastraba todo el contenido de la mesa y lo echaba a una bolsa de supermercado sucia, sin importarme un pito quién se enteraba de que me iba.
El cabrón de Jack Whitehead arrojó un ejemplar de la edición nocturna sobre la mesa vacía con una sonrisa maliciosa:
—Para que no te olvides de nosotros.
Le miré y conté hacia atrás.
La oficina en silencio, todos los ojos pendientes de mí.
Jack Whitehead me miraba a la cara sin parpadear.
Leí los grandes titulares del periódico plegado:
UN RENDIDO HOMENAJE.
—Ábrelo.
En la otra punta de la oficina sonaba un teléfono que nadie contestaba.
Desplegué la mitad inferior del periódico y vi una fotografía de dos policías uniformados que estrechaban la mano del jefe de policía Angus.
Dos policías uniformados:
Uno alto y con barba, el otro bajo y sin ella.
Me quedé mirando el periódico, la fotografía, las palabras al pie de la fotografía:
El jefe de policía Angus felicita al sargento Bob Craven y al agente Bob Douglas por el buen cumplimiento de su labor.
«Son dos policías sobresalientes que cuentan con nuestro más sincero agradecimiento».
Cogí el periódico, lo doblé y lo metí en la bolsa de plástico mientras hacía un guiño:
—Gracias, Jack.
Jack Whitehead no dijo nada.
Recogí la bolsa y crucé la oficina silenciosa.
George Greaves miraba por la ventana; Gaz, el de deportes, la punta de su lápiz.
El teléfono de mi mesa empezó a sonar.
Jack Whitehead lo contestó.
En la puerta, Steph la gorda, con los brazos cargados de carpetas, sonrió y me dijo:
—Lo siento, cariño.
—Es el sargento Fraser —gritó Jack desde mi escritorio.
—Dile que se vaya a tomar por culo. Que me han despedido.
—Le han despedido —dijo Jack antes de colgar.
Uno, dos, tres y cuatro, bajo las escaleras y salgo por la puerta:
El Club de Prensa, sólo para socios, casi las cinco.
En la barra, todavía socio, con un escocés en una mano y el teléfono en la otra.
—Hola. ¿Está Kathryn, por favor?
Yesterday Once More en la máquina de discos, con mi dinero.
—¿Sabe cuándo volverá?
Malditos sean los Carpenters; los ojos me lloraban, era mi propio humo.
—¿Puede decirle que le ha llamado Edward Dunford?
Colgué, me acabé el escocés y encendí otro cigarrillo.
—Otra de lo mismo, cariño.
—Y una para mí, Bet.
Me di la vuelta.
El cabrón de Jack Whitehead ocupaba el taburete de al lado.
—¿Es que te gusto o algo así?
—No.
—Entonces, ¿qué coño quieres?
—Tenemos que hablar.
—¿Por qué?
La camarera nos puso dos whiskies delante.
—Alguien te ha tendido una encerrona.
—¿Sí? Joder, Jack, noticias frescas.
Me ofreció un cigarrillo.
—Y, entonces, ¿de quién se trata, Primicias?
—¿Qué te parece si empezamos por tus amiguitos, los dos polis?
Jack encendió su cigarrillo y susurró:
—¿Y eso por qué?
Levanté la mano derecha y le puse las vendas en la cara mientras me inclinaba hacia él y le gritaba:
—¿Y eso por qué? ¿Qué cojones crees que es esto?
Jack se apartó y me agarró la mano vendada.
—¿Ellos te hicieron esto? —preguntó. Recuperé el equilibrio con los ojos clavados en la maraña negra que remataba mi brazo.
—Además de incendiar campamentos gitanos, robar fotos de autopsias y sacarle confesiones a golpes a los retrasados.
—¿De qué estás hablando?
—Sólo de la nueva policía metropolitana de West Yorkshire y de los chanchullos a los que se dedica con el respaldo del viejo y querido Yorkshire Post, el amigo de los polis.
—Joder, se te ha ido la bola.
—Eso dice todo el mundo. —Me bebí el escocés de un trago.
—Pues entonces, hazles caso.
—Vete a tomar por culo, Jack.
—¿Eddie?
—¿Qué?
—Piensa en tu madre.
—¿Qué cojones quieres decir con eso?
—¿No ha sufrido ya bastante? Apenas ha pasado una semana desde que enterrasteis a tu padre.
Me acerqué y le clavé dos dedos en el pecho huesudo.
—Ni se te ocurra meter a mi familia en esto, joder.
Me levanté y saqué las llaves del coche.
—No estás en condiciones de conducir.
—Tú no estás en condiciones de conducir, pero lo haces.
Se levantó y me agarró por los brazos.
—Te están tendiendo una trampa, como le hicieron a Barry.
—Suéltame, coño.
—Derek Box es de la peor calaña.
—Suelta.
Volvió a sentarse.
—No digas que no te avisé.
—Que te den —murmuré y empecé a subir las escaleras; odiaba sus mentiras descaradas y el repugnante mundo en el que habitaba.
La M1 en dirección sur desde Leeds, tráfico de las siete; la lluvia empieza a convertirse en aguanieve en el haz de luz de los faros.
Always On My Mind en la radio.
Por el carril de aceleración, un vistazo al retrovisor, un vistazo a la izquierda: el campamento gitano ha desaparecido.
Cambio de emisora en la radio, evitando las noticias.
El desvío a Castleford surge de la oscuridad de repente, como un camión con las luces altas encendidas.
Cruzo los tres carriles de golpe; las bocinas me gritan y los rostros de fantasmas furiosos atrapados en sus coches me maldicen.
A centímetros de la muerte, pienso: búscala.
Búscala.
Búscala.
Llamo a la puerta de…
—Estás borracho.
—Sólo quiero hablar —dije en la entrada del número 11 y esperé que me cerrara en las narices aquella enorme puerta roja.
—Anda, entra.
La mujer escocesa gorda de dos números más allá estaba sentada en el sofá delante de Opportunity Knocks y me observó fijamente.
—Ha tomado una copa de más —dijo Paula al cerrar la puerta.
—No tiene nada de malo —rió la mujer escocesa.
—Lo siento —dije mientras me sentaba a su lado en el sofá.
—Te voy a hacer una taza de té —ofreció Paula.
—Gracias.
—¿Quieres tú otra, Clare?
—No, me voy a ir ya —anunció, y se fue con Paula a la cocina.
Esperé en el sofá delante de la tele y escuché los susurros de la cocina mientras veía a una chica que bailaba claqué, dispuesta a llegar a los corazones y los hogares de millones de espectadores. Justo encima de ella, sobre el televisor, Jeanette me dirigía su sonrisa discapacitada.
—Hasta luego, Eddie —se despidió Clare la escocesa desde la puerta.
Pensé levantarme, pero seguí sentado y farfullé:
—Sí, buenas noches.
—Sí. Sed buenos —dijo mientras cerraba la gran puerta roja detrás de ella.
Aplausos en la pantalla.
Paula me dio una taza de té.
—Toma.
—Perdóname por esto. Y por lo de anoche —dije.
Se sentó en el sofá a mi lado.
—No te preocupes.
—Siempre me presento en este estado y, además, todas las chorradas que te dije anoche, no las decía en serio.
—Está bien, olvídalo. No tienes que decir nada.
En la tele, unos robots extraterrestres devoraban puré de patatas instantáneo.
—Sí me importa.
—Lo sé.
Quería preguntarle por Johnny, pero dejé el té, me incliné hacia ella y acerqué su cara a la mía con la mano izquierda.
—¿Qué tal la mano? —quiso saber.
—Bien —murmuré mientras la besaba en los labios, la barbilla y las mejillas.
—No tienes por qué hacer esto —dijo ella.
—Quiero hacerlo.
—¿Por qué?
En la tele, un mono con gorra de plato bebía una taza de té.
—Por favor, no lo digas si no lo piensas.
—Lo digo en serio.
—Dilo otra vez.
—Te quiero.
Paula me apartó, me agarró de la mano, apagó el televisor y me condujo por las escaleras tan, tan empinadas.
En El cuarto de papa y mamá hacía tanto frío que me veía el aliento.
Paula se sentó en la cama y empezó a desabrocharse la blusa, dejando a la vista su piel, toda ella erizada.
La recosté sobre el edredón mientras con los pies me quitaba los zapatos que cayeron al suelo con un ruido sordo.
Ella se retorció debajo de mi cuerpo al intentar librarse de sus pantalones.
Le levanté la blusa y el sujetador negro y empecé a chupar sus pezones de un marrón claro, y a morderlos con toda delicadeza.
Ella me quitaba la chaqueta y me bajaba los pantalones.
—Estás hecho un guarro —soltó una risita.
—Gracias —sonreí al sentir la risa en su vientre.
—Te quiero —dijo y metió las manos entre mi pelo para empujarme la cabeza suavemente hacia abajo.
Fui a donde se me ordenaba, abrí la cremallera de sus pantalones y bajé las braguitas de algodón azul pálido con ellos.
Paula Garland me apretó la cabeza contra su coño y cruzó las piernas sobre mi espalda.
La barbilla se me humedeció y picaba al secarse.
Volvió a empujarme.
Fui.
—Te quiero —dijo ella.
—Te quiero —murmuré con la boca llena de coño.
Tiró de mí para arriba, hacia sus tetas.
La besé por el camino y cubrí sus labios del sabor a sí misma.
Su lengua y la mía, las dos con sabor a coño.
Me incorporé sintiendo una punzada de dolor en el brazo e hice que se pusiera boca abajo.
Paula se tumbó sobre el edredón con la cara en la almohada, vestida sólo con el sujetador.
Me miré la polla.
Paula levantó un poco el trasero y volvió a bajarlo.
Le retiré el pelo y la besé en la nuca, detrás de las orejas mientras me colocaba entre sus piernas.
Volvió a levantar el trasero que el sudor y los jugos humedecían.
Me incorporé y empecé a frotar la polla sobre los labios de su coño con las vendas entre su pelo y la palma izquierda abierta sobre su rabadilla.
Ella levantó aún más el trasero ofreciendo el coño a mi polla.
Mi polla le tocó el ano.
Con una mano me agarró la polla y, retirándola de su culo, se la metió en el coño.
Dentro y fuera, dentro y fuera.
Paula abría y cerraba el puño sobre la cama.
Dentro y fuera, dentro y fuera.
Paula, boca abajo, con los puños cerrados.
La saqué de golpe.
Paula abrió los puños y suspiró.
Mi polla tocó su culo.
Paula intentó volver la cara.
Una mano vendada en su nuca.
Paula acercaba la mano a mi polla.
Mi polla bordeando su ano.
Paula gritaba contra la almohada.
Dentro y prieto.
Paula gritaba y gritaba contra la almohada.
Una mano vendada le sujetaba la cabeza gacha, la otra alrededor de su vientre.
Paula Garland intentaba huir de mi polla.
Yo la follaba con fuerza por el culo.
Paula desfallecida, temblando por el llanto.
Dentro y fuera, dentro y fuera.
Sangre en el ano de Paula.
Dentro y fuera, dentro y fuera, sangre en mi polla.
Paula Garland lloraba.
Me corrí y me corrí y me corrí otra vez. Paula llamaba a Jeanette a voces.
Yo me corrí otra vez.
Perros muertos y monstruos y ratas con alas.
Alguien paseaba por el interior de mi cabeza, con una antorcha encendida y calzado con botas gruesas.
Ella estaba en la calle, ciñéndose la chaqueta de punto roja y sonriéndome.
De repente un gran pájaro negro descendía del cielo y se lanzaba sobre su cabellera, la perseguía calle abajo y le arrancaba enormes mechones de pelo rubio manchados de sangre en las raíces.
Quedaba tirada en la calle enseñando las braguitas de algodón de color azul claro, como un perro atropellado por un camión.
Me desperté y volví a dormirme con la idea de que ya estaba a salvo, ya estás a salvo, vuelve a dormirte.
Perros muertos y monstruos y ratas con alas.
Alguien paseaba por el interior de mi cabeza, con una antorcha encendida y calzado con botas gruesas.
Estaba en una cabaña de madera mirando el árbol de Navidad; toda la casa olía a comida rica.
Cogía una caja grande envuelta para regalo con papel de periódico de debajo del árbol y deshacía el lazo rojo.
Abría el papel con cuidado para poder leerlo más tarde.
Observaba la pequeña caja de madera que tenía encima de las rodillas y el trozo de lazo rojo.
Cerraba los ojos y abría la caja; el latido monótono de mi corazón se oía en toda la casa.
—¿Qué es? —preguntaba ella acercándose a mí por detrás y poniéndome la mano en un hombro.
Yo cubría la caja con la mano vendada y hundía la cabeza entre sus pliegues de cuadros de vichy.
Ella me quitaba la caja de las manos y miraba en su interior.
La caja caía al suelo; toda la casa olía a comida rica, se oía el latido de mi corazón y sus chillidos desgarradores.
Vi cómo salía de la caja y escribía al hacerlo mensajes arácnidos con su cordón sanguinolento.
—Deshazte de él —gritó ella—. ¡Deshazte de él inmediatamente!
Aquella cosa se dio la vuelta y me sonrió.
Me desperté y volví a dormirme con la idea de que ya estaba a salvo, ya estás a salvo, vuelve a dormirte.
Perros muertos y monstruos y ratas con alas.
Alguien paseaba por el interior de mi cabeza, con una antorcha encendida y calzado con botas gruesas.
Estaba despierto, tumbado sobre una puerta bajo tierra, congelado.
Por encima de mí el sonido amortiguado de un televisor: Opportunity Knocks.
Levanté la mirada hacia la oscuridad; diminutas chispas de luz se acercaban a mí.
Por encima de mí el sonido amortiguado del timbre de un teléfono y batir de alas.
A través de la oscuridad vi ratas con alas que parecían más ardillas con sus caras peludas y palabras amables.
Por encima de mí el sonido amortiguado de un disco en el que sonaba El pequeño tamborilero.
Las ratas junto a mi oreja susurraban palabras desabridas, me insultaban y me hacían más daño que todos los palos y las piedras.
A mi lado, el sonido amortiguado de llantos infantiles.
Me levanté de golpe para encender la luz, pero ya estaba encendida.
Estaba despierto, tumbado en la alfombra, congelado.