6
Miércoles, 18 de diciembre de 1974.
A las 7 a. m. Salgo de la habitación, de una puta vez.
Una taza de té y una tostada con mantequilla en el Café de Redbeck.
Los camioneros con las primeras planas.
Wilson niega que Stonehouse sea espía, Un hombre muere en la explosión de tres bombas, El petróleo alcanza los 74 peniques.
En las últimas páginas, John Kelly se convierte en noticia nacional:
¿El lord Lucan de la liga? ¿Dónde está nuestro chico favorito?
Entraron dos policías, se quitaron los gorros y se sentaron en una mesa al lado de una ventana.
El corazón me dio un brinco mientras repasaba las notas de mi cuaderno:
Arnold Fowler, Marjorie Dawson y James Ashworth.
Tres citas.
De nuevo en el vestíbulo del Redbeck con otro montón de calderilla.
—Arnold Fowler, ¿dígame?
—Soy Edward Dunford, del Post. Siento molestarle, pero estoy escribiendo un artículo sobre las agresiones a los cisnes de Bretton Park.
—Ya.
—Tenía la esperanza de que pudiéramos vernos.
—¿Cuándo?
—¿Esta misma mañana? Ya sé que es algo precipitado.
—La verdad es que esta mañana voy a ir a Bretton. Vamos a hacer una excursión con los chicos del colegio Horbury, pero no salimos hasta las diez y media.
—Yo podría estar allí a las nueve y media.
—Quedamos en el Centro Cívico.
—Gracias.
—Adiós.
Un resol de invierno brillante y frágil atravesaba el parabrisas durante el trayecto a Bretton; la calefacción hacía el mismo ruido que la radio:
El IRA y Stonehouse, la carrera por ser el número uno de Navidad, Clare Kemplay moría una y otra vez en el Escenario Nacional.
Miré por el retrovisor.
Puse una mano en el dial y sintonicé una emisora local:
Clare seguía respirando en Radio Leeds; llamadas de oyentes que exigían medidas para prevenir situaciones como aquélla y se preguntaban qué clase de bestia era capaz de una cosa así y la horca es demasiado poco para los sujetos capaces de hacer eso.
La policía estaba sorprendentemente callada, sin pistas ni ruedas de prensa.
Pensé: la calma que precede a la puta tormenta de mierda.
—Un bonito día —dije deshaciéndome en sonrisas.
—Para variar —dijo Arnold Fowler, un metro noventa y cinco y vestido para la ocasión.
El salón principal era amplio y frío, las paredes estaban cubiertas de dibujos infantiles y grabados de pájaros y árboles.
Un gran cisne de papel maché colgaba de las vigas del techo.
El salón también olía como una iglesia en invierno y me hizo pensar en Mandy Wymer.
—Yo conocía a su padre —dijo Arnold Fowler conduciéndome a una pequeña cocina con dos sillas y una mesa con superficie de formica azul cielo.
—¿De verdad?
—Sí, sí. Un buen sastre. —Se desabrochó la chaqueta de tweed para mostrarme una etiqueta que yo había visto todos los días le mi vida: Ronald Dunford, sastre.
—El mundo es un pañuelo —comenté.
—Sí. Aunque no tanto como antes.
—Se sentiría muy halagado.
—No lo creo… si recuerdo bien cómo era Edward Dunford.
—En eso tiene razón —sonreí pensando que sólo había pasado una semana.
—Sentí mucho enterarme de su fallecimiento —dijo Arnold Fowler.
—Gracias.
—¿Cómo está su madre?
—Lo lleva como puede. Es muy fuerte.
—Sí. Toda una moza de Yorkshire.
—¿Sabe que cuando llegó usted al Holy Trinity yo estaba estudiando allí?
—No me sorprende. Creo que he estado en todos los centros de West Riding en un momento u otro. ¿Lo pasó bien?
—Sí. Lo recuerdo muy bien, pero no sabía dibujar así me mataran.
Arnold Fowler sonrió:
—¿O sea que nunca entró en mi club de naturaleza?
—No, lo siento. Era de la Boy’s Brigade.[13]
—¿Por el fútbol?
—Sí. —Me reí por primera vez en mucho tiempo.
—Seguimos perdiendo hasta el día de hoy. —Me pasó un tanque de té—. Sírvase el azúcar.
Me puse dos cucharadas grandes y estuve dando vueltas al té un buen rato.
Cuando levanté los ojos Arnold Fowler me miraba fijamente.
—¿Y a qué viene este repentino interés de Bill Hadden en los cisnes?
—No es por el señor Hadden. Yo hice un artículo sobre los malos tratos a aquellos ponis cerca de Netherton y luego me enteré de lo de los cisnes.
—¿Cómo se enteró?
—En las conversaciones del Post. Barry Gannon estaba…
Arnold Fowler movía la cabeza.
—Un asunto horrible, horrible. También conozco a su padre. Le conozco muy bien.
—¿De veras? —pregunté haciéndome el tonto.
—Sí. Qué pena. Era un joven con mucho talento, Barry.
Di un sorbo abrasador de té con azúcar y luego dije:
—No conozco los detalles.
—¿Perdón?
—De los cisnes.
—Ya.
Saqué el bloc de notas.
—¿Cuántas agresiones ha habido?
—Dos este año.
—¿Cuándo fueron?
—Una en agosto, no sé qué día. La otra fue hace algo más de una semana.
—¿Ha dicho usted «este año»?
—Sí. Siempre ha habido ataques.
—¿En serio?
—Sí. Es repugnante.
—¿Del mismo tipo?
—No, no. Los de este año han sido sencillamente brutales.
—¿Qué quiere decir?
—Fueron torturados.
—¿Torturados?
—Les cortaron las putas alas. Mientras los cisnes estaban todavía vivos.
Al hablar sentí la boca totalmente seca.
—¿Y otras veces?
—Flechas, carabinas de aire comprimido, dardos de pub.
—¿Y la policía? ¿Lo denuncian siempre?
—Sí. Por supuesto.
—¿Y qué dicen?
—¿La semana pasada?
—Sí —asentí.
—Nada. A ver, ¿qué van a decir? —Arnold Fowler parecía repentinamente inquieto y jugaba con la cucharilla.
—¿O sea que la policía no ha vuelto a verle desde la semana pasada?
Arnold Fowler miraba el lago por la ventana de la cocina.
—¿Señor Fowler?
—¿Qué clase de artículo está escribiendo, señor Dunford?
—Un artículo veraz.
—Bueno, pues me han pedido que me guarde mis historias reales para mí mismo.
—¿Qué quiere decir?
—Hay cosas que me han pedido que me reserve para mí. —Me miró como si yo fuera idiota.
Cogí mi taza y me acabé el té.
—¿Tiene tiempo para enseñarme dónde los encontró? —pregunté.
—Sí.
Nos levantamos y salimos del Centro Cívico, bajo el cisne.
En la inmensa puerta le pregunté:
—¿Clare Kemplay vino aquí alguna vez?
Arnold Fowler se acercó a un dibujo a lápiz que se curvaba en la pared sobre un radiador con una gruesa capa de pintura. Era la imagen de dos cisnes besándose en el lago.
Alisó con la mano una de las esquinas.
—En qué desventurado mundo vivimos.
Abrí la puerta y salimos a la mortecina luz del sol.
Bajamos la colina desde el edificio hasta el puente que cruzaba el lago de los cisnes.
Al otro lado del lago las nubes se desplazaban rápidamente dibujando sombras al pie de los páramos, sombras púrpuras y marrones como una cara amoratada.
Iba pensando en Paula Garland.
Arnold Fowler se detuvo en el puente.
—El último daba la impresión de que lo hubieran tirado descuidadamente aquí de cualquier manera, como si lo devolvieran al lago.
—¿Dónde le cortaron las alas?
—No lo sé. A decir verdad, nadie se ha molestado en averiguarlo.
—¿Y el otro? ¿El de agosto?
—Colgado del pescuezo de aquel árbol. —Señaló un gran roble que se veía al otro lado del lago—. Primero le crucificaron y luego le cortaron las alas.
—¿Está de broma?
—No, no es ninguna broma.
—¿Y nadie vio nada?
—¿No?
—¿Quién los encontró?
—El del roble, unos chiquillos; el último lo encontró uno de los guardas del parque.
—¿Y la policía no ha hecho nada?
—Señor Dunford, hemos construido un mundo en el que crucificar a un cisne es una gamberrada, no un delito.
Volvimos a subir la colina en silencio.
Los niños de una clase bajaban de un autobús en el aparcamiento, empujándose y tirándose de los abrigos unos a otros.
Abrí la puerta del coche.
Arnold Fowler extendió su mano.
—Cuídese, señor Dunford.
—Usted también —dije estrechándosela—. Ha sido un placer volver a verle.
—Sí. Lamento que haya sido en estas circunstancias.
—Cierto.
—Y buena suerte —dijo Arnold Fowler mientras iba hacia los niños.
—Gracias.
Aparqué en el estacionamiento vacío de un pub entre Bretton y Netherton.
A la cabina de teléfono le faltaban todos los cristales y casi toda la pintura roja; mientras marcaba el número el aire me azotaba.
—Comisaría de policía de Morley.
—Con el sargento Fraser, por favor.
—Por favor, señor, ¿puede decirme su nombre?
—Edward Dunford.
Esperé contando los coches que pasaban e imaginando los dedos gordos que tapaban el micrófono para amortiguar los gritos de la comisaría de Morley.
—El sargento Fraser al habla.
—Hola. Soy Edward Dunford.
—Creía que se había ido al sur.
—¿Por qué creía algo así?
—Por su madre.
—Mierda. —Contar coches, contar mentiras—. ¿Ha estado intentando ponerse en contacto conmigo?
—Bueno, está el pequeño asunto de nuestra conversación de ayer. Mis superiores están empeñados en que le saque una declaración formal.
—Lo siento.
—¿Y qué es lo que quiere?
—¿Otro favor?
—Está de puta coña, ¿verdad?
—Puedo ofrecer un trueque.
—¿Qué? ¿Ha vuelto a oír los tambores de la selva?
—¿Ha interrogado a Marjorie Dawson sobre lo del sábado?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque estaba en algún lugar del sur visitando a su madre agonizante.
—No lo creo.
—Y entonces, ¿dónde está, Sherlock?
—Cerca.
—No sea capullo, Dunford.
—Ya se lo he dicho, ofrezco un trueque.
—Y una puta mierda. —Hablaba en voz baja, amenazante—. Me va a decir dónde está o le detengo por obstrucción a la justicia.
—Vamos. Lo único que quiero es lo que tengan sobre unos cisnes muertos en Bretton Park.
—¿Está drogado? ¿Qué cisnes muertos?
—La semana pasada les cortaron las alas a unos cisnes en Bretton. Sólo quiero saber lo que piensa la policía, nada más.
Fraser jadeaba profundamente.
—¿Se las cortaron?
—Sí, se las cortaron. —Ha oído los rumores, pensé.
—¿Las encontraron? —preguntó Fraser.
—¿Qué?
—Las alas.
—Ya sabe que sí, joder.
Silencio. Y luego:
—De acuerdo.
—De acuerdo ¿qué?
—De acuerdo, veré lo que puedo averiguar.
—Gracias.
—Y ahora, ¿dónde cojones está Marjorie Dawson?
—En la Residencia Hartley, en Hemsworth.
—¿Y cómo coño se ha enterado de eso?
—Los tambores de la selva.
Dejé el teléfono colgando.
Yo, pisando a fondo.
Los zapatones del 44 del sargento Fraser corren por la comisaría.
Yo, a diez minutos de la Residencia Hartley.
El sargento Fraser se abrocha la chaqueta y coge la gorra. Yo, con la ventana un poco abierta, un cigarrillo encendido, Radio 3 y Vivaldi a todo volumen.
El sargento Fraser espera delante del despacho del jefe y mira el reloj barato que le regaló su mujer las navidades pasadas.
Yo, sonriente, por lo menos le llevo una hora de ventaja.
Con un ramo de flores frescas en la mano llamé al timbre de la Residencia Hartley.
Nunca había llevado flores a St. James.
Nunca le llevé a mi padre ni un triste tallo.
El edificio, que parecía una antigua casa solariega o un hotel, arrojaba una sombra fría y oscura sobre su terreno desatendido. Dos mujeres mayores me observaban desde la cristalera de un mirador. Una de las mujeres se toqueteaba la teta izquierda, estrujando el pezón entre los dedos.
Me pregunté cuándo habría dejado mi madre de llevarle flores a mi padre.
Una mujer de mediana edad con el rostro enrojecido que llevaba una chaqueta blanca abrió la puerta.
—¿Puedo ayudarle?
—Eso espero. He venido a ver a mi tía Marjorie. La señora Marjorie Dawson.
—¿Ah, sí? Ya. Por favor, venga por aquí —dijo la señora dejándome pasar.
No podía recordar si la última vez que había visitado a mi padre había sido un lunes o un martes.
—¿Qué tal está?
—Bueno, hemos tenido que darle algo para los nervios. Para que esté un poco más tranquila. —Me acompañó a un amplio vestíbulo dominado por una escalera aún mayor.
—Lo lamento —dije.
—En fin, tengo entendido que cuando la trajeron de nuevo estaba bastante alterada.
De nuevo, pensé mordiéndome la lengua.
—¿Cuándo vio a su tía por última vez, señor…?
—Dunston, Eric Dunston —dije ofreciéndole la mano con una sonrisa.
—Señora White —dijo la señora White estrechándola—. Los Hartley están fuera esta semana.
—Encantado de conocerla —dije, auténticamente encantado de no conocer a los Hartley.
—Está arriba. Habitación 102. Una habitación privada, naturalmente.
Mi padre había acabado sus días en una habitación privada, sin flores, convertido en un montón de huesos metidos en una bolsa marrón.
La señora White, con su ajustada chaqueta blanca, encabezó el ascenso por las escaleras.
La calefacción estaba a máxima potencia y se escuchaba el lejano rumor de una radio o una televisión. El olor a comida de hospital nos acompañaba escaleras arriba como si hubiera seguido mi rastro desde el Hospital de St. James, Leeds.
Después de subir las escaleras recorrimos un pasillo agobiante lleno de grandes radiadores de hierro y llegamos a la habitación 102.
El corazón me latía con fuerza cuando dije:
—Es suficiente. Ya la he entretenido demasiado, señora White.
—Bah, no diga tonterías —sonrió la señora White mientras llamaba a la puerta y la abría—. No es molestia.
Era una habitación preciosa, bañada por el sol de invierno y llena de flores; Radio 2 emitía algo de música ligera.
La señora Marjorie Dawson estaba recostada sobre dos almohadas grandes, tenía los ojos cerrados, el cuello de su camisón se asomaba por encima de la ropa de cama. Una leve capa de sudor le cubría la cara y le ajaba la permanente, con el efecto de hacerla parecer más joven de lo que probablemente era.
Se parecía a mi madre.
Observé las botellas de Lucozade y de agua de cebada Robinson’s y vi reflejada en ellas el rostro demacrado de mi padre.
La señora White se acercó a las almohadas y tocó con delicadeza a la señora Dawson en el brazo.
—Marjorie, querida. Tienes una visita.
La señora Dawson abrió los ojos despacio y recorrió la habitación con la mirada.
—¿Quiere que le traigan un poco de té? —me preguntó la señora White mientras apartaba las flores de la mesilla de noche.
—No, gracias —dije mirando a la señora Dawson.
La señora White cogió mis flores y fue hasta el lavabo del rincón.
—Muy bien, entonces le voy a poner estas flores en agua y me quito de en medio.
—Gracias —dije y pensé: joder.
La señora Dawson me miraba; miraba a través de mí.
La señora White terminó de llenar el jarrón de agua.
—Es Eric, querida. Su sobrino —dijo antes de volverse a mí y decirme en un susurro—: No se preocupe. A veces le cuesta un poco reconocer a la gente. Anoche le pasó lo mismo con su tío y sus amigos.
La señora White dejó el jarrón con las flores nuevas en la mesilla de noche.
—Bueno, yo ya he acabado. Estaré en el invernadero si necesita algo. Hasta luego —sonrió y me guiñó un ojo mientras cerraba la puerta.
La habitación se llenó entonces insoportablemente de Radio 2.
Un calor insoportable.
Mi difunto padre.
Me acerqué hasta la ventana. Habían repintado el pestillo. Pasé un dedo por encima de la pintura.
—Está cerrada.
Me di la vuelta. La señora Dawson se había incorporado en la cama.
—Ya lo veo —dije.
Me quedé al lado de la ventana sintiendo todo mi cuerpo mojado bajo la ropa.
La señora Dawson alargó una mano hacia la mesilla y apagó la radio.
—¿Quién es usted?
—Edward Dunford.
—¿Y por qué está aquí, señor Edward Dunford?
—Soy periodista.
—Entonces, ¿le ha contado más mentiras a la pobre señora White?
—Privilegio de la profesión.
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
—Me dieron un soplo anónimo.
—Supongo que debería sentirme halagada por ser la protagonista de un soplo anónimo —dijo la señora Dawson colocándose el pelo detrás de las orejas—. Suena muy glamuroso, ¿no le parece?
—Sí, de la hostia —respondí pensando en BJ.
La señora Marjorie Dawson sonrió y dijo:
—¿Por qué le interesa tanto una vieja chocha como yo, señor Edward Dunford?
—Mi colega Barry Gannon fue a verla el sábado pasado. ¿Lo recuerda?
—Lo recuerdo.
—Usted le dijo que su vida corría peligro.
—¿De verdad dije eso? Digo tantas cosas… —La señora Dawson se inclinó sobre la mesilla y olió las flores que le había llevado.
—Le mataron el sábado por la noche.
La señora Dawson dejó de mirar las flores; tenía los ojos húmedos y mortecinos.
—¿Y ha venido a contármelo?
—¿No lo sabía?
—¿Quién puede decir lo que debo saber o no en estos tiempos?
Miré los árboles pelados que se veían al fondo del terreno de la casa y cuyas sombras se desvanecían con la luz del sol.
—¿Por qué le dijo que su vida corría peligro?
—Estaba haciendo preguntas temerarias sobre personas temerarias.
—¿Qué clase de preguntas? ¿Sobre su marido?
La señora Dawson sonrió con tristeza.
—Señor Dunford, mi marido puede ser muchas cosas, pero temerario no es una de ellas.
—Entonces, ¿de qué hablaron?
—De amigos comunes, de arquitectura, de deportes, de cosas así. —Una lágrima descendió por su mejilla hasta el cuello.
—¿Deportes?
—De la liga de rugby, ¿se lo puede creer?
—¿Y qué dijeron?
—Bueno, yo no soy una gran aficionada, así que fue una conversación un poco unilateral.
—Donald Foster sí es aficionado, ¿verdad?
—¿De veras? Creía que era su mujer. —Otra lágrima.
—¿Su mujer?
—Por favor, señor Dunford, ya empezamos otra vez. Las conversaciones temerarias se pagan con la vida.
Me volví hacia la ventana.
Un coche de policía azul y blanco entraba en el paseo de grava.
—Mierda.
¿Fraser?
Miré el reloj de mi padre.
Sólo habían pasado cuarenta minutos desde la llamada.
¿No era Fraser?
Me acerqué a la puerta.
—¿Se va tan pronto?
—Me temo que ha llegado la policía. Puede que quieran hablar con usted de Barry Gannon.
—Otra vez no —suspiró la señora Dawson.
Se oyó una estampida de botas subiendo las escaleras.
—Creo que tendría que marcharse ya —dijo la señora Dawson.
La puerta se abrió de golpe.
—Sí, creo sinceramente que debería marcharse ya —dijo el primer policía que cruzó la puerta.
El de la barba.
No era Fraser.
Que le den a Fraser.
—Creo que ya hablamos de molestar a la gente que no quiere que se le moleste —dijo el otro, el más bajo.
Sólo eran ellos dos, pero la habitación parecía estar llena de hombres con uniformes negros con botas de puntas reforzadas y porras en las manos.
El bajo se acercó a mí.
—Aquí tienes un poli dispuesto a arrancarte la cabeza.
El dolor agudo de una patada en el tobillo me hizo caer de rodillas.
Me derrumbé en la alfombra parpadeando con los ojos llenos de lágrimas que me quemaban e intenté levantarme.
Un par de medias blancas venían hacia mí.
—Cabrón mentiroso —siseó la señora White.
Un par de pies enormes ocuparon su lugar.
—Estás muerto —susurró el agente de la barba, me agarró del pelo y me arrastró fuera de la habitación.
Con el cuero cabelludo en carne viva, miré hacia la cama.
La señora Dawson estaba tumbada de lado, de espaldas a la puerta, con la radio a todo volumen.
La puerta se cerró.
La habitación desapareció.
Unas inmensas manos de mono me agarraron con fuerza de las axilas; las garras más pequeñas seguían sin soltarme el pelo. Vi uno de los grandes radiadores con la pintura cuarteada.
Joder, cálida lana blanca y dolor negro amarillento.
En lo alto de las escaleras luchando por recuperar la verticalidad.
De repente agarrado a la barandilla en medio de la escalera.
Joder, los pulmones y las costillas no me aguantaban el aire.
De repente a los pies de la escalera, intentando ponerme de pie, con una mano en el último escalón y otra en el pecho.
Joder, un dolor negro amarillento en el cuero cabelludo.
De repente el calor se ha esfumado y sólo hay aire frío y fragmentos de grava en las palmas de las manos.
Joder, mi espalda.
De repente me están tocando la polla, me meten las manos en los bolsillos, me hacen reír y retorcerme.
Joder, grandes manos de cuero me estrujan la cara, un dolor amarillo rojizo.
Y de repente abren la puerta de mi coche y me tiran de la mano.
Joder, joder, joder.
Luego, la oscuridad.
Luz amarilla.
¿Quién quiere a Eddie, nuestra Caperucita Roja?
Otra vez luz amarilla.
—Oh, gracias a Dios.
El rostro rosado de mi madre se balancea.
—¿Qué te ha pasado, cariño?
Detrás de ella, unas figuras negras como enormes cuervos.
—¿Eddie, cariño?
Una habitación amarilla llena de negros y azules.
—Estás en urgencias de Pinderfields —dice una voz grave de hombre negro desde el más allá.
negro más allá
Hay algo en el extremo de mi brazo.
—¿Puedes sentir algo?
Un vendaje grueso y pesado al final de mi brazo.
—Con cuidado, cariño —mi madre, su delicada mano sobre mi mejilla.
Luz amarilla, destellos negros.
—¡Saben quién soy! ¡Saben dónde vivimos!
—Será mejor dejarle por ahora —otro hombre.
Destello negro.
—Lo siento, mamá.
—No te preocupes por mí, cariño.
Un taxi, radio en paquistaní y aroma a pino. Me miré la blanca mano derecha.
—¿Qué hora es?
—Acaban de dar las tres.
—¿Del miércoles?
—Sí, cariño. Del miércoles.
Por la ventanilla pasaba el centro aletargado de Wakefield.
—¿Qué ha pasado, mamá?
—No lo sé, cariño.
—¿Quién te ha llamado?
—¿Llamarme? Fui yo quien te encontró.
—¿Dónde?
Mi madre sollozó con la cara vuelta hacia la ventanilla.
—En la entrada.
—¿Qué le ha pasado al coche?
—Te encontré en él. Estabas en el asiento de atrás.
—Mamá…
—Cubierto de sangre.
—Mamá…
—Tirado.
—Por favor.
—Creí que estabas muerto. —Estaba llorando.
Me miré la blanca mano derecha; el hedor del vendaje más fuerte que el del taxi.
—¿Y la policía?
—Les llamó el conductor de la ambulancia. Te echó un vistazo y lo denunció.
Mi madre me puso la mano en el brazo bueno y me miró a los ojos:
—¿Quién te ha hecho esto, cariño?
La gélida mano derecha me latía debajo de los vendajes.
—No lo sé.
En casa, Wesley Street, Ossett.
Se cierra la puerta del taxi.
Yo doy un brinco.
En el asiento del pasajero del Viva hay manchas marrones.
Mi madre viene por el paseo detrás de mí, cerrando el bolso.
Meto la mano izquierda en el bolsillo derecho.
—¿Qué estás haciendo?
—Tengo que irme.
—No digas tonterías, muchacho.
—Mamá, por favor.
—No estás en condiciones.
—Mamá, déjalo.
—No, déjalo tú. No me hagas esto.
Intenta quitarme las llaves del coche.
—¡Mamá!
—Te odio por hacer esto, Edward.
Salgo marcha atrás por el paseo; lágrimas y destellos negros.
Mi madre mira cómo me marcho.
El conductor de una mano.
Luz roja, luz verde, luz ámbar, roja.
Lloro en el aparcamiento del Redbeck.
Dolor negro, dolor blanco, dolor amarillo, más.
La habitación 27 intacta.
Me echo agua fría en la cabeza con una mano.
En el espejo una cara se vuelve marrón sangre coagulada. La habitación 27, todo sangre.
Veinte minutos más tarde, en la carretera secundaria a Fitzwilliam.
Conduciendo con una mano en el retrovisor abrí con la boca un frasco de paracetamol y me tragué seis para matar el dolor.
Fitzwilliam, una ciudad minera de color marrón sucio, surge en el horizonte.
La mano derecha gorda y blanca al volante, con la izquierda rebusco en los bolsillos. Desplegué la página que había arrancado de la guía telefónica del Redbeck con la mano buena y los dientes.
Ashworth, D., Newstead View, Fitzwilliam.
Rodeado con un círculo y subrayado.
QUE LE DEN POR CULO AL IRA se leía escrito con espray en el puente de hierro que daba acceso a la ciudad.
—¿Qué pasa, chavales? ¿Dónde está Newstead View?
Tres chicos adolescentes con pantalones verdes anchos compartían un cigarrillo mientras escupían grandes lapos rosados al cristal de una marquesina de autobús.
—¿Lo qué? —dijeron.
—¿Newstead View?
—A la derecha por la tienda. Y luego a la izquierda.
—Muchas gracias.
—Como tiene que ser.
Subí la ventanilla con esfuerzo y el coche se me caló al intentar arrancar, momento que aprovecharon los tres pantalones verdes para despedirme con una lluvia rosada y signos de cuernos con los dedos.
Bajo las vendas, cuatro dedos reducidos a uno.
A la derecha por la tienda de licores, luego a la izquierda hacia Newstead View.
Me eché a un lado y apagué el motor.
Newstead View era una sencilla hilera de adosados con vistas a un páramo abandonado. Los ponis pastaban entre tractores oxidados y montones de chatarra. Una manada de perros perseguía una bolsa de plástico por la carretera. En alguna parte lloraba un bebé.
Tanteé el interior de los bolsillos de la chaqueta.
Saqué el bolígrafo con el estómago vacío y los ojos llenos de lágrimas.
Me miré a la blanca mano derecha que no podía cerrar, la blanca mano derecha que no podía escribir.
El bolígrafo rodó lentamente por los vendajes y cayó rodando al suelo del coche.
Newstead View 69, un jardín bien cuidado y marcos de ventana desconchados.
La luz de la televisión encendida.
Toc, toc.
Puse en marcha la Philips Pocket Memo dentro del bolsillo derecho de la chaqueta con la mano izquierda.
—Hola. Me llamo Edward Dunford.
—¿Sí? —dijo una mujer prematuramente canosa con dientes inquietos y acento irlandés.
—¿Está James en casa?
Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de su bata azul y dijo:
—Usted es el del Post, ¿verdad?
—Sí, soy yo.
—El que ha hablado con Terry Jones.
—Sí.
—¿Qué quiere de nuestro Jimmy?
—Unas pocas palabras, nada más.
—Ya ha hablado bastante con la policía. No le hace ninguna falta seguir recordándolo. Sobre todo con gente como…
Levanté un brazo para recuperar el equilibrio y me sujeté al quicio de la puerta principal.
—Ha tenido un accidente o algo así, ¿verdad?
—Sí.
Suspiró y dijo en un murmullo:
—Vamos, pase y siéntese un rato. No tiene usted muy buena pinta.
La señora Ashworth me condujo a la sala de estar y me ofreció una silla demasiado cerca del fuego.
—¡Jimmy! Ha venido a verte el señor ese del Post.
Mi mejilla derecha ardía ya cuando oí dos sonoros porrazos en el piso de arriba.
La señora Ashworth apagó el televisor; la sala se sumió en una oscuridad anaranjada.
—Tenía que haber venido antes.
—¿Por qué?
—Bueno, no lo he visto con mis propios ojos, pero dicen que estaba todo plagado de policías.
—¿Cuándo?
—Hacia las cinco de la madrugada.
—¿Dónde? —pregunté distinguiendo en la oscuridad la foto escolar encima del televisor, el jovencito de pelo largo que me sonreía irónico, el nudo de la corbata tan grande como su cara.
—Aquí. En esta calle.
—¿A las cinco de la madrugada?
—Sí, a las cinco. Nadie sabe por qué, pero todo el mundo cree que era…
—¡Cierra la boca, mamá!
Jimmy Ashworth en el umbral de la puerta, con una vieja camisa del colegio y pantalones de chándal morados.
—Ah, ya te has levantado. ¿Una taza de té? —preguntó su madre.
—Por favor —dije yo.
—Sí —aceptó el joven.
La señora Ashworth salió de la sala casi andando hacia atrás murmurando.
El chico se sentó en el suelo con la espalda contra el sofá apartándose los mechones lacios de pelo de delante de los ojos.
—¿Jimmy Ashworth?
Asintió con la cabeza.
—¿Eres el tío que habló con Terry?
—Sí.
—Terry dijo que podía haber algo de pasta para nosotros.
—Tal vez. —Estaba desesperado por cambiar de asiento.
Jimmy Ashworth estiró el brazo hacia atrás para coger un paquete de tabaco del brazo del sofá. El paquete cayó a la alfombra y él sacó un cigarrillo.
Me incliné y dije con suavidad:
—¿Quieres contarme lo que pasó?
—¿Qué te ha pasado en la mano? —dijo Jimmy encendiendo el cigarrillo.
—Me la pillé con la puerta del coche. ¿Y a ti en el ojo?
—Se nota, ¿eh?
—Sólo cuando te da la luz. ¿Te lo han hecho los polis?
—Puede.
—Te han hecho pasar un mal rato, ¿verdad?
—Podría decirse así.
—Pues sácale un poco de pasta. Cuéntanos qué te ha pasado.
Jimmy Ashworth dio una fuerte calada al cigarrillo y fue soltando el humo muy despacio hacia el resplandor anaranjado del fuego.
—Estábamos esperando al encargado que no llegaba y no paraba de llover, así que empezamos a matar el tiempo, ya sabes, a tomar un té y cosas así. Yo me acerqué al Ditch a echar una meada y entonces fue cuando la vi.
—¿Dónde estaba?
—En la zanja, casi arriba. Era como si se hubiera caído rodando o algo así. Y entonces vi las, las…
El agua empezó a pitar en la cocina.
—¿Alas?
—¿Ya lo sabes?
—Sí.
—¿Te lo ha contado Terry?
—Sí.
Jimmy Ashworth se apartó el pelo de la cara y se chamuscó un poco con la brasa de su cigarrillo.
—Mierda.
El olor del pelo chamuscado se esparció por toda la sala.
Jimmy Ashworth me miró.
—Se habían ensañado.
—¿Qué hiciste? —pregunté mientras me alejaba del fuego todo lo que podía.
—Nada. Joder, me quedé paralizado. No podía creer que fuera ella. Parecía tan distinta, tan blanca.
La señora Ashworth volvió a entrar con una bandeja de té que dejó en la mesa.
—Todo el mundo decía que era una chiquilla encantadora —comentó en voz baja.
Tenía la sensación de que la sangre había dejado de moverse en todo mi brazo derecho.
—¿Y estabas solo? —pregunté.
—Sí.
La mano volvía a latirme, las vendas sudaban y picaban.
—¿Y Terry Jones?
—¿Terry Jones qué?
—Gracias —dije cogiendo la taza que me ofrecía la señora Ashworth—. ¿Cuándo la vio Terry Jones?
—A ver, yo volví a contárselo a los chicos, ¿vale?
—¿Cuándo?
—¿Cómo que cuándo?
—Bueno, acabas de decir que te quedaste paralizado y me gustaría saber cuánto tiempo te quedaste allí sin hacer nada hasta que fuiste a decírselo a lo demás.
—No tengo ni puta idea.
—Jimmy, por favor. En esta casa no —dijo su madre con calma.
—Pero es que es igual que los puñeteros polis. No sé cuánto tiempo pasó.
—Lo siento, Jimmy —dije dejando la taza encima de la chimenea para poder rascarme el vendaje.
—Volví al cobertizo y tenía la esperanza de que el capataz ya hubiera llegado, pero…
—¿El señor Foster?
—No, no. El señor Foster es el jefe. El capataz es el señor Marsh.
—George Marsh. Un hombre muy simpático —dijo la señora Ashworth.
Jimmy Ashworth miró a su madre, suspiró y dijo:
—Da igual, la cosa es que no estaba el capataz, solo Terry.
—¿Y los demás?
—Se habían largado en la furgoneta a algún sitio.
—¿O sea que se lo contaste a Terry Jones y volvisteis juntos a Devil’s Ditch?
—No, no. Yo fui a llamar a la policía. Ya había tenido bastante con una vez.
—¿O sea que Terry fue a echar un vistazo mientras tú llamabas a la policía?
—Sí.
—¿Él solo?
—Solo, ya te lo he dicho.
—¿Y?
Jimmy Ashworth tenía la mirada perdida en el resplandor naranja.
—Y la policía vino y nos llevó a la comisaría, al calabozo de Wood Street.
—Creyeron que lo había hecho él, ¿sabe? —La señora Ashworth se secaba los ojos.
—¡Mamá, cállate!
—¿Y qué pasó con Terry Jones? —pregunté; la mano me estaba dando punzadas hasta que quedó entumecida; presentí que algo faltaba.
—Ése no es trigo limpio.
—Mamá, ¡te he dicho que te calles!
Tenía calor y estaba entumecido y cansado.
—¿Le interrogó la policía?
—Sí.
Sudaba y me picaba todo y me moría de ganas de salir de aquel horno.
—Pero no creyeron que lo hubiera hecho él, ¿verdad?
—No lo sé. Pregúntaselo a ellos.
—¿Por qué creyeron que lo habías hecho tú, Jimmy?
—Ya te he dicho que se lo preguntes a ellos.
Me puse de pie.
—Eres un chico listo, Jimmy.
Él me miró.
—¿Y eso por qué?
—Por tener la boca cerrada.
—Es un buen chico, señor Dunford. Él no ha hecho nada —dijo la señora Ashworth poniéndose de pie.
—Gracias por invitarme a pasar, señora Ashworth.
—¿Qué va a escribir de él? —Aguardaba en la puerta con las manos bien metidas en los bolsillos azules.
—Nada.
—¿Nada? —preguntó Jimmy Ashworth de pie y descalzo.
—Nada —repetí levantando mi mano blanca y gorda.
Volví al Redbeck conduciendo despacio en la oscuridad, deglutiendo pastillas y tirando por el suelo más de las que tragaba; las luces de los camiones y los árboles de Navidad como fantasmas en las tinieblas.
Tenía lágrimas en las mejillas y no de dolor.
«En qué desventurado mundo vivimos».
Asesinaban a niños y a nadie le importaba un carajo. El Rey Herodes vive.
En el vestíbulo amarillo brillante preparé otro montón de monedas y marqué el número de Wesley Street y lo dejé sonar cinco minutos.
«¡Te odio, Edward!»
Se me pasó por la cabeza llamar a casa de mi hermana, pero me lo pensé mejor.
Fui a comprar la edición nocturna del Post y me tomé una taza de café en el bar del Redbeck.
El periódico venía repleto de subidas de precios y del IRA. Una pieza breve sobre la investigación del caso de Clare Kemplay, declaraciones ambiguas del inspector jefe Noble embutidas en la segunda página sin firmar.
¿Qué cojones estaba haciendo Jack?
«Vi a Jack Whitehead salir del Gaiety y tenía pinta de ir mamado y furioso».
Las últimas páginas las llenaba el Leeds United; el fútbol le daba la patada a la Liga de Rugby.
Ni Johnny Kelly ni el Wakefield Trinity, sólo los siete puntos de ventaja del St. Helens.
«¿De veras? Creía que era su mujer».
Dibujaba círculos con una cucharilla seca:
Niña desaparecida: Clare Kemplay…
El cadáver de Clare Kemplay encontrado por James Ashworth…
James Ashworth, empleado de Construcciones Foster…
Construcciones Foster, propiedad de Donald Foster…
Donald Foster, presidente del club de la liga de rugby Wakefield Trinity…
El jugador estrella del Wakefield Trinity, Johnny Kelly…
Johnny Kelly, hermano de Paula Garland…
Paula Garland, madre de Jeanette Garland…
Jeanette Garland: niña desaparecida.
«Todo está relacionado. Mostradme dos cosas que no estén conectadas».
Barry Gannon, como si estuviera sentado aquí mismo, al otro lado de la mesa:
«Entonces, ¿qué plan tienes?»
Otra vez en el vestíbulo amarillo, a las seis pasadas, repasé la guía de teléfonos.
—Soy Edward Dunford.
—¿Sí?
—Necesito verla.
—Pase, hágame el favor.
La señora Paula Garland, de pie en la puerta del número 11 de Brunt Street, Castleford.
—Gracias.
Entré en otra cálida sala acristalada con la mano derecha metida en el bolsillo; la serie Coronation Street acababa de empezar.
Una mujer pelirroja, baja y gorda salió de la cocina.
—Hola, señor Dunford.
—Ésta es Scotch Clare, vive a dos casas de aquí. Se iba ya, ¿no es cierto?
—Sí. Encantada de conocerle —dijo la mujer estrechando mi mano izquierda.
—Espero que no se vaya por mi culpa —mentí profesionalmente.
—Oooh, tiene buenos modales este fulano, ¿eh? —rió Scotch Clare mientras se dirigía a la puerta pintada de rojo vivo.
Paula Garland seguía sujetando la puerta.
—Hasta mañana, cariño.
—Sí. Encantada de conocerle, señor Dunford. Tal vez nos volvamos a ver para tomar una copita de Navidad, ¿eh?
—Eddie, por favor. Sería un placer —sonreí.
—Hasta entonces, Eddie —dijo con una risita, ya fuera.
Me quedé solo durante unos instantes y contemplé la foto de encima del televisor.
Paula Garland entró y cerró la puerta.
—Lo siento.
—No, soy yo el que lo siente por llamar de repente…
—No diga tonterías. Siéntese, por favor.
—Gracias —dije antes de sentarme en el sofá de cuero de color blanco roto.
—Sobre lo de anoche, yo… —empezó a decir.
Levanté las manos.
—Olvídelo.
—¿Qué le ha pasado en la mano? —Paula Garland se había llevado la mano a la boca y miraba asombrada mi atadijo de vendas cada vez más sucias de la mano.
—Alguien me la pilló con la puerta del coche.
—Es una broma.
—No.
—¿Quién?
—Dos policías.
—¿Es una broma?
—No.
—¿Por qué?
La miré e intenté sonreír.
—Creí que usted me lo podría decir.
—¿Yo?
Tenía una hebra de hilo de algodón rojo pegada en la falda marrón acampanada y me dieron ganas de interrumpir la conversación para decírselo. Pero dije:
—Los mismos polis me dieron un aviso después de que viniera el domingo.
—¿El domingo?
—La primera vez que vine aquí.
—Yo no le dije nada a la policía.
—¿A quién se lo dijo?
—A nuestro Paul.
—¿A quién más?
—A nadie.
—Por favor, dígamelo.
Paula Garland, en medio de la sala, rodeada de trofeos, fotografías y tarjetas de Navidad, se ciñó la chaqueta de punto de rayas amarillas, verdes y marrones.
—Por favor, señora Garland…
—Paula —musitó ella.
Lo único que quería era olvidarlo todo, alargar la mano para quitarle la hebra de hilo de algodón rojo y abrazarla como nunca la habían abrazado en su vida.
Pero dije:
—Paula, por favor. Tengo que saberlo.
Suspiró y se sentó en el sillón de cuero blanco roto enfrente de mí.
—Cuando te fuiste me sentía mal y…
—Por favor.
—Llegaron los Foster…
—¿Donald Foster?
—Y su mujer.
—¿Por qué vinieron aquí?
Los ojos azules de Paula Garland brillaron con frialdad.
—Son amigos míos, ¿sabes?
—Perdón, no quería que sonara tan mal.
Suspiró.
—Vinieron a ver si sabía algo de Johnny.
—¿Cuándo fue eso?
—Unos diez o quince minutos después de que te fueras. Todavía seguía llorando…
—Lo siento.
—No era sólo por ti. Llevaban todo el fin de semana llamando para hablar con Johnny.
—¿Quiénes?
—Los periódicos. Tus colegas. —Le hablaba al suelo.
—¿Y le hablaste a Foster de mí?
—No le dije tu nombre.
—¿Qué le dijiste?
—Sólo que un periodista de mierda había estado por aquí haciendo preguntas sobre Jeanette. —Paula Garland me miraba la mano derecha.
—Háblame de él —dije mientras mi mano muerta despertaba de nuevo.
—¿De quién?
El dolor crecía, palpitaba.
Paula Garland, con su precioso pelo rubio recogido atrás, preguntó:
—¿Qué quieres que te cuente de él?
—Todo.
Tragó saliva.
—Es rico y le gusta Johnny.
—¿Y?
Parpadeando muy rápido, susurró:
—Y fue muy amable con nosotros cuando Jeanette desapareció.
Con la boca seca, la mano ardiendo, la vista clavada en la hebra de hilo rojo, dije:
—¿Y?
—Y, si le enfadas, puede ser un cabrón.
Levanté mi blanca mano derecha.
—¿Crees que haría algo así?
—No.
—¿No?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No, no lo sé, porque no sé por qué iba a hacerlo.
—Por lo que sé.
—¿A qué te refieres con lo que sabes?
—Porque sé que todo está relacionado y él es el vínculo.
—¿El vínculo de qué? ¿De qué estás hablando? —Paula Garland se rascaba los antebrazos.
—Donald Foster os conoce a ti y a Johnny, y el cadáver de Clare Kemplay se encontró en una de sus obras en Wakefield.
—¿Eso es todo?
—Él es el vínculo entre Jeanette y Clare.
Paula Garland estaba pálida, temblaba y se arañaba la piel de los brazos.
—¿Crees que Donald Foster mató a esa niña y que me quitó a mi Jeanette?
—No estoy diciendo eso, pero lo sabe.
—¿Qué sabe?
Me había puesto de pie, las vendas temblaban y había levantado la voz.
—Hay por ahí un hombre que secuestra y viola y asesina a niñas y volverá a secuestrar, a violar y a asesinar y nadie lo va a impedir porque la verdad es que a nadie le importa una mierda.
—A mí me importa.
—Ya sé que a ti te importa, pero a ellos no. A ellos sólo les importan sus pequeñas mentiras y el dinero.
Paula Garland se levantó de un salto y me besó la boca, me besó los ojos, me besó las orejas, me abrazó con fuerza mientras repetía una y otra vez:
—Gracias, gracias, gracias.
Mi mano izquierda se cerró sobre los huesos de su espalda, la derecha colgaba inerte manoseando su falda; la hebra de hilo de algodón rojo se pegó en las vendas.
—Aquí no —dijo Paula y me cogió dulcemente la blanca mano derecha para subirme por las empinadas escaleras.
En el piso de arriba había tres puertas, dos cerradas y una, la del baño, entreabierta. Dos placas clavadas con chinchetas: El cuarto de papá y mamá y El cuarto de Jeanette.
Cruzamos la puerta del Cuarto de papa y mamá; Paula me besaba con más y más fuerza y hablaba cada vez más deprisa.
—Te importa y crees. No sabes lo que eso significa para mí. Hace mucho tiempo que no le importaba a nadie.
Caímos en la cama; la luz del descansillo dibujaba cálidas sombras en el armario y el tocador.
—¿Sabes cuántas veces me despierto todavía y pienso «tengo que hacerle el desayuno a Jeanette», «tengo que despertarla»?
Me había colocado encima de ella, le devolvía los besos, el ruido de los zapatos al caer al suelo del dormitorio.
—Lo único que quiero es poder dormir y despertar como cualquier otra persona.
Se sentó en la cama y se quitó la chaqueta de punto de rayas amarillas, verdes y marrones. Yo intenté apoyarme en el brazo derecho para desabrochar los pequeños botones con forma de flor de su blusa con la mano izquierda.
—Para mí antes era muy importante que nadie llegara a olvidarla nunca, que nadie hablara de ella como si estuviera muerta o fuera cosa del pasado, ¿sabes?
Mi mano izquierda bajaba la cremallera de su falda; su mano estaba en mi bragueta.
—Geoff y yo no éramos felices, ¿sabes? Pero cuando tuvimos a Jeanette parecía que todo merecía la pena.
La boca me sabía a agua salada, sus lágrimas y sus palabras eran una lluvia incesante.
—Pero incluso entonces, incluso cuando no era más que un bebé, ya me pasaba las noches despierta, me decía qué sería de mí si le pasaba algo y la veía muerta; me quedaba despierta y la veía muerta.
Me apretaba la polla con demasiada fuerza; yo metí la mano en sus bragas.
—Casi siempre era un coche o un camión, la veía tumbada en la calle con su abriguito rojo.
Le besé las tetas y fui bajando por el estómago, huyendo de sus palabras y sus besos, hacia el coño.
—Y a veces la veía estrangulada, violada y asesinada, y entonces corría a su habitación y la despertaba y la abrazaba y la abrazaba y la abrazaba.
Ella pasaba los dedos por mi pelo, arrancaba postillas, mi sangre debajo de sus uñas.
—Y entonces, el día que no volvió a casa, todo lo que había imaginado, todas aquellas cosas horribles, se hicieron realidad.
La mano me ardía, su voz era un zumbido sordo.
—Todo se había hecho realidad.
Yo, con la polla dura, se la metí a toda prisa en el depósito de cadáveres.
Ella, gritos y susurros en la oscuridad.
—Enterramos a nuestros muertos en vida, ¿no es verdad?
Tiré de su pezón.
—Debajo de las piedras, debajo de la hierba.
Le mordí el lóbulo de la oreja.
—Los escuchamos todos los días.
Succioné su labio inferior.
—Nos hablan.
Estrujé los huesos de sus caderas.
—Nos preguntan ¿por qué, por qué, por qué?
Yo, más y más rápido.
—Yo la escucho todos los días.
Más rápido.
—Me pregunta por qué.
Más rápido.
—¿Por qué?
Piel seca y dolorida sobre piel seca y dolorida.
—¿Por qué?
Pensé en Mary Goldthorpe, en sus braguitas de seda y sus medias.
—Llama a esta puerta y quiere saber por qué.
Más rápido.
—Quiere saber por qué.
Más rápido.
Mis orillas secas contra sus orillas secas.
—Oye cómo dice «¿por qué, mami?».
Pensé en Mandy Wymer y su falda de vuelo remangada.
—¿Por qué?
Rápido.
Seco.
Pensé en la Garland que no debía.
Agotado.
—No puedo volver a estar sola.
Con la polla seca y dolorida, escuchaba sus palabras en la oscuridad.
—Me la quitaron. Luego Geoff, se…
Pensé con los ojos abiertos en escopetas de dos cañones, en Geoff Garland y Graham Goldthorpe, en manchas de sangre.
—Fue un cobarde.
Los faros de los coches que pasaban dibujaban sombras en el techo y pensé si Geoff se habría volado los sesos en esta casa, en esta habitación, o en algún otro lugar.
Ella decía:
—De todas formas, el matrimonio siempre hizo agua.
Estaba tumbado en la cama de una viuda y madre pensando en Kathryn Taylor y apreté los ojos como si no fuera verdad que estuviera allí.
—Y ahora Johnny.
Sólo había contado dos dormitorios y un cuarto de baño. Me pregunté dónde dormiría el hermano de Paula Garland, si dormiría en la habitación de Jeanette.
—Ya no puedo seguir viviendo así.
Me acaricié cuidadosamente mi propio brazo derecho, sus susurros en la almohada me arrullaban, al borde del sueño.
Era Nochebuena. Había una cabaña nueva hecha de troncos en medio de un bosque oscuro con velas de llama amarilla en las ventanas. Yo iba andando por el bosque, sobre una ligera capa de nieve, de vuelta a casa. Me sacudí la nieve de las botas en el porche de la cabaña y abrí la maciza puerta de madera. El fuego ardía en la chimenea y la casa olía toda ella a comida rica. Debajo de un árbol de Navidad perfecto se veían cajas bellamente envueltas para regalo. Entré en el dormitorio y la vi. Estaba echada debajo de una colcha de parches de fabricación casera, con el pelo dorado extendido encima de las almohadas de tela de vichy y los ojos cerrados. Me senté en el borde de la cama y me desabroché los botones. Me deslicé con cuidado debajo de la colcha y me acurruqué junto a ella. Estaba fría y húmeda. Tanteé para encontrar sus brazos y piernas. Aparté de un tirón la colcha y las mantas y todo estaba rojo. Sólo su cabeza y su tronco abierto en las articulaciones, sus brazos y piernas inexistentes. Salí de entre las mantas y su corazón cayó al suelo con un ruido sordo. Lo cogí con la mano vendada, polvo y plumas pegados a la sangre. Apreté el corazón sucio contra su pecho mientras acariciaba sus rizos dorados. El cabello se me quedó en las manos, se despegó de la cabeza y me quedé tumbado en la cama cubierta de sangre y plumas la noche antes de Navidad, y alguien llamaba a la puerta.
—¿Qué ha sido eso? —Me desperté de golpe.
Paula Garland se estaba levantando de la cama.
—Es el teléfono.
Cogió su chaqueta de punto de rayas amarillas, verdes y marrones y se la puso mientras bajaba las escaleras con el culo al aire; los colores no la favorecían nada.
Tumbado en la cama escuché los ruidos que hacían los pájaros y los ratones en el tejado.
Al cabo de dos o tres minutos me senté en la cama, me levanté, me vestí y bajé al piso de abajo.
La señora Paula Garland se mecía en el sillón de cuero blanco roto abrazada al retrato escolar de Jeanette.
—¿Qué tienes? ¿Qué ha pasado?
—Era nuestro Paul…
—¿Qué? ¿Qué pasa? —pensé mierda, mierda, mierda; tenía visiones de coches destrozados y parabrisas ensangrentados.
—La policía…
Me puse de rodillas y la zarandeé.
—¿Qué?
—Le han detenido.
—¿A quién? ¿A Paul?
—A un chico de Fitzwilliam.
—¿Qué?
—Dice que lo hizo él.
—¿Hizo qué?
—Dicen que mató a Clare Kemplay y…
—¿Qué?
—Él dice que lo ha hecho con otras.
De repente todo pareció teñirse de rojo, cubierto de sangre.
—Dice que mató a Jeanette —dijo.
Su boca y sus ojos estaban abiertos, sin voz, sin lágrimas.
Subí las escaleras corriendo, la mano me ardía.
Volví a bajarlas con los zapatos en la mano.
—¿Adónde vas?
—A la oficina.
—Por favor, no te vayas.
—Tengo que irme.
—Vuelve.
—Por supuesto.
—¿Me lo juras y que te mueras si no es verdad?
—Te lo juro y que me muera si no es verdad.
10 p. m. Del miércoles 18 de diciembre de 1974.
La carretera estaba deslizante, brillante y mojada.
Un brazo al volante, el acelerador a fondo, el viento helado azotaba el Viva, yo pensaba en Jimmy James Ashworth.
«Creyeron que lo había hecho él, ¿sabe?»
Comprobé en el espejo retrovisor que la carretera estaba vacía exceptuando los camiones, los amantes y Jimmy James Ashworth.
«¡Mamá, cállate!»
Salí por el campamento gitano, el negro sobre negro ocultaba los daños, agitando el brazo para recuperar el riego sanguíneo y pensaba en Jimmy James Ashworth.
«Pregúntaselo a ellos».
Aparqué frente al edificio del Yorkshire Post, diez pisos con luz amarilla, sonriendo y pensando en Jimmy James Ashworth.
«Eres un chico listo, Jimmy».
Un gran árbol de Navidad en el vestíbulo, las puertas dobles de cristal con deseos de felicidad dibujados con spray. Apreté el botón del ascensor pensando en Jimmy James Ashworth.
«Por tener la boca cerrada».
Las puertas del ascensor se abrieron. Entré y di al botón de la décima planta, el corazón me latía pensando en Jimmy James Ashworth.
«Es un buen chico, señor Dunford. Él no ha hecho nada».
Las puertas del ascensor se abrieron en la décima planta; la oficina viva, actividad incesante. En todas las caras se leía el grito: ¡YA LE TENEMOS!
Agarré la Philips Pocket Memo con la mano izquierda pensando en Jimmy James Ashworth, agradecido a Jimmy James Ashworth.
«¿Qué va a escribir de él?»
Pensé en el Primicias.
Entré en el despacho de Hadden sin llamar.
En él se respiraba la calma del ojo del huracán.
Jack Whitehead, con barba de dos días y los ojos como platos, se volvió hacia mí.
—Edward… —Hadden con las gafas en mitad de la nariz.
—Le he entrevistado esta tarde. ¡Le he entrevistado, joder!
Hadden hizo una mueca.
—¿A quién?
—De eso nada —sonrió Jack esparciendo olor a alcohol.
—Estuve en su salón y prácticamente me lo contó todo.
—¿En serio? —se burló Jack.
—Sí, en serio.
—¿De quién estamos hablando, Primicias?
—De James Ashworth.
Jack Whitehead miró a Hadden sonriente.
—Siéntate —dijo Hadden señalando la silla contigua a Jack.
—¿Qué pasa?
—Edward, no han detenido a James Ashworth —dijo con la mayor amabilidad que supo.
Jack Whitehead fingió mirar unas notas, levantó una ceja más todavía y no pudo evitar decir:
—A no ser que también se le conozca por el nombre de Michael John Myshkin.
—¿Quién?
—Michael John Myshkin —repitió Hadden.
—Los padres son polacos. No hablan ni palabra de inglés —se rió Jack como si fuera gracioso.
—Qué suerte —dije yo.
—Toma, Primicias. Lee esto.
Jack Whitehead me lanzó la primera edición de la mañana. Rebotó en mi cuerpo y cayó al suelo. Me agaché para recogerla.
—¿Qué coño te ha pasado en la mano? —dijo Hadden.
—Me pillé con una puerta.
—Confiemos en que no entorpezca tu estilo, ¿eh, Primicias?
Me hice un lío con el periódico en la mano izquierda.
—¿Te echo una mano? —rió Jack.
—No.
—Primera plana —sonrió.
ATRAPADO, gritaba el titular.
CLARE: EL DEPARTAMENTO DE HOMICIDIOS DETIENE A UN VECINO DE LA ZONA, se burlaba el subtitular.
POR JACK WHITEHEAD, REPORTERO DE SUCESOS DEL AÑO, alardeaba la firma.
Leí:
Ayer a primera hora de la mañana la policía detuvo a un hombre de Fitzwilliam en relación con el asesinato de la niña de diez años Clare Kemplay.
Según una fuente policial, en exclusiva para este periódico, el hombre se ha confesado autor del crimen y ha sido imputado formalmente. Permanecerá detenido en los calabozos del tribunal de justicia de Wakefield desde esta mañana.
La fuente policial reveló además que el acusado ha confesado también ser el autor de otra serie de asesinatos y se espera que se formulen acusaciones formales en breve.
Se espera la llegada a Wakefield de policías expertos de todo el país a lo largo del día para interrogar al acusado sobre otros casos similares sin resolver.
Dejé caer el periódico al suelo.
—Yo tenía razón.
—¿Tú crees? —dijo Jack.
Me volví hacia Hadden.
—Sabes que sí. Dije que estaban relacionadas.
—¿De cuáles están hablando, Jack? —preguntó Hadden.
—Jeanette Garland y Susan Ridyard —dije con lágrimas en los ojos.
—Para empezar —apostilló Jack.
—Lo dije, joder.
—No seas malhablado, Edward —murmuró Hadden.
—Estuve en su despacho, estuve en el despacho de Oldman y os lo dije a los dos.
Pero ya sabía que aquello se había acabado.
Estaba presenciando el final de toda la historia, en compañía de Hadden y Jack Whitehead, con la mano agarrotada por el dolor. Miré a uno y a otro; Jack sonreía, Hadden jugueteaba con las gafas. El despacho, la oficina entera, y más allá las calles, de repente todo quedó en silencio. Por un momento pensé si no estaría nevando fuera.
Sólo un momento antes de volver a empezar.
—¿Tenemos la dirección? —le pregunté a Hadden.
—¿Jack?
—Newstead View 54.
—¡Newstead View! Es la misma puta calle.
—¿Qué? —exclamó Hadden, agotada su paciencia.
—James Ashworth, el tipo que encontró el cadáver, vive en la misma puñetera calle que ese fulano.
—¿Y? —sonrió Jack.
—¡No me jodas, Jack!
—Por favor, no digas palabrotas en mi despacho.
Jack Whitehead levantó las manos como si se rindiera en plan de broma.
No veía más que rojo, rojo, todo rojo, la cabeza me estallaba de dolor.
—Viven en la misma calle, en la misma ciudad, a dieciséis kilómetros de donde se encontró el cadáver.
—Coincidencia —dijo Jack.
—¿Tú crees?
—Yo creo.
Me apoyé en el respaldo de la silla; la mano me pesaba por culpa de la sangre coagulada y tuve la sensación de que la misma pesadez descendía sobre todas las cosas, como si nevara dentro de la habitación, dentro de mi cerebro.
—Lo ha confesado. ¿Qué más quieres?
—¡La puta verdad!
Jack se empezó a reír, a reír de verdad, con grandes carcajadas sonoras.
Estábamos pasándonos con Hadden.
Con calma, pregunté:
—¿Cómo le pillaron?
Hadden suspiró:
—Luces de freno estropeadas.
—¿Estás de coña?
Jack había dejado de reír.
—Se niega a parar. El coche patrulla se lanza a perseguirle. Le detienen y, sin venir a cuento, lo confiesa todo.
—¿Qué coche era?
—Una furgoneta Transit.
—¿De qué color?
—Blanca —sonrió Jack ofreciéndome un cigarrillo.
Cogí el cigarrillo y pensé en la señora Ridyard y sus pósters, sentada en su pulcra sala de estar con la vista malograda.
—¿Qué edad tiene?
Jack encendió el cigarrillo y dijo:
—Veintidós años.
—¿Veintidós? Entonces sólo tenía dieciséis o diecisiete en el 69.
—¿Y?
—Venga, Jack.
—¿A qué se dedica? —Hadden le preguntó a Jack pero me miraba a mí.
—Trabaja en un laboratorio fotográfico. Revela fotografías.
La cabeza me daba vueltas llena de fotos de colegialas.
—No es agradable, ¿verdad, Primicias?
—No —susurré.
—Sé que no quieres que sea él.
—No.
Jack se inclinó en su silla.
—A mí me pasaba lo mismo. Todo el trabajo hecho, las corazonadas, y ahora nada encaja.
—No —farfullé, a la deriva en una furgoneta blanca tapizada con las fotografías de las pequeñas muertas rubias y sonrientes.
—Es un trago amargo, pero le han cogido.
—Sí.
—Ya te acostumbrarás, —Jack guiñó un ojo mientras se levantaba tambaleándose—. Os veré a los dos mañana.
—Sí, gracias, Jack —dijo Hadden.
—Un gran día, ¿eh? —añadió Jack antes de salir y cerrar la puerta.
—Sí —dije yo inexpresivo.
El despacho quedó en silencio, pero seguía oliendo a Jack y a alcohol.
Al cabo de unos segundos dije:
—¿Y ahora qué?
—Quiero que hagas un artículo de fondo sobre ese Myshkin. Técnicamente, el asunto está sub júdice, pero si ha confesado y lo tienen detenido, no pasará nada.
—¿Cuándo va a publicar su nombre?
—Mañana.
—¿Quién va a cubrir la vista de la fianza?
—Jack va a hacer eso y la rueda de prensa.
—¿Va a hacer las dos cosas?
—Bueno, tú puedes ir, pero ¿y el funeral y todo eso?
—¿Funeral? ¿Qué funeral?
Hadden me miró por encima de las gafas.
—Mañana es el funeral de Barry.
Me fijé en una tarjeta de Navidad que tenía encima de la mesa, la imagen de una cabaña cálida y resplandeciente en medio de un bosque cubierto de nieve.
—Mierda, se me había olvidado —dije en voz baja.
—Creo que lo mejor será que Jack se ocupe mañana.
—¿A qué hora es el funeral?
—A las once. En el crematorio de Dewsbury.
Me levanté y sentí todos los miembros débiles por el peso de la sangre muerta. Fui hacia la puerta como si anduviera por el fondo del mar.
Hadden dejó de mirar su bosque de tarjetas y dijo suavemente:
—¿Por qué estabas tan seguro de que había sido James Ashworth?
—No lo estaba —dije, y cerré la puerta desde fuera.
Paul Kelly estaba sentado en el borde de mi mesa.
—Nuestra Paula te ha estado llamando.
—¿Sí?
—¿Qué está pasando, Eddie?
—Nada.
—¿Nada?
—Me llamó. Me dijo que le habías contado que había ido a ver a esa tal Mandy Wymer.
—Déjala tranquila, Eddie.
Dos horas de trabajo inútil que el tecleo con una sola mano convirtieron en cuatro. Transcribí mis notas sobre Ridyard para el gran artículo de Jack Whitehead, mencionando muy de pasada mi encuentro con la señora Paula Garland:
Jack: la señora Garland es reacia a hablar de la desaparición de su hija. Paul Kelly, un empleado de este periódico, es su primo y ha pedido que respetemos su deseo de intimidad.
Levanté el auricular del teléfono y marqué.
A la segunda señal:
—Hola, ¿Edward?
—Sí.
—¿Dónde estás?
—En el trabajo.
—¿Cuándo vas a volver?
—Han intentado disuadirme otra vez.
—¿Quién?
—Tu Paul.
—Lo siento. Sus intenciones son buenas.
—Lo sé, pero tiene razón.
—Edward, yo…
—Te llamaré mañana.
—¿Vas a ir al juzgado?
—Sí.
—Es él, ¿verdad?
—Sí, eso parece.
—Por favor, ven.
—No puedo.
—Por favor…
—Te llamaré mañana, lo prometo. Tengo que colgar.
La línea en silencio, se me hizo un nudo en el estómago.
Tenía la cabeza en la mano buena y la mano mala, ambas apestaban a hospital y a ella.
Me tumbé a oscuras en el suelo de la habitación 27 y pensé en mujeres.
En el aparcamiento los camiones iban y venían y sus luces hacían bailar las sombras en la habitación como esqueletos.
Me tumbé sobre el estómago de espaldas a la pared con los ojos cerrados y las manos en los oídos y pensé en chicas.
Fuera, en la noche, se oyó un portazo en un coche.
Di un salto muerto del susto y solté un grito.