10
Sábado, 22 de diciembre de 1974.
A las cinco de la mañana, diez policías encabezados por el inspector jefe Noble derribaron a mazazos la puerta de la casa de mi madre; cuando mi madre salió al vestíbulo le dieron una bofetada y la empujaron dentro de la sala, subieron corriendo las escaleras pistolas en mano, me sacaron de la cama tirándome del pelo, me hicieron bajar las escaleras a patadas, me dieron de puñetazos al llegar abajo y me arrastraron por encima del asfalto hasta arrojarme en la parte de atrás de una furgoneta negra.
Cerraron las puertas de golpe y arrancaron.
En la furgoneta me golpearon hasta dejarme inconsciente, luego me abofetearon en la cara y me mearon encima hasta que recuperé la consciencia.
Cuando la furgoneta se detuvo el inspector jefe Noble abrió las puertas, me sacó tirándome del pelo y me remolcó dando tumbos por el aparcamiento de la comisaría de policía de Woos Street, en Wakefield.
Acto seguido, dos policías uniformados me levantaron para que subiera los escalones de piedra y me metieron en la comisaría; en los pasillos cuerpos de negro me dieron puñetazos y patadas y me escupieron mientras me arrastraban por los talones una y otra vez, una y otra vez, por los pasillos amarillentos.
Hicieron fotografías, me desnudaron, me cortaron las vendas de la mano derecha, hicieron más fotografías y me cogieron las huellas.
Un médico paquistaní me miró los ojos con una linterna, me pasó un depresor por la boca y me sacó muestras de debajo de las uñas.
Me llevaron desnudo a una sala de interrogatorios de dos por tres con luces blancas y sin ventana, me sentaron detrás de una mesa y me esposaron las manos a la espalda.
Entonces me dejaron solo.
Al cabo de un rato abrieron la puerta y me echaron a la cara un cubo de meados y mierda.
Luego me dejaron solo otra vez.
Al cabo de un rato abrieron la puerta y me regaron con una manguera de agua helada hasta que me caí con la silla.
Luego me dejaron solo otra vez, tirado en el suelo y esposado a la silla.
Se oían gritos en las salas contiguas.
Los gritos siguieron durante una hora más o menos, y luego pararon.
Silencio.
Tumbado en el suelo, zumbido de luces.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y entraron dos hombres fuertes con trajes caros y cada uno con una silla.
Me quitaron las esposas y levantaron la silla.
Uno de los hombres llevaba patillas y bigote y tendría unos cuarenta años. El otro tenía el pelo fino, rubio pajizo, y le olía el aliento a vómito.
Pajizo dijo:
—Siéntate y pon las palmas de las manos encima de la mesa.
Me senté e hice lo que se me ordenaba.
Pajizo le lanzó las esposas a Bigote y se sentó frente a mí.
Bigote recorrió el perímetro de la habitación y se colocó detrás de mí, jugueteando con las esposas.
Me miré la mano derecha, encima de la mesa, con cuatro dedos convertidos en uno solo y cien tonos de amarillo y rojo.
Bigote tomó asiento y se me quedó mirando mientras se ponía las esposas en una mano como un puño americano.
De repente, se levantó de un salto y me machacó con la mano de las esposas la mano derecha.
Grité.
—Vuelve a poner las manos.
Volví a ponerlas encima de la mesa.
—Extendidas.
Intenté extenderlas.
—Qué mala pinta.
—Te lo tendrían que mirar.
Bigote estaba sentado enfrente de mí y sonreía.
Pajizo se levantó y salió de la sala.
Bigote no dijo nada; se limitaba a sonreír.
Mi mano derecha rezumaba sangre y pus.
Pajizo regresó con una manta y me la puso sobre los hombros.
Se sentó y sacó un paquete de John Player Special y le ofreció uno a Bigote.
Bigote sacó un encendedor y encendió los dos.
Se acomodaron en sus sillas y me echaron el humo a la cara.
Las manos me empezaron a temblar.
Bigote balanceó su cigarrillo encima de mi mano derecha mientras le daba vueltas entre dos dedos.
Retiré un poco la mano.
De repente se echó encima de mí, me agarró de la muñeca derecha con una mano y con la otra aplastó el cigarrillo en el dorso de la mía.
Grité.
Me soltó la muñeca y volvió a sentarse.
—Vuelve a poner las manos.
Volví a ponerlas sobre la mesa.
Mi piel quemada apestaba.
—¿Otro? —preguntó Pajizo.
—¿Cómo no? —dijo él cogiendo otro JPS.
Encendió el cigarrillo y me miró fijamente.
Empezó de nuevo a balancear el cigarrillo por encima de mi mano.
Me puse de pie.
—¿Qué queréis?
—Siéntate.
—Decidme qué queréis.
—Siéntate.
Me senté.
Ellos se levantaron.
—Levántate.
Me levanté.
—Vista al frente.
Se oían los ladridos de un perro.
Me estremecí.
—No te muevas.
Pusieron las sillas y la mesa contra la pared y salieron de la sala.
Me quedé de pie en medio de la sala, mirando la pared blanca y sin moverme.
En otras salas se oían gritos y ladridos de perro.
Los gritos y los ladridos se prolongaron durante lo que me pareció una hora y luego cesaron.
Silencio.
Seguía en medio de la sala, con ganas de mear y escuchando el zumbido de las luces.
Al cabo de un rato se abrió la puerta y entraron dos hombres con trajes caros.
Uno de ellos llevaba el pelo gris engominado, peinado hacia atrás y tendría unos cincuenta años. El otro era más joven, con el pelo castaño y una corbata naranja.
Los dos olían a alcohol.
Gris y Castaño daban vueltas alrededor de mí en silencio.
Luego, Gris y Castaño volvieron a poner la silla y las mesas en el centro de la sala.
Gris puso una silla detrás de mí.
—Siéntate.
Me senté.
Gris cogió la manta del suelo y me la puso sobre los hombros.
—Pon las palmas de las manos encima de la mesa —dijo Castaño, y encendió un cigarrillo.
—Por favor, decidme qué queréis.
—Pon las manos sobre la mesa.
Hice lo que me ordenaban.
Castaño se sentó enfrente de mí mientras Gris paseaba por la habitación.
Castaño puso una pistola encima de la mesa entre nosotros y sonrió.
Gris dejó de pasear y se situó detrás de mí.
—Vista al frente.
De repente, Castaño se levantó de un salto y me sujetó las muñecas; Gris cogió la manta y me la echó por encima de la cara.
Me doblé hacia delante; tosía y me ahogaba, incapaz de respirar.
Ellos no me soltaban las muñecas y seguían apretando la manta sobre mi cara.
Caí de rodillas al suelo; tosía y me ahogaba, incapaz de respirar.
De repente, Castaño me soltó las muñecas y yo me giré bruscamente, envuelto en la manta, y me di contra una pared.
Crack.
Gris tiró de la manta, me agarró del pelo y me levantó, poniéndome de cara a la pared.
—Date la vuelta y vista al frente.
Me di la vuelta.
Castaño tenía la pistola en la mano derecha y Gris jugaba a lanzar al aire y recoger unas cuantas balas.
—El jefe ha dicho que le podemos pegar un tiro.
Castaño cogió la pistola con las dos manos, estiró los brazos y me apuntó a la cabeza.
Yo cerré los ojos.
Se oyó un clic y no pasó nada.
—Joder.
Castaño se dio la vuelta y comprobó el funcionamiento de la pistola.
La orina me corría por las piernas.
—Ya la he arreglado. Está vez seguro que funciona.
Castaño me apuntó otra vez.
Cerré los ojos.
Se oyó una fuerte detonación.
Creí que estaba muerto.
Abrí los ojos y vi la pistola.
Del cañón salían jirones de una cosa negra que caía flotando al suelo.
Castaño y Gris se reían.
—¿Qué queréis?
Gris se acercó y me dio una patada en las pelotas.
Caí al suelo.
—Levántate.
—¿Qué queréis?
—Levántate.
Me levanté.
—De puntillas.
—Por favor, decídmelo.
Gris se me acercó de nuevo y me pegó otra patada en los huevos. Caí al suelo.
Castaño se adelantó, me dio una patada en el pecho y después me esposó las manos a la espalda y me aplastó la cara contra el suelo.
—No te gustan los perros, ¿verdad, Eddie?
Tragué saliva.
—¿Qué queréis?
La puerta se abrió y entró un policía de uniforme con un pastor alemán sujeto de una correa.
Grey me levantó la cara tirándome del pelo.
El perro me miraba con la lengua fuera, jadeante.
Gris me empujó de la cabeza para delante.
—A por él, a por él.
El perro empezó a gruñir y a ladrar y a tirar de la correa.
—Está muerto de hambre.
—Y no es el único.
—Cuidado.
El perro se acercaba más y más.
Me contorsioné; llorando, intenté soltarme.
Gris me empujó hacia el perro.
Estaba a un palmo de mí.
Veía sus encías, veía sus dientes, olía su aliento, sentía su aliento.
El perro gruñía y ladraba y tiraba de la correa.
No pude retener la mierda más tiempo.
La saliva de sus fauces salpicó mi cara.
Todo se estaba poniendo oscuro.
—Decidme qué he hecho.
—Otra vez.
El perro estaba a escasos centímetros.
Cerré los ojos.
—Decidme qué he hecho.
—Otra vez.
—Decidme qué he hecho.
—Buen chico.
Se hizo la oscuridad y el perro desapareció.
Abrí los ojos.
El inspector jefe Noble estaba sentado al otro lado de la mesa.
Yo desnudo, temblando, sentado en mi propia mierda.
El inspector jefe Noble encendió un cigarrillo.
Me estremecí.
—¿Por qué?
Las lágrimas me nublaban los ojos.
—¿Por qué lo hiciste?
—Lo siento.
—Eso está bien.
El inspector jefe Noble me pasó su cigarrillo.
Lo cogí.
Él encendió otro.
—Sólo dime por qué.
—No lo sé.
—¿Quieres que te ayude?
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí, señor.
—Te gustaba, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Te gustaba un montón, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Pero ella no quería saber nada de ti, ¿verdad?
—No, señor.
—¿Qué no quería ella?
—No quería saber nada de mí.
—No quería ni verte, ¿verdad?
—No, señor.
—Pero tú la forzaste, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Qué hiciste tú?
—La forcé.
—La forzaste por el coño, ¿verdad?
—Sí, señor.
—La forzaste por la boca, ¿verdad?
—Sí, señor.
—La forzaste por el culo, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Qué hiciste?
—La forcé por el coño.
—¿Y?
—La forcé por la boca.
—¿Y?
—La forcé por el culo.
—No te importó, ¿verdad?
—No, señor.
—Pero ella se calló, ¿verdad?
—No, señor.
—Y, entonces, ¿qué pasó?
—Que no se calló.
—Dijo que iba a llamar a la policía.
—Sí, señor.
—¿Qué dijo?
—Que iba a llamar a la policía.
—Y eso no lo podías permitir, ¿verdad?
—No, señor.
—Y tenías que hacerla callar, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Y la estrangulaste, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Qué hiciste?
—La estrangulé.
—Pero no dejaba de mirarte, ¿verdad?
—No, señor.
—Por eso le cortaste el pelo, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Qué hiciste?
—Le corté el pelo.
—¿Por qué?
—Le corté el pelo.
El inspector jefe Noble me quitó el cigarrillo.
—Porque no dejaba de mirarte, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Otra vez, ¿qué hiciste?
—Le corté el pelo.
—¿Porqué?
—Porque no dejaba de mirarme.
—Buen chico.
El inspector jefe Noble apagó el cigarrillo en el suelo.
Encendió otro y me lo pasó.
Lo cogí.
—Te gustaba, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Pero ella no quería saber nada de ti, ¿verdad?
—No, señor.
—Y, entonces, ¿qué hiciste?
—La forcé.
—¿Qué hiciste?
—La forcé por el coño.
—¿Y?
—La forcé por la boca.
—¿Y?
—La forcé por el culo.
—¿Y luego?
—No se callaba.
—¿Qué te decía?
—Dijo que iba a llamar a la policía.
—Y tú ¿qué hiciste?
—La estrangulé.
—¿Qué hiciste luego?
—Le corté el pelo.
—¿Porqué?
—Porque no dejaba de mirarme.
—¿Cómo la otra?
—Sí, señor.
—Quieres confesar, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Qué quieres hacer?
—Quiero confesar.
—Buen chico.
El inspector jefe Noble se levantó.
Entonces me dejó solo.
Al cabo de un rato un policía abrió la puerta y me llevó por el corredor amarillo a una habitación con una ducha y un inodoro.
Me dio un trozo de jabón y abrió el agua caliente de la ducha.
Me puse debajo del chorro caliente y me lavé a conciencia.
Entonces la mierda volvió a rodarme por las piernas.
El policía no dijo nada.
Me dio otra pastilla de jabón y volvió a abrir el agua caliente.
Me puse debajo del chorro y me volví a lavar entero.
El policía me dio una toalla.
Luego un mono azul.
Me lo puse.
Luego el policía me volvió a conducir por el corredor amarillo hasta una sala de interrogatorios de tres por dos con cuatro sillas y una mesa.
—Siéntate.
Hice lo que se me ordenaba.
Entonces me dejó solo.
Al cabo de un rato la puerta se abrió y entraron tres hombres grandes con trajes caros: el comisario jefe Oldman, el inspector jefe Noble y el hombre rubio.
Los tres se sentaron enfrente de mí.
El comisario jefe Oldman se recostó en la silla con los brazos cruzados.
El inspector jefe Noble puso dos carpetas de cartón en la mesa y empezó a hojear los papeles y las ampliaciones fotográficas en blanco y negro.
Pajizo tenía un cuaderno tamaño A4 abierto en las rodillas.
—Quiere hacer una confesión, ¿verdad? —dijo el comisario jefe Oldman.
—Sí, señor.
—Adelante.
Silencio.
Sentado en la silla escuché el zumbido de las luces.
—Le gustaba, ¿verdad? —preguntó el inspector jefe Noble, y le pasó una foto a su jefe.
—Sí, señor.
—¿Qué?
—Me gustaba.
Pajizo empezó a escribir.
El comisario jefe Oldman miraba la fotografía y sonreía.
—Sigue —dijo.
—Ella no quería saber nada de mí.
El comisario jefe Oldman me miró.
—¿Y? —dijo el inspector jefe Noble.
—La forcé.
—¿Qué hiciste? —preguntó Oldman.
—La forcé por el coño.
—¿Y? —insistió Noble mientras le pasaba otra fotografía a Oldman.
—La forcé por la boca.
—¿Y?
—La forcé por el culo.
—Y, luego, ¿qué pasó?
—No se callaba.
—¿Qué te decía?
—Decía que iba a llamar a la policía.
—Y tú ¿qué hiciste?
Noble le pasó otra fotografía a Oldman.
—La estrangulé.
—¿Y qué hiciste después?
—Le corté el pelo.
El comisario jefe Oldman dejó de mirar las fotografías y preguntó:
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque no dejaba de mirarme.
—¿Lo mismo que la otra? —dijo el inspector jefe Noble; abrió la segunda carpeta de cartón y entregó a Oldman nuevas fotografías.
—Igual que la otra —admití.
El comisario jefe Oldman repasó todas las fotografías y luego se las devolvió a Noble.
Oldman se acomodó en su silla con los brazos cruzados y le hizo una señal con la cabeza a Pajizo.
Pajizo cogió el cuaderno y empezó a leer:
—Me gustaba, pero ella no quería saber nada de mí, así que la forcé. La forcé por el coño, por la boca y por el culo. Luego no se callaba. Dijo que se lo iba a contar a la policía, así que la estrangulé. Luego le corté el pelo porque no dejaba de mirarme. Lo mismo que la otra.
El comisario jefe Oldman se levantó y dijo:
—Edward Lesley Dunford, se le acusa en primer lugar de que el día, o alrededor del día 17 de diciembre de 1974, martes, violó y luego asesinó a la señora Mandy Denizili en el apartamento 5 del número 28 de Blenheim Road, Wakefield. En segundo lugar, se le acusa de que el día, o alrededor del día 21 de diciembre de 1974, sábado, violó y luego asesinó a la señora Paula Garland en el número 11 de Brunt Street, Castleford.
Silencio.
El inspector jefe Noble y Pajizo se pusieron de pie.
Los tres salieron de la sala y creo que yo me eché a llorar.
Al cabo de un rato, un policía abrió la puerta y me condujo por el corredor amarillo.
Por la puerta abierta que daba a otra sala, vi a Clare la escocesa, la vecina de dos números más allá.
Me miró con la boca abierta.
El policía me llevó por otro corredor amarillo hasta una celda de piedra.
Sobre la puerta se veía un lazo corredizo.
—Entra.
Hice lo que se me ordenaba.
En el suelo de la celda había un vaso de papel lleno de té y un plato de cartón con un cuarto de empanada de cerdo.
Cerró la puerta.
Todo se sumió en tinieblas.
Al sentarme en el suelo di una patada al té.
Encontré a tientas la empanada de cerdo y empecé a comérmela.
Cerré los ojos.
Al cabo de un rato dos policías abrieron la puerta y me arrojaron un gurruño de ropa y un par de zapatos.
—Vístete.
Hice lo que se me ordenaba.
Eran mi ropa y mis zapatos que olían a meados y estaban cubiertos de barro.
—Las manos a la espalda.
Hice lo que se me ordenaba.
Uno de los policías entró en la celda y me puso un par de esposas.
—Encapúchalo.
El policía me echó una manta por encima de la cabeza.
—Muévete.
El policía me empujó por detrás.
Eché a andar.
De repente noté que me agarraban de los brazos y me dirigían. A través de la manta lo veía todo amarillo.
—Déjamelo a mí. Yo todavía ni le he tocado, joder.
—Vamos a sacarle de aquí.
Me golpeé la cabeza con varias puertas y sentí que salía fuera.
Caí al suelo.
Me levantaron.
Me pareció que estábamos en una furgoneta.
Oí puertas y el arranque de un motor.
Seguía debajo de la manta pero en la trasera de una furgoneta, con otros dos o tres hombres tal vez.
—Cabrón de mierda.
—No te vayas a quedar dormido ahí debajo.
Sentí un puñetazo en la cabeza.
—No te preocupes, de eso ya me encargo yo.
—Cabrón de mierda.
Otro puñetazo.
—Levanta la puta cabeza.
—Cabrón de mierda.
Olí el humo de un cigarrillo.
—Ha cantado el hijo puta, no me lo puedo creer.
—Ya, cabrón de mierda.
Una patada en la espinilla.
—Tendríamos que arrancarle las pelotas.
Me quedé paralizado.
—Tendríamos que hacerle lo que le hicimos a aquel otro.
—Sí, menudo par de cabrones de mierda.
Me di un golpe en la nuca con un canto de la furgoneta.
—¡Cabrón de mierda!
—¿Qué os parece aquí?
Oí golpes en la furgoneta.
—Quítale la capucha al cabrón de mierda.
—¿Aquí?
De pronto parecía hacer más frío en la furgoneta.
Me quitaron la manta.
Estaba a solas con Bigote, Gris y Castaño.
Las puertas de atrás de la furgoneta estaban abiertas.
Fuera parecía estar amaneciendo.
—Quitadle las esposas al cabrón de mierda.
Bigote me acercó a él tirándome del pelo y me quitó las esposas.
Veía campos llanos marrones que pasaban a toda velocidad.
—Que se arrodille aquí —dijo Castaño.
Bigote y Gris me empujaron hasta las puertas de la furgoneta y me obligaron a arrodillarme de espaldas a los campos marrones.
Castaño se acuclilló delante de mí.
—Se acabó.
Sacó un revólver.
—Abre la boca.
Vi a Paula tumbada boca abajo desnuda en su cama, sangrando por el coño y el culo, sin pelo.
—¡Abre la boca!
Abrí la boca.
Me metió el cañón en ella.
—Te voy a volar la puta cabeza.
Cerré los ojos.
Se oyó un clic.
Abrí los ojos.
Me sacó la pistola de la boca.
—Este cabrón tiene algo —rió.
—Un cabrón de mierda con suerte —dijo Bigote.
—Acaba ya —dijo Gris.
—Voy a probar otra vez.
Sentí el viento, el frío, los campos detrás de mí.
—Abre la boca.
Vi a Paula tumbada boca abajo desnuda en su cama, sangrando por el coño y el culo, sin pelo.
Abrí la boca.
Castaño volvió a meterme el cañón en la boca.
Cerré los ojos.
Se oyó un clic.
—Este cabrón de mierda debe tener buena estrella.
Abrí los ojos.
Me sacó la pistola de la boca.
—La tercera vez que tienes suerte, ¿eh?
—A tomar por culo —dijo Bigote mientras le daba un empujón a Castaño y le quitaba el revólver.
Con la pistola agarrada por el cañón, la levantó por encima de su cabeza.
Vi a Paula tumbada boca abajo desnuda en su cama, sangrando por el coño y el culo, sin pelo.
Me atizó en la cabeza con la pistola:
—ESTO ES EL NORTE. ¡HACEMOS LO QUE NOS DA LA GANA!
Caí de espaldas y vi a Paula tumbada desnuda en la carretera, sangrando por el coño y el culo, sin pelo.