7

6 a. m.

Jueves, 19 de diciembre de 1974.

Mi madre en su mecedora del cuarto del fondo con la mirada perdida en el jardín bañado por la gris llovizna matinal.

Le puse delante una taza de té y dije:

—He venido a por mi traje negro.

—Hay una camisa limpia encima de tu cama —dijo ella sin desviar la mirada del jardín y sin tocar la taza de té.

—Gracias —respondí.

—¿Qué cojones te ha pasado en la mano? —preguntó Gilman del Manchester Evening News.

—Me la he pillado —sonreí y me senté en la primera fila.

—Y no has sido el único, ¿eh? —guiñó Tom el de Bradford.

Cuartel general de la policía metropolitana de West Yorkshire, Wood Street, Wakefield.

—Sí, y ¿cómo está el pájaro ese? —rió Gilman.

—Calla —dije con la cara colorada mientras consultaba el reloj de mi padre: 8:30.

—¿Ha muerto alguien? —inquirió Cara Nueva al sentarse detrás de tres trajes negros.

—Sí —dije sin darme la vuelta.

—Mierda, lo siento —farfulló.

—Gilipollas del sur —masculló Gilman.

Contemplé todas las luces de las televisiones.

—Joder, qué calor hace.

—¿Por dónde has entrado? —preguntó Tom el de Bradford.

—Por la puerta principal —respondió Cara Nueva.

—¿Hay mucha gente fuera?

—Ciento y la madre.

—Mierda.

—¿Tienes el nombre? —susurró Gilman.

—Sí —sonreí yo.

—¿Y la dirección? —preguntó Gilman orgulloso y en voz alta.

—Sí —contestamos todos a la vez.

—Joder.

—Buenos días, nenas —dijo Jack Whitehead sentándose exactamente detrás de mí y dándome un fuerte apretón en el hombro.

—Buenos días, Jack —respondió Tom el de Bradford.

—¿Qué, Primicias? ¿No sueltas la noticia?

—Por si acaso a ti se te escapa algo, Jack.

—Bueno, bueno, chicas —intervino Gilman.

Se abrió la puerta lateral.

Tres grandes sonrisas y tres grandes trajes de calle.

El jefe de policía Ronald Angus, el comisario jefe George Oldman y el inspector jefe Peter Noble.

Tres grandes gatos que se habían zampado al ratón.

Un ruido y un pitido al conectarse los micrófonos.

El jefe Angus cogió una hoja de papel A4 y sonrió abiertamente.

—Caballeros, buenos días. Ayer por la mañana a primera hora fue arrestado un hombre en Doncaster Road, Wakefield, después de una breve persecución por parte de la policía. El sargento Bob Craven y el agente Bob Douglas indicaron al conductor de una furgoneta Ford Transit blanca que se detuviera porque no le funcionaba una luz de frenos. Al negarse el conductor de la furgoneta, los agentes se lanzaron tras él y obligaron al vehículo a salir de la calzada.

El jefe Angus, pelo ondulado como un merengue gris, hizo una pausa sin dejar de sonreír, como si esperara un aplauso.

—El hombre fue conducido a esta comisaría, en Wood Street, donde se le interrogó. En el curso de la entrevista preliminar, el detenido aseguró que tenía información de asuntos más importantes. Entonces el inspector jefe Noble procedió a interrogar al detenido sobre el secuestro y asesinato de Clare Kemplay. A las ocho de la noche, el detenido confesó. A continuación fue acusado formalmente y a lo largo de esta mañana comparecerá ante el juzgado de primera instancia de Wakefield.

Angus se recostó en la silla con el aire de un hombre ahíto de pudin de Navidad.

Una tormenta de preguntas y nombres estalló en la sala.

Los tres hombres aguantaron en silencio y sus sonrisas crecieron todavía más.

Yo estaba pendiente de los ojos negros de Oldman.

«¿Usted cree que es el único listo de los cojones que ha relacionado esas dos cosas?»

Los ojos de Oldman en los míos.

«Hasta mi puñetera madre, que está senil, podría hacerlo».

El comisario jefe miró a su superior e intercambió con él un gesto y un guiño.

Oldman levantó las manos.

—Caballeros, caballeros. Sí, también se está interrogando al detenido en relación con otros crímenes similares. Sin embargo, por el momento, ésa es la única información que me es posible darles. Pero, en nombre del jefe de policía, del inspector jefe Noble y de todas las personas que han intervenido en la investigación, me gustaría dar las gracias públicamente al sargento Craven y al agente Douglas. Son unos magníficos policías que cuentan con nuestro agradecimiento más sincero.

Una vez más la sala se inflamó con nombres, fechas y preguntas.

Jeanette 1969 y Susan 1972, sin respuesta.

Los tres hombres y sus sonrisas se levantaron.

—Gracias, señores —gritó Noble mientras les sujetaba la puerta a sus superiores.

—¡A tomar por culo! —exclamé con mi traje negro, mi camisa limpia y mis vendas grises.

¡COLGAD AL CABRÓN.

COLGAD AL CABRÓN,

COLGAD AL CABRÓN YA!

Wood Street, la trinidad de gobierno de Wakefield:

La comisaría, el juzgado y el ayuntamiento.

Acababan de dar las nueve y ya se había congregado una muchedumbre.

¡COBARDE, COBARDE, MYSHKIN ES UN COBARDE!

Doscientas amas de casa y sus hijos parados.

Gilman, Tom y yo en medio de aquel follón.

Doscientas gargantas enronquecidas y sus hijos.

Un rapado con su mamá, un Daily Mirror y un nudo corredizo de fabricación casera.

Prueba suficiente.

¡COBARDE, COBARDE, MYSHKIN ES UN COBARDE!

Manos feas que tiraban de nosotros, nos agarraban y nos empujaban.

De acá para allá y de allá para acá.

De repente algo me pilla y el cuello de mi camisa es atrapado por el largo brazo de la ley.

El sargento Fraser al rescate.

¡COLGADLE!

¡COLGADLE!

¡COLGAD A ESE HIJO DE PUTA!

Detrás de los muros de mármol y las gruesas puertas de roble del juzgado de primera instancia de Wakefield se respiraba cierta tranquilidad, pero no para mí.

—Necesito hablar con usted —susurré volviendo la cabeza y colocándome la corbata.

—Joder que sí —escupió Fraser—. Pero no aquí, ni ahora.

Los zapatos del 44 resonaron por el pasillo.

Empujé la puerta y entré en la sala dos del juzgado, abarrotada y silenciosa.

Todos los asientos estaban ocupados, sólo había sitio de pie.

Nada de familiares, sólo los chicos de la prensa.

Jack Whitehead en primera fila, apoyado en la barandilla de madera y riéndose con un ujier.

Observé las ventanas con vidrieras que representaban escenas de colinas y rebaños, molinos y Jesús; la luz de fuera era tan tenue que el cristal reflejaba a la perfección cada uno de los tubos fluorescentes que zumbaban ruidosamente por encima de nosotros.

Jack Whitehead se dio la vuelta, entornó los ojos y me saludó.

Al otro lado del mármol y el roble, las consignas amortiguadas que repetía la multitud parecían servir de fondo a nuestros susurros, como si sus gritos nos marcaran el ritmo en una antigua galera.

—Ahí fuera se han vuelto locos —jadeó Gilman.

—Por lo menos hemos conseguido entrar —dije yo apoyado en la pared del fondo.

—Sí. Quién sabe qué cojones habrá sido de Tom y de Jack.

Señalé la primera fila de asientos.

—Jack está allí delante.

—¿Cómo coño ha llegado tan rápido?

—Habrá un túnel bajo tierra o algo así que conecta la comisaría con esto.

—Sí. Y Jack tiene la puta llave —resopló Gilman.

—Ése es nuestro Jack.

Me volví de golpe hacia las vidrieras al ver fuera una sombra negra que se elevaba y caía luego como un pájaro gigante.

—¿Qué coño ha sido eso?

—Una pancarta o algo así. Los nativos se están poniendo nerviosos.

—No son los únicos.

Y allí estaba yo, en el momento exacto.

Un banquillo lleno de policías de paisano al frente de la sala, uno de ellos esposado al acusado.

Michael John Myshkin delante del banquillo con un peto azul sucio y una chamarra de trabajo, gordo como un tonel y con una cabeza demasiado grande.

Tragué saliva y el estómago se me revolvió lleno de bilis.

Michael John Myshkin parpadeó y en sus labios apareció una burbuja de saliva.

Al buscar el bolígrafo el dolor me atravesó desde las uñas al hombro y tuve que apoyarme en la pared.

Michael John Myshkin, que aparentaba más de veintidós años, nos sonrió como lo haría un chico de la mitad de su edad.

El secretario del tribunal se puso de pie en el estrado, tosió una vez y preguntó:

—¿Es usted Michael John Myshkin y vive en el número 54 de Newstead View, Fitzwilliam?

—Sí —confirmó Michael John Myshkin volviéndose para mirar a uno de los agentes del banquillo.

—Se le acusa de haber asesinado a Clare Kemplay entre el doce y el catorce de diciembre contra la ley de nuestra soberana la reina. Y además se le acusa de conducir sin el debido cuidado y atención el dieciocho de diciembre en Wakefield.

Michael John Myshkin, el monstruo de Frankenstein con grilletes, descansó su mano libre en la barandilla del banquillo y suspiró.

El secretario del tribunal le hizo un gesto con la cabeza a otro hombre que se sentaba enfrente.

Éste se levantó y anunció:

—William Bamford, fiscal del condado. Para que conste, el señor Myshkin no tiene en la actualidad representante legal. En nombre de la policía metropolitana de West Yorkshire, solicito que el señor Myshkin permanezca bajo custodia otros ocho días a fin de que se le pueda seguir interrogando sobre crímenes de naturaleza similar a la del que ya se le ha imputado. También me gustaría recordar a los presentes en la sala y en particular a los representantes de la prensa, que este caso sigue estando sub júdice. Gracias.

El secretario se volvió a levantar.

—Señor Myshkin, ¿presenta usted alguna objeción a la petición del fiscal de que permanezca bajo custodia ocho días más?

Michael John Myshkin levantó la mirada y meneó la cabeza.

—No.

—¿Quiere que se levante el secreto de sumario?

Michael John Myshkin miró a uno de los agentes.

Éste sacudió la cabeza casi imperceptiblemente y John Michael Myshkin dijo:

—No.

—Michael John Myshkin, permanecerá bajo custodia los próximos ocho días. Se mantiene el secreto de sumario.

El policía se dio la vuelta llevándose a Myshkin consigo.

Todo el público de la sala estiró el cuello para verles.

Michael John Myshkin se detuvo en lo alto de la escalera, se dio la vuelta para mirar a la sala y entonces casi se desplomó y uno de los agentes tuvo que ayudarle a recuperar el equilibrio.

Lo último que vimos de él fue una de sus enormes manos diciendo adiós mientras desaparecía escaleras abajo en el vientre del edificio.

Ésa es la mano que ha segado vidas, pensé.

Y de repente el cabrón asesino había desaparecido.

—¿Qué te parece?

—Tiene toda la pinta de haber sido él —dije.

—Sí. Nos vale —guiñó Gilman.

Eran casi las once cuando el Viva, seguido por el coche de Gilman, llegaba al crematorio de Dewsbury.

El aguanieve se había transformado en una llovizna fría, pero el viento era tan cortante como la semana anterior y no había forma de encender un puto cigarrillo con una mano cubierta de vendas.

—Luego —musitó el sargento Fraser al pasar por la puerta.

Gilman me miró pero no dijo ni pío.

Dentro del crematorio reinaba un denso silencio.

Una familia más la prensa.

Nos pusimos en un banco al fondo de la capilla, nos colocamos bien las corbatas y nos repeinamos, saludando con la cabeza a la mitad de las redacciones de los periódicos del norte de Inglaterra.

El cabrón de Jack Whitehead en primera fila, charlando con Hadden y los Gannon.

Contemplando otra vidriera con colinas y rebaños, molinos y Jesús, recé para que Barry tuviera mejor despedida que la que había tenido mi padre.

Jack Whitehead se volvió, entornó los ojos y me saludó con la mano.

Fuera el viento silbaba, como los gritos del mar y de las gaviotas, y yo me senté y me pregunté si los pájaros podrían hablar o no.

—A ver si acaban ya con esto —susurró Gilman.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Tom el de Bradford.

—Allí delante —sonreí.

—No me jodas. ¿Otro puto túnel? —rió Gilman.

—No digas palabrotas —dijo Tom en voz baja.

Gilman hojeó su libro de plegarias.

—Mierda, lo siento.

Me volví hacia las vidrieras de colores a tiempo de ver cómo Kathryn Taylor, toda vestida de negro, entraba por el pasillo central del brazo de Steph la gorda y Gaz de deportes.

Gilman me dio un fuerte codazo y me guiñó un ojo.

—Borrachuzo con suerte.

—Vete a tomar por culo —murmuré poniéndome colorado y viendo cómo mis nudillos pasaban del rojo al blanco al apretar con fuerza el respaldo de mi banco de madera.

De repente, el organista pulsó todas las putas teclas a la vez.

Todo el mundo se puso de pie.

Y allí estaba.

Miré el ataúd al fondo de la sala, incapaz de recordar si el de mi padre era de una madera más clara o más oscura que el de Barry.

Me concentré en el libro de oraciones que yacía en el suelo y pensé en Kathryn.

Levanté la mirada preguntándome dónde se había sentado.

Un hombre gordo vestido con un abrigo de cachemir marrón me miraba a mí desde un extremo del pasillo.

Los dos retiramos la mirada y la bajamos al suelo.

—¿Dónde estabas?

—En Manchester —respondió Kathryn Taylor.

Habíamos salido del crematorio, estábamos en la ladera entre la puerta y los coches, bajo una lluvia y un viento más fríos que nunca. Una procesión de trajes y abrigos negros intentaba encender cigarrillos, abrir paraguas y estrechar manos.

—¿Qué has hecho en Manchester? —pregunté, aunque sabía de puta madre lo que había ido a hacer a Manchester.

—No quiero hablar de eso —dijo ella mientras se dirigía al coche de Steph la gorda.

—Lo siento.

Kathryn Taylor siguió adelante.

—¿Te puedo llamar esta noche?

Stephanie abrió la puerta del copiloto y Kathryn se inclinó y cogió algo del asiento.

Se volvió y me lanzó un libro mientras gritaba:

—¡Toma, te dejaste esto la última vez que follaste conmigo!

Una Guía de los canales del norte voló por el paseo de coches del crematorio esparciendo fotos de colegialas.

—Joder —maldije, lanzándome a recogerlas.

El pequeño coche de Steph la gorda salió del aparcamiento marcha atrás.

—Hay más peces en el mar.

Dejé de mirar al suelo. El sargento Fraser me entregó la foto de una sonriente niña de diez años.

—Váyase a tomar por culo —dije.

—Eso no es necesario.

Le quité la foto de las manos.

—¿No es necesario qué?

Hadden, Jack Whitehead, Gilman, Gaz y Tom brujuleaban por los alrededores de la puerta y nos miraban.

—Lamento lo de la mano —dijo Fraser.

—¿Lo lamenta? Me tendió una puta trampa.

—No tengo ni puta idea de qué coño habla.

—Seguro que no.

—Escuche —dijo Fraser—. Tenemos que hablar.

—No tengo nada que decirle.

Me metió un trozo de papel en el bolsillo del pecho.

—Llámeme esta noche.

Me fui a mi coche.

—Lo siento —gritó Fraser, desafiando al viento.

—A la mierda —dije yo, sacando las llaves.

Cerca del Viva dos hombres que charlaban junto a un Jaguar rojo oscuro. Quité el seguro del mío, saqué las llaves y lo abrí, todo con la mano izquierda. Me agaché para entrar, tiré el puto libro y las fotos en el asiento de atrás y metí la llave en el contacto.

—¿Señor Dunford? —me dijo el hombre gordo del abrigo de cachemir marrón desde el techo del Viva.

—¿Sí?

—¿Le apetecería comer algo?

—¿Qué?

El gordo sonrió y se frotó las manos enfundadas en guantes de cuero.

—Le invito a comer.

—¿Y por qué iba yo a comer con usted?

—Quiero hablar con usted.

—¿De qué?

—Digamos que no se arrepentirá.

Volví la vista hacia la cima de la colina donde estaba la puerta del crematorio.

Bill Hadden y Jack Whitehead estaban hablando con el sargento Fraser.

—Muy bien —dije, pensando que le den al velatorio del Club de Prensa.

—¿Conoce el Karachi Social Club, en Bradford Road?

—No.

—Está al lado del Variety Club, justo antes de entrar en Batley.

—Bien.

—¿En diez minutos? —preguntó el gordo.

—Voy a ir detrás de usted.

—Súper.

El barrio paquistaní, el único color que quedaba.

Ladrillos negros y saris, chicos morenos que jugaban al cricket indiferentes al frío.

La mezquita y la fábrica versión 1974:

El curry y la gorra.

Después de perder el Jaguar en el último cruce con semáforos, llegué a la explanada sin pavimentar próxima al Variety Club y aparqué junto al coche rojo oscuro.

Shirley Bassey estaba haciendo su Especial de Navidad en la puerta de al lado y oí a su banda ensayar los compases de Goldfinger mientras me abría camino entre charcos de barro llenos de colillas y paquetes de patatas fritas.

El Karachi Social Club era un edificio independiente de tres plantas que en otros tiempos había tenido algo que ver con la industria de la moda.

Subí los tres escalones de piedra que conducían al restaurante, encendí la Philips Pocket Memo y abrí la puerta.

Por dentro, el Club era un descomunal salón rojo con un papel pintado de abigarrado estampado floral y sonidos enlatados del Oriente.

Un paquistaní alto vestido con una inmaculada túnica blanca me acompañó a la única mesa con comensales.

Los dos hombres gordos estaban sentados mano a mano, de cara a la puerta; entre ellos, en la mesa, dos pares de guantes de cuero.

El mayor, el que me había invitado a comer, se levantó con la mano extendida y dijo:

—Derek Box.

Le estreché la mano con la izquierda y me senté mirando al hombre más joven, de cara cuadrada.

—Éste es Paul. Es mi ayudante —dijo Derek Box.

Paul inclinó la cabeza pero no dijo nada.

El camarero trajo una bandeja de plata con papadams muy finos y encurtidos.

—Todos tomaremos el menú del día, Sammy —dijo Derek Box rompiendo un papadam.

—Muy bien, señor Box.

Box me sonrió.

—Espero que le guste el curry bien picante.

—Sólo lo he comido una vez —confesé.

—Bueno, entonces ésta va a ser una invitación inolvidable.

Recorrí con la mirada el enorme salón poco iluminado, sus gruesos manteles blancos y su maciza cubertería de plata.

—Tome —dijo Derek Box poniendo encurtidos y yogur encima de un trozo de papadam—. Sírvase un buen montón.

Hice lo que me decía.

—¿Sabe por qué me gusta este sitio?

—No —dije, arrepintiéndome de haberlo dicho.

—Porque es discreto. No vienen más que los morenos y nosotros.

Cogí mi reblandecido papadam con la mano izquierda y me lo metí en la boca.

—Así es como me gustan las cosas —añadió Box—. Discretas.

El camarero regresó con tres pintas de cerveza bitter.

—Y el rancho tampoco está mal, ¿eh, Sammy? —rió Box.

—Muchas gracias, señor Box —dijo el camarero.

Paul sonrió.

Derek Box levantó su pinta y dijo:

—Salud.

Paul y yo le imitamos y acto seguido bebimos.

Saqué los cigarrillos. Paul me dio fuego con un macizo encendedor Ronson.

—Esto es agradable, ¿eh? —dijo Derek Box.

—Muy civilizado —sonreí.

—Sí. No como esa mierda —comentó Box, señalando mi mano cubierta de vendas grises sobre el mantel blanco.

Me miré la mano y volví a dirigirla a Box.

—Yo era un gran admirador del trabajo de su colega, señor Dunford —dijo.

—¿Le conocía bien?

—Oh, sí. Teníamos una relación muy especial.

—¿Sí? —pregunté levantando mi pinta.

—Mmm. Nos beneficiaba a los dos.

—¿En qué sentido?

—Bueno, yo estoy en una posición privilegiada que me permite pasar ocasionalmente alguna información que me llega.

—¿Qué clase de información?

Derek Box dejó su vaso y me miró.

—No soy un chivato, señor Dunford.

—Lo sé.

—Tampoco soy un ángel, pero soy un hombre de negocios.

Le di un buen trago a la cerveza y luego le pregunté en tono tranquilo:

—¿Qué clase de hombre de negocios?

Sonrió.

—Coches, aunque tengo ambiciones de entrar en el negocio de la construcción, no lo voy a negar.

—¿Qué clase de ambiciones?

—Frustradas —rió Derek Box—. Por el momento.

—Entonces, ¿usted y Barry cómo…?

—Como le he dicho, no soy ningún ángel y nunca he fingido otra cosa. Sin embargo, en este país hay hombres que se quedan con un trozo demasiado grande del pastel para mi gusto.

—¿Del pastel de la construcción?

—Sí.

—¿O sea que le pasaba a Barry información sobre ciertas personas y sus actividades en el negocio de la construcción?

—Sí. Barry mostraba un interés especial por, como usted dice, las actividades de ciertos caballeros.

El camarero volvió con tres platos de arroz amarillo y tres cuencos de salsa roja oscura. Nos puso un plato y un cuenco delante de cada uno.

Paul cogió su cuenco, lo volcó sobre el plato de arroz y lo mezclo todo bien.

—¿Quiere unos nans, señor Box? —preguntó el camarero.

—Sí, Sammy. Y otra ronda.

—Muy bien, señor Box.

Cogí la cuchara de mi cuenco de salsa y puse una pequeña cantidad encima del arroz.

—Dale caña, mozalbete. Aquí no nos andamos con ceremonias.

Probé con el tenedor un bocado de arroz con salsa, sentí que la boca me ardía y me bebí la pinta de un trago.

Al cabo de un minuto, dije:

—Sí, esto está muy bueno.

—¿Bueno? Delicioso de la hostia, eso es lo que está —rió Box con su boca roja abierta.

Paul asintió y acompañó a su jefe con una sonrisa manchada de curry.

Yo cogí con el tenedor otro poco de curry con arroz mientras reparaba en que los dos hombres gordos se acercaban más y más a sus platos con cada bocado.

Recordaba a Derek Box o, al menos, recordaba las historias que se contaban de Derek Box y sus hermanos.

Me metí en la boca una porción de arroz amarillo y miré hacia la cocina deseando que llegaran las cervezas.

Recordé que se contaba que los hermanos Box ensayaban fugas en coche por Field Lane y que los chavales iban a verles los domingos por la mañana; y que Derek era siempre el que conducía y sus hermanos Raymond y Eric los que se subían y bajaban de un salto del coche que recorría a toda velocidad Church Street.

El camarero regresó con otra bandeja de plata con cervezas y tres nans planos.

Recordé que habían enchironado a los hermanos Box por asaltar el tren correo de Edimburgo y que ellos declararon que les habían tendido una encerrona y que Eric murió en la cárcel apenas unas semanas antes de que les soltaran y que Raymond se había mudado a Canadá o a Australia y que Derek había intentado alistarse para ir a Vietnam.

Derek y Paul partían trozos de sus nans y rebañaban los cuencos hasta dejarlos limpios.

—Tome —dijo Derek Box lanzándome medio nan.

Cuando acabó sonrió, encendió un puro y separó su silla de la mesa. Le dio una profunda calada a su cigarro, observó su extremo, exhaló y dijo:

—¿Admiraba usted el trabajo de Barry?

—Mmm, sí.

—Qué lástima.

—Sí —admití; la luz se reflejaba en las gotas de sudor que brotaban del nacimiento del pelo de Derek Box.

—Me parece una lástima que se quede sin terminar, con lo que queda por publicar, ¿no le parece?

—Sí, bueno, no sé…

Paul me dio fuego con el Ronson.

Aspiré con fuerza e hice un intento de cerrar la mano derecha. Me dolió de la hostia.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿en qué está trabajando en este momento, señor Dunford?

—En el asesinato de Clare Kemplay.

—Espantoso —suspiró Derek Box—. Totalmente espantoso. No hay palabras. ¿Y?

—Nada más.

—¿En serio? O sea, que no va a continuar la cruzada de su difunto amigo.

—¿Por qué me pregunta eso?

—He oído decir que usted era el receptor de la documentación del gran hombre.

—¿Quién le ha dicho eso?

—No soy un chivato, señor Dunford.

—Lo sé; no estoy diciendo que lo sea.

—Oigo cosas y conozco a gente que oye cosas.

Miré el tenedor cargado de arroz frío que reposaba sobre mi plato.

—¿Quién?

—¿Alguna vez va a tomar una copa al Strafford Arms?

—¿El de Wakefield?

—Sí —sonrió Box.

—No. No puedo decir que sea un asiduo.

—Pues tal vez debería serlo. Verá, arriba tienen un club privado, un poco como su Club de Prensa. Un lugar en el que un hombre de negocios como yo y un agente de la ley pueden reunirse en un ambiente menos formal. Soltarse la melena, por así decirlo.

De repente me vi en el asiento de atrás de mi propio coche, la tapicería negra húmeda de sangre, un hombre alto con barba lo conduce mientras tararea al son de una canción de Rod Stewart.

—¿Está bien? —preguntó Derek Box.

Moví la cabeza.

—No me interesa.

—Ya le interesará. —Box me hizo un guiño con sus ojos pequeños y sin pestañas, directamente desde las profundidades.

—No lo creo.

—Dáselo, Paul.

Paul buscó algo por debajo de la mesa, sacó un sobre de papel manila delgado y lo dejó entre los platos sucios y las pintas vacías.

—Ábralo —me retó Box.

Cogí el sobre de papel manila, metí en él mi mano izquierda y sentí el tacto reconocible de las ampliaciones en brillo.

Miré a Derek Box y a Paul al otro lado del mantel blanco; visiones de niñas con alas blancas y negras cosidas a la piel flotaban en las cervezas de la comida.

—Mírelo de una puta vez.

Sujeté el sobre en la mesa con la mano de las vendas grises y saqué muy despacio las fotografías con la izquierda. Retiré los platos y los cuencos y extendí las tres ampliaciones en blanco y negro.

Dos hombres desnudos.

Derek Box sonreía con una sonrisa que era una herida.

—Tengo entendido que es usted un hombre que prefiere los coños, señor Dunford. Por eso le pido perdón por el vil contenido de estas instantáneas.

Separé las tres fotos.

Barry James le comía la polla y le chupaba las pelotas a un hombre mayor.

—¿Quién es? —pregunté.

—En fin, cómo han caído los poderosos —suspiró Derek Box.

—No son muy claras.

—Creo que, si alguna vez se le ocurriera regalarle un par de Fotos de este álbum familiar, descubriría que, para el concejal y teniente de alcalde William Shaw, hermano del famoso Robert Shaw, son bastante claras.

El cuerpo viejo, el vientre flácido y las costillas marcadas, los cabellos blancos y las excrecencias quedaron de repente enfocados.

—¿Bill Shaw?

—Eso me temo —sonrió Box.

Dios.

William Shaw, presidente de la nueva junta municipal del área metropolitana de Wakefield y de la policía de West Yorkshire, anteriormente responsable regional del sindicato de transportes y de trabajadores en general del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Laborista.

Contemplé los testículos hinchados, las siluetas de las venas retorcidas de su polla, el vello púbico gris.

William Shaw, hermano del más famoso Robert.

Robert Shaw, el ministro del Interior y el hombre ampliamente reconocido como un triunfador más que probable.

El concejal Shaw, el mamón más que probable.

Joder.

¿El concejal Shaw sería el tercer hombre de Barry?

Dawsongate.

—¿Barry lo sabía? —pregunté.

—Sí. Pero le faltaban las herramientas, por así decir.

—¿Quiere que chantajee a Shaw con estas fotos?

—Chantajear no es la palabra que tenía en mente.

—¿Qué palabra tenía en mente?

—Persuadir.

—¿Persuadir de que haga qué?

—Persuadir al concejal de que debería desnudar su alma de todos sus desafueros públicos, con la seguridad de que su vida privada seguiría intacta.

—¿Por qué?

—Para que la opinión británica conozca la verdad como merece.

—¿Y?

—Y nosotros —guiñó Box—. Nosotros conseguimos lo que queremos.

—No.

—Entonces no es usted el hombre que creía que era.

Miré las fotografías en blanco y negro esparcidas sobre el mantel blanco.

—¿Y qué clase de hombre creía que era?

—Un hombre valiente.

—¿Llama valor a esto? —dije, apartando las fotos con la mano gris.

—En los tiempos que corren, sí.

Saqué un cigarrillo del paquete y Paul me dio fuego con el Ronson por encima de la mesa.

—No está casado, ¿verdad? —pregunté.

—Da lo mismo —sonrió Box.

El camarero vino con una bandeja vacía.

—¿Helado, señor Box?

Box me señaló con el puro.

—Sólo uno para mi amigo.

—Muy bien, señor Box. —El camarero empezó a recoger los platos sucios y los vasos en la bandeja de plata hasta que sólo quedaron el cenicero y las tres fotografías.

Derek Box apagó el puro en el cenicero y se inclinó sobre la mesa.

—Este país está en guerra, señor Dunford. El gobierno y los sindicatos, la izquierda y la derecha, los ricos y los pobres. Y luego están los irlandeses, los morenos, los negros, los maricones y los pervertidos, hasta las puñeteras mujeres; todos van a ver lo que pueden pillar. Así no va a quedar nada para el hombre trabajador blanco.

—¿Y ése es usted?

Derek Box se levantó.

—Para el vencedor es el botín.

El camarero regresó con el helado en un cuenco de plata.

Paul ayudó a Derek a ponerse el abrigo de cachemir.

—Mañana, a la hora de la comida, en el piso superior del Strafford Arms.

Al pasar a mi lado me apretó un hombro con fuerza.

Me quedé mirando el helado que tenía delante, en medio de las fotografías en blanco y negro.

—Que le aproveche el helado —exclamó Derek Box desde la puerta.

Observé las pollas y los cojones, las manos y las lenguas, la baba y el semen.

Aparté el helado.

Una llamada breve desde las afueras de Hanging Heaton; la peste de curry pegada al auricular.

Sin respuesta.

Al salir, solté un pedo relajado.

El conductor manco en la carretera a Fitzwilliam con la radio a poco volumen:

Michael John Myshkin en el informativo local de las dos, el alto el fuego navideño del IRA en el nacional.

Eché un vistazo al sobre que había dejado encima del asiento del copiloto y paré en el arcén.

Dos minutos más tarde el conductor manco volvía a estar en la carretera con los pecados envueltos en papel manila del concejal William Shaw escondidos debajo del asiento del copiloto.

Miré al espejo retrovisor.

Casi de noche y todavía no eran las tres.

Retorno a Newstead View.

Otra vez entre los ponis y los perros, la herrumbre y las bolsas de basura.

Conduje despacio por la calle oscura.

Luz de televisor en el número 69.

Aparqué delante de lo que quedaba del 54.

La jauría había estado por el barrio armando bulla y había dejado tres ojos negros en el lugar donde estuvieron las ventanas.

Que cuelguen al pervertido y las siglas del Leeds United, en pintura blanca chorreante, encima de la ventana del salón.

La puerta de entrada marrón yacía entre una maraña de fragmentos de mobiliario destrozado y carbonizado, arrancada y partida en medio de un pequeño parterre salpicado de objetos familiares.

Dos perros entraban y salían del hogar familiar de los Myshkin siguiéndose sin sentido.

Llegué a la casa por el camino del jardín, por encima de lámparas rotas y cojines rajados; pasé nervioso al lado de un perro que luchaba con un gigantesco panda de peluche y crucé el umbral astillado de la puerta.

Olía a humo y oía agua corriente.

Un cubo de basura metálico sobre un mar de cristales rotos en el centro de la sala de estar arrasada. Ni televisor ni cadena de música, sólo los lugares que habían ocupado y un árbol de Navidad de plástico doblado en dos. Ni regalos ni tarjetas.

Pisé un zurullo de mierda humana en el primer escalón y subí las escaleras empapadas.

Todos los grifos del cuarto de baño estaban abiertos a tope y el agua se salía de la bañera.

Tanto la taza como el lavabo habían sido destrozados a patadas y habían inundado la alfombra azul.

Fuera de la bañera había una diarrea líquida y amarillenta y, sobre ella, las siglas NF pintadas con spray rojo.

Cerré los grifos y me levanté la manga del brazo izquierdo con la mano vendada. Metí la mano izquierda en el agua pardusca helada y busqué el tapón a tientas. Mi mano rozó algo sólido en el fondo de la bañera.

Había algo allí dentro.

Mi mano buena se quedó paralizada. Luego, a toda prisa, tiré del tapón y lo saqué al mismo tiempo que el brazo.

Estuve observando el agua que descendía mientras me secaba la mano en los pantalones y vi que un bulto oscuro iba tomado forma bajo la asquerosa agua marrón.

Me puse las dos manos en las axilas y cerré los ojos con fuerza.

En el fondo de la bañera apareció una bolsa de deportes Slazenger de cuero azul.

Tenía la cremallera cerrada y estaba de lado.

Que le den, déjala, no quieres verlo.

Me agaché con la boca seca y enderecé la bolsa.

Pesaba.

El agua acabó de salir por el desagüe dejando sólo un sedimento color mierda, un cepillo de uñas y la bolsa Slazenger de cuero azul.

Que le den, déjala, no quieres verlo.

Me valí de la mano vendada para sujetar la bolsa y empecé a abrir la cremallera con la izquierda.

La cremallera se atascó.

Que le den.

Se atascó otra vez.

Déjala.

El hedor a mierda reciente.

No quieres verlo.

Piel, se veía piel.

Un gato atigrado gordo y muerto.

El espinazo retorcido y la boca abierta.

Un collar azul y la chapa con el nombre que no pensaba tocar.

Recuerdos de funerales de animales, Archie y Calcetines enterrados en el jardín de Wesley Street.

Que le den, déjalo, pero te lo has buscado.

En el descansillo, dos puertas más.

El dormitorio más grande, el de la izquierda, que tenía dos camas, apestaba a pis y a humo rancio. Habían tirado los colchones y apilado las sábanas encima de ellos. En las paredes se veían manchas de quemaduras.

Otra vez con spray rojo, Fuera negratas, IRA, que os follen.

Crucé el descansillo hasta la puerta en la que una placa de plástico barata decía La habitación de Michael.

El cuarto de Michael John Myshkin no era mayor que una celda.

La cama individual estaba volcada de lado, las cortinas arrancadas de sus rieles, la ventana rota para tirar el armario. Los pósters arrancados de la pared, que se habían llevado consigo tiras del papel pintado de magnolias, estaban desperdigados por el suelo entre cómics ingleses y americanos, cuadernos de dibujo y lápices de colores.

Cogí un ejemplar de La Masa. Las páginas estaban mojadas y olían a pis. Lo dejé y me ayudé con un pie para examinar los montones de tebeos y los papeles.

Junto a un libro de kung-fu vi un cuaderno de dibujo que parecía intacto. Me agaché y lo abrí para hojearlo.

Una portada de cómic a toda página me devolvió la mirada. Había sido dibujada a mano con rotulador y lápiz de color:

Rat Man, ¿el príncipe de la peste?

Por Michael J. Myshkin.

Con trazo infantil, una rata gigante con manos y pies humanos sentada en un trono y con corona, rodeada de cientos de ratas más pequeñas.

Rat Man sonreía y proclamaba: «Los hombres no son nuestros jueces. ¡Nosotros vamos a juzgar a los hombres!».

Encima del logo de Rat Man, escrito en bolígrafo:

Número 4, 5p. MJM Cómics.

Pasé la primera página.

En seis viñetas el pueblo de las ratas pedía a Rat Man, su príncipe, que saliera a la superficie y salvara a la tierra de los humanos.

En la segunda página, se veía a Rat Man en la superficie, perseguido por soldados.

En la tercera página, Rat Man había logrado escapar.

Le habían salido alas.

Unas putas alas de cisne.

Me guardé el cuaderno de dibujo en la chaqueta y cerré la puerta del cuarto de Michael.

Bajé las escaleras oyendo el ruido de golpes y voces de niños en la puerta de entrada.

Un chico de diez años que llevaba un jersey verde con tres estrellas amarillas se había encaramado a una silla del comedor puesta en equilibrio en los escalones de la entrada y clavaba con un martillo un clavo en el quicio de la puerta.

Sus tres amigos le animaban; uno de ellos, con un nudo corredizo hecho con cuerda de tender en sus manos sucias.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó uno de los chicos al verme bajar las escaleras.

—Sí, ¿quién eres tú? —le apoyó otro.

Puse cara de cabreo en plan oficial y dije:

—¿Qué estáis haciendo?

—Nada —dijo el chico del martillo saltando de la silla.

—¿Eres policía? —preguntó el de la cuerda.

—No.

—Entonces podemos hacer lo que nos dé la gana —dijo el chico del martillo.

Saqué algunas monedas y pregunté:

—¿Dónde está la familia?

—Se ha ido a tomar por culo —contestó uno.

Agité las monedas y dije:

—¿El padre está inválido?

—Sí —rieron, imitando jadeos y convulsiones.

—¿Y su madre?

—Es una puta bruja, eso es —dijo el chico de la cuerda.

—¿Trabaja?

—Limpia en la escuela.

—¿En cuál?

—La elemental de Fitz en la carretera general.

Retiré la silla de la puerta y empecé a andar por el camino contemplando las tranquilas y oscuras casas de las dos aceras.

—¿No nos ibas a dar un poco de pasta? —gritó a mi espalda el más joven.

—No.

El chaval del martillo volvió a poner la silla, le cogió la cuerda a su amigo y colgó el nudo corredizo del clavo.

—¿Para qué es eso? —pregunté mientras abría el Viva.

—Para los pervertidos —gritó uno de los chicos.

—Ya lo sabes —rió el chico del martillo desde la silla—. Espero que no lo seas tú.

—Hay un gato muerto en el baño de arriba —dije mientras me metía en el coche.

—Ya lo sabemos —contestó con una risita el más pequeño—. Joder, si lo hemos matado nosotros, ¿verdad?

1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, si eres bueno al cielo vete.

Dentro del coche, en la acera de enfrente de la escuela elemental de Fitzwilliam.

Estaban a punto de dar las cinco y las luces del centro se habían encendido e iluminaban las paredes tapizadas con dibujos y escenas navideñas.

En el patio de recreo sin luces unos chicos jugaban al fútbol corriendo detrás de un balón barato de cuero naranja vestidos con pantalones anchos y jerséis de lana oscura con aquellas grandes estrellas amarillas.

Medio congelado en el Viva, con las vendas embutidas debajo de la axila, pensé en el Holocausto y me pregunté si Michael John Myshkin habría hecho sus deberes.

Al cabo de unos diez minutos se apagaron algunas luces y salieron del edificio tres mujeres blancas gordas acompañadas de un hombre delgado con mono azul. Las mujeres se despidieron del hombre agitando las manos cuando éste se separó de ellas para acercarse a los chicos e intentó quitarles el balón. Las mujeres reían cuando cruzaron la verja de la escuela.

Salí del coche y crucé corriendo la carretera para alcanzar a Las mujeres.

—Perdón, señoras.

Las tres gordas se dieron la vuelta y se detuvieron.

—¿La señora Myshkin?

—¿Estás de cachondeo? —espetó la más grande.

—De la prensa ¿verdad, cariño? —rezongó la mayor. Sonreí y dije:

Yorkshire Post.

—Un poquito tarde, ¿no? —dijo la más grande.

—Tengo entendido que trabajaba aquí.

—Hasta ayer, sí —señaló la mayor.

—¿Dónde ha ido? —pregunté a la mujer de las gafas con monturas de acero, que no había dicho nada.

—A mí no me mire. Yo soy nueva —respondió ella.

La mayor intervino:

—Mi Kevin dice que uno de los tuyos les ha metido en un hotel elegante por ahí por Scarborough.

—Eso no está bien —añadió la nueva.

Joder, joder, joder, pensé.

Desde el patio se oían gritos y pasos de botas gruesas.

—Se van a cargar esa puñetera ventana —suspiró la mujer más grande.

—Ustedes dos trabajaron con la señora Myshkin, ¿verdad? —dije.

—Más de cinco años, sí —terció la mayor.

—¿Y cómo es?

—Ha tenido una vida muy dura.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, él está de baja por culpa del polvo…

—¿Su marido era minero?

—Sí. Trabajaba con mi Pat —dijo la grande.

—¿Y Michael?

Las mujeres se miraron haciendo muecas.

—No está muy bien —susurró la nueva.

—¿Qué quiere decir?

—Un poco tardo, según dicen.

—¿Tiene amigos?

—¿Amigos? —dijeron dos al mismo tiempo.

—Juega con un par de los chavales de su calle —dijo la mayor con un escalofrío—. Pero no son amigos.

—Ahg, te pone enferma, ¿verdad? —dijo la nueva.

—Pero alguien habrá.

—No sale por ahí con nadie en particular, que yo sepa.

Las otras dos mujeres asintieron con la cabeza.

—¿Y la gente de su trabajo?

La mujer más gorda negó con la cabeza y dijo:

—No trabaja por ahí, ¿no? ¿Por Castleford?

—Sí. Mi Kevin dice que trabaja con un fotógrafo.

—En libros guarros, dicen —agregó la nueva.

—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó la mayor.

—Eso dicen.

El hombre del mono azul se había acercado a la verja de la escuela con un candado y una cadena en las manos sin dejar de gritar a los chicos.

—Estos niños de hoy… —comentó la mujer más grande.

—Son una pesadez.

—Gracias por su tiempo, señoras —dije.

—De nada, cariño —sonrió la mayor.

—Cuando quieras —añadió la más grande.

Las mujeres se alejaron entre risitas y la nueva se volvió para despedirse de mí con la mano.

—Feliz Navidad —exclamó.

—Feliz Navidad.

Saqué un cigarrillo y busqué las cerillas en los bolsillos, pero encontré el Ronson macizo de Paul.

Lo sopesé con la mano izquierda y encendí el cigarrillo mientras intentaba recordar cuándo lo había cogido.

La pandilla de chavales me adelantó corriendo por el pavimento; daban patadas al balón naranja barato y gritaban tacos al bedel.

Regresé a la verja cerrada con el candado.

El bedel del mono azul regresaba al edificio principal por el patio de recreo.

—Disculpe —grité por encima de la verja pintada de rojo. El hombre siguió su camino.

—¡Disculpe!

En la puerta de la escuela el hombre se dio la vuelta y me miró directamente.

Puse las manos haciendo bocina.

—Perdone. ¿Puedo hablar un momento con usted?

El hombre se dio la vuelta, abrió la puerta y entró en el edificio negro.

Apoyé la frente en la verja.

Alguien había tatuado la palabra joder en la pintura roja.

Las ruedas giran en la noche.

Adiós a Fitzwilliam, donde anochece temprano y nada va bien, donde los niños matan gatos y los hombres matan a niños.

Estaba volviendo al Redbeck y había tomado la curva de la A665 cuando un camión se materializó en la oscuridad con un estridente chirrido de frenos.

Pisé el mío, toqué la bocina con fuerza y paré derrapando; el camión quedó a centímetros de mi puerta.

Miré por el retrovisor con el corazón a cien por hora; los faros de delante bailaban.

Un hombretón con barba y botas negras bajó de un salto de la cabina y se dirigió a mi coche. Llevaba en la mano un acojonante bate de béisbol, negro y enorme.

Giré la llave de contacto y pisé el acelerador a fondo mientras pensaba Barry, Barry, Barry.

El Golden Fleece, Sandal; acababan de dar las seis del jueves, 19 de diciembre de 1974, el día más largo de una semana de días largos.

Una pinta en la barra, un whisky en el estómago, una moneda en el teléfono.

—¿Gaz? Soy Eddie.

—¿Dónde coño te has metido?

—No me apetecía el Club de Prensa, ¿sabes?

—Pues te has perdido un show de la hostia.

—¿Sí?

—Sí. A Jack se le ha ido la cabeza del todo, se ha echado a llorar…

—Escucha, ¿sabes la dirección de Donald Foster?

—¿Para qué cojones la quieres?

—Es importante, Gaz.

—¿Tiene algo que ver con Paul Kelly y con su Paula?

—No. Mira, sé que es en Sandal…

—Sí, en Wood Lane.

—¿Qué número?

—En Wood Lane no tienen números. Se llama Trinity Towers o algo por el estilo.

—Gracias, Gaz.

—Ya. Pero no digas ni una puta palabra de mí.

—No diré nada —dije. Colgué y me pregunté si se estaría follando a Kathryn.

Otra moneda, otra llamada.

—Necesito hablar con BJ.

Una voz farfullando como desde el otro extremo del mundo.

—¿Cuándo va a verle? Es importante.

Un suspiro desde el fin de la tierra.

—Dígale que ha llamado Eddie y que es urgente.

Volví a la barra y cogí mi pinta.

—¿Aquella bolsa de allí es suya? —dijo el encargado señalando con un movimiento de cabeza la bolsa de plástico de Hillards que había dejado debajo del teléfono.

—Sí, gracias —dije acabándome la pinta.

—No vaya dejando bolsas de plástico por ahí, y menos en pubs.

—Lo siento —me disculpé mientras volvía al teléfono y pensaba que te den por el culo.

—He pensado que podía ser una bomba o cualquier cosa así.

—Sí, lo siento —murmuré al tiempo que recogía el cuaderno de dibujo de Michael John Myshkin y las fotos del concejal William Shaw y Barry James Anderson y pensaba: es una bomba, gilipollas de mierda.

Aparqué en la calle delante de Trinity View, Wood Lane, Sandal. Metí la bolsa de plástico debajo del asiento del conductor con la Guía de los canales del norte, apagué el cigarrillo, me tragué dos analgésicos y me bajé del coche.

La calle estaba silenciosa y oscura.

Anduve por el largo paseo hasta la entrada de Trinity View encendiendo a mi paso varios reflectores. En el paseo había un Rover y vi luces en el piso superior de la casa. Me pregunté si la habría diseñado John Dawson.

Apreté el timbre de la puerta y escuché cómo las campanillas resonaban por la casa.

—¿Sí? ¿Quién es? —dijo una mujer desde detrás de la puerta artificialmente envejecida.

—El Yorkshire Post.

Hubo una pausa y, a continuación, se corrió un cerrojo y la puerta se abrió.

—¿Qué quiere usted?

Era una mujer de cuarenta y pocos años con el pelo oscuro rizado con una permanente cara, pantalones negros, una blusa de seda a juego y un collarín cervical.

Levanté la mano derecha vendada y dije:

—Parece que los dos hemos estado en la guerra.

—Le he preguntado qué quiere.

Don Inténtalo y Vamos A Ver Qué Pasa dijo:

—Se trata de Johnny Kelly.

—¿Qué pasa con él? —dijo la señora Patricia Foster demasiado apresuradamente.

—Tenía la esperanza de que o bien usted o bien su marido supieran algo de él.

—¿Por qué tenemos que saber nosotros nada? —preguntó la señora Foster con una mano apoyada en la puerta y la otra en el collarín.

—Bueno, después de todo juega en el club de su marido y…

—No es el club de mi marido. Sólo es el presidente.

—Perdone. Entonces, ¿no han sabido nada?

—No.

—¿Y no tienen ni idea de dónde puede estar?

—No. Mire, señor…

—Gannon.

—¿Gannon? —repitió la señora Foster muy despacio; sus ojos oscuros y su nariz aguileña expresaban su desprecio.

Tragué saliva y pregunté:

—¿Podría pasar un momento y charlar un momento con su marido?

—No. No se encuentra en casa y yo no tengo nada más que decirle —espetó la señora Foster a punto de cerrar la puerta. Intenté detener la puerta que se cerraba en mis narices.

—¿Qué cree usted que le ha pasado, señora Foster?

—Voy a llamar a la policía, señor Gannon, y luego llamaré a mi buen amigo Bill Hadden, su jefe —concluyó ya desde detrás de la puerta mientras echaba el cerrojo.

—Y no se olvide de llamar a su marido —grité antes de darme la vuelta y echar a correr por el paseo iluminado por reflectores deseando que una plaga cayera sobre las casas de todo el barrio.

Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, en una cabina de teléfonos de Barnsley Road, golpeaba el suelo para asustar a las culebras.

Trabajo inútil:

—¿Ayuntamiento de Wakefield, por favor?

—361234.

Miré el reloj de mi padre y pensé 50/50.

—¿El concejal Shaw, por favor?

—Me temo que el concejal Shaw está reunido.

—Es un asunto urgente de carácter familiar.

—¿Puede decirme su nombre, por favor?

—Soy un amigo de la familia. Es urgente.

Al otro lado de la calle se veían cálidos salones con sus luces amarillas y sus árboles de Navidad.

Una voz diferente dijo:

—El concejal Shaw está en la diputación. El número es el 361236.

—Gracias.

—Espero que no sea nada grave.

Colgué, levanté el auricular y marqué otra vez.

—¿El concejal Shaw, por favor?

—Lo siento, el concejal está en una reunión.

—Lo sé. Se trata de un asunto urgente de carácter familiar. Me han dado este número en su despacho.

En una de las ventanas altas del otro lado de la calle un niño me miraba fijamente desde una habitación a oscuras. En la planta de abajo un hombre y una mujer veían la tele con la luz apagada.

—El concejal Shaw al habla.

—Usted no me conoce, señor Shaw, pero es muy importante que nos veamos.

—¿Quién es? —dijo una voz nerviosa e irritada.

—Tenemos que hablar, señor.

—¿Por qué iba a querer hablar con usted? ¿Quién es?

—Creo que alguien está a punto de hacerle chantaje.

—¿Quién? —suplicó la voz asustada.

—Tenemos que vernos, señor Shaw.

—¿Cómo?

—Ya sabe usted cómo.

—No, no lo sé —dijo la voz temblorosa.

—Tiene usted una cicatriz de la operación de apéndice y le gusta que se la bese un amigo común con el pelo naranja.

—¿Qué quiere usted?

—¿Qué coche tiene?

—Un Rover. ¿Por qué?

—¿De qué color?

—Granate, morado.

—Espéreme en el aparcamiento de larga estancia de la estación de Westgate a las nueve en punto mañana por la mañana. Solo.

—No puedo.

—Ya encontrará la manera.

Colgué con el corazón latiendo a mil por hora.

Me volví hacia a la ventana del otro lado pero el niño había desaparecido.

Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, echaba maldiciones a todas las casas menos a una.

—¿Dónde estabas?

—Por todas partes.

—Le has visto.

—¿Puedo entrar?

La señora Paula Garland abrió la puerta roja de la entrada y cruzó los brazos con fuerza.

Un cigarrillo se consumía en un grueso cenicero de cristal y la televisión, con el volumen muy bajo, emitía Top of the Pops.

—¿Cómo estaba?

—Cierra la puerta, cariño. Hace frío.

Paula Garland cerró la puerta y empezó a mirarme fijamente.

En la televisión Paul Da Vinci cantaba Your Baby Ain’t Your Baby Anymore.

Una lágrima cayó de su ojo izquierdo y rodó por su mejilla blanca como la leche.

—O sea, que está muerta.

Me acerqué a ella y la estreché en mis brazos; tanteé su columna vertebral debajo de la delgada chaqueta de punto roja.

De espaldas al televisor oí aplausos y el principio de la canción Father Christmas Do Not Touch Me.

Paula irguió la cabeza y le besé en el borde del ojo saboreando la sal de su piel húmeda.

Ella le sonreía a la televisión.

Me volví de lado y vi a las Pan’s People vestidas como sexys Santa Claus dando brincos alrededor de los Goodies con el pelo adornado con espumillón y cintas.

Levanté a Paula por el aire, coloqué sus pequeños pies enfundados con medias sobre mis zapatos y empezamos a bailar dándonos golpes en las piernas contra todo el mobiliario. Ella acabó riendo y llorando y abrazándome con fuerza.

Me desperté sobresaltado en su cama.

En la planta baja, la sala estaba en silencio y olía a humo rancio.

No encendí la luz, pero me senté en el sofá en calzoncillos y camiseta y levanté el teléfono.

—¿Está ahí BJ? Soy Eddie —susurré.

El tic tac del reloj se oía en toda la sala.

—Qué suerte. Ha pasado mucho tiempo —me contestó también en susurros BJ.

—¿Conoces a Derek Box?

—Lamentablemente, es un placer que aún no he experimentado.

—Pues él sí te conoce a ti y conocía a Barry.

—El mundo es un pañuelo.

—Sí, y bastante feo. Me dio unas fotos.

—Qué bien.

—No me toques los cojones, BJ. Son unas fotos en las que estás comiéndole la polla al concejal William Shaw.

Silencio. Sólo Aladdin Sane a todo volumen en el otro lado de la línea.

—El concejal Shaw es el tercer hombre de Barry, ¿verdad?

—Premio para el caballero.

—Vete a tomar por culo.

La luz se encendió.

Paula Garland estaba al pie de la escalera. La chaqueta de punto rojo apenas la tapaba.

Con el teléfono en la mano, sonreí y farfullé unas disculpas.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber BJ.

—Le voy a hacer al concejal Shaw las preguntas que Barry no pudo hacerle.

—No te metas en esto —musitó BJ.

Con los ojos pendientes de Paula dije:

—¿Que no me meta? Ya estoy metido. Tú eres uno de los hijos de puta que me ha metido.

—Tú no tienes nada que ver con Derek Box y Barry tampoco.

—Según Derek Box, sí.

—Esto es entre él y Donald Foster. Es su puta guerra, déjasela a ellos.

—Has cambiado de rollo. ¿Qué me estás contando?

Paula Garland me observaba y se estiraba el bajo de la chaqueta de punto.

Yo la miraba con expresión de pedir perdón.

—Que le den a Derek Box. Quema las fotos o quédatelas. Puede que les des otro uso —rió BJ.

—No me jodas. Esto va en serio.

—Joder, Eddie, claro que va en serio. ¿Qué te creías que era? Barry está muerto, joder, y ni siquiera he podido ir al funeral porque estoy demasiado asustado.

—Eres un mierdecilla y un mentiroso —escupí antes de colgar.

Paula Garland seguía observándome.

Las ideas me daban vueltas en la cabeza.

—¿Eddie?

Me levanté; el sofá de cuero se pegaba a mis piernas desnudas.

—¿Quién era?

—Nadie —dije pasando de largo y dirigiéndome a las escaleras.

—No puedes seguir haciéndome esto —gritó a mi espalda.

Fui al dormitorio y saqué un analgésico del bolsillo de la chaqueta.

—No puedes seguir dejándome de lado de esta manera —dijo subiendo las escaleras detrás de mí.

Cogí los pantalones y me los puse.

Paula Garland estaba en la entrada del dormitorio.

—La que ha muerto es mi niña pequeña, es mi marido el que se ha matado, es mi hermano el que ha desaparecido.

Yo me peleaba con los botones de la camisa.

—Tú elegiste meterte en este espeluznante puto lío —exclamó mientras las lágrimas caían en la alfombra del dormitorio.

Con los botones de la camisa sin abrochar, me puse la chaqueta.

—Nadie te obligó.

Le planté un puño cubierto de sucias vendas grises delante de la cara y dije:

—¿Y qué me dices de esto? ¿Qué crees que es?

—Lo mejor que te haya podido pasar.

—No tendrías que haber dicho eso.

—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

Estábamos en la puerta, en lo alto de las escaleras, rodeados de silencio y noche, mirándonos el uno al otro.

—Pero te da lo mismo, ¿verdad, Eddie?

—A tomar por culo —maldije; bajé las escaleras y salí de la casa.

—La puta verdad es que te da todo lo mismo, ¿no?