3
Recién pasada la media noche, domingo, 15 de diciembre de 1974.
Salida de Hunslet y Beeston de la M1.
Amarillos llamativos y naranjas extraños, azules ardientes y rojos reales iluminan la noche oscura en el lado izquierdo de la autopista.
Hunslet Carr en llamas.
Me eché al arcén con las luces de emergencia encendidas, pensando que Leeds al completo tenía que estar viendo aquello.
Cogí el bloc de notas y salí disparado del coche, escalando frenéticamente el terraplén lateral de la autopista, acercándome entre el barro y los matorrales al fuego y al ruido; ruido de motores acelerados y el golpeteo atronador, machacón y monótono del tiempo mismo al ser vencido.
En la cima del terraplén me apoyé en los codos, tumbado boca abajo, con la mirada clavada en aquel infierno. Y allí, por debajo de mí en la hondonada de Hunslet Carr, a no más de 500 metros de distancia, se encontraba mi Inglaterra en la madrugada del domingo 15 de diciembre de 1974, como si no hubieran pasado los últimos mil años, o sólo hubiera empeorado.
Un campamento gitano ardiendo, unas veinte caravanas en llamas, devoradas por ellas; el campamento gitano de Hunslet que veía por el rabillo del ojo cada vez que me dirigía en coche al trabajo convertido ahora en un gran cráter de fuego y odio.
Odio, porque el campamento en llamas estaba rodeado por un rabioso río metálico formado por diez furgonetas azules que trazaban un círculo continuo a cien kilómetros por hora, como si hubieran salido de una carrera de coches de Belle Vue. Acorralaban entre los rugientes neumáticos a cincuenta hombres, mujeres y niños que formaban una amplia familia, abrazados unos a otros para defender su vida mientras el fuego violento iluminaba el puro y brutal terror de su rostro, los gritos de los niños y los aullidos de las madres que perforaban capas y capas de ruido y calor.
Una de indios y vaqueros, 1974.
Vi a padres e hijos, hermanos y tíos, separarse de sus familias en un intento de abrirse paso entre las furgonetas, romper el río metálico con puñetazos, patadas y golpes, y gritar a la noche cuando caían de nuevo en el barro y a los pies de las ruedas.
Y entonces, a medida que las llamas subían todavía más alto, vi a los que los gitanos intentaban alcanzar de manera tan desesperada, aquellos en cuyo corazón tan esperanzadamente habían puesto el suyo propio.
Alrededor de todo el campamento, entre las sombras, se distinguía otro círculo más allá del de las furgonetas, dos filas de hombres que golpeaban rítmicamente sus escudos con las porras:
La policía metropolitana de West Yorkshire haciendo unas horitas extra.
Y entonces, las furgonetas se detuvieron.
Los gitanos se quedaron quietos, iluminados por el fuego, y fueron retrocediendo lentamente hacia sus familias que se encontraban en el centro, arrastrando a los heridos sobre el polvo del suelo.
Los golpes en los escudos se intensificaron y el círculo exterior de la policía empezó a estrecharse como una gruesa serpiente negra; se deslizó en fila india entre las furgonetas hasta que el círculo exterior se convirtió en círculo interior y la serpiente hizo frente a las familias y el fuego.
Zulú al estilo de Yorkshire.
Y entonces pararon los golpes.
Ya sólo se oía el crepitar de las llamas y el llanto de los niños.
No se movía nada, sólo mi corazón dentro de las costillas.
Entonces, abriéndose camino en la noche y por el lado de la izquierda, pude ver las luces de una furgoneta que se acercaba, traqueteando por el terreno baldío rumbo al campamento. La furgoneta, tal vez blanca, frenó en seco de repente y de ella bajaron tres o cuatro hombres. Se oyeron algunos gritos y varios policías se separaron del círculo.
Los hombres volvieron a la furgoneta y ésta, definitivamente blanca, arrancó marcha atrás.
El coche de policía más cercano recobró vida, salpicó barro y golpeó a la furgoneta con todas sus fuerzas en un costado, de cero a cien en unos metros.
La furgoneta frenó en seco y la policía cayó sobre ella. Sacó a sus ocupantes a través de las ventanas rotas y exponiendo flancos de carne blanca.
Palos y piedras cayeron sobre sus huesos.
Dentro del círculo, un hombre con el pecho descubierto dio un paso adelante. Bajó la cabeza y se lanzó a la carga, gritando.
La serpiente de la policía saltó inmediatamente, adelantándose y engullendo a las familias en un mar de negro y porras.
Me levanté a toda prisa y bajé atropelladamente el terraplén para volver a mi coche, a la autopista y salir de allí.
Al llegar al fondo del terraplén, vomité:
Eddie Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, con la mano puesta en la portezuela del Viva, vio las llamas reflejadas en la ventanilla.
Recorrí a toda prisa el arcén hasta llegar al teléfono de urgencias, rogando a Dios que funcionara y, al comprobar que sí, le imploré a la operadora que enviara todos los servicios de emergencia posibles a la salida de Hunslet y Beeston de la M1 donde, le aseguré casi sin aliento, se había producido una colisión de diez coches que amenazaban con ser muchos más, además de un camión cisterna de gasolina en llamas.
Una vez hecho esto, volví corriendo por el arcén, trepé otra vez el terraplén y contemplé de nuevo una batalla que se estaba perdiendo y una victoria que llenaba todo mi cuerpo de una rabia tan impotente como devastadora.
La policía metropolitana de West Yorkshire había abierto las puertas traseras de sus furgonetas y arrojaban a su interior a los hombres ensangrentados y machacados.
Dentro del anillo de fuego, los agentes arrancaban la ropa de las mujeres y los niños gitanos, arrojaban los jirones al fuego y golpeaban al azar la piel blanca de las mujeres.
Los estallidos repentinos y ensordecedores de los disparos subrayaban el horror a medida que explotaban los depósitos de gasolina y los perros de los gitanos eran sacrificados; los policías apuntaban sus armas contra cualquier cosa que pareciera remotamente recuperable.
En medio de aquel infierno vi, desnuda y sola, a una niñita gitana, de diez años o menos, con rizos castaños y la cara ensangrentada, en medio de aquel círculo de odio, con un dedo en la boca, silenciosa y quieta.
¿Dónde cojones estaban los camiones de bomberos, las ambulancias?
Mi furia se convirtió en lágrimas; tumbado en lo alto del terraplén rebusqué en los bolsillos el bolígrafo, como si escribir, algo, lo que fuera, pudiera volverme algo mejor de lo que era, o un poco menos real. Con el bolígrafo mal cogido por el frío, garabatear líneas de tinta roja sobre el papel sucio, escondido detrás de aquellos escuálidos arbustos, no servía de mucho.
Y de repente, lo tenía delante, se acercaba.
Secándose las lágrimas mezcladas con barro, vi un rostro brillante en rojo y negro que salía del mismísimo infierno y subía el terraplén hacia mí.
Me levanté a medias para recibirle pero volví a echarme de bruces al suelo cuando tres policías de alas negras le agarraron de los pies y volvieron a reducirlo brutalmente entre sus botas y sus porras.
Y entonces le vi a ÉL, a lo lejos, detrás de todo.
El comisario jefe George Oldman, iluminado al otro lado de los palos y los huesos como una puñetera pintura rupestre en el costado de una furgoneta de policía, fumaba y bebía con otros polis mientras el vehículo se balanceaba de un lado a otro.
George Oldman y sus amigos levantaban la cabeza a la noche y reían alto y largo; George se calló de pronto y dirigió la vista directamente adonde yo me encontraba, a 500 metros de distancia.
Metí la cabeza todo lo que pude dentro del barro, hasta que se me llenó la boca y las piedras pequeñas se me clavaron en la cara. De repente noté que me sacaban del barro, tirándome de las raíces del pelo, y lo único que pude ver era la noche oscura que nos cubría antes de que la cara gorda y blanca de un policía se elevara sobre la mía como la luna.
Un puño de cuero se estrelló con fuerza en mi cara; dos dedos me entraron en la boca y otros dos me cegaron los ojos.
—Cierra los ojos y no hables, hijo de puta.
Hice lo que se me ordenaba.
—Asiente con la cabeza si conoces el Café de Redbeck de Doncaster Road. —Era un susurro feroz y caliente en mi oído. Asentí.
—Si quieres una historia, preséntate allí hoy a las cinco de la mañana.
Asentí.
Entonces el guante desapareció y yo abrí los ojos a un puto cielo negro y al aullido de mil sirenas.
Bienvenido a casa, Eddie.
Cuatro horas al volante intentando dejar atrás las visiones de las niñas.
Un recorrido de cuatro horas por un infierno local: Pudsey, Tingley, Hanging Heaton, Shaw Cross, Batley, Dewsbury, Chickenley, Earlsheaton, Gawthorpe, Horbury, Castleford, Pontefract, Normanton, Hemsworth, Fitzwilliam, Sharlston y Streethouse.
Ciudades duras para hombres duros.
Yo era un blando; demasiado gallina para pasar por Morley, el pueblo de Clare, o echar un vistazo a Devil’s Ditch; demasiado cobarde para volver al campamento gitano o regresar siquiera a casa en Ossett.
En medio de todo aquello, mientras el sueño me cerraba los ojos irresistiblemente, tomé un desvío a un área de descanso de Clackheaton y soñé con chicas del sur llamadas Anna o Sophie y en una vida anterior, y me desperté con una erección y la cantinela que mi padre repetía siempre:
«El sur te convertirá en un puñetero blando».
Desperté con la visión de la cara de una chica morena rodeada por un anillo de fuego y fotos escolares de niñas que ya no estaban.
El miedo giró la llave mientras me frotaba los ojos y ponía en marcha el coche bajo la luz gris, rodeado por todas partes de marrones y verdes que despertaban húmedos y sucios, de colinas y prados, de casas y fábricas, por todas partes me rodeaban, me llenaban de temor y me cubrían de barro.
El miedo está fuera, en casa y en todas partes.
Amanecer en Doncaster Road.
Aparqué el Viva en el aparcamiento de detrás del Café y Motel de Redbeck. Lo dejé entre dos camiones y me quedé escuchando a Tom Jones cantando I Can’t Break the News to Myself en Radio 2. Eran las cinco menos diez cuando crucé los baches del pavimento para ir a los lavabos.
Los lavabos apestaban y el suelo de baldosas estaba cubierto de meadas negras. El barro y la tierra se me habían secado sobre la piel, que ahora tenía un tono rojo pálido debajo del polvo. Abrí el grifo del agua caliente y hundí las manos en agua fría como el hielo. Me eché agua en la cara, cerré los ojos y me pasé las manos mojadas por el pelo. El agua parduzca corrió por mi cara y me salpicó la chaqueta y la camisa. Me eché más agua en la cara y volví a cerrar los ojos.
Oí abrirse la puerta y sentí una ráfaga de aire más frío.
Empecé a abrir los ojos.
Una patada y las piernas dejaron de sujetarme.
Mi cabeza se estrelló contra el borde del lavabo, la boca se me llenó de bilis.
Las rodillas golpearon el suelo, la barbilla dio contra el lavabo.
Alguien me agarró del pelo y me obligó a meter la cara de nuevo en el agua sucia que llenaba el lavabo.
—Ni se te ocurra intentar mirarme, joder. —De nuevo aquel susurro violento, tras sacarme un centímetro del agua y sostenerme en el aire.
Yo pensaba: que te jodan, que te jodan, que te jodan. Y dije:
—¿Qué quieres?
—Ni una puta palabra.
Esperé, con la tráquea comprimida contra el borde del lavabo.
Oí un golpe y entorné los ojos para entrever lo que parecía un sobre delgado de papel manila tirado cerca del lavabo.
La mano que me sujetaba del pelo se relajó y, de repente, me tiró de la cabeza para arriba y la golpeó indolentemente contra la loza una vez.
Me tambaleé, levanté los brazos y caí al suelo de culo. El dolor me subió hasta la frente mientras el agua me empapaba la trasera de los pantalones.
Me apoyé en el lavabo, me incorporé, di la vuelta y salí por la puerta al aparcamiento.
Nada.
Dos camioneros que salían del café me señalaron con el dedo y se rieron a voces.
Empujé la puerta de los servicios y volví a entrar, los dos camioneros se tronchaban de risa.
El sobre A4 de papel manila estaba tirado en un charco de agua. Lo recogí y le sacudí las gotas de líquido marrón, mientras abría y cerraba los ojos para aliviar el dolor de cabeza.
Abrí la puerta del retrete, tiré de la cadena de metal y el agua arrastró al desagüe el zurullo amarillento y largo que había en la taza. Cerré la resquebrajada tapa de plástico sobre el remolino de agua, me senté y abrí el sobre.
Hostia puta.
Saqué dos delgados folios A4 escritos a máquina y tres fotografías ampliadas.
Era una copia del informe de la autopsia de Clare Kemplay.
Otro espectáculo de terror.
No podía, no quería y no miré las fotos, me limité a leer a medida que mi espanto aumentaba.
La autopsia había sido realizada a las 7.00 p. m. El 14 de diciembre de 1974 en el Hospital Pinderfields de Wakefield, por el doctor Alan Coutts, en presencia del comisario jefe Oldman y el inspector Noble.
El cuerpo medía un metro y treinta y un centímetros y pesaba treinta y dos kilos con sesenta y cinco gramos.
En la parte superior de la mejilla derecha se apreciaban heridas faciales, posiblemente mordiscos, así como en la barbilla y en el cuello por delante y por detrás. Las marcas de ligaduras y de abrasiones en el cuello apuntaban al estrangulamiento como causa de la muerte.
Estrangulamiento.
Se había cortado la lengua con sus propios dientes al morir estrangulada. Se sugería que probablemente no estuviera inconsciente cuando se ejerció en ella la fuerza que la mató.
Probablemente no estuviera inconsciente.
Sobre el pecho de la víctima alguien había escrito los caracteres 4 LUV[8] con una cuchilla. Una vez más, se sugería que las heridas no habían sido post mortem.
4 LUV.
También se encontraron marcas de ataduras tanto en los tobillos como en las muñecas. En las marcas se observaban profundos cortes que habían sangrado, lo que indicaba que la víctima se había defendido de su agresor durante algún tiempo. También las palmas de las dos manos habían sido perforadas, probablemente por un clavo de grandes dimensiones o un instrumento similar. Una herida de características similares se encontró en el pie izquierdo y, al parecer, se había hecho un intento infructuoso de infligir otra del mismo estilo en el derecho, resultando sólo una perforación parcial.
La víctima se había defendido de su agresor durante algún tiempo.
Sería necesario hacer pruebas más definitivas; sin embargo, un análisis preliminar de las partículas recogidas en la piel y las uñas de la víctima revelaba una fuerte presencia de polvo de carbón.
Polvo de carbón.
Tragué saliva.
La vagina y el ano mostraban desgarros y magulladuras, tanto internos como externos. Los desgarros internos de la vagina los habían causado el tallo y las espinas de una rosa insertada en su interior, donde se había dejado. Una vez más, una mayoría sustancial de estas lesiones no se habían producido después de la muerte.
El tallo y las espinas de una rosa.
Horror de horrores.
Me esforcé por recuperar la respiración.
En ese momento debieron darle la vuelta y ponerla boca abajo.
La espalda de Clare Kemplay era otra historia.
Otro infierno:
Le habían cosido dos alas de cisne a la espalda.
LE QUITARON LAS ALAS LIMPIAMENTE Y DEJARON AL POBRE BICHO ALLÍ TIRADO.
Las puntadas eran irregulares y estaban hechas con un cordón encerado y fino. En algunos lugares la piel y el músculo habían quedado reducidos a pulpa y las puntadas se habían soltado. El ala derecha se había soltado del todo, al no ser la piel y la carne suficientemente fuertes para aguantar el peso del ala y la tensión de las puntadas; se observaba un gran desgarrón sobre el omóplato derecho de la víctima.
LE HABÍAN CORTADO LAS ALAS DE RAÍZ. EL PUTO CISNE SEGUÍA VIVO Y TODO.
En la conclusión del informe el forense había escrito:
CAUSA DE LA MUERTE:ASFIXIA POR ESTRANGULAMIENTO.
A través de aquel delgado papel blanco pude ver las siluetas y las sombras de un infierno en blanco y negro.
Volví a meterlo todo en el sobre, sin haber visto las fotografías, conteniendo las arcadas mientras luchaba con el pestillo del retrete.
Abrí de un tirón la puerta del cubículo, resbalando y yendo a caer encima de otro camionero que me salpicó la pierna con su meada.
—¡Vete a tomar por culo, maldito maricón!
Una vez fuera respiré profundamente el aire de Yorkshire con lágrimas y bilis empapándome la cara.
Ninguna de las heridas era post mortem.
—A ti te digo, maricón.
4 LUV.
Mi madre estaba en su mecedora en la sala del fondo, mirando al jardín bajo la llovizna.
Le llevé una taza de té.
—Fíjate en qué estado vienes —dijo ella sin mirarme.
—Y lo dices tú, que no te has vestido a estas horas. No es tu estilo. —Dio un gran sorbo de té caliente y dulce.
—No, cariño. Hoy no —susurró.
Desde la radio de la cocina se oían las noticias de las seis:
Dieciocho muertos en una residencia de ancianos de Nottingham, el segundo incendio en unos días. El violador de Cambridge se había cobrado su quinta víctima e Inglaterra iba tirando con 171 carreras en el segundo encuentro de cricket.
Mi madre seguía con la mirada perdida en el jardín, el té se le quedaría frío.
Dejé el sobre encima de la cómoda, me tiré en la cama e intenté dormir un rato, pero no pude y los cigarrillos no mejoraban las cosas, al contrario, las empeoraban, como los tragos de whisky que se negaban a irse o a estarse quietos y, al poco rato, estaba viendo ratas con pequeñas alas que más parecían ardillas con sus caritas peludas y sus palabras amables pero que, de repente, volvían a convertirse en ratas cuando se ponían en mis oídos, y susurraban palabras crueles e insultos, que me rompían los huesos peor que las piedras y los palos, hasta que me levanté de un salto y encendí la luz, sólo que ya era de día y la luz ya estaba dada, y así siguió la cosa, enviando señales que nadie recibía, y menos que nadie el Hombre del Sueño.
—¡Deja de tocarte!
Mierda.
—¿Ha habido algún herido en este accidente?
Abrí los ojos.
—Parece que has tenido una noche movidita. —Barry Gannon examinaba el desastre de mi habitación con una taza de té en la mano.
—Joder —murmuré, no había escapatoria.
—Está vivo.
—Dios.
—Gracias. Y buenos días a ti también.
Diez minutos más tarde estábamos en la carretera.
Veinte minutos más tarde, el dolor de cabeza aún repercutía en mi estómago vacío y terminé de contarle mi historia.
—Bueno, ese cisne se encontró en Bretton. —Barry se estaba yendo por las ramas.
—¿Bretton Park?
—Mi padre es colega de Arnold Fowler y él se lo contó.
Destello del pasado número noventa y nueve: yo estoy sentado con las piernas cruzadas en el suelo de madera del colegio mientras el señor Fowler habla de pájaros. El hombre era un fanático y había creado un club de observación de aves en todos los colegios del West Riding y una columna en todos los periódicos locales.
—¿Todavía vive?
—Y sigue escribiendo para el Ossett Observer. ¿Me estás diciendo que no lo has leído?
Casi riendo, dije:
—¿Y cómo lo supo Arnold?
—Ya sabes cómo es. Si pasa algo en el mundo de las aves, Arnold es el primero en enterarse.
Le habían cosido dos alas de cisne a la espalda.
—¿De veras?
Barry puso cara de aburrido.
—Bueno, Sherlock, me imagino que las buenas gentes de Bretton Park se lo habrán contado. Pasa en el parque cada hora de que dispone para dar un paseo…
Miré por la ventana y otro domingo silencioso desfiló ante ella a toda velocidad. A Barry no parecía haberle impresionado, ni siquiera interesado mucho, ni lo del campamento gitano ni lo de la autopsia.
—Oldman tiene un rollo raro con los gitanos —fue lo único que dijo antes de añadir—, y con los irlandeses.
Una reacción aún menor había suscitado la autopsia y me dieron ganas de enseñarle las fotografías o, al menos, de haber tenido los putos cojones de verlas yo mismo.
—Deben ser horribles —fue lo único que dije.
Barry Gannon no dijo nada.
Yo apunté:
—Debe de haber sido un poli de Redbeck.
—Sí —afirmó él.
—Pero ¿por qué?
—Juegos, Eddie —dijo—. Están jugando contigo. Ten cuidado.
—Ya soy mayorcito.
—Eso he oído —sonrió.
—Es de dominio público por estas partes.
—¿Qué partes?
—Las tuyas no.
Dejó de reír y dijo:
—¿Sigues creyendo que hay alguna conexión con las otras chicas desaparecidas?
—No lo sé. Bueno, sí. Podría haberla.
—Bien.
Y entonces Barry empezó a parlotear otra vez sobre el puñetero Johnny Kelly, el chico malo de la liga de rugby, y a decir que hoy no iba a jugar y que nadie sabía dónde coño estaba.
Miré por la ventana pensando ¿y a quién cojones le importa?
Barry detuvo el coche en las afueras de Castleford.
—¿Ya hemos llegado? —pregunté imaginando que el barrio de los Dawson sería mucho más elegante que aquél.
—Tú sí.
No acababa de entenderlo y movía la cabeza en todas direcciones.
—Brunt Street es la primera a la izquierda por allí.
—¿Eh? —perdido, volví la cabeza en la dirección señalada.
Barry Gannon se reía.
—¿Quién cojones vive en el 11 de Brunt Street, Castleford, Sherlock?
Me sonaba la dirección y rebusqué enfrentándome al dolor que invadía mi cerebro hasta que, poco a poco, lo recordé.
—¿Los Garland?
Jeanette Garland, ocho años, desaparecida en Castleford el 12 de julio de 1969.
—Tienes que darme un premio.
—No jodas.
Barry miró el reloj de pulsera.
—Te espero dentro de un par de horas en el Swan, al otro lado de la carretera. Para intercambiar cuentos de terror.
Salí del coche alucinando.
Barry alargó un brazo para cerrar la puerta.
—Ya te lo dije; me debes una.
—Sí. Gracias.
Y riendo. Barry desapareció.
Brunt Street, Castleford.
En una acera, adosados de antes de la guerra; en la otra, pareados más modernos.
El número 11 estaba en la acera de adosados y tenía una puerta roja brillante.
Recorrí la calle de arriba abajo tres veces mientras pensaba que ojalá hubiera llevado mis notas, que ojalá hubiera podido llamar antes por teléfono, que ojalá no apestara a alcohol, y después llamé con los nudillos suavemente y una sola vez a la puerta roja.
Esperé en la calle silenciosa y me di la vuelta dispuesto a irme.
La puerta se abrió de golpe.
—Mire, no sé quién coño es. ¡Así que haga el favor de irse a la mierda!
La mujer hizo una pausa, a punto de cerrar violentamente la puerta roja. Se pasó una mano por el pelo sucio y amarillento y se ajustó la chaqueta de punto roja al escuálido esqueleto.
—¿Quién es usted? —musitó.
—Edward Dunford. —El pequeño mono rojo de mi interior sacudía los barrotes de su jaula.
—¿Ha venido por Johnny?
—No.
—¿Entonces por qué?
—Jeanette.
Se llevó tres dedos a los labios pálidos y cerró sus ojos azules.
A las puertas de la muerte, el cielo que nos cubría dejaba entrever el azul de diciembre. Saqué el bolígrafo y unas hojas de papel y dije:
—Soy periodista. Del Post.
—Entonces hágame el favor de entrar.
Cerré la puerta roja detrás de mí.
—Siéntese. Voy a poner agua a calentar.
Me senté en un sillón de cuero blancuzco en una sala de estar pequeña pero bien amueblada. La mayoría de las cosas eran nuevas y caras, algunas todavía envueltas en plástico. Había un televisor en color encendido al que habían bajado el sonido del todo. Acababa de empezar un programa de alfabetización de adultos; el título, En marcha, aparecía en el costado de una furgoneta Ford Transit que se desplazaba a gran velocidad.
Cerré los ojos unos instantes para ver si desaparecía la resaca.
Cuando los abrí, allí estaba.
Encima del televisor se veía la fotografía, el retrato escolar que me temía.
Jeanette Garland, más joven y rubia que Susan y Clare, me sonreía con la sonrisa más feliz que había visto nunca.
Jeanette Garland era mongoloide.
En la cocina, el hervidor de agua se puso a pitar y dejó de oírse abruptamente.
Aparté la vista de la fotografía y me fijé en una vitrina llena de trofeos y copas.
—Esto ya está —dijo la señora Garland dejando una bandeja en la mesita de centro, enfrente de mí—. Sólo hay que dejarlo reposar un momento.
—El señor Garland debe ser un gran deportista —sonreí señalando con un gesto la vitrina.
La señora Garland se volvió a ajustar con fuerza la chaqueta de punto roja y se sentó en el sofá blanco roto.
—Son de mi hermano.
—Ah —dije intentando calcular la edad de aquella mujer; Jeanette tenía ocho años en 1969, calculando que su madre tendría entonces unos veintiséis o veintisiete, ¿tendría ahora unos treinta y tantos?
Parecía que llevaba días sin dormir.
Me pilló observándola.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Dunford?
—Estoy escribiendo un artículo sobre los padres de las niñas desaparecidas.
La señora Garland se quitó unas motas de la falda.
Seguí:
—Siempre se le da un montón de publicidad en su momento y luego acaba muriendo.
—¿Muriendo?
—Sí. El artículo trata de cómo se las arreglan los padres, después de que todo ese interés haya muerto, y…
—¿Cómo me las he arreglado?
—Sí. Por ejemplo, en aquel momento, ¿pensó usted que la policía podía haber hecho algo más para ayudarla?
—Hubo una cosa. —La señora Garland me miraba muy fijamente, esperando.
—¿Y qué fue? —pregunté.
—Podían haber encontrado a mi hija, ¡maldito cabrón ignorante! ¡No tiene usted corazón! —Cerró los ojos; todo el cuerpo le temblaba.
Me puse de pie, tenía la boca seca.
—Lo siento, no quería…
—¡Váyase!
—Lo siento.
La señora Garland abrió los ojos y me miró.
—No lo siente. Si fuera usted capaz de sentirlo, no estaría aquí.
Ahí en medio de su sala de estar, con las espinillas atrapadas entre la mesa de centro y el sillón, de repente pensé en mi propia madre y tuve ganas de acercarme a ella, de abrazar a aquella madre que tenía delante. Torpemente, intenté pasar por encima de la mesa y de la tetera, sin saber bien qué decir, capaz únicamente de repetir:
—Por favor…
Paula Garland se levantó, sus pálidos ojos azules arrasados en lágrimas y odio, y me empujó con fuerza hacia la puerta roja.
—Periodistas de mierda. Se meten en mi casa para hablar conmigo de cosas de las que no saben nada, como si estuvieran charlando del tiempo o de alguna maldita guerra en otro país. —Mientras se esforzaba por abrir la puerta, le caían gruesas lágrimas.
Con la cara ardiendo, salí de espaldas a la calle.
—¡Esas cosas me ocurrieron a mí! —gritó dándome un portazo en la cara.
Me quedé plantado en la calle, delante de la puerta roja, y pensé que ojalá estuviera en cualquier otro lugar del mundo, en cualquiera menos en Brunt Street, Castleford.
—¿Qué tal te ha ido la cosa?
—No me jodas. —Había tenido una hora y tres pintas de cerveza para comerme la cabeza antes de que apareciera Barry Gannon. Ya era casi la hora de cerrar y la mayoría de los clientes del Swan se habían ido a tomar por culo a su casa para la comida de domingo.
Trajo su pinta a la mesa y cogió un cigarrillo de mi cajetilla.
No estaba de humor para chorradas.
—¿Qué?
Barry dijo con calma:
—John Kelly. La Gran Esperanza Blanca.
—¿Qué pasa con él? —Estaba a punto de meterle una hostia.
—Hostia puta, Eddie.
Los trofeos, las copas, joder.
—¿Está emparentado con los Garland?
—Joder, este chico se merece otro premio. Es el puto hermano de Paula Garland. Lleva viviendo con ella desde que murió su marido y a él le dejó la modelo aquella.
La cara me ardía otra vez, la sangre me ardía.
—¿El marido está muerto?
—Joder, Dunford. Tendrías que saber esas cosas.
—Mierda.
—Nunca superó lo de Jeanette. Se pegó un tiro en la boca hace dos o tres años.
—¿Y tú lo sabías? ¿Por qué cojones no me lo contaste?
—No me jodas. Haz tu puto trabajo o pregunta. —Barry le dio un gran sorbo a la pinta para disimular su sonrisa perversa de hijo de puta.
—Muy bien, te lo pregunto.
—El marido se mató más o menos al mismo tiempo que Johnny empezaba a hacerse notar, dentro y fuera del campo.
—¿Un poquito malote?
—Sí, el chicarrón del barrio. Se casó con Miss Weston-super-Mare 1971 o algo así. No duró mucho. Así que, cuando ella fue subiendo de categoría y le abandonó, volvió con su hermanita mayor.
—¿El Georgie Best de la liga de rugby?
—No os enterabais de gran cosa por el sur, ¿verdad?
Intentando mantener un poco de orgullo, dije:
—Tampoco era exactamente una noticia de primera plana, no.
—Bueno, aquí sí lo fue y tú tendrías que haberlo sabido, joder.
Encendí otro cigarrillo y le odié por restregármelo y por la sonrisa con que lo acompañó.
Pero que le den al orgullo y a su pérdida.
—Entonces, Paul Kelly, el del trabajo, ¿qué es?
—Un primo o algo por el estilo. Pregúntaselo a él.
Tragué saliva y me juré que aquélla era la última vez que me pasaba.
—¿Y Kelly no se ha presentado hoy en el partido?
—No lo sé. Vas a tener que descubrirlo, ¿no te parece?
—Sí —murmuré mientras pensaba por favor, Dios, no permitas que se me humedezcan los ojos.
Una voz atronó:
—Por favor, caballeros, hora de cerrar.
Los dos nos acabamos las copas.
—¿Cómo te ha ido con la señora Dawson? —pregunté.
—Me ha dicho que mi vida corre peligro —sonrió Barry mientras se ponía en pie.
—¿Estás de coña? ¿Por qué?
—¿Por qué no? Sé demasiado.
Salimos al aparcamiento por las puertas dobles.
—¿La crees?
—Tienen algo para todos. Sólo se trata de cuándo lo van a utilizar. —Barry apagó el cigarrillo en la grava.
—¿A quiénes te refieres?
Barry hurgó en todos sus bolsillos en busca de las llaves del coche.
—No tienen nombres.
—No jodas —reí, envalentonado por las tres pintas y el aire fresco.
—Hay escuadrones de la muerte por todas partes. ¿Por qué no iba a ir uno a por Barry Gannon?
—¿Escuadrones de la muerte?
—¿Tú crees que esa mierda sólo existe en Asia o en la India? Hay escuadrones de la muerte en todas las ciudades, en todos los países.
Me di la vuelta y empecé a apartarme.
—Se te ha ido la cabeza.
Barry me agarró de un brazo.
—Los entrenan en Irlanda del Norte. Les despiertan el apetito y luego los traen a casa hambrientos.
—Vete a tomar por culo —dije soltándome de su brazo.
—¿Qué? ¿De verdad crees que son pandillas de irlandeses con chamarra que se dedican a cargar sacos de puto fertilizante los que vuelan los pubs?
—Sí —sonreí.
Barry se puso a mirar al suelo, se pasó la mano por el pelo y dijo:
—Si un hombre se te acerca en la calle y te pregunta una dirección, ¿está perdido o te está interrogando?
Sonreí otra vez.
—Gran Hermano.
—Te vigila.
Eché un vistazo al cielo azul, que se iba volviendo gris, y dije:
—Si de veras la crees, tendrías que decírselo a alguien.
—¿A quién se lo voy a decir? ¿A la justicia? Ellos son la puta justicia. Todos estamos en peligro de muerte.
—Entonces, ¿para qué seguir? ¿Por qué no quitarte de en medio como Garland?
—Porque creo en el bien y el mal. Creo que serán juzgados y no por ellos. Por eso digo que les den por el culo.
Bajé la mirada a la gravilla y me dieron ganas de mear.
—Voy en la otra dirección, —contesté.
Barry abrió la puerta.
—Entonces, hasta luego.
—Sí, hasta luego. —Me di la vuelta y empecé a cruzar el aparcamiento.
—¡Eddie!
Me giré y el sol de invierno me hizo entornar los ojos.
—¿O sea que tú nunca has sentido la necesidad de hacer algo para liberarnos a todos del mal?
—No —grité desde la otra punta del aparcamiento vacío.
—Mentiroso —rió Barry cerrando la puerta del coche y poniendo en marcha el motor.
3 p. m. Domingo por la tarde en Castleford, esperaba el autobús de Pontefract, feliz de verme libre de la locura de Barry Gannon. Tres pintas y media y me sentía casi contento de volver con mis ratas.
El Cazarratas: una historia que había tocado el corazón del pueblo de Yorkshire.
El autobús se acercaba por la carretera. Levanté un dedo Pulgar.
El Cazarratas: Graham Goldthorpe, el desafortunado profesor de música convertido en cazador de ratas del ayuntamiento que estranguló a su hermana Mary con una media y la colgó de la chimenea en la pasada víspera de Halloween.
Pagué al conductor y me fui al fondo del autobús de una sola planta a fumar. Estaba desierto.
El Cazarratas Graham Goldthorpe, que luego había apuntado una escopeta a su torturada cabeza y sus visiones de un sinfín de plagas de asquerosas ratas marrones.
En el respaldo del asiento de delante se leía Mandy chupa pollas negras.
El Cazarratas: una historia entrañable para el corazón de Edward Dunford, corresponsal de sucesos en el norte de Inglaterra, el antiguo asiduo de los bares de Fleet Street convertido en hijo pródigo que había estremecido y conmocionado a toda una región con su inquietante relato y sus visiones de un sinfín de plagas de asquerosas ratas marrones.
Blancos de Yorkshire se leía en el asiento de al lado.
El Cazarratas: mi primer reportaje en el Post y un regalo del Señor mientras mi padre y el cabrón de Jack Whitehead estaban en el hospital.
Apreté el timbre de parada deseando que Jack Whitehead se muriera.
Bajé del autobús en las últimas horas de la tarde de Pontefract. Protegí otro cigarrillo con el viejo abrigo de mi padre y logré vencer al látigo del viento invernal al tercer intento.
El territorio del Cazarratas.
Tardé exactamente el mismo tiempo en fumarme el cigarrillo que en llegar de la parada de autobús a Willman Close y casi pisé una puta mierda de perro al apagar la colilla en el suelo.
Mierda de perro en Willman Close, eso sí que habría sacado de quicio a Graham Goldthorpe.
Ya era casi de noche y la mayoría de las casas de la calle tenían encendidas las luces de los árboles de Navidad. Pero Enid Sheard, la perra roñosa, no.
Ni tampoco los Goldthorpe.
Maldije mi vida y di un golpe en la puerta de cristal del chalet; oí de inmediato los ladridos de Hamlet, el enorme pastor alemán.
Lo había visto un centenar de veces en mi brevísimo período en Fleet Street. Los familiares, los amigos, los colegas y los vecinos de los fallecidos o de los acusados, la misma gente que aparentaba sentirse tan ofendida, tan sorprendida, tan insultada e incluso tan furiosa ante la sola mención del dinero a cambio de su historia. Los mismos familiares, amigos, colegas y vecinos de los fallecidos y de los acusados, la misma gente que llamaba un mes más tarde, repentinamente tan impacientes, tan dispuestos, tan serviciales y tan asquerosamente avariciosos a la hora de hablar de dinero a cambio de su historia.
—¿Quién es? ¿Quién es? —La perra mezquina ni siquiera encendió la luz de la entrada, por no hablar ya de abrir la puerta.
Voceé a través de la puerta:
—Soy Edward Dunford, señora Sheard. Del Post, ¿recuerda?
—Por supuesto que lo recuerdo. Hoy es domingo, señor Dunford —chilló por encima de los ruidos de Hamlet el perro pastor.
—El señor Hadden, mi editor, me ha dicho que le había llamado usted y que quería hablar con uno de sus reporteros —grité detrás del cristal esmerilado.
—Llamé el lunes pasado, señor Dunford. Yo atiendo mis asuntos los días laborables, no el día del Señor. Les agradecería a usted y a su jefe que hicieran lo mismo, joven.
—Lo siento, señora Sheard. Hemos estado muy ocupados. He hecho un viaje muy largo y normalmente no trabajo en… —farfullé preguntándome si Hadden me habría engañado o sencillamente se habría liado con las fechas.
—Entonces, lo único que puedo decir es que le conviene haberme traído el dinero, señor Dunford —dijo la señora Sheard abriendo la puerta.
Prácticamente sin un penique en el bolsillo, me adentré en el oscuro y estrecho hall y en el tufo de Hamlet el perro pastor; un tufo que esperaba no tener que volver a sufrir nunca más.
La viuda Sheard, setenta irritables años como mínimo, me condujo hasta la sala de estar y de nuevo me vi sentado en las tinieblas con Enid Sheard, sus recuerdos y sus mentiras, mientras Hamlet arañaba la parte de abajo de la puerta de cristal de la cocina.
Me senté en el borde del sofá y dije:
—El señor Hadden me ha dicho que quería usted hablar…
—Nunca he hablado con ese tal señor Hadden…
—Pero usted tiene algo que quiere compartir con nosotros sobre lo acontecido en la casa de al lado, ¿no? —Clavé la mirada en el televisor apagado y vi los ojos muertos de Jeanette Garland, Susan Ridyard y Clare Kemplay.
—Le agradecería que no me interrumpiera cuando estoy hablando, señor Dunford.
—Perdón —dije sintiendo un agujero en el estómago que aumentaba cada vez que pensaba en la señora Garland.
—A mí me huele usted a alcohol, señor Dunford. Creo que prefiero hablar con ese encantador señor Whitehead. Y tenga en cuenta que no sea en Sabbat.
—¿Habló usted con Jack Whitehead?
Sonrió con sus labios delgados.
—Hablé con un tal Whitehead. Él no me dijo su nombre de pila y yo no se lo pregunté.
De repente, en aquella salita que era un agujero helado, me entró calor.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo que hablara con usted, señor Dunford. Que el tema no era suyo.
—¿Qué más? ¿Qué más le dijo? —Me costaba respirar.
—Si me dejara terminar…
Me acerqué por el sofá hasta el sillón de la viuda.
—¿Qué más?
—Por favor, señor Dunford. Me dijo que tendría que dejarle la llave a usted. Pero yo le contesté que…
—¿La llave? ¿Qué llave? —Se me había acabado el sofá y estaba casi sentado en el regazo de la viuda.
—La llave de la casa de al lado —anunció con orgullo.
La puerta de la cocina se abrió de repente con un gran estrépito y una tormenta de ladridos y Hamlet, el perro pastor, entró en la sala como una tromba y saltó entre los dos dándonos lametazos con su lengua húmeda y caliente.
—Hamlet, por favor, ya basta.
Fuera ya era de noche y la señora Enid Sheard se peleaba con la cerradura de la puerta trasera del chalet de los Goldthorpe. Giró la llave y yo pasé adentro.
Un mes antes la policía había rechazado con toda contundencia las solicitudes para ver la escena de la tragedia y Enid Sheard ni siquiera había insinuado vagamente que ella conociera algún modo de acceso, y ahora me encontraba en la cocina de los Goldthorpe, en la Guarida del Cazarratas.
Probé a encender la luz de la cocina.
—La habrán desconectado, ¿no? —susurró la señora Sheard desde el umbral.
Volví a probar el interruptor.
—Eso parece.
—No me gustaría entrar ahí sin luz. Sólo estar aquí ya me pone los pelos de punta.
Eché un vistazo a la cocina y me pregunté cuándo le habrían puesto los pelos de punta por última vez a la señora Sheard. Olía a rancio. Como si acabáramos de volver de una semana en la caravana.
—Tendrá que volver cuando haya luz, ¿no le parece? Ya le he dicho que no debía trabajar en domingo, ¿verdad?
—Sí, ya me lo ha dicho —murmuré desde debajo del fregadero, pensando si Enid Sheard habría disfrutado la última vez que se le pusieron los pelos de punta o si no habría disfrutado y cómo eso podría explicar algunas cosas.
—¿Qué hace ahí debajo, señor Dunford?
—¡Aleluya! —exclamé saliendo de debajo del fregadero con una vela en la mano y dando gracias al puto Dios por aquello y por la Semana de Tres Días.[9]
Enid Sheard dijo:
—Bueno, si insiste usted en recorrer la casa en oscuridad plena, iré a ver si le encuentro una de las viejas linternas del señor Sheard. Siempre decía que había que estar preparado. Con todas esas huelgas… —Mientras regresaba a su casa siguió parloteando sin parar.
Cerré la puerta de la cocina y cogí un platillo de la alacena. Encendí la vela y derramé unas gotas de cera derretida en el platillo para afianzar el extremo inferior.
Por fin solos en la Guarida del Cazarratas.
La sangre de los pies se me quedó helada.
La vela iluminaba las paredes de la cocina en tonos rojos y amarillos, rojos y amarillos que me arrastraban por el aire y me llevaban a un promontorio con un campamento gitano en llamas y al rostro de una chiquilla con rizos castaños que lloraba a la noche y a otra chiquilla que yacía en la camilla de un depósito de cadáveres con alas en la espalda. Tragué saliva con dificultad y me pregunté qué cojones estaba haciendo allí mientras abría la puerta de cristal de la cocina.
El chalet tenía una distribución exactamente igual que el de la señora Sheard. La escasa luz que entraba por la puerta de cristal de la fachada principal, en el lado opuesto, se sumaba a la de la vela e iluminaba un exiguo hall adornado por un par de insulsos paisajes escoceses y un grabado de un pájaro. Las otras cinco puertas del hall estaban todas cerradas. Dejé la vela en la mesa del teléfono y rebusqué un trozo de papel en los bolsillos.
En la Guarida del Cazarratas.
No me habría costado nada venderlo a los periódicos nacionales. Una cuantas fotos y listo. Y después, quizá un libro de bolsillo rápido. Como había dicho Kathryn, casi se escribía solo:
El número 6 de Willman Close, hogar de Graham y Mary Goldthorpe, hermano y hermana, asesino y víctima.
En el hall del Cazarratas saqué mi bolígrafo y elegí una de las puertas.
El dormitorio del fondo había sido el de Mary. Enid Sheard había contado ya que Graham había insistido mucho sobre el particular, se empeñó en que su hermana mayor se quedara con el dormitorio grande para que disfrutara de intimidad. También la policía había confirmado que Graham había llamado dos veces durante los doce meses previos a los acontecimientos del 4 de noviembre para denunciar la presencia de un mirón en la ventana de su hermana. La policía nunca consiguió probar estas denuncias, o nunca lo intentó. Toqué las gruesas cortinas y me pregunté si serían nuevas, si Graham se las habría comprado a Mary para cerrarle el campo al mirón y protegerla de aquellos ojos que él veía.
¿De quién eran esos ojos que recorrían el cuerpo de su hermana? Los ojos de un desconocido o los mismos ojos que ahora le observaban desde el espejo.
Tanto las cortinas como el mobiliario parecían demasiado voluminosos para la habitación, pero lo mismo podía decirse de la casa de Enid Sheard y de la de mi madre. Había una cama individual, un armario y una cómoda con un espejo encima, todo grande y de madera. Dejé la vela frente al espejo, junto a dos cepillos del pelo, un cepillo de la ropa, un peine y una foto de la madre de los Goldthorpe.
¿Entraba Graham en esta habitación mientras ella dormía y se llevaba mechones de pelo rubio del cepillo, pelo como el de su madre, para guardarlo y atesorarlo?
En el cajón superior izquierdo había algunos productos de maquillaje y unas cremas de belleza. En el cajón superior derecho encontré la ropa interior de Mary Goldthorpe. Era de seda y había sido revuelta por la policía. Toqué un par de braguitas blancas y recordé las fotografías que habíamos publicado de una mujer corriente, pero no falta de atractivo. Al morir tenía cuarenta años y ni la policía ni yo habíamos dado con novio alguno. Era una ropa interior cara para una mujer sin amante. Y un desperdicio.
Graham la contemplaba mientras dormía con el pelo suelto sobre la almohada. En silencio, abrió el cajón superior derecho y hundió las manos en el sedoso contenido de su cajón más íntimo. De repente, Mary se sentó en la cama.
El baño y el retrete estaban en la misma pieza y olían a pino frío. Me puse encima de la alfombrilla rosa y eché una meada rápida en el retrete de Graham Goldthorpe sin dejar de pensar en su hermana. El ruido de la cisterna se oyó por todo el chalet.
—Graham, ¿qué haces? —susurró ella.
El dormitorio de Graham estaba junto al cuarto de baño y daba a la fachada principal, era pequeño y estaba repleto de más mobiliario heredado. En la pared donde apoyaba el cabecero de su cama individual había tres dibujos enmarcados. Puse una rodilla en la cama y acerqué la vela para ver otros tres grabados de pájaros, parecidos al del hall. El pijama de Graham estaba todavía debajo de su almohada.
Graham se quedó inmóvil, el pijama pegado al cuerpo sudoroso.
Al lado de la cama había pilas de revistas y carpetas, dejé la vela en una de las mesillas de noche y cogí un puñado de revistas. Eran todas de transportes, bien de trenes o de autobuses. Las puse encima de la colcha y me acerqué a la mesa de escritorio sobre la que se veía un magnetófono de bobina abierta. En la estantería vi el hueco que habían dejado las cintas que se había llevado la policía.
Joder.
Las Cintas del Cazarratas, desaparecidas y para nada bueno.
«Esta noche me ha pillado en su habitación cuando la miraba», susurró Graham debajo de las mantas mientras las bobinas giraban lentamente. «Mañana es la víspera de Halloween y mañana llegarán».
Saqué de la estantería un grueso volumen de horarios de trenes antiguos, fascinado por su inutilidad. En la portadilla interior Graham Goldthorpe había pegado un dibujo de un búho con gafas y había escrito: ESTE LIBRO PERTENECE A GRAHAM Y MARY GOLDTHORPE. NO LO ROBE O SERÁ PERSEGUIDO Y EJECUTADO.
Joder.
Saqué otro libro de la estantería y encontré el mismo mensaje; y en otro, y en otro, y en otro.
Maldito bicho raro.
Empecé a poner los libros en su sitio y me detuve cuando llegué a un ejemplar en tapa dura de la Guía de los canales del norte que no podía cerrar bien.
Abrí el libro y volví al infierno de golpe.
Encajadas entre las fotografías de varios canales del norte, las fotos de diez o doce chicas jóvenes.
Retratos escolares.
Ojos y sonrisas iluminándome la cara.
Cerré el libro de golpe con la boca seca, el corazón me latía fuertemente.
Un segundo después volvía a tenerlo abierto, más cerca de la vela, y repasaba las fotografías.
No estaba Jeanette.
No estaba Susan.
No estaba Clare.
Unos diez retratos escolares más o menos, de diez por quince centímetros, de chicas entre diez y doce años.
Sin nombres.
Sin direcciones.
Sin fechas.
Sólo diez pares de ojos azules y diez sonrisas blancas sobre el mismo fondo azul cielo.
Con el pulso y la cabeza acelerados, saqué otro libro de la estantería; y otro, y otro más.
Nada.
Cinco minutos después había dado un repaso a todos los libros y a todas las revistas.
Nada.
En medio del dormitorio de Graham Goldthorpe, aferrado a la Guía de los canales del norte y con sus otras cosas a mis pies.
—No sé qué es tan importante para no poder volver otro día. ¡Dios mío! Qué desastre. —Enid Sheard iluminó con la linterna la habitación de un extremo a otro sacudiendo la cabeza—. Al señor Goldthorpe le daría un ataque si viera su cuarto en este estado.
—Usted no sabe lo que se llevó la policía, ¿verdad?
Me dirigió la linterna a los ojos.
—Yo me ocupo de mis propios asuntos, señor Dunford. Ya lo sabe.
—Ya lo sé.
—Pero me juraron, me juraron, que lo habían dejado todo exactamente como lo habían encontrado. Fíjese en este desorden. ¿Las demás habitaciones están igual?
—No. Sólo ésta —dije.
—Bueno, supongo que sería ésta la que les interesaba —dijo Enid Sheard barriendo con la linterna como el foco de un campo de concentración todos los rincones del cuarto.
—¿Podría saber lo que falta?
—¡Señor Dunford! Nunca había puesto un pie en el dormitorio del señor Goldthorpe hasta esta noche. Periodistas. Tienen la cabeza como una cloaca, todos ustedes.
—Perdón. No quería decir eso.
—Se llevaron todos sus dibujos y sus cintas, eso sí lo sé. —Fijó el rayo de luz blanca en el magnetófono—. Yo misma vi cómo se llevaban esas cosas.
—¿El señor Goldthorpe nunca le contó lo que había en esas cintas?
—Hace un par de años Mary me dijo que Graham llevaba un diario. Y recuerdo que yo le dije: «¿O sea que al señor Goldthorpe le gusta escribir, verdad?». Y Mary me dijo que no escribía un diario, sino que se lo contaba a su grabadora…
—¿Le contó qué clase de cosas…?
El rayo de luz me deslumbró directamente en los ojos.
—Señor Dunford, ¿cuántas veces se lo tengo que decir? Ella no me contaba y yo no preguntaba. Yo…
—Se ocupa de sus propios asuntos, ya lo sé. —Con la Guía de canales del norte medio debajo de la camisa y medio metida en los pantalones, recogí la vela torpemente—. Gracias, señora Sheard.
Ya en el hall, Enid Sheard se detuvo junto a la puerta del salón.
—¿Y ha entrado aquí?
Clavé la mirada en la puerta.
—No.
—Pero fue aquí donde…
—Lo sé —dije en voz baja e imaginé a Mary Goldthorpe colgando de sus medias en la chimenea y los sesos de su hermano salpicando las paredes. Vi al marido de Paula Garland en la misma sala.
—Un viaje en balde, si quiere saber mi opinión —murmuró Enid Sheard.
Una vez en la cocina abrí la puerta, apagué la vela de un soplido y dejé el plato en el escurreplatos.
—Más vale que entre en casa a tomar una taza de té —dijo Enid Sheard mientras cerraba la puerta de atrás y guardaba la llave en el bolsillo de su delantal.
—No, gracias. Ya le he molestado bastante en domingo. —El pesado libro me estaba clavando todo su peso en el estómago.
—Señor Dunford, puede que usted cierre sus negocios en medio de la calle para que lo vea todo el mundo, pero yo no.
Sonreí:
—Perdón, no la sigo.
—Mi dinero, señor Dunford.
—Ah, claro. Lo siento. Tendré que volver mañana con un fotógrafo. Entonces le traeré su cheque.
—Efectivo, señor Dunford. El señor Sheard nunca confió en los bancos y yo tampoco. Así que quiero las cien libras en efectivo.
Empecé a recorrer el camino del jardín.
—Tendrá sus cien libras en efectivo, señora Sheard.
—Y confío en que esta vez tenga usted los buenos modales de telefonear para comprobar si me viene bien —exclamó Enid Sheard.
—Por favor, señora Sheard. Cómo puede pensar otra cosa —grité mientras echaba a correr con la Guía de los canales del norte clavada en las costillas y el autobús ya visible en la carretera principal.
—Cien libras en efectivo, señor Dunford.
—¿Lo estás pasando bien?
8 p. m. El Club de Prensa, bajo la mirada de los dos leones de piedra, en el centro de Leeds.
Kathryn se pedía media pinta, yo estaba tomando una entera.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó.
—Desde que abrieron.
La camarera sonrió a Kathryn y le dijo «seis» en voz baja al entregarle su copa.
—¿Cuántas te has tomado?
—No las suficientes.
La camarera levantó cuatro dedos.
Le lancé una mirada asesina y dije:
—Vamos a sentarnos en una mesa, joder.
Kathryn pidió dos copas más y me siguió al rincón más oscuro del Club de Prensa.
—No tienes muy buena pinta, cariño. ¿Qué has hecho?
Suspiré y le cogí un cigarrillo de su paquete.
—No sé por dónde empezar.
Life on Mars empezaba a sonar en la máquina de discos.
—Tranquilo. No tengo ninguna prisa —dijo Kathryn poniendo una mano sobre la mía.
Retiré la mano.
—¿Has ido a la redacción hoy?
—Sólo un par de horas.
—¿Quiénes estaban?
—Hadden, Jack, Gaz…
El cabrón de Jack Whitehead. Me dolían el cuello y los hombros de puro cansancio.
—¿Qué hacía ahí en domingo?
—¿Jack? La autopsia. Al parecer ha sido realmente asombrosa. De verdad… —Las palabras se desvanecieron.
—Lo sé.
—¿Has hablado con Jack?
—No. —Le cogí otro cigarrillo y lo encendí con la colilla del que aún tenía.
Bowie daba paso a Elton.
Kathryn se levantó y fue otra vez a la barra.
George Graves levantó un cigarrillo mirándome desde otra mesa. Le devolví el saludo. Se estaba empezando a llenar.
Me eché para atrás y contemplé el espumillón y las lucecitas de colores.
—¿Ha venido el señor Gannon?
Me incorporé demasiado deprisa y la cabeza y el estómago empezaron a darme vueltas.
—¿Qué?
—¿Ha venido Barry?
—No —contesté.
El chaval flacucho con traje granate se dio la vuelta y se fue.
—¿Quién era ése? —preguntó Kathryn dejando las copas en la mesa.
—Ni puta idea. Un amigo de Barry. Entonces, ¿la autopsia va en primera plana?
Ella volvió a poner una mano encima de la mía.
—Sí.
Quité la mano.
—Joder. ¿Está bien?
—Sí. —Kathryn fue a coger un cigarrillo pero el paquete estaba vacío.
Saqué un paquete de mi bolsillo.
—¿Alguna otra cosa importante?
—Un incendio en una residencia de ancianos mata a dieciocho.
—¿Eso no va en primera plana?
—No. Va Clare.
—Joder. ¿Algo más?
—El violador de Cambridge. El empate en la copa. El Leeds ha alcanzado al Cardiff.
—¿Nada del campamento gitano de las afueras, el que hay en la salida de la M1?
—No. Yo no he oído nada de eso. ¿Por qué?
—Nada. He oído que había habido un incendio o algo así, nada más.
Encendí otro cigarrillo y di un trago a mi pinta.
Kathryn cogió otro cigarrillo de mi paquete.
—¿Qué me dices de la furgoneta blanca? ¿Has encontrado algo? —pregunté volviendo a guardar los cigarrillos en el bolsillo mientras intentaba recordar qué clase de coche conducía Graham Goldthorpe.
—Lo siento, cariño. No he tenido tiempo. Pero no creo que haya nada. La policía lo habría mencionado y estoy segura de que no aparece en ninguno de los informes.
—El señor Ridyard estaba la hostia de seguro.
—Bueno, a lo mejor le estaban tomando el pelo.
—Joder, pues tendrían que arder en el infierno si se lo tomaban.
A pesar de la escasa luz, a Kathryn le brillaban los ojos, como si estuviera a punto de llorar.
—Lo siento —le dije.
—No pasa nada. ¿Has visto a Barry? —La voz le temblaba.
—Mmmm. La autopsia, ¿ha metido muchos detalles?
Kathryn se acabó la copa.
—Ninguno. ¿Tú qué coño crees?
—¿Sabes si Johnny Kelly jugaba hoy con el Trinity?
—No.
—¿Ha contado Gaz por qué?
—Nadie lo sabe. —Kathryn levantó la copa vacía y volvió a dejarla.
—¿La rueda de prensa es mañana?
Kathryn cogió el paquete de cigarrillos vacío.
—Por supuesto.
—¿A qué hora?
—Creo que dijeron a las diez. Pero no estoy segura. —Sacó el papel de plata de dentro del paquete.
—¿Qué dijo Hadden de la autopsia?
—No lo sé, Eddie. No lo sé, joder. —Otra vez tenía los ojos húmedos y la cara enrojecida—. Edward, ¿quieres darme un cigarrillo, por favor?
Saqué mi paquete.
—Sólo queda uno.
Kathryn sorbió con fuerza.
—Olvídalo. Voy a por más.
—No seas tonta. Cógelo.
—¿Has ido a Castleford? —Se había puesto a hurgar en el bolso.
—Sí.
—Entonces, ¿has visto a Marjorie Dawson? ¿Cómo es?
Encendí mi último cigarrillo.
—No la he visto.
—¿Eh? —Kathryn contaba las monedas para la máquina de tabaco.
—He visto a Paula Garland.
—Joder, qué fuerte. Hostia puta.
Su madre dormía, su padre roncaba y yo estaba de rodillas en el suelo de su dormitorio.
Kathryn me levantó y acercó mi boca a la suya mientras nos desplomábamos en su cama.
Yo pensaba en chicas del sur que se llamaban Sophie y Anna.
Su lengua se apretó más fuerte contra la mía, el sabor de su propio coño en su boca la hizo apretarse más fuerte. Con el pie izquierdo logré sacarle las bragas por las piernas.
Yo pensaba en Mary Goldthorpe.
Ella me agarró la polla con la mano derecha y la guió hasta dentro. Yo la saqué y utilicé mi propia mano derecha para moverla en el sentido de las agujas del reloj por los labios de su coño.
Yo pensaba en Paula Garland.
Ella me clavó las uñas en el culo; quería que se la metiera hasta el fondo. Entré con fuerza sintiendo el estómago repentinamente vacío y revuelto.
Yo pensaba en Clare Kemplay.
—Eddie —susurró ella.
La besé con fuerza de la boca a la barbilla y de allí al cuello.
—¿Eddie? —Se produjo un cambio en su voz.
La besé con fuerza desplazándome del cuello a la barbilla y de la barbilla a la boca.
—¡Eddie! —Un cambio que no era a mejor.
Dejé de besarla.
—Estoy embarazada.
La saqué de su coño y me tumbé boca arriba.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró apoyando una oreja en mi pecho.
—Deshacernos de él.
Joder, todavía estaba borracho.
Eran casi las 2 a. m. Cuando el taxi me dejó en casa.
Joder, pensé mientras giraba la llave de la puerta de atrás. Todavía había luz en la sala de estar.
Joder, necesitaba una taza de té y un sándwich.
Encendí la luz de la cocina y me puse a rebuscar en el frigorífico un poco de jamón.
Joder, por lo menos tengo que decir hola.
Mi madre estaba en su mecedora con la mirada fija en el televisor apagado.
—¿Quieres una taza de té, mamá?
—Tu amigo Barry…
—¿Qué le pasa?
—Ha muerto, cariño.
—Joder —dije automáticamente—. Es una broma.
—No, no es ninguna broma.
—¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
—Un accidente de coche.
—¿Dónde?
—En Morley.
—¿En Morley?
—La policía acaba de decir que en Morley.
—¿La policía?
—Llamaron hace un par de horas.
—¿Por qué han llamado aquí?
—Encontraron tu nombre y dirección en el coche.
—¿Mi nombre y dirección?
Mi madre estaba temblando.
—Estaba enferma de preocupación, Eddie. —Se arrebujó en el camisón y se frotó un codo una y otra vez.
—Lo siento.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —Estaba gritando. No recordaba la última vez que había levantado la voz.
—Lo siento. —Fui a abrazarla justo cuando sonó el hervidor de agua en la cocina.
Entré en la cocina y apagué la placa eléctrica.
Regresé con dos tanques de té.
—Esto te tranquilizará.
—Es el que vino esta mañana, ¿verdad?
—Sí.
—Parecía una persona encantadora.
—Sí.