9
—¿Qué coño es esto?
Un periódico que me dio de lleno en la cara me despertó.
Sábado, 21 de diciembre de 1974.
—Me dices que me quieres, que te importo y luego me follas por el culo y escribes esta mierda.
Me senté en la cama y me froté un lado de la cara con la mano vendada.
Sí, sábado 21 de diciembre de 1974.
La señora Paula Garland con vaqueros acampanados y un jersey de lana rojo plantada al lado de la cama.
El titular del Yorkshire Post me desafiaba desde el edredón:
11 DÍAS DE TREGUA NAVIDEÑA DEL IRA.
—¿Qué?
—No me vengas con ésas, mentiroso de mierda.
—No sé de qué me estás hablando.
Cogió el periódico, lo abrió y empezó a leer:
La súplica de una madre, por Edward Dunford.
La señora Paula Garland, hermana de la estrella de la liga de rugby Johnny Kelly, lloraba al hablar de lo que ha sido su vida desde la desaparición de su hija Jeanette, hace algo más de cinco años.
«Lo he perdido todo desde ese día», dijo la señora Garland refiriéndose al suicidio de su marido Geoff en 1971, tras una estéril investigación policial acerca del paradero de su hija desaparecida.
«Sólo quiero que todo esto acabe ya —gimió—. Y tal vez ahora sea posible».
Paula dejó de leer.
—¿Quieres que siga?
Me senté en el borde de la cama con la sábana encima de las pelotas y observé el parche de brillante luz que el sol proyectaba sobre la delgada alfombra de flores.
—Yo no he escrito eso.
—Por Edward Dunford.
—No lo he escrito.
La detención del hombre de Fitzwilliam en relación con la desaparición y asesinato de Clare Kemplay ha traído a la señora Garland una especie de trágica esperanza.
«Nunca creí que diría esto, pero, después de todo este tiempo, lo único que quiero es saber lo que pasó —explicó llorando la señora Garland—. Y, si eso significa conocer lo peor, tendré que intentar vivir con ello».
—Yo no he escrito eso.
—Firmado por Edward Dunford —repitió.
—Yo no lo he escrito.
—¡Mentiroso! —gritó Paula Garland y, tras agarrarme del pelo, me sacó de la cama a tirones.
Caí desnudo sobre la alfombra de flores y repetí:
—Yo no lo he escrito.
—¡Vete!
—Paula, por favor —rogué mientras buscaba los pantalones.
Al intentar levantarme, me empujó sin dejar de gritar:
—¡Vete! ¡Vete!
—No jodas, Paula, y escúchame.
—¡No! —gritó de nuevo mientras me arrancaba con las uñas un trozo de oreja.
—No me jodas —grité alejándola de un empujón y recogiendo mi ropa.
Ella se derrumbó en un rincón al lado del ropero, se hizo un ovillo y sollozó:
—Te odio, joder.
Con la sangre goteando de la oreja, me puse los pantalones y la camisa y recogí la chaqueta.
—No quiero volver a verte nunca —murmuró.
—No te preocupes, que no tienes por qué —respondí despectivo; bajé las escaleras y salí por la puerta.
Puta.
El reloj del coche marcaba casi las nueve y una deslumbrante luz blanca de invierno casi me cegaba para conducir.
Puta de mierda.
La A655 vacía a esas horas de la mañana; llanos campos marrones hasta donde alcanzaba la vista.
Asquerosa puta de mierda.
En la radio, El pequeño tamborilero de Lulu; el asiento de atrás lleno de bolsas de plástico de la compra.
Estúpida asquerosa puta de mierda.
Las señales horarias, la oreja todavía me escuece, empiezan las noticias.
«La policía de West Yorkshire ha iniciado una investigación criminal tras haberse descubierto ayer el cadáver de una mujer en un apartamento del barrio de St. John en el centro de la ciudad».
La sangre se me heló en los brazos.
«La víctima ha sido identificada como Mandy Denizili».
Conmocionado, salí de la carretera y aparqué en el arcén.
«La señora Denizili trabajaba como médium bajo su nombre de soltera Wymer y adquirió notoriedad nacional por su colaboración con la policía en una serie de investigaciones. Recientemente, la señora Denizili aseguraba haber conducido a la policía hasta el cadáver de la colegiala asesinada Clare Kemplay. Este particular ha sido insistentemente desmentido por el inspector jefe Peter Noble, la persona a cargo de dicha investigación».
Apoyé la frente en el volante y me cubrí la boca con las manos.
«Aunque la policía ha dado a conocer muy pocos detalles hasta el momento, se cree que ha sido especialmente brutal».
Me peleé con la puerta y el vendaje; la bilis caía por el reposabrazos y la hierba.
«La policía ruega a cualquier persona que conociera a la señora Denizili que se ponga en contacto con ella con la máxima urgencia».
Loca puta asquerosa de mierda.
Salí del coche y me puse de rodillas; la bilis me chorreaba por la barbilla y caía a la tierra.
Asquerosa puta de mierda.
Escupí bilis y flemas, sin dejar de escuchar el grito que soltaba mientras se arrastraba hacia atrás de culo por el pasillo con los brazos y las piernas estirados y la falda de vuelo remangada.
Puta de mierda.
Gravilla en las palmas de las manos, tierra en la frente, la mirada en la hierba que crecía en las grietas de la carretera.
Puta.
Extraído de las páginas de La vida en Yorkshire.
Treinta minutos después, con la cara negra de tierra y las manos manchadas de hierba, estaba en el vestíbulo del Redbeck, el vendaje alrededor del teléfono.
—¿El sargento Fraser, por favor?
Los amarillos, los marrones, la peste a humo; era como volver a casa o algo muy parecido.
—El sargento Fraser al aparato.
Pensé en cuervos posados en los cables del teléfono, tragué saliva y dije:
—Soy Edward Dunford.
Silencio; sólo el zumbido de la línea a la espera de palabras.
Los golpes de las bolas de billar desde el otro lado de las puertas de cristal; me pregunté qué día era, si era día de clase, pensé en los cuervos posados en los cables del teléfono y en qué estaría pensando Fraser.
—La ha cagado, Dunford —dijo Fraser.
—Necesito verle.
—No me joda. Tiene que entregarse.
—¿Qué?
—Ya lo ha oído. Le buscan para interrogarle.
—¿Con qué motivo?
—Por el asesinato de Mandy Wymer.
—No me joda.
—Escuche…
—No, escúcheme usted, joder. Llevo dos putos días intentando ponerme en contacto con usted…
—Escuche, por favor…
Silencio otra vez; sólo el zumbido de la línea a la espera de sus palabras o de las mías.
Los golpes de las bolas de billar al otro lado de las puertas de cristal; me pregunté si sería la misma partida todo el tiempo, si se molestarían en llevar la cuenta de los tantos, pensé en los cuervos posados en los cables del teléfono otra vez y si Fraser estaría localizando la llamada.
—Continúe —dijo Fraser.
—Le daré nombres y fechas, toda la información que tengo acerca de Barry Gannon y todas las cosas que descubrió.
—Continúe.
—Pero necesito saber todo lo que sepa de lo que está pasando con Michael Myshkin, lo que ha dicho de Jeanette Garland y de Susan Ridyard. Y quiero su confesión.
—Continúe.
—Si me detiene, le arrastraré conmigo.
—Continúe.
—Concédame hasta la medianoche y luego me entregaré.
Silencio; sólo el zumbido de la línea a la espera de las palabras.
Los golpes de las bolas de billar al otro lado de las puertas de cristal; me pregunté dónde estaría la anciana de los pedos, si habría muerto en su habitación y nadie se habría enterado, pensé en los cuervos posados en los cables de teléfono y me pregunté si Fraser me habría tendido una trampa en la residencia Hartley.
—¿Dónde? —susurró el sargento Fraser.
—Hay una estación de servicio abandonada en el cruce de la A655 con la B6134 a la salida de Featherstone.
—¿A las doce?
—Mediodía.
La línea quedó en silencio, el zumbido desaparece, muy parecidos el uno al otro.
Los golpes de las bolas de billar detrás de las puertas de cristal.
Vacié los bolsillos en el suelo de la habitación 27, busqué las pequeñas cassettes con el rótulo box y shaw y lo puse en marcha:
«Tampoco soy un ángel, pero soy un hombre de negocios».
Transcribí mis palabras y las suyas con la mano herida.
«Persuadir al concejal de que debería despojar su alma de todos sus desafueros públicos».
Puse una fotografía a un lado.
«Mañana, a la hora de la comida, en el piso superior del Strafford Arms».
Cambié la cassette y apreté el botón de play.
«Por el puto dinero».
Escribí en mayúsculas.
«Foster, Donald Richard Foster. ¿Es eso lo que quiere?»
Mentiras.
«No sabía que era periodista».
Di la vuelta a la cinta.
«Todas las que están debajo de esas alfombras nuevas tan bonitas».
Rebobiné.
«¡No me toque!»
Apreté el botón de grabación para borrar.
«Huele usted muy fuerte a malos recuerdos».
En el suelo de la habitación 27 llené un sobre de papel manila con las cosas de Barry y las cosas que había descubierto, lo lamí y cerré y garabateé el nombre de Fraser en la parte de delante.
«¿No lo vio venir?»
Ya en la puerta de mi habitación del Redbeck tragué una pastilla y encendí un cigarrillo, con el sobre de papel manila en la mano y una tarjeta de Navidad en el bolsillo.
«Soy médium, señor Dunford, no adivina».
Mediodía.
Sábado, 21 de diciembre de 1974.
Pasé por delante de la gasolinera abandonada del cruce de la A655 con la B6134 entre un camión y un autobús.
Había una Maxi de color amarillo mostaza aparcada en la explanada y el sargento Fraser se apoyaba en su capó.
Seguí unos cien metros más y paré en el arcén; bajé la ventanilla, me giré, apreté el botón de grabación de la Philips Pocket Memo y di marcha atrás.
Al llegar a la Maxi dije:
—Arriba.
El sargento Fraser, con una gabardina encima del uniforme, pasó por detrás del Viva y entró en él.
Me alejé de la gasolinera y torcí a la izquierda por la B6134 en dirección a Featherstone.
El sargento Fraser, con los brazos cruzados, miraba únicamente la carretera.
Durante un instante tuve la sensación de que había saltado a un mundo alternativo sacado del puto Doctor Who, en el que yo era poli y Fraser no lo era, donde yo era bueno y él no.
—¿Adónde vamos? —preguntó Fraser.
—Aquí mismo. —Entré en un área de descanso un poco más allá de una furgoneta roja que vendía té y empanadas.
Apagué el motor y dije:
—¿Quiere algo?
—No, no se moleste.
—¿Que no me moleste? ¿Conoce al sargento Craven y a su compañero?
—Sí. Todo el mundo les conoce.
—¿Les conoce bien?
—Por su reputación.
Miré por la ventana manchada de barro marrón a los achaparrados setos marrones que separaban los llanos campos marrones con sus solitarios árboles marrones.
—¿Por qué? —quiso saber Fraser.
Saqué del bolsillo una fotografía de Clare Kemplay en la que se la veía tumbada en la camilla del hospital, con el ala de un cisne cosida a la espalda.
Se la pasé a Fraser.
—Creo que o Craven o su socio me dieron esto.
—Joder. ¿Por qué?
—Me están tendiendo una trampa.
—¿Por qué?
Señalé a la bolsa de plástico que había dejado a los pies de Fraser.
—Ahí está todo.
—¿Sí?
—Sí. Transcripciones, documentos, fotografías. Todo lo que necesita.
—¿Transcripciones?
—Las cintas originales las tengo yo y se las daré cuando considere que le hacen falta. No se preocupe, está todo ahí.
—Más vale —dijo Fraser echando un vistazo a la bolsa.
Saqué dos hojas de papel de la chaqueta y le di una.
—Llame a esta puerta.
—Spencer Mount 3, piso 5, Chapeltown —leyó Fraser.
Volví a guardarme el otro trozo de papel en el bolsillo.
—Sí.
—¿Quién vive ahí?
—Barry James Anderson, un amigo de Barry Gannon y la estrella de algunas de las fotos y cintas que encontrará en la bolsa.
—¿Por qué me da su dirección?
La mirada perdida en el final de los interminables campos marrones, donde se juntaban con el cielo azul casi blanco.
—No tengo nada más para darle.
Fraser se metió el papel en el bolsillo y sacó un bloc de notas.
—¿Qué tiene usted para mí?
—No demasiado —dijo Fraser abriendo el cuaderno.
—¿Su confesión?
—No al pie de la letra.
—¿Detalles?
—No hay muchos.
—¿Qué dijo de Jeanette Garland?
—Se ha declarado culpable. Nada más.
—¿De Susan Ridyard?
—Lo mismo.
—Joder.
—Sí —asintió el sargento Fraser.
—¿Usted cree que ha sido él?
—Ha sido él el que ha confesado.
—¿Contó dónde hizo todo eso?
—En su Reino Subterráneo.
—Está un poco chalado.
—¿Y quién no? —suspiró Fraser.
En el coche verde, junto al campo marrón, bajo el cielo blanco, pregunté:
—¿Nada más?
El sargento Fraser miró el cuaderno que tenía en las manos y respondió:
—Mandy Wymer.
—Joder.
—Un vecino la encontró anoche a eso de las nueve. La habían violado, le han arrancado la cabellera y la han colgado con cable de una lámpara.
—¿Arrancado la cabellera?
—Como los indios.
Joder.
—Van a retener esa información a los periodistas —sonrió Fraser.
—La cabellera —susurré.
—Los gatos también hicieron lo suyo. Un espectáculo de película de terror pero de verdad.
—Joder.
—Su ex jefe le delató —comentó Fraser y cerró el cuaderno.
—Joder. ¿Creen que fui yo?
—No.
—¿Entonces?
—Es usted periodista.
—¿Y?
—Y piensan que tal vez sepa quién lo hizo.
—¿Por qué yo?
—Porque seguramente fue una de las últimas personas que la vieron con vida, por eso.
—Joder.
—¿Le habló de su marido?
—No dijo nada.
El sargento Fraser volvió a abrir el cuaderno.
—Los vecinos nos han contado que la señorita Wymer tuvo una especie de discusión el martes por la tarde. Según su antiguo jefe, poco antes o poco después de que estuviera con usted.
—No sé nada de eso.
El sargento Fraser me miró a los ojos y cerró otra vez el cuaderno.
—Creo que miente —dijo.
—¿Por qué tengo que mentir?
—No lo sé; ¿la fuerza de la costumbre?
Me volví y miré por encima del mustio seto marrón al árido campo marrón con su árbol marrón agostado.
—¿Qué contó de Clare Kemplay? —preguntó Fraser en voz baja.
—Poca cosa.
—¿Como qué?
—¿Cree que tienen alguna relación?
—Evidentemente.
—¿Cómo? —pregunté con la boca seca y el corazón al galope.
—Joder, ¿cómo cree que están relacionados? Ella trabajaba en los dos casos.
—Noble y los suyos lo niegan.
—¿Y qué? Todos lo sabemos.
—¿Y?
—Y luego está usted.
—¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo?
—El eslabón perdido.
—¿Y eso los relaciona de alguna manera?
—Dígamelo usted.
—Tendría usted que haber sido periodista, jodido.
—Usted también —siseó Fraser.
—Váyase a tomar por culo —dije poniendo el motor en marcha.
—Todo está relacionado —afirmó el sargento Fraser.
Miré por el retrovisor dos veces y arranqué.
En el cruce de la B6134 con la A655 Fraser preguntó:
—¿A medianoche?
Asentí y aparqué junto a la Maxi en la explanada de la gasolinera vacía.
—Que sea en Morley —dijo el sargento Fraser mientras recogía la bolsa de plástico y salía del coche.
—Vale. ¿Por qué no?
Me faltaba jugar una carta. Miré por el retrovisor y me fui de allí.
City Heights, Leeds.
Cerré el coche bajo el cielo blanco que se volvía gris, amenazando lluvia, pero nunca nieve, y pensé que aquello debía de estar muy bien en verano.
Un edificio alto y limpio de la década de 1960: pintado de amarillo y azul cielo, desconchado, las barandillas empezaban a oxidarse.
Subí las escaleras hasta el cuarto piso; golpes de un balón contra la pared, gritos de niños, pensé en los Beatles y las cubiertas de sus discos, en limpieza, en devoción y en niños.
En el cuarto recorrí la galería abierta delante de ventanas empañadas por el vapor de las cocinas y radios amortiguadas. Llegué a la puerta amarilla con el número 405.
Llamé a la puerta del apartamento 405 de City Heights, Leeds, y esperé.
Al cabo de un instante llamé al timbre.
Nada.
Me agaché y levanté la pestaña de metal que cubría la ranura del buzón de correo.
La humedad me empañó los ojos y oí las carreras de caballos en la televisión.
—¡Disculpe! —grité por la ranura del buzón.
Las carreras se apagaron.
—¡Disculpe!
Otra vez el ojo a la rendija; vi un par de calcetines afelpados que se acercaban.
—Sé que está usted ahí —dije mientras me enderezaba.
—¿Qué quiere? —preguntó una voz masculina.
—Sólo quiero hablar un momento.
—¿De qué?
Me jugué la última carta que tenía en la mano y dije:
—De su hermana.
Giró la llave y la puerta se abrió.
—¿Qué pasa con ella? —dijo Johnny Kelly.
—Qué casualidad —dije, levantando la mano derecha vendada.
Johnny Kelly, con vaqueros y jersey, una muñeca rota, el rostro irlandés machacado, repitió:
—¿Qué pasa con mi hermana?
—Estaría bien que se pusiera en contacto con ella. Está preocupada por usted.
—Y usted ¿quién coño es?
—Edward Dunford.
—¿Le conozco?
—No.
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
Saqué la tarjeta de Navidad del bolsillo y se la entregué.
—Feliz Navidad.
—Zorra estúpida —soltó Kelly al abrirla y ver las dos tiras de Dymo.
—¿Puedo pasar?
Johnny Kelly entró en la casa y yo le seguí por el pasillo estrecho, por delante de un cuarto de baño y un dormitorio, hasta la sala.
Kelly se sentó en un sillón de vinilo y se agarró la muñeca.
Yo me senté en el sofá a juego, enfrente de un televisor a color lleno de caballos que saltaban vallas en silencio, de espaldas a otra tarde de invierno en Leeds.
Una chica polinesia con una flor en el pelo en varios tonos de naranja y marrón sonreía encima de la chimenea de gas; pensé en chicas gitanas de pelo castaño y en rosas puestas en lugares donde no se deben poner las rosas.
Las puntuaciones del descanso aparecían debajo de los caballos. Leeds perdía ante Newcastle.
—Paula está bien, ¿verdad?
—¿Usted qué cree? —dije señalando con la cabeza al periódico abierto encima de la mesa de centro de formica.
Johnny Kelly se inclinó hacia delante y observó la foto.
—Usted es un puto periodista, ¿no?
—Conozco a Paul.
—Y ha sido usted el que ha escrito esa puta mierda, ¿verdad? —gruñó Kelly mientras se incorporaba.
—No lo he escrito yo.
—Pero trabaja en el Post de los cojones.
—No, ya no.
—Joder —dijo Kelly con un movimiento de cabeza.
—Oiga, no voy a decir nada.
—De acuerdo —sonrió Kelly.
—Cuénteme qué pasó y le prometo que no diré nada.
Johnny Kelly se puso de pie.
—Es usted un puto periodista.
—Ya no.
—No le creo una mierda —dijo Kelly.
—Vale, pues supongamos que lo soy. De todas formas podría escribir cualquier cosa que se me ocurriera.
—Eso es lo que suelen hacer ustedes.
—Exacto, así que hable conmigo.
Johnny Kelly estaba detrás de mí y miraba por la ventana grande y fría la ciudad grande y fría.
—Si ya no es periodista, ¿por qué está aquí?
—He venido para intentar ayudar a Paula.
Johnny Kelly volvió a sentarse en el sillón de vinilo, se frotó la muñeca y sonrió.
—Otro no.
La habitación se iba quedando a oscuras.
—¿Cómo fue? —pregunté.
—Un accidente de coche.
—¿Sí?
—Sí —dijo Kelly.
—¿Conducía usted?
—Conducía ella.
—¿Quién?
—¿Usted quién cree?
—¿Patricia Foster?
—Bingo.
—Habíamos salido por ahí y volvíamos ya…
—¿Cuándo fue?
—La noche del último viernes.
—Siga —dije, y pensé en papel y lápiz, cassettes y cintas.
—Nos habíamos parado a tomar unas copas a la vuelta y me dijo que era mejor que condujera ella porque yo había bebido más. Total, que íbamos bajando por Dewsbury Road y, no sé cómo, supongo que íbamos haciendo el tonto, y, de repente, un fulano se nos cruza por delante y, zas, le damos.
—¿Dónde?
—En las piernas, el pecho, no sé.
—No, no. ¿En qué parte de Dewsbury Road?
—A la entrada de Wakey, al lado de la prisión.
—¿Cerca de esas casas nuevas que está construyendo Foster?
—Sí. Supongo que sí —sonrió Johnny Kelly.
Todo está relacionado, pensé, no existe la casualidad, hay un plan, y, por consiguiente, hay un dios. Tragué saliva y pregunté:
—¿Sabe que a Clare Kemplay la encontraron por allí cerca?
—¿Sí?
—Sí.
Kelly tenía la mirada perdida.
—No lo sabía.
—Entonces, ¿qué pasó?
—Supongo que sólo le rozamos, pero hacía un frío de muerte y el coche se puso a dar trompos y ella perdió el control.
En el sofá de vinilo con mi traje de poliéster, la mirada fija en la mesa de formica, en un apartamento de hormigón, pensé en caucho y metal, en cuero y cristal.
En sangre.
—Creo que rozamos el bordillo y luego dimos contra una farola o algo así.
—¿Y el hombre que atropellaron?
—No lo sé. Ya digo que apenas le dimos un golpecito.
—¿Lo comprobasteis? —pregunté al tiempo que le ofrecía un cigarrillo.
—Una mierda —respondió Kelly encendiéndolo.
—¿Y entonces?
—La saqué del coche para ver si se encontraba bien. Algo le pasaba en el cuello, pero no tenía nada roto. Sólo el tirón del cuello. Volvimos a subirnos al coche y la llevé a casa.
—O sea, que el coche estaba bien.
—No, pero tiraba.
—¿Qué dijo Foster?
Kelly apagó su cigarrillo.
—Hostia, no me quedé para saberlo.
—¿Y vino usted aquí?
—Necesitaba quitarme de la circulación algún tiempo. No meterme en más líos.
—¿Él sabe que está aquí?
—Joder que sí —exclamó Kelly tocándose la cara. Cogió una tarjeta blanca de la mesa de formica y me la lanzó—. El hijoputa hasta me ha mandado una invitación para su puta fiesta de Navidad.
—¿Cómo dio con usted? —pregunté mientras miraba la tarjeta forzando los ojos.
—Es una de sus casas, ¿no?
—Y ¿por qué pierde el tiempo?
—Porque, al fin y al cabo, no puede hacer lo que le dé la gana.
Tuve la sensación de que acababa de olvidar algo muy, muy jodido.
—No le sigo.
—Bueno, lleva tirándose a mi hermana todos los sábados desde que yo tenía diecisiete años.
Pensé, eso no.
—No es que me queje.
Le miré.
Johnny Kelly dejó de mirarme.
Acababa de recordar eso tan, tan jodido.
La sala estaba a oscuras, el fuego de gas de la chimenea encendido.
—No ponga esa cara, amigo. No es usted el primero que ha intentado ayudarla ni será el último.
Me puse de pie; sentía la sangre de las piernas fría y húmeda.
—Va usted a la fiesta, ¿a que sí? —sonrió Kelly, y señaló con la cabeza la invitación que tenía en la mano.
Me di la vuelta y me alejé por el estrecho pasillo mientras pensaba que les den por culo a todos.
—No se olvide de desearles unas putas felices navidades de parte de Johnny Kelly, ¿vale?
Pensé que le den a ella también.
Hola, amor.
Paga y llévatelo.
Diez segundos después, aparcado en frente de la tienda de un paquistaní, mi último dinero en botellas y bolsas tiradas en el suelo del coche, la radio estremecida por la bomba de Harrod’s, un cigarrillo en el cenicero, otro en la mano; saqué las pastillas de la guantera.
Conducía borracho.
A ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora, le pegué al escocés, tragué estimulantes y tranquilizantes, dejé atrás chicas del sur y pisos con vistas al mar, me abrí paso entre las Kathryns y las Karens y todas las demás que habían pasado por mi vida, seguí luces de cola y niñas pequeñas, arrollé al amor con las ruedas de mi coche, lo revolqué entre las estrías de los neumáticos.
Führer de un búnker creado por mí mismo, grité, NUNCA HE HECHO NADA MALO.
En la autopista 1, pisé el acelerador a fondo, aspiré la noche y sus bombas y sus proyectiles a través de los orificios de ventilación del coche y de los dientes de mi boca, anhelante, lloroso, ávido de un beso más, de su forma de hablar y su forma de andar, ofrecí rezos sin condiciones, amor sin planes, supliqué que volviera a estar viva, viva de nuevo, AQUÍ Y AHORA POR MÍ.
Lágrimas blandas y polla dura, chirridos sobre los seis carriles de mierda. JAMÁS HE HECHO UNA SOLA COSA BUENA, JODER.
Radio 2 quedó repentinamente en silencio, las líneas blancas de la carretera se volvieron doradas, hombres vestidos con harapos, hombres con coronas, algunos con alas, otros sin ellas, un frenazo en seco para sortear un establo de madera y paja.
En el arcén con las luces de emergencia encendidas.
Adiós, amor.
El 11 de Brunt Street, completamente a oscuras.
Con un frenazo que despertaría a un muerto, salí del Viva verde y la emprendí a patadas con la puta puerta roja. El 11 de Brunt Strett, por detrás.
Rodeé las casas, salté el muro, lancé la tapa de un cubo de basura a una de las ventanas de la cocina y al entrar arrastré con la chaqueta fragmentos de cristal.
Cariño, ya estoy en casa.
El 11 de Brunt Street silencioso como una tumba.
Una vez dentro pensé cuando vuelva a tu lado te voy a enseñar lo que sé hacer, mientras sacaba un cuchillo del cajón de la cocina (donde sabía que estaría).
¿Era esto lo que querías?
Subí las escaleras empinadísimas hasta el cuarto de mamá y papá, arranqué el edredón, saqué de cuajo los cajones y tiré al suelo todo lo que había en ellos, maquillaje y bragas baratas, tampones y perlas falsas, imaginé a Geoff con la pistola en la boca y pensé NO ME EXTRAÑA, COÑO, tu hija muerta, tu mujer una puta que se folla al jefe de su hermano entre otros, lancé una silla contra el espejo, PORQUE ES IMPOSIBLE PEOR SUERTE QUE ÉSTA, JODER.
Después de darte todo lo que querías.
Atravesé el descansillo y abrí la puerta del cuarto de Jeanette.
Tan silencioso y frío que parecía una iglesia. Me senté en la pequeña colcha rosa ante una congregación de osos de peluche y muñecas; metí la cabeza entre las manos y tiré el cuchillo al suelo, la sangre de mis manos y las lágrimas se congelaron antes de mezclarse y caer sobre el cuchillo.
Por primera vez, no rezaba mis oraciones por mí, sino por los demás, para que todas aquellas cosas que se reflejaban en mis cuadernos de notas, en aquellas cintas, en aquellos sobres y bolsas que tenía en la habitación no fueran verdad, ninguna de ellas, para que los muertos estuvieran vivos y los desaparecidos aparecieran, y que todas esas vidas pudieran volverse a vivir. Y luego recé por mi madre y mi hermana, por mis tíos y tías, por los amigos que había tenido, tanto por los buenos como por los malos. Y, por último, por mi padre dondequiera que estuviese. Amén.
Estuve un rato sentado con la cabeza gacha y las manos entrelazadas; escuché los sonidos de la casa y de mi corazón, e intenté distinguir unos de otros.
Al cabo de un rato, me levanté de la cama de Jeanette y, tras cerrar la puerta de la habitación, volví a entrar en la de mamá y papá a ver el estropicio que había causado. Recogí el edredón y puse los cajones en su sitio, metí en ellos su maquillaje y su ropa interior, sus tampones y sus joyas mientras retiraba los fragmentos del espejo con el pie y ponía la silla en su sitio.
Volví a bajar las escaleras y entré en la cocina, donde recogí la tapa del cubo de basura y cerré todos los armarios y las puertas, y agradecí a Dios que nadie hubiera llamado a los polis de los cojones. Puse agua al fuego, esperé a que hirviera y me preparé un té con mucha leche y cinco cucharadas de azúcar. Me lo llevé a la sala de estar, encendí la tele y estuve viendo cómo las ambulancias desgarraban la negrura de la noche húmeda para trasladar a los heridos de la bomba a uno y otro lado, mientras un Papá Noel ensangrentado y un policía veterano se preguntaban qué clase de persona podía hacer algo así y con la Navidad tan cerca.
Encendí un cigarrillo mientras veía los resultados del fútbol y maldije al Leeds United; me pregunté qué partido pondrían en el Match of the Day y quién sería el invitado en Parkingson.
Se oyó un golpecito en la ventana de la sala, luego otro en la puerta y yo me quedé paralizado, repentinamente consciente de dónde estaba y de lo que había hecho.
—¿Quién es? —dije levantándome, en medio de la sala.
—Soy Clare. ¿Quién está ahí?
—¿Clare? —giré el cerrojo y abrí la puerta con el corazón a mil por hora.
—Ah, eres tú, Eddie.
El corazón se detuvo de golpe.
—Sí.
—¿Está Paula? —preguntó Clare la escocesa.
—No.
—Oh, vale. Vi la luz y pensé que ya habría vuelto. Perdona —sonrió Clare la escocesa con los ojos entornados para protegerse de la luz.
—No, lo siento, todavía no ha vuelto.
—No tiene importancia. La veré mañana.
—Sí. Ya se lo diré.
—¿Te encuentras bien, cariño?
—Muy bien.
—Bueno. Pues hasta luego.
—Buenas noches —dije, y cerré la puerta con la respiración acelerada y superficial.
Clare la escocesa dijo algo que no pillé y sus pasos se alejaron en la calle.
Volví a sentarme en el sofá y observé la foto escolar de Jeanette encima del televisor. A su lado había dos tarjetas, una de una cabaña hecha de troncos en medio de un bosque cubierto de nieve y otra totalmente blanca.
Saqué del bolsillo la invitación blanca que Johnny Kelly había recibido de Donald Foster y me acerqué al televisor.
Apagué las imágenes de Max Wall y Emerson Fittipaldi y me lancé a la noche silenciosa.
Ánimo.
Otra vez en las casas grandes.
Wood Lane, Sandal, Wakefield.
La calle estaba flanqueada de coches aparcados. Me abrí paso entre los Jaguar y los Rover, los Mercedes y los BMW.
Trinity View, como un ascua de luz y engalanada para una fiesta.
En el jardín delantero había un árbol de Navidad inmenso repleto de luces blancas y espumillón.
Salí andando por la entrada de coches y me dirigí a la fiesta acompañado de los gorgoritos contrapuestos de Johnny Mathis y Rod Stewart.
Esta vez la puerta de entrada estaba abierta y me detuve un instante en el umbral, desde donde contemplé a las mujeres con vestidos largos que llevaban sus platos de cartón llenos de comida de una estancia a otra y hacían cola en el baño del piso superior, mientras los hombres, en esmoquin de terciopelo, deambulaban con sus vasos de whisky escocés y gruesos cigarros puros.
Al otro lado de la puerta de la izquierda pude ver a la señora Patricia Foster, que, sin el collarín, llenaba las copas de un grupo de hombretones con la cara enrojecida.
Entré y dije:
—Busco a Paula.
Se hizo un silencio de muerte.
La señora Foster abrió la boca pero no dijo nada; sus ojos de águila recorrieron la sala.
—¿Te importaría salir fuera, hijo? —dijo una voz detrás de mí.
Me volví y vi el rostro sonriente de Don Foster.
—Busco a Paula.
—Ya lo he oído. Vamos fuera y lo hablamos.
Dos hombres grandes con bigote se colocaron detrás de Foster; los tres llevaban esmoquin y pajarita, y las pecheras de las camisas con volantes.
—He venido por Paula.
—No estás invitado. Vamos.
—Felices putas navidades de parte de Johnny Kelly —dije, y le puse a Foster la invitación de Kelly en las narices.
Foster le echó una mirada a su mujer, se giró ligeramente hacia uno de los hombres y dijo:
—Fuera.
Uno de los sujetos se acercó a mí. Levanté las manos en señal de rendición y me dirigí a la puerta.
Una vez allí me di la vuelta y exclamé:
—Gracias por la tarjeta de Navidad, Pat.
La mujer tragó saliva, bajando la mirada a la alfombra.
—¿Va todo bien, Don? —preguntó un hombre con el pelo canoso y rizado y una mano llena de whisky.
El hombre inclinó la cabeza para mirarme.
—¿Le conozco?
—Es probable. Antes trabajaba para aquel tío de la barba.
El jefe de policía Ronald Angus se volvió y miró a la sala contigua donde Bill Hadden charlaba de espaldas a la puerta.
—¿De verdad? Qué interesante —dijo el jefe Angus antes de dar otro trago a su whisky y reintegrarse en la fiesta.
Donald Foster me sujetaba la puerta abierta y recibí otro empujón disimulado por la espalda.
Desde una habitación de arriba llegaba una carcajada; la risa de una mujer.
Salí de la casa con uno de los hombres a cada lado y Foster detrás. Pensé en salir corriendo por el césped y salir pitando en busca del vellocino de oro y me pregunté si serían capaces de detenerme delante de todos los invitados, y me respondí que sí.
—¿Dónde vamos?
—Tú sigue andando —dijo uno de los hombres, el que llevaba la camisa de color burdeos.
Nos encontrábamos al final de la entrada de coches y vi que un hombre venía hacia nosotros desde la verja, medio corriendo y medio andando.
—Mierda —dijo Donald Foster.
Todos nos paramos.
Los dos hombres miraron a Foster esperando una orden.
—Joder, éramos pocos… —masculló Foster.
El concejal Shaw exclamó casi sin aliento:
—¡Don!
Foster se adelantó un poco para recibirle, con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba.
—Bill, me alegro de verte.
—¡Le pegaste un tiro a mi perro! Le pegaste un tiro a mi puñetero perro.
Shaw agitaba la cabeza, lloraba e intentaba zafarse de Foster.
Foster le envolvió en un fuerte abrazo de oso e intentó calmarle.
—¡Le has pegado un tiro a mi perro! —gritó Shaw separándose de él.
Foster volvió a cogerle entre sus brazos y le enterró la cabeza en su esmoquin de terciopelo.
Detrás de nosotros, en las escaleras de entrada a la casa, la señora Foster y algunos invitados tiritaban.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó; le castañeteaban los dientes y le temblaba la copa.
—Nada. Todo el mundo adentro y a pasarlo bien.
Todos se quedaron en los escalones, congelados.
—Venga. ¡Es Navidad, joder! —gritó Foster convertido en el mismísimo Papá Noel, el muy cabrón.
—¿Quién quiere bailar conmigo? —gorjeó Pat Foster mientras sacudía sus diminutos pechos y se llevaba a los invitados al interior.
Dancing Machine retumbó detrás de la puerta y la diversión y las risas se reanudaron.
Shaw seguía sin moverse y sin dejar de sollozar en la chaqueta de terciopelo negro de Foster.
—No es el momento, Bill —susurró Foster.
—¿Qué hacemos con éste? —preguntó el de la camisa burdeos.
—Lleváoslo de aquí inmediatamente.
El otro, el de la camisa roja, me agarró del codo y me condujo por el camino de entrada.
Foster, sin levantar la cabeza, murmuró al oído de Shaw:
—Es muy especial, muy especial para John.
Seguimos andando, los pasamos.
—Has venido en coche, ¿no?
—Sí.
—Danos las llaves.
Hice lo que me decían.
—¿Es el tuyo? —preguntó Rojo señalando el Viva, aparcado en la acera.
—Sí.
Los hombres se sonrieron.
Burdeos abrió la puerta del copiloto y levantó el asiento.
—Sube atrás.
Me subí atrás con Rojo.
Burdeos se sentó al volante y puso en marcha el motor.
—¿Adónde vamos?
—A las casas nuevas.
Sentado allí atrás me estaba preguntando por qué ni siquiera me había tomado la molestia de intentar huir, me decía que tal vez no fuera tan malo como parecía y que difícilmente podría ser peor que la paliza que me habían dado en la residencia, Rojo me golpeó tan fuerte que resquebrajé con la cabeza la ventanilla de plástico lateral.
—Cierra la puta boca —rió y me agarró del pelo para obligarme a colocar la cabeza entre las piernas.
—Si fuera otro, te obligaría a chuparle la polla —gritó Burdeos desde delante.
—Vamos a poner un poco de música —dijo Rojo impidiéndome levantar la cabeza.
Rebel Rebel en todo el coche.
—Levántalo —voceó mientras me enderezaba de un tirón de pelo y susurraba—: Marica de mierda.
—¿Está sangrando? —berreó Burdeos por encima de la música.
—No lo suficiente.
Me empujó contra la ventanilla, me agarró del cuello con la mano izquierda, se separó un poco hacia atrás y me propinó un puñetazo en el puente de la nariz que salpicó sangre caliente por todo el coche.
—Ahora está mejor —dijo, y apoyó delicadamente mi cabeza contra la ventanilla resquebrajada.
Veo pasar el centro de Wakefield un sábado antes del día de Navidad de 1974, la sangre cálida me cae goteando de la nariz a los labios y después a la barbilla, mientras pienso, está muy tranquilo para ser sábado por la noche.
—¿Está inconsciente? —preguntó Burdeos.
—Sí —contestó Rojo.
Bowie dio paso a Lulu o a Petula o a Sandy o a Cilla y El pequeño tamborilero me envolvió; las luces de Navidad se transformaron en luces de prisión y el coche empezó a dar botes en el suelo irregular de las obras de Foster.
—¿Aquí?
—¿Por qué no?
El coche se paró; El pequeño tamborilero dejó de sonar.
Burdeos se apeó y levantó el asiento del copiloto al tiempo que Rojo me sacaba de un empujón y me tiraba al suelo.
—Joder, Mick, está medio ido.
—Sí. Lo siento.
Me quedé tirado boca abajo entre los dos haciéndome el muerto.
—Y ahora ¿qué hacemos? ¿Dejarle sin más?
—No jodas.
—Divertirnos un poco.
—Esta noche no, Mick, no me sale de los huevos.
—Sólo un poco, ¿eh?
Me agarró cada uno de un brazo y me arrastraron por el suelo; los pantalones se me bajaron hasta las rodillas.
—¿Aquí?
—Sí.
Me hicieron pasar por una lona recauchutada y barrí el suelo de madera de una casa a medio construir; astillas y clavos me arañaron las rodillas.
Me sentaron en una silla, me ataron las manos a la espalda y me quitaron los pantalones con los zapatos puestos.
—Vete a por el coche y enciende las luces.
—Nos va a ver alguien.
—¿Como quién?
Oí cómo uno se iba y el otro se acercaba a mí. Me metió una mano en el calzoncillo.
—Tengo entendido que eres todo un follador —dijo Rojo, y me estrujó las pelotas.
Oí el motor del coche y la habitación se llenó de repente de luz blanca y Kung-Fu Fighting.
—Acabemos con esto de una vez —dijo Burdeos.
—¡Joe Bugner! —exclamó un puñetazo en la barriga.
—¡Coon Conteh! —dijo otro.
—¡El puto George Foreman! —gruñó un directo a la mandíbula.
—El meneo de Alí —una pausa, esperé, luego uno por la izquierda y otro por la derecha.
—¡Bruce Lee!
Salí disparado en la silla y caí al suelo con un dolor de la hostia en el pecho.
—Maricón de mierda —dijo Burdeos; se inclinó sobre mí y me escupió en la cara.
—Tendríamos que enterrar a este gilipollas.
—Será mejor que no juguemos con los cimientos de Foster —rió Burdeos.
—Odio a estos listillos hijos de puta.
—Déjale. Vámonos.
—¿Ya hemos terminado?
—Que le den. Volvamos ya.
—¿Nos llevamos su coche?
—Cogemos un taxi en Westgate.
—Hostia puta.
Una patada en la nuca.
Un pie encima de la mano derecha. Oscuro.
Me despertó el frío.
Todo lo veía negro con bordes morados.
Aparté la silla de una patada y deshice las ataduras de las manos.
Me senté en calzoncillos en el suelo de madera, con la cabeza ida y el cuerpo dolorido.
Alargué una mano y me acerqué los pantalones. Estaban mojados y apestaban a orina de otra persona.
Me los metí con los zapatos puestos.
Me levanté muy despacio.
Me caí una vez y, después, salí de la casa en construcción.
El coche estaba aparcado en la oscuridad con las puertas cerradas.
Probé las dos puertas.
Tenían el seguro puesto.
Cogí del suelo un ladrillo roto, me dirigí a la ventanilla del copiloto y le aticé con él.
Metí la mano y levanté el seguro.
Abrí la puerta, cogí el ladrillo y destrocé la cerradura de la guantera.
Saqué libros de mapas, trapos húmedos y una copia de la llave.
Volví al lado del conductor, abrí la puerta y entré.
Ya dentro del coche, con la mirada perdida en las casas vacías y oscuras, recordé el mejor partido al que había asistido con mi padre.
Huddersfield se enfrentaba a Everton. Town tenía un tiro libre desde el borde del área del Everton. Vic Metcalfe lo lanza con efecto, el balón sortea la barrera y Jimmy Glazzard lo mete de cabeza. Gol. El árbitro lo anula, no recuerdo por qué, y dice que se repita. Lo vuelve a lanzar Metcalfe, le da con efecto y sortea la barrera, Glazzard lo mete de cabeza. Gol y un puto clamor en todo el estadio.
8 a 2.
«La prensa lo va a pasar en grande. Los van a machacar», rió mi padre.
Puse el motor en marcha y volví a Ossett.
Al entrar en Wesley Street miré el reloj de mi padre.
Había desaparecido.
Tenían que ser más o menos las tres.
Joder, pensé mientras abría la puerta de la cocina. Había luz en el cuarto del fondo.
Joder, por lo menos tendría que decir hola. Terminar con aquello.
Estaba en la mecedora, vestida pero dormida.
Cerré la puerta y subí las escaleras, de una en una.
Me tumbé en la cama con la ropa que olía a pis puesta; miré en la oscuridad al póster de Peter Lorimer y pensé que le habría roto el corazón a mi padre.
Ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora.