Capítulo 23
R
esulta algo estremecedor que haya terminado de escribir esta historia hoy, 14 de julio de 1717, once años después del homicidio de tía Effie.
Terminé la última frase hace una hora y luego añadí una posdata para Jacobo. Sin embargo, todavía estoy aquí, sentado ante la mesa de mi estudio donde he pasado muchas horas escribiendo estos últimos doce meses.
En parte supongo que es porque me he acostumbrado a escribir. Ha sido una forma de olvidar el dolor en la pierna cuando no podía dormir. Y en parte, estoy ocupando el tiempo hasta la medianoche. Por si llegan a repetirse aquellos perturbadores acontecimientos de hace un año. Si tía Effie piensa repetir su actuación, quiero estar despierto para evitarlo.
Hasta ahora, gracias a Dios, el día resultó tan satisfactorio como todos los anteriores en mi nueva vida. Incluso más. Un día para sentirse orgulloso. El señor Narracott cabalgó hasta aquí, en principio, para interesarse por mi salud y beber mi vino de Madeira. Hacia el final de la visita, preguntó con interés disimulado si podía usar mi sembradora cuando llegara la temporada de la siembra invernal.
Una impertinencia descarada, ciertamente. La primavera pasada se dedicó a decir por la aldea que yo estaba loco. ¿Sembrando con una máquina? ¿Acaso no me bastaba con el método de siempre? ¿Qué sabía un simple (muy simple) soldado de agricultura? ¿Acaso no era un insulto a Dios mismo?
No obstante, he observado que suele cabalgar a lo largo de los terrenos que están junto al río, donde utilicé mi máquina. Él mismo pudo comprobar que cuando se siembra en hileras resulta más fácil controlar la maleza y airear la tierra que cuando el cereal nace en cualquier parte, como sucede con la siembra a voleo.
—¿Usa mucha semilla por fanega esa máquina? —preguntó.
Berreaba como un cerdo.
—Dos libras.
Quedó impresionado. Él emplea nueve o diez libras de semilla por fanega de tierra y aun así una gran parte del terreno le queda sin sembrar, mientras que el resto crece tan tupido que no prospera.
Para él tener que pedirme un favor era hiel y ajenjo. Sus objeciones a mi manera de educar a mi familia no se vieron favorecidas por la entrada de la señora Millet y el conde de Cullen corriendo por el salón, saludando a todos y tirando de un carro en miniatura que transportaba a mi hija menor, mientras Livia corría a un lado y los azuzaba con un látigo hecho con cintas de colores.
—Es el cumpleaños de mi hija pequeña —le dije. Bajé a Aimée del carro cuando estuvo a mi lado y la llevé hasta la puerta para despedir a Narracott y acumular cenizas sobre su cabeza—. Me alegrará mucho prestaros la sembradora Millet.
Permanecí en la escalinata, gozando del sol y besando las mejillas regordetas de Aimée hasta que se perdió de vista detrás del roble que quedó fulminado hace un año, plantamos madreselva alrededor del tocón.
Cuando regresaron los invitados, fuimos al jardín para unirnos a los hijos de Barty Bates y los Nutley, comer tarta y brindar por la buena salud de Aimée con un vaso de limonada. El menor de los Nutley, de seis años, dijo:
—Papá dice que Aimée es un nombre extraño. De los paganos franceses, dice papá.
Típico disidente anticuado, este William. Si yo hubiera puesto nombres a mis hijos como «Bendito el día» y «El Señor sea alabado» me guardaría de criticar la decisión de cualquiera. Pero tiene derecho a manifestar su opinión.
De hecho, al principio tuvimos algunos problemas para elegir el nombre de la niña. Yo sugerí Hada Morgana, pero Bratchet dijo que era el nombre de una muchacha que había sido una petulante desagradable y que ya no lo era. Sugirió Brilliana, pero ninguna hija mía recibirá el nombre de una cabra, por muy simpática que hubiera sido. Por fin, nos decidimos por Aimée porque es el nombre verdadero de Bratchet, aunque no quiere usarlo. Dice que le basta con «Bratchet» y que ofende a los Narracott.
Había hecho pasteles (los niños fueron lo suficientemente amables para probar una cada uno). A pesar de los meses pasados junto a Chupado en la cocina, Bratchet es una cocinera espantosa.
—¿Qué tienen de malo? —preguntó con un dejo de sospecha.
—Creo que te quedaron un poco duros —le dijo Jacobo.
Afortunadamente, la señora Nutley había hecho la tarta.
De modo que ha sido un día glorioso. No hay señales de Effie Sly, hasta ahora. La casa estaba tranquila, sus viejos huesos aún gozaban del calor del día cuando me retiré al estudio para terminar el manuscrito, después de que todos se fueran a la cama. Y aún está en paz.
Mientras estoy aquí sentado, esperando la medianoche, puedo oler la madreselva alrededor del pobre roble. Un búho se ha instalado sobre el tocón. En lo que a mí respecta, terminar el manuscrito para Jacobo ha logrado exorcizar la mayoría de los fantasmas. Quisiera que Bratchet lo leyera para que tuviera el mismo efecto sobre ella, pero se obstina en no recordar.
—Me quedaré en el aquí y ahora, donde soy feliz —dice— y ningún cretino me hará regresar. Ni siquiera tú.
Todavía hay una gran cantidad de Puddle Court en Bratchet.
Las cosas no son tan sencillas, claro. De vez en cuando tiene pesadillas, pero se niega a contar lo que sucede en ellas. Yo estaría dispuesto a hacer muchas cosas para terminar con ellas, pero el único remedio es el tiempo. Yo tengo una sola pesadilla, de día y de noche. Estoy de pie en la galería encima de la antecámara de la reina Ana viendo cómo Bratchet mira a Mary Read, con la espalda en el vacío. El tiempo no logra borrarla.
Fue un alivio cuando sacaron el cadáver de Mary de un estanque de Londres unos días más tarde. Sé que es una superstición, pero cuando terminé de copiar los extractos de su diario para Jacobo, lo quemé. Es cierto que la trataron mal, pero se convirtió en una mujer cruel. No incluí algunas partes terribles.
Tampoco incluí otro dato que sé. Que Livia es mi hija. Se parece a mí, la pobre, salvo el cabello que es igual al de su madre. La señora Defoe dice que es idéntica a mí. Bratchet jamás ha afirmado nada semejante. Después de todo, Livingstone murió por ella y por esa niña y ella paga sus deudas. Ya es demasiado tarde para pagarle la mía, pero si nuestro próximo hijo es un varón, lo llamaré Livingstone.
Bratchet entró hace una hora para preguntarme cuándo me iré a la cama.
«¿Sigues garabateando?», preguntó. «Si no terminas ese maldito libro pronto, Jacobo será demasiado viejo para leerlo.» Observó el montón de papeles del manuscrito. «Tampoco podrá levantarlo.»
La hice entrar y la obligué a leer por lo menos la posdata que había escrito para nuestro pupilo. Apoyó la barbilla en mi cabeza mientras leía, siguiendo los renglones con el dedo.
«Querido Jacobo, ahora comprendo que no escribí esta historia tanto para ti como para mí mismo. Los ancianos olvidan, dijo Shakespeare, y supongo que yo quise recordar. Escribirlo me ayudó a traerlo una vez más a la memoria; lo bueno, lo malo; olores, escenas, sonidos, cosas que en realidad tú no necesitas conocer pero que son preciosas para mí porque las compartí con Bratchet.»
Me besó la cabeza.
—Algo sentimental ¿no crees?
—Soy un hombre sentimental —le dije.
«Lo que en realidad necesitabas conocer de mi boca, se puede sintetizar en unas pocas frases. Puede que seas el hijo de un hombre negro llamado Joshua. Si no es así, tu padre fue un pirata, Jack Rackham. Tu madre fue o Anne Bonny, que llevaba sangre real en las venas y murió en una prisión en Spanish Town, Jamaica, o Mary Read, cuyo cadáver fue extraído de un estanque de Londres dos días después de la muerte de la reina Ana.
»Debes saber esto, Jacobo, porque existe la posibilidad de que tú o tus hijos tengáis un hijo negro.»
Bratchet chascó la lengua.
—Podrías adornar esto un poco.
—¿Cómo? Debe saberlo.
Siguió leyendo.
«Espero que ames a ese hijo. Si alguien te dice alguna vez que la sangre es más espesa que el agua, diles que están equivocados.
»Una vez te dije que te amamos más que si fueras nuestro propio hijo. Sigue siendo cierto, tal como amo a Livia como si fuera mi hija. Quién engendra a quién no importa. Cuando nos sentamos junto a tu cama durante tu ataque de escarlatina el año pasado, cuando Livia se cayó del manzano y se golpeó la cabeza y la llevé a casa en brazos, en esos momentos supe que no podría vivir sin vosotros dos. Lo que importa es el amor y la confianza que existe entre nosotros.
»De todos modos, no creo que la sangre negra le haga ningún daño a la nobleza. Joshua, que pudo ser tu padre o no, era el hermano del hombre que conocimos como Chupado, que es el hombre más noble que conozco y, por lo que sabemos, sigue reinando sobre un pueblo libre. Su sangre es tan buena como la de cualquier Estuardo.»
—Eso es verdad —dijo Bratchet, enjugándose las lágrimas—. Mejor que la de los Hanover y todo.
—No creo que Jorge lo esté haciendo tan mal —dije—, teniendo en cuenta las circunstancias.
Volvió a apoyar la barbilla en mi cabeza mientras terminaba de leer.
«Yo sé de quién me sentiría más orgulloso. Jacobo II era un hombre con limitaciones. También lo es su hijo, el Pretendiente. De hecho, todos los Estuardo, como dice Daniel Defoe, eran una tripulación sin posibilidades. Con la excepción de la reina Ana, Dios la bendiga. Ella era la mejor de todos. Y está muerta.»
Bratchet dejó de respirar sobre mi cabeza.
—Es bonito —dijo—. Algo pomposo, sir Martin, aquí y allí, pero bonito. —Se sentó junto a mí—. Pero no le resultará fácil, ¿verdad?
—No —dije.
—O a su esposa, cuando la encuentre.
—No.
—Pero está bien lo que dices de la sangre de Chupado. Era un hombre regio. —Se le iluminó la cara—. Si llega a tener un hijo negro y no puede tenerlo con él, quizás nos lo pueda dar a nosotros.
—Siempre habrá sitio para uno más.
Se puso de pie.
—Bien, termínalo y ven a la cama. ¿Cómo lo firmarás?
—¿Tu tutor que te ama?
—Tu tutor y padre que te ama —dijo—. No te quedes hasta muy tarde.
Ahora que se ha ido he abierto el pequeño cofre que trajera Anne Bonny Bard a Inglaterra para guardar el manuscrito en su interior. Ya había quemado los papeles que contenía.
En el pasillo qué conduce a la sala, el reloj empieza a chirriar, listo para marcar la medianoche. No parece que Effie Sly piense asolar la casa este año. Quizá jamás lo hizo.
Curiosamente, me cuesta cerrar el manuscrito bajo llave. Es una forma de despedirme de todas las personas que nombro en él. Me alegra encerrar a algunas, pero me gustaría volver a ver a otras. Al único que veré será a Daniel Defoe (viene a quedarse con nosotros la semana próxima. Algún problema de deudas, supongo).
Suena la duodécima campanada. Ha llegado el momento de terminar la posdata e irme a la cama.
Que Dios te proteja, Jacobo, hijo mío
Tu tutor y padre que te ama,
Martin Millet