Capítulo 16
R
esultaba más difícil dejar de ser pirata que serlo. El artículo tres del código del Brilliana decía que la Hermandad tenía que estar de acuerdo en que cualquier hombre o mujer lo abandonara.
La discusión empezó cuando el sol todavía estaba alto y estábamos sentados a la sombra de las palmeras. Continuaba cuando el sol se ponía y las sombras se alargaban sobre la arena, duplicando el tamaño de los árboles.
El Brilliana se encontraba en una cala, algo escorado, recibiendo las caricias de alguna que otra ola de color esmeralda. Más allá, en la pequeña bahía, donde el mar compartía el color turquesa del cielo, estaba anclado el Beginning, haciendo guardia por si venían barcos enemigos.
Durante la reunión de la playa, el francés Rosier no dejó de dar puñetazos en la arena para protestar.
—Repito que no hay que dejar que se vayan. Quizá vayan derechos a las autoridades y manden refuerzos contra nosotros.
Me preguntaba de dónde sacaba la energía para enfadarse; los demás estaban relajados al atardecer, extenuados después de un largo día carenando. Sam nos había tenido concentrados en el trabajo; le intranquilizaba que su barco estuviera fuera de servicio. Teníamos las manos llagadas y llenas de cortes producidos por las conchas de las lapas, que parecían pequeños volcanes extinguidos bajo las algas de la quilla.
Habíamos comido bien. Chupado había recogido almejas que la marea alta había arrastrado y que avanzaban entre briznas de algas. Nos preparó varias cazuelas de lo que él llamaba «sopa de mariscos».
Livingstone dijo con calma:
—Tienes nuestra palabra, amigo.
Se apoyaba en un codo, pero había empezado a silbar una canción titulada The Mucking of Goergie’s Byre, señal de que se estaba poniendo nervioso.
Rosy se volvió hacia él.
—¿Y cuando alguien os pregunte cómo habéis llegado, qué diréis? ¿Volamos como un maldito pájaro? No, diréis: vinimos en un barco. ¿Qué barco?, dirán ellos. Un barco que se hizo pirata, diréis vosotros. Eso diréis, si no queréis que os pongan en el cepo. Yo digo que os quedáis con nosotros.
Además de la sopa, comimos pollo. Los pollos habían llegado esa tarde. De un modo extraño. Hubo una señal desde el Beginning en la bahía: «Nave acercándose» y todo el mundo cargó las armas, mientras Nobby preparaba dos cañones que habíamos bajado del Brilliana.
La nave resultó ser un pequeño bote con un solo mástil, de no más de diez pies de largo. Sam mandó a uno de los hombres que trepase a una palmera y éste anunció que la mencionada nave llevaba una sola persona, una mujer. Guardaron las armas, se cepillaron las casacas y se peinaron para esperar a aquella Afrodita salida de la espuma.
El pequeño bote se deslizó por la cala hasta la arena, ella bajó la vela con un solo movimiento experto. Doce pares de manos lo arrastraron hacia la playa. Escuchábamos el cacareo de las gallinas dentro de una jaula situada en el fondo del bote.
Una mujer negra salió lentamente del bote. Las manos voluntariosas se alejaron tranquilas de la borda. Era grande, «muy» grande, la falda y la casaca (militar) se movían en distintas direcciones al compás de sus movimientos, como si cubriesen lava en ebullición. Un pañuelo atado para atrás le tapaba el cabello y encima llevaba un viejo sombrero, que había llevado una vida aventurera, también militar, en el pasado. Lo llevaba tan profundamente encajado en la frente que resultaba difícil vislumbrar algo en su rostro, aparte de su edad indeterminada y de que no toleraría ningún tipo de libertades. Una bandolera, como las del Ejército Modelo de Cromwell, le cruzaba el pecho pero, en lugar de cartuchos de pólvora, llevaba dos cuchillos y un amplio surtido de adornos, plumas y abalorios (uno era el cerebro de un mono, o eso esperábamos que fuera).
No dijo nada, ni siquiera miró a su alrededor, se limitó a empezar a descargar su bote, sacó la jaula con las gallinas, canastas con fruta y verduras, y tiras de pescado, ante un público pasmado, como si hubiera desembarcado en un mercado y no en una playa perdida en la parte más remota de las Bahamas, habitada exclusivamente por indígenas.
—¿Cómo habrá sabido que estábamos aquí? —pregunté a Chupado.
Se encogió de hombros.
—Es una vendedora. Huelen el negocio en el aire. —Gritó a la vendedora en su jerga y recibió un par de gruñidos como respuesta—. Vendedora. —Volvió a encogerse de hombros—. Inútil.
¿Inútil? La vendedora se instaló como si fuera parte del decorado en media hora; se sentó con las rodillas bien abiertas y separaba caracolas de las conchas. Nobby trató de pellizcarle el trasero y recibió, con una carcajada, un golpe que lo tiró para atrás.
El resto la dejamos en paz. Incluso los hombres negros se mantenían alejados, mientras que Chupado la trataba con una indiferencia que rayaba en el desprecio, algo poco propio de él. Todo era extraño. Se lo comenté a Sam.
—¿Una bruja negra, eso crees? —dijo, haciendo el gesto de los cuernos—. Ella tal vez nos olió.
Podría haber olido a Nobby. Fue el único que se negó a bañarse en el lago de aguas profundas que encontramos en el centro de la isla. Pero resultaba improbable.
De todos modos, la discusión desde el círculo de la playa se estaba caldeando así que puse allí mi atención y me olvidé de la vendedora, igual que todos los demás. Rosier decía:
—Se irán por encima de mi cadáver —y tuve que impedir que Livingstone desenvainara la espada para acabar con eso.
La tripulación no temía realmente que los traicionáramos, simplemente no querían que nos fuéramos. Livingstone era un héroe, su coraje los alentaba, su forma de hablar les hacía gracia. Mi atractivo era considerablemente menor, aunque me había convertido en una especie de teniente primero no oficial de Sam Rogers.
No podían tolerar perder a Bratchet: su mascota de la buena suerte, algo entre novia, hermana y mascarón de proa, el espíritu del barco. La echarían de menos; ella los echaría de menos. Pero había llegado el momento de partir.
Antes habían votado para decidir si seguían con la vida de piratas o no. Todos dieron su opinión; unos a favor, otros en contra. Sam me preguntó qué pensaba, de modo que hablé.
—Podéis hacer dos cosas. Abandonar o seguir. Yo os digo que abandonéis. Vended el Beginning y su carga en Nassau. No será una fortuna, pero no estará mal, más riquezas de las que la mayoría de nosotros hayamos visto antes. Después de todo ¿qué habéis hecho? Amotinaros contra un bastardo jacobita y abordar un barco enemigo. No os perseguirán por eso. Llevad al Brilliana hasta Jamaica, comprad el silencio del gobernador con algunas perlas y que cada cual siga su camino. Ése es mi consejo.
No lo aceptaron. El éxito conseguido con al barco español les había despertado el deseo de mayores aventuras; entre ellos se contaban las historias de Morgan, Sawkins y los doblones de oro que los esperaban en el Pacífico. Sam y otros hubieran querido retirarse pero tenían órdenes de arresto en sus respectivos países y no hallarían la felicidad en ninguna otra parte. Después hicieron otra votación para decidir si permitían que Livingstone, Bratchet, Chupado y yo abandonáramos la Hermandad.
No creo que la tripulación fuera consciente de que su negativa a nuestra marcha también se debía a que Chupado había anunciado su deseo de partir con nosotros.
—Es hora de que vuelva a casa —les dijo.
Jamaica era su casa. Nadie se daba cuenta de la importancia de su cocinero negro ni de su inteligencia.
Pero Bratchet lo sabía.
—Él organizó el motín —me dijo—. Y nos trajo hasta aquí, desde Le Havre. Es él quien capitaneó el barco, en realidad.
Y después lo había traído a esa isla, donde la vendedora apareció de repente. Muy extraño. Chupado era el único que sabía que iríamos allí. Nos había hecho navegar cerca de islas más grandes cuyas luces, decía, trataban de atraemos hacia sus arrecifes pues los habitantes se ganaban la vida hundiendo barcos de marineros honrados y no honrados por igual. Nos había hecho pasar por cientos de islas más pequeñas, con costas blancas, deshabitadas, hasta que llegamos a ésa. Dijo que allí el agua era fresca, «un agujero azul», había dicho.
Sin duda, el lago central era una maravilla; justificaba la lucha contra el mangle y la maleza espinosa para llegar a él. La luz del sol se filtraba a través de un tapiz de hojas hasta las partes menos profundas, donde bancos transparentes de pequeños peces brillaban como la plata y al instante se oscurecían. Pero supuse que habría agujeros azules en las islas que habíamos dejado atrás. ¿Por qué había elegido ésa?
La vendedora ponía cebos en los anzuelos del sedal, su silueta era la de un sombrero masculino sobre un cuerpo femenino bajo un cielo color nácar. Sus pies descalzos tenían el mismo color de polvo y arena que los cangrejos que formaban un círculo más amplio a nuestro alrededor, cientos de pares de ojos merodeando, como minúsculos botones de zapatos. Ellos, los únicos nativos de la isla, nos observaban y esperaban nuestra partida para seguir barrenando, cavando o lo que hicieran durante la noche.
Cerca de allí, Bratchet, encogida en la arena, se había tapado con la casaca de Livingstone. Dormía. La señalé con el pulgar.
—De modo que seguís. Es vuestra opción, conocéis los riesgos. Pero ¿queréis que «ella» los corra? ¿Queréis que vaya a la horca con vosotros? Pensadlo.
Las ranas llenaron el silencio (Chupado dijo que eran ranas) con su canto enloquecedor, como el sonido de las campanas, durante toda la noche. Sam pidió que se votara. También en este caso el resultado fue muy ajustado. Sam tuvo que contar dos veces.
—Ganan los síes —dijo, con voz grave—. Se van.
Oficialmente las Bahamas fueron cedidas por Carlos II a seis nobles ingleses conocidos como los Lores Propietarios. Sin embargo, ni él ni los lores se habían preocupado mucho por las islas, dejándolas a cargo de gobernadores que, sin soldados ni barcos, no podían hacer demasiado para imponer el dominio de Inglaterra y finalmente se dieron por vencidos.
De hecho, las islas carecían de ley. Los colonos que quisieron ganarse la vida honradamente fueron hostigados por franceses y españoles hasta el punto de que atraer a los barcos hacia sus arrecifes de coral se convirtió no solamente en su principal fuente de ingresos, sino también en una estrategia de defensa nacional.
Luego llegaron los piratas, encantados de encontrar calas y cayos ocultos desde los que salir a atacar a los barcos que navegaban por las rutas de Florida y a barlovento. Los sucesivos gobernadores colgaron a los más débiles y siguiendo el principio de «si no puedes vencerlos, únete a ellos», colaboraron con los más poderosos.
Cuando el Brilliana se acercó para vender su botín y su carga a Nassau, el puerto natural de New Providence, éste era uno de los más florecientes de las Antillas en el comercio de mercancía robada. Allí fue donde nos separamos. Fue duro decir adiós a Sam Rogers, Nobby y a otros (Nobby y Bratchet lloraban). Pero la mayoría de la tripulación ya había desembarcado y ocupaba los botes o se zambullía para nadar hasta la orilla, en dirección a los prostíbulos de la ciudad, como virutas de hierro atraídas por un imán.
Los cuatro calculamos que sería más inteligente si no se nos veía en Nassau (pensábamos contar que habíamos sido abandonados) de modo que nos despedimos del Brilliana, embarcamos en el bote de la vendedora y atravesamos el puerto hasta la nave que Chupado había elegido para que viajáramos a Jamaica.
La observé a medida que nos acercábamos.
—No suelo ser muy quisquilloso —dije—, pero ¿eso es lo mejor que has conseguido?
Chupado puso los ojos en blanco.
—Si te abandonan los piratas, ése es el tipo de bote donde lo hacen. ¿Qué quieres? ¿Llegar a Port Royal en un galeón con trompetas? Demasiado llamativo. Más alto vuela el mirlo, más enseña la cola.
—No se trata de volar alto, sino de llegar —dijo Livingstone—. ¿Qué diablos es?
Era una goleta destartalada de cincuenta pies. El mal olor provenía de la carga: esponjas arrancadas del fondo en aguas bajas, que ahora se secaban por todos los aparejos como si el barco sufriera un ataque de diente de león.
Sin embargo, hay superficies para dormir peores que los colchones de esponjas. No había mucho espacio y menos intimidad, pero Livingstone y yo, por lo menos, dedicamos buena parte de nuestro tiempo a recuperar el sueño perdido durante meses por el trabajo y las guardias. Dejamos la navegación en manos de los dos mulatos, Christopher y Samson, que eran la tripulación.
Durante el día holgazaneábamos bajo un toldo de lona en la popa, bebiendo ron, comiendo platos de sémola, langosta y algo llamado «pastel de viaje» que Chupado cocinaba con carbón en la popa, dentro de una caja de madera, alta hasta la cintura y revestida de barro. Veíamos peces voladores y, de vez en cuando, el chorro de ballenas juguetonas, mientras el barco, con sus velas desplegadas, cruzaba las aguas como si el mar se abriera para dejar paso a su proa.
Amarrado a nuestra popa, iba el bote de la vendedora que, con el sombrero cubriéndole los ojos, estaba pescando tortugas verdes.
A medida que pasábamos de una isla a otra, subían vendedoras con sus cestas, algunas se quedaban a bordo hasta el siguiente cayo. Eran nómadas del Caribe, siempre mujeres, siempre negras y siempre aceptadas por los mulatos como si no fuesen más que gaviotas que se posaban y volvían a remontar vuelo.
Bratchet estaba fascinada.
—¿Quiénes son? —preguntó a Chupado—. ¿De dónde vienen?
Él se encogió de hombros.
—Esa última era bantú; ésta de Guinea.
—¿Dónde está Bantú? ¿Y Guinea?
—En África.
Hasta ese momento no se nos había ocurrido pensar que África estaba formada por pueblos diferentes; siempre parecía habitada por un género conocido como «esclavos». Las vendedoras, aunque todas parecían llamarse Nanny, tenían historia, tradición, casa e idioma propio.
—¿Cómo llegaron hasta aquí?
—En barcos de esclavos. Quizá fue su madre, o su abuela.
—Pero ¿cómo hasta aquí? ¿Cómo consiguieron la libertad?
—No servirían al amo. O quizá murió. Quizá le dieron un hijo y él se lo ha agradecido.
La sonrisa indicaba que había hecho una broma.
Bratchet señaló el bote que llevábamos detrás.
—¿Y ella? ¿De dónde vino?
La cara de Chupado cambió.
—Ella era ashanti coromantin —dijo de mala gana.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿De dónde vienes?
—No preguntes dónde estuve, pregunta a dónde voy.
Como era de esperar, la vendedora se llamaba Nanny. Podía entender por qué Bratchet se sentía intrigada por esa mujer. Debería parecer solitaria, pero no era ése su aspecto; se veía que tenía algún objetivo. Decidí que era la versión negra de Kit Ross sin el atractivo de Madre Ross. Nos ignoraba. De vez en cuando, entonaba tres notas, algo más parecido a una oración que a un cántico. Chupado y los mulatos no le prestaban atención. Al cabo de un rato, Livingstone y yo tampoco.
Hasta que apareció la tromba de agua.
Era el último tramo del viaje y casi la primera vez que no teníamos tierra a la vista. Detrás estaban las islas Caimán, delante Jamaica y a nuestro alrededor solamente el mar, que se comportaba de un modo extraño. Ráfagas de viento se estremecían sobre la superficie e hinchaban las velas antes de hacerlas flamear. El sol cambió; aún brillaba pero se tiñó de color cobre. Christopher y Samson estaban nerviosos y parloteaban entre sí, después empezaron a bajar la vela mayor, e hicieron lo mismo con dos velas delanteras, dejaron solamente un trinquete.
Miré a mi alrededor en busca de la tormenta que parecían esperar y no vi nada. Y luego la vi.
—Dios nos ayude —dijo Livingstone a mi lado.
Resultaba imposible determinar a qué distancia se encontraba. Tras una capa delgada de tinieblas, mala, ondulante, una serpiente se elevaba desde el mar hasta el cielo, bailando a solas. Nos vio; podría jurar que nos vio. Se dirigió hacia nosotros.
Todo se oscureció, empujé la cabeza de Bratchet hada abajo pero yo no podía apartar la vista. De todos modos, daba igual. Si éramos su objetivo, estallaríamos como una rana aplastada, nos convertiríamos en astillas y cuerpos destrozados bajo su presión.
Avanzaba. Ya la podíamos oír, rugiendo, y veíamos los restos a su alrededor, un mástil, árboles, trapos. Los mulatos cayeron de rodillas en actitud de adoración. No los culpé. El miedo no era por lo que nos haría sino por la cosa misma; era demasiado inmensa, alta como varias catedrales, nunca había visto nada tan gigantesco. Era un poder desnudo, indómito, nos aniquilaría. Y no cesaba de girar.
Chupado pasó por mi lado rápidamente y gritó algo a la vendedora. Su bote saltaba como un caballo que trata de escapar. Siguió un poco más, y luego menos.
—Dios santo —dije—. Se va.
Y así fue. Bailoteaba como si hubiera encontrado un mal compañero de baile. El viento nos castigaba como si fuésemos briznas de paja, pero fue un alivio sentir que mi cuerpo era lo bastante sólido para recibir sus golpes; temía que se hubiera convertido en una masa líquida.
Bratchet me miró, manteniendo los ojos lejos del mar y de la cosa espantosa que seguía girando.
—¿Qué ha pasado?
—Ella la echó —dije.
Aún no daba crédito a mis ojos. Livingstone también lo había visto. Estaba pálido y miraba hacia atrás, a la vendedora.
—Se levantó —gritó—, se estiró y le apuntó con un cuchillo.
Chupado estaba exultante. Gritó a modo de respuesta:
—Era la cola del Diablo. Ella le dijo que se la cortaría si no se iba.
La vendedora estaba apoyada en el mástil oscilante. Aún apuntaba con el cuchillo en la dirección en la que se había alejado la tromba de agua. Le había arrancado el sombrero que ahora estaba en el fondo del bote.
Más tarde, al bajar el sol, cuando el viento se convirtió en una suave brisa, Bratchet nos hizo ayudarla para poder bajar al bote. Desde el barco de esponjas escuchábamos lo que decían. La vendedora continuó limpiando pescado, les hacía un tajo en la panza con el cuchillo con el que había amenazado cortarle la cola al Diablo y sacaba las entrañas (que arrojaba a las gaviotas que sobrevolaban el lugar chillando). Bratchet se sentó en la tabla para los remeros, y la miraba.
Livingstone observó a ambas mujeres y me llevó hasta la intimidad de la proa.
—Quisiera hablar contigo, amigo.
—Te escucho.
Livingstone carraspeó.
—Es por la señorita Bratchet. Te pido permiso para cortejarla, siendo tú in loco parentis.
—¿En loco qué?
El escocés volvió a carraspear.
—Veamos. Como ella ha sido tu criada y todo eso, eres lo más cercano a un tutor que tiene y yo sería apropiado. Deseo cortejarla. Con tu permiso.
—¿Quieres casarte con ella?
Livingstone meneó la cabeza, impasible.
—Eso no es posible. Mi jefe ha convenido que debo desposar a la hija de su prima cuando la muchacha alcance la edad necesaria.
Traté de analizar la situación.
—Permíteme entenderlo. Solicitas mi permiso para pedirle a Bratchet que sea tu amante. ¿Es así?
Livingstone parpadeó.
—Hablas directamente. —Dejó de dar rodeos—. Martin, amo a esa mujer. En estas últimas semanas he empezado a comprender que es la mujer más valiente, más hermosa que he conocido, seguro. Su pasado es desgraciado, quizá, pero...
—Eres tonto —le dije.
—Lo soy. Pero la quiero. —Volvió a ponerse serio—. Y tengo razones para pensar que a ella le gustará mi petición.
—Sí —dije—, es probable.
—Se lo propondré cuando lleguemos a Jamaica y la llevaré directamente a casa. No le faltará comodidad, ni afecto. La pobre niña ya ha tenido bastante poco de ambos. La instalaré de un modo que hará justicia a lo que merece. ¿Tengo tu permiso?
Dios mío, ese hombre era tonto. Le dije:
—No lo entiendes ¿verdad? ¿Con cuántas mujeres nos hemos cruzado desde que iniciamos el viaje? ¿No has aprendido nada? No pertenecen a nadie. Creemos que podemos poseerlas, pero no es así. No, por supuesto que no tienes mi maldito permiso. Si quieres follar con la chica, pregúntale a ella, no a mí. No es un maldito regalo. Yo no te la entrego; no es mía, no puedo dártela. Ahora fuera de aquí.
Livingstone se puso en pie. Permaneció así durante un rato, apoyado en una cuerda, observándome.
—No me había dado cuenta —dijo—. Lo siento.
—Y por cierto, ¿por dónde queda Kilsyth?
—Al norte de Glasgae. ¿Por qué?
—Glasgow. Eso está en el sur ¿no? Llanura. No eres un maldito highlander.
—Mi corazón está en las montañas, junto a mi jefe —dijo Livingstone, impasible—. ¿Quieres pelea?
—No.
—¿Nos damos la mano, entonces?
Nos estrechamos las manos.
Alguien gritó desde el bote. Bratchet exclamaba:
—Acercadnos. Tenéis que oír esto.
Tiramos de la cuerda y ayudamos a las mujeres a subir al barco con las esponjas.
Bratchet estaba pálida.
—Conoció a Anne y a Mary.
«Mierda» pensé. «¿No hay nadie a quien esas dos arpías no hayan conocido?» Lo último que queríamos era volver a embarcar en su búsqueda. Ya nos había costado demasiado.
Bratchet temblaba. Puso la casaca sobre una tabla para que la vendedora pudiera sentarse. Trataba a la mujer como si perteneciera a la realeza, pero, al mismo tiempo, sentía miedo (no de la vendedora misma sino del aura que se desprendía a su alrededor). La presentó con reverencia.
—Ella es Asantewa. Debéis llamarla Bisabuela.
Asantewa se sentó y mantuvo la mirada impasible hacia delante, donde Christopher había encendido un farol. El sol se ponía con el color del fuego, bañándonos a todos de rojo. Chupado se ocupaba de la cocina en la popa. Livingstone, Bratchet y yo nos sentamos frente a la vendedora. Tenía los ojos cerrados por el resplandor del crepúsculo.
—Díselo, Bisabuela —dijo Bratchet.
La vendedora dijo:
—Yo digo cosas, muchacha, porque mis fuerzas te traen por medio mundo para descubrirlas. Les diré a éstos lo que es bueno para ellos y nada más, ¿has oído? —Bratchet asintió. Asantewa empezó—. Una vez yo fui esclava de un blanco llamado Vinner. Tenía una plantación grande, grande al pie de las Blue Mountains en Jamaica. Ese Vinner era un blanco malvado. —Estiraba tanto la palabra «blanco» que te ponía nervioso—. No alimenta a sus negros. Tienen la enfermedad de la cuchara y el plato. Pero reciben látigo de toro si no trabajan duro. A las negras bonitas las separa para él, pero no me eligió a mí porque soy fea. —Una débil sonrisa le cruzó el rostro—. Las mujeres feas te traen la comida a tiempo. Me pasaron del trabajo en el campo a ama de llaves.
Hasta ese momento, la vendedora había hablado con los ojos cerrados. Luego los abrió. El efecto fue extraordinario. Con el último fulgor del sol, relucían como la sangre. Oí una exclamación de Livingstone.
La vendedora volvió a sonreír. Era fea, pero su fuerza interior anulaba la apariencia externa, de modo que lo que uno veía era poder, un poder inteligente. Estaba dispuesto a creer que la tromba de agua se había alejado y huido de ella. Y yo quería hacer lo mismo.
Continuó hablando en lo que después supe que era el idioma criollo de los esclavos. Sin embargo, a medida que la luz se desvanecía, los ojos pasaron del rojo a un marrón profundo con venas minúsculas en el blanco amarillento que los rodeaba y nos arrastraban a todos a su interior, lejos del barco, el mar y el cielo, a un espacio de oscuridad humana, cálida. Veíamos en ellos imágenes producidas por sus palabras como si estuviera creando pinturas en movimiento.
Un día, dijo, Vinner llevó a una muchacha blanca de las subastas del muelle. Era muy bonita. Inteligente y estaba furiosa porque la habían vendido como sirvienta. Su nombre, dijo a Asantewa, era Anne Bonny. Había sido secuestrada en Londres, llevada a Jamaica y vendida en la subasta al dueño de Asantewa.
—Vinner, él siempre metía la verga donde no la querían, pero no con Anne, ella no lo dejó. Peleó tan fuerte cuando él lo intentó que tuvo que guardársela otra vez en los pantalones. —Volvió los ojos para mirar a Bratchet—. Muy valiente, esa Anne —dijo Asantewa—. Ella era blanca, pero negra en su alma. Como tú. Tú eres negra debajo.
Anne y Asantewa en su odio se habían aliado contra Vinner. Anne intentó escapar, pero la atraparon y la obligaron a regresar y añadieron tres años a su cautiverio. El castigo físico por su huida fue impuesto no a Anne, sino a Asantewa, su amiga, por ayudarla.
—Me desnudó hasta la cintura, me ató a un poste y me dio veinticinco azotes. Hizo que todos los negros miraran para que vieran lo que pasaba si desobedecían a un blanco.
Bratchet estaba sentada en el barco, abrazando sus rodillas.
—Una casaca de encaje rojo —musitó.
La vendedora se encogió de hombros y siguió.
—Si no te mata, no estás muerta. —En lugar de desalentarlo, el azote público tuvo el efecto de aumentar el odio de Asantewa y Anne hacia Vinner y empezaron a preparar una rebelión—. Hicimos levantarse a los otros negros una noche, yo, Anne y mi Joshua. Él era mi hijo. Quemamos la casa de Vinner y llevamos a los negros a las montañas para unimos a los cimarrones.
—¿Qué son los cimarrones? —pregunté.
La vendedora me miró con desprecio.
—Eso es ignorancia, muchacho. Parece que estudiar no es aprender.
Sin embargo, procedió a explicarlo.
De todas las colonias inglesas de esclavos en las Antillas, dijo Asantewa, los negros de Jamaica eran los más proclives a la rebelión, En primer lugar, la isla tenía una proporción mayor de negros que de blancos que cualquier otra colonia.
Por otra parte, los amos blancos de Jamaica, «son tan estúpidos que no pueden mear derecho», preferían dejar morir a sus esclavos antes que crear las condiciones necesarias para alentar el nacimiento de más generaciones habituadas a la esclavitud. En consecuencia, debían traer otros directamente de África, que aún conservaban su espíritu rebelde.
Además, estaba la geografía de Jamaica, probablemente la más variada del Caribe, donde había montañas tan inaccesibles que permanecían salvajes y sin cultivar. Allí vivían los cimarrones, descendientes de los negros que habían llegado con los españoles a la isla y que se quedaron cuando Inglaterra echó a los españoles después. Habían establecido campamentos, e incluso aldeas, en las montañas, y cada expedición enviada para destruirlos había regresado derrotada.
Y todavía estaban en el mismo lugar. Espinas en la carne de los colonizadores. Ejemplos de libertad para cada esclavo de la isla. Y Anne Bonny, Asantewa y Joshua se habían unido a ellos.
—¿Qué fue de Vinner? —preguntó Livingstone.
Una sonrisa corrió por el rostro de la vendedora.
—Su verga ya no molesta a ninguna niña.
La alianza entre Asantewa y Anne se basaba en la mutua admiración de su valentía. Pero el siguiente ejemplo del coraje de una blanca, como dijo la vendedora: «Casi me voló el sombrero».
Un día entró un cimarrón en su campamento, con una pistola apuntándole a la espalda. La que sostenía la pistola era una mujer blanca, amenazaba con volarle la columna si no la llevaba con su amiga.
—Dijo que se llamaba Mary Read —dijo Asantewa.
«Dios todopoderoso.» Habíamos tardado más de dos años en seguir los pasos de Mary Read y eso estuvo a punto de terminar con nuestras vidas. No debió de ser fácil para ella seguir los pasos de Anne y, además, sola. Pero cuando Mary llegó a ese punto aún tenía que encontrar las huellas de su amiga y seguirlas hasta las montañas y hasta una banda de renegados hostiles, que sospechaban de todo el mundo. Yo no hubiera podido hacerlo, seguro.
Me preguntaba qué tipo de mujer era la que se había alistado en el ejército con el único propósito, a mi modo de ver, de acercarse lo suficiente a Francia para cruzar la frontera y llegar a Saint-Germain, para pedir ayuda a Francesca a fin de llegar a las Antillas, donde Anne había sido confinada. Luego fue allí y la encontró.
—Dios todopoderoso —dije en voz alta.
La vendedora asintió.
—Esa Mary era una mujer decidida. Si el Diablo llevara una luz, se la apagaría en la cara.
—Mary quería mucho a Anne —dijo Bratchet.
—Seguro.
Los cimarrones, según Asantewa, no formaban un grupo homogéneo; lo único que los mantenía unidos era la decisión de verse libres del blanco. Su sociedad incluía estados dentro de un estado; hubo desacuerdos por la presencia de dos mujeres blancas. En cualquier caso, Anne y Mary decidieron marcharse.
—Ellas eran mujeres con casa en cada puerto —dijo la vendedora, y añadió con tristeza—. Y mi Joshua, él era de la misma raza. —Las dos muchachas blancas y el hombre negro se habían abierto camino hasta Bahía Negril, en el extremo occidental de la isla, con la esperanza de encontrar un barco. La bahía estaba lo bastante lejos para proteger al pirata ocasional y permitir la descarga de mercancía de naves que no querían pagar impuestos—. Encontraron un barco, sí. Encontraron a Calico Jack. Él pirata más grande, grande. Él los recogió.
Al mismo tiempo, Asantewa seguía entre los cimarrones. Por lo que pudimos entender, se trataba de imponer su propia brujería frente a la variedad nativa; y ganó.
—Yo soy su ohemmaa —nos dijo—. Como una reina para vosotros, pero más grande, grande.
De vez en cuando recibía noticias de Anne, Mary y Joshua. Calico Jack estaba causando estragos en los mares. En una profesión famosa por sus capitanes excéntricos, se estaba ganando un lugar especial en la leyenda gracias a las dos mujeres salvajes que abordaban naves codo a codo con el capitán y peleaban con mayor ferocidad que los hombres.
Miré a Livingstone. Estaba dolido, pero no tanto como cuando oyó hablar por primera vez de la vida de ambas mujeres entre los piratas. En aquel momento había enterrado a Anne. Me volví hacia Asantewa.
—De todas formas, las atraparon.
Asintió.
—Atrapadas. Toda la tripulación. Calico Jack. Mi Joshua. Anne, Mary. Las llevaron a Santiago. El juez colgó a Calico Jack y al resto de los hombres. Mary y Anne rogaron por sus barrigas. La horca fue aplazada hasta que nacieran los niños.
—¿Y? —pregunté.
Los ojos oscuros se fijaron en los de Bratchet, no en los míos.
—No hay «y». Murieron en prisión, Mary, Anne, los niños. Todos murieron.
Esperé hasta que Bratchet repitiera su habitual: «No están muertas».
No lo dijo. Pero como si lo hubiera hecho, Asantewa enfatizó su afirmación, sin quitarle los ojos de encima.
—Las mujeres muertas no salen del cajón, niña. Ellas están muertas y eso es todo.
Se produjo un silencio. Hacía rato que se había puesto el sol y la luna todavía no había aparecido. El farol del barco podría haber sido la única luz del universo, una punta de alfiler insignificante en la oscuridad de la noche.
Asantewa bostezó y estiró los brazos, dejando un fuerte olor a sudor y hierbas.
—Ahora me voy.
La ayudamos a regresar a su bote, le ofrecimos una luz, que rechazó. Una vez que aflojamos la cuerda, quedaba fuera del haz de luz de nuestro farol, su bote saltaba detrás de nosotros en el mar oscuro.
Comimos en silencio. Incluso los mulatos, siempre charlatanes, estaban callados. Era como si la vendedora nos hubiera herido. Y supongo que, de alguna manera, eso había hecho. En el caso de Livingstone y Bratchet, por el dolor de saber que las mujeres a quienes quisieron habían tenido un final semejante. En cuanto a mí, hubiera deseado sentir mayor sosiego. Había seguido los pasos de Mary y de Anne durante tanto tiempo que empezaba a experimentar el lazo que une al cazador con su presa. Yo les había seguido la pista, sólo para descubrir que otro las había cazado. Y lo sentía. Dos criaturas tan valientes merecían mejor suerte. No pretendían ser presas de caza.
No, tampoco era eso lo que me producía desasosiego. La historia de la vendedora era decepcionante. No tenía razones para dudar de ella; en esencia, era lo que nos habían contado los viejos piratas a bordo del Brilliana. Las mujeres habían muerto en la cárcel. Sólo quería asegurarme de que Bratchet se había convencido. Antes de irnos a dormir, le dije que lamentaba que sus amigas hubieran tenido semejante final.
—Ellas están muertas —dijo, citando a la vendedora—. Ellas están muertas y eso es todo. Es curioso ¿no? Eso es lo que solía decir Effie.
Más tarde recordé que la vendedora no había dicho qué había sucedido con su hijo, Joshua, que se había hecho pirata con las mujeres y Calico Jack. Supuestamente lo habían colgado con los demás hombres. Me pareció extraño, sin embargo, que no lo hubiera mencionado.
Pero, la verdad, ella era una mujer muy extraña.
En 1692, un fuerte terremoto destruyó la mitad de Port Royal, en Jamaica, y su población desapareció en el fondo del mar. Recuerdo que mi padre se alegró cuando llegó la noticia a Inglaterra. «Otra Sodoma ha recibido el castigo del Señor por su perversión», dijo.
En su opinión, la ciudad de los bucaneros, corsarios, prostitutas y jugadores había recibido su merecido.
Supongo que habría muchos pecadores entre los habitantes de las calles y casas repentinamente arrastradas al mar. También había pasteleros, marineros y soldados, carpinteros, orfebres, edificios, tiendas, una cámara de comercio envidia incluso de Londres, donde los ricos paseaban con sirvientes negros luciendo libreas y que les servían vasos de vino de Madeira, de Canarias y ron.
Sam Rogers había conocido la ciudad en sus mejores tiempos. Me contó que era una ciudad libertina, abarrotada, turbulenta, hermosa; católicos, anglicanos, presbiterianos, judíos y ateos habían logrado convivir sin problemas y la administración colonial inglesa había alcanzado una nada fácil adaptación.
Pero llegó el 7 de junio de 1692. El Día del Juicio. Dos de los cuatro fuertes de Port Royal, la mayoría de las tiendas y las casas más importantes, las iglesias y la cámara de comercio quedaron sumergidos bajo treinta pies de agua. La mitad de la población pereció con ellos. La otra mitad contrajo la fiebre provocada por tantos cadáveres flotantes y, por último, diez años después, un incendio borró lo que quedaba de la ciudad. El viejo Port Royal había desaparecido para siempre. Y también los bucaneros. Instalaron sus bases en otros sitios y Jamaica quedó en manos de un único dios. El azúcar.
Cuando llegamos con nuestro barco de esponjas entramos en uno de los mayores puertos del mundo, más grande que cualquiera de los existentes en Inglaterra. Los supervivientes del terremoto habían construido una ciudad nueva al otro lado del puerto sobre las antiguas ruinas y en lo que ahora era un montículo de arena, y la llamaron Kingston.
Era tan hermosa como debió de ser Port Royal: calles amplias, simétricas, dispuestas como si fuesen un tablero de ajedrez, casas bajas con balcones, soportales con arcos para proteger a los peatones del sol y, sin duda, era mucho más respetable que su predecesora. Los regimientos reclutados en Inglaterra mantenían el orden, a pesar de que la mitad de los soldados morían casi de inmediato atacados por la fiebre amarilla. En tiempos de paz la población colonial solía quejarse de las normas y los impuestos establecidos por la administración central, pero en épocas de guerra, como la actual, dependían de ella para que los protegiera de los franceses. Detrás de la ciudad, elevándose unos siete mil pies sobre el horizonte, se alzaba una inmensa cadena de montañas.
—Mi casa —dijo Chupado a quienes nos apoyábamos en la borda—. Mis Blue Mountains.
Se veían de un color púrpura, como consecuencia de la distancia y la luz del atardecer, y daban un toque salvaje en el escenario ordenado y atareado que se extendía a sus pies.
En el puerto había todo tipo de navíos: enormes cargueros que contenían inmensos toneles de mil libras de azúcar en sus bodegas, otros tenían barriles de ron rodando por las pasarelas. Algunos estaban descargando mercancía procedente de Inglaterra: vimos bajar un clavicordio dentro de una red y luego una mesa de billar.
Entonces Chupado, Bratchet y yo percibimos un hedor que nos resultó familiar. Nos llegaba desde el muelle situado en la franja de tierra que conducía al puerto principal. Un barco ya estaba descargando y otros dos estaban abriendo sus escotillas. A diferencia de cualquier otro navío, tenían las cubiertas protegidas con redes (para evitar que su cargamento saltara por la borda). Estaban alineando a los esclavos en el muelle y la larga cadena que pasaba de un tobillo a otro golpeaba el suelo al compás de sus movimientos. Una carretilla iba y venía desde otra pasarela, bajando a aquellos que no habían sobrevivido y los dejaba en un montón.
Bratchet cerró los ojos.
—Parecía un lugar hermoso cuando navegábamos hacia aquí —dijo.
Comprendí cómo se sentía.
Un sacerdote blanco saludaba a los esclavos. Su voz monótona y clara nos llegó por encima del agua.
—Dad gracias, hijos míos. Habéis sido liberados del continente oscuro para llegar a una tierra donde podéis ser bautizados con el agua pura del cristianismo.
—Aleluya —musitó Chupado—. Son negros con suerte. —Su atención, sin embargo, no se centraba en los esclavos sino en el puerto—. Se han civilizado —dijo, indignado—. Barcos de vigilancia. Aduana. Será mejor que baje a escondidas. —Se volvió hacia Bratchet—. Cuando te pregunten les dices que te atraparon y no podías hacer nada. Di la verdad y pon al Diablo en evidencia. Y después coge un barco para volver. No te quedes. —Se volvió hacia mí—. No dejes que se quede, Marty. La matará. Os matará a todos.
—¿Quién?
—Jamaica. Tiene una enfermedad que vosotros no conocéis. Os matará.
—Yo iré primero a ese Santiago —dijo Bratchet.
—No irás.
—Sí iré.
Chupado negó con la cabeza.
—Tendría que haberte dejado saltar —dijo.
—Pero no me dejaste. —Añadió—: Majestad.
La miró con atención.
—¿Qué más te ha contado?
—Que te invocó para que regresaras. —Bratchet frunció el entrecejo—. ¿Cómo te invocó?
—Los negros sabemos cómo —dijo.
Se despidió con prisa y bajó al bote de la vendedora, corrió una canasta de indefensas tortugas verdes y le hizo señas para que empezara a remar. Se mezclaron de inmediato con el tráfico ruidoso y ajetreado del puerto, donde otras vendedoras iban de un lado para otro entre los barcos. Botes cargados con toneles de agua fresca iban y venían y funcionarios de aduanas, blancos con elegantes uniformes, eran transportados de una nave a otra por negros harapientos.
—¿Qué ocurre? —pregunté a Bratchet.
—La vendedora es su madre —fue todo lo que dijo entonces. Estaba llorando.
No nos atrevimos a saludarlo por miedo a llamar la atención, pero miramos hacia el bote hasta que lo perdimos de vista entre la multitud flotante. Livingstone se impacientaba.
—Dice que no podremos pasar a otro barco sin preguntas, por lo tanto, éste es mi plan. El gobernador es un Hamilton, según me ha dicho Chupado, y si es el Hamilton que yo conozco, es cuñado de mi primo. Bajaré a tierra, preguntaré por él, responderé a sus preguntas y reservaré pasajes en un santiamén.
—Yo iré a Santiago antes —dijo Bratchet.
Livingstone se volvió hacia ella.
—Eso está tierra adentro, mujer. No irás.
—Allí fue donde sentenciaron a Anne y a Mary —le dijo—. Averiguaré qué fue lo que sucedió.
—Sabemos lo que sucedió.
—Quiero averiguarlo yo misma.
—Oh, lo discutiremos después —dijo—. Voy a conseguir los pasajes.
Se inclinó por la borda y gritó, y cinco o más esquifes se acercaron, cada cual ofrecía llevarlo hasta la orilla a un precio mínimo.
—¿Por qué llamaste a Chupado «Majestad»? —pregunté a Bratchet cuando Livingstone hubo partido.
—Asantewa es su madre, es la reina de los cimarrones. Ella nombra a su rey. Lo llamó para que se convierta en rey, en su ohene.
—Y yo soy la reina de mayo —le dije—. Bratchie, esa vendedora, es una vieja gorda y astuta. Eso es todo. Deja de hablar de ella como si hiciera milagros.
Bratchet sacudió la cabeza.
—Desprende magia. Nos salvó de la tromba de agua. Llamó a Chupado para que se reuniera con ella desde miles de millas de distancia.
Detestaba verla fascinada por la superstición. Ofendía al puritano que llevo dentro. Todas las cosas tenían una explicación. La cuestión de la tromba de agua me mantuvo inquieto un tiempo, pero son fenómenos casuales que se mueven según el clima.
En cuanto a invocar a Chupado... como él mismo había dicho: «Los negros sabemos cómo».
Y ahora que me ponía a pensarlo, era cierto. Transitan por las calles de Londres, amables rostros negros con turbantes, libreas relucientes, manos negras que sostienen una sombrilla sobre una elegante cabeza femenina, cruzados de brazos en la parte trasera de los coches. Extraordinarios, pero pasan inadvertidos.
Estaban en Marly, niños, tratados como monos falderos; ancianos de cabello blanco lustrando botines. Había dos en Saint-Germain-en-Laye.
Quizá los eslabones de las cadenas que mueven los esclavos en el muelle, estén conectados con los sirvientes negros encadenados de maneras menos obvias en todo el mundo, pensé. Quizá formaban un circuito internacional de información: un negro le dice a otro negro lo que necesita saber. Un servicio secreto negro a través del cual una mujer emplaza a su hijo desde tres mil millas de distancia.
Sin embargo, cuando se lo expliqué a Bratchet, no quiso saber nada.
—Me llamó.
—Pamplinas de brujos —le dije—. Chupado le contó que estabas tras la pista de Anne y Mary. Las conocía, de modo que aderezó su información para que pareciera mágica. No hay duda de que fue una coincidencia que os encontrarais, pero a veces hay coincidencias. Los piratas forman una comunidad pequeña; si estás relacionada con ella, basta con que llegues a las Antillas para encontrar a alguien que conoce a otra persona que tú conoces.
A nuestro alrededor, la actividad del puerto decrecía a medida que se ponía el sol. Los mulatos habían ido a una taberna y nos sentamos a contemplar el muelle vacío, con la excepción de las esponjas. Perdí la paciencia con Bratchet.
—Si crees todo lo que dice esa vieja color ébano, ¿por qué no admites que Anne y Mary están muertas? Ir a Santiago es una locura.
Persistió en su obstinación. Para Bratchet, la vendedora era la reencarnación de Effie Sly, la misma inmensidad física, la misma certidumbre y agresividad. Y tan intimidante como ella. Pero Bratchet no había creído a Effie cuando le dijo que Anne y Mary estaban muertas, y tampoco estaba dispuesta a creer a la vendedora.
—Me pregunto dónde estará Livingstone —dijo, apoyó la cabeza y se quedó dormida.
Mucho después de la puesta del sol, Livingstone regresó con un viejo conocido.
—Quiero que conozcáis a Johnny Faa. Ha sido una suerte encontrarlo en una zona portuaria de Jamaica, pues la última vez que lo vi estaba robando gallinas en las montañas. —Le dio una palmada en el hombro—. Qué bien que nos hayamos encontrado a la luz de la luna, Johnny.
—Así es, maese Livingstone —dijo Johnny Faa—. El mundo es pequeño. Pero ahora soy «maese» Faa. —Sonrió para indicar que ni se ofendía ni pretendía ofender—. Al cabo de un tiempo la fortuna me sonrió y ahora soy alguien respetable, con una bonita casa en Laws Street y una propiedad allá por St. Andrew. —Se quitó el sombrero con elegancia—. Y ambas a vuestra disposición, cuando queráis ir.
Era un hombre delgado, bien vestido, y sonreía mucho. Era evidente que había escalado posiciones. Algo en su mirada y en los dientes me dieron la impresión de que se había comido al dueño anterior de sus ropas. No obstante, Livingstone parecía satisfecho por haber encontrado un compatriota escocés y hubiera sido necio ir a cualquier otro lugar después de su invitación, incluso si hubiéramos tenido otro lugar adonde ir.
Había encargado a un muchacho negro que nos iluminara el camino y lo seguimos por las calles. Livingstone se encontraba con ciertas dificultades para adaptarse a la nueva posición del ex ladronzuelo y no cesaba de llamarlo Johnny, mientras él le recordaba que era maese Faa.
Cuando llegamos a su casa, insistió en enseñarnos cada habitación, pero estábamos demasiado cansados para apreciar algo, aparte de que tenía un exceso de muebles y que hacía calor. Una negra nos condujo hasta las habitaciones y nos señaló las camas, cubiertas por una tela de muselina. Para espantar a los «mosquitos», dijo. No me interesaba si se proponía espantar a la caballería francesa; me encontraba ante la primera cama de verdad desde que nos capturaron en Le Havre.
Me sorprendió recordar que ya habían pasado más de doce meses desde entonces. Johnny Faa se había quedado hasta tarde en Kingston porque estaba celebrando la noche de fin de año con otros compatriotas escoceses. Entrábamos en 1710. Bratchet, Livingstone y yo habíamos salido de Inglaterra en el otoño de 1707.
Cuando nos reunimos en el comedor a la mañana siguiente, nuestro anfitrión se había ido al puerto para averiguar qué barcos nos podrían llevar a Inglaterra. Nos sentamos a disfrutar de un desayuno con beicon y riñones y recordamos la historia que Livingstone había resumido la noche anterior ante Johnny Faa.
Era una versión medio verdadera. El barco que nos conducía a Jamaica había sido atacado por amotinados que se habían hecho piratas y, una vez en las Bahamas, nos habían dejado en tierra. Un barco amigo, cargado con esponjas nos había traído a Kingston.
Esperábamos estar de camino a casa antes de que tuviéramos que decir los nombres de los piratas o qué hacíamos a bordo del Holy Innocent, un barco que pertenecía a Luis XIV. Livingstone y yo conservábamos los certificados de exoneración de Sam y los podríamos enseñar si fuera necesario. Pero yo esperaba que no lo fuera.
Tampoco quería dar explicaciones del porqué de nuestra estancia en Francia; eso podía esperar hasta que regresara a casa y me encontrara con Defoe o Harley. Ellos sabían que no me había pasado al enemigo, que había enviado toda la información posible, pero la situación de Livingstone era más irregular.
Fue Livingstone quien señaló que, al igual que nosotros, Bratchet estaba allí. Dijo que Johnny Faa lo había mirado con cara sospechosa cuando le contó que una mujer joven había sido capturada y, ante todo, que viajaba con dos hombres, ninguno de los cuales era su marido.
—Así que, Martin, le dije que era tu hermana.
—¿Mi qué?
—¿Quieres hacer el favor de calmarte? Le dije que la muchacha era tu hermana. Si no, hubiera pensado que era la amante de los dos. Ahora estamos en una sociedad respetable.
Bratchet hizo una mueca.
—Señorita Millet —dijo—, bonito nombre. Muy respetable.
—Oh, gracias —dije—, muchas gracias.
A su regreso, Johnny Faa anunció que los únicos barcos que se encontraban en ese momento en el puerto con destino a Inglaterra eran cargueros de azúcar y embarcaciones militares. Los cargueros de azúcar eran muy lentos e incómodos, dijo.
—En cuanto a la armada... —guiñó el ojo y se golpeó la nariz con un dedo lleno de anillos, en dirección a Livingstone, una señal entre dos jacobitas— sospecho que preferís un viaje sin preguntas. —Aseguró que en un par de semanas el Laird o’Kirkaldy llegaría al puerto para recoger un cargamento de azúcar—. Y os llevará a vuestra propia tierra, rápido como el gallo silvestre al brezal.
Hasta entonces, sugirió, iríamos con él a su propiedad en las colinas.
—Lejos de lo peor del calor. Debo ir allí, porque el negro es capaz de ser negligente si yo no estoy para azuzarle. Y no me separaré de vosotros todavía. No, no. No encuentro amigos así en Jamaica todas las noches.
Bratchet dijo:
—¿Tu propiedad está cerca de Santiago nosequé, maese Faa?
—Santiago de la Vega —completó—. A un paso, señorita Millet, si uno está fresco y sobrio, pero ahora lo llamamos Spanish Town.
—Entonces, sin duda, el maese Livingstone, mi hermano y yo nos sentiremos complacidos.
Nuestra felicidad era mínima comparada con la suya, que resultó efusiva.
—Mientras tanto, señorita, quizá quieras comprar vestidos nuevos e imagino que los caballeros querrán cuellos limpios.
Comprendimos cómo estábamos. Hasta los remiendos estaban manchados con sal. Livingstone se había quitado su kilt y llevaba pantalones mientras estuvo a bordo (lo cual decepcionó a Nobby, que hubiera querido verlo subir por los mástiles con falda). Y cuando se lo volvió a poner, le sentaba muy mal.
Resultaba irónico que, a pesar de que nuestra participación en el botín había fortalecido nuestras finanzas, era imposible venderlas.
—Discutiremos el asunto —dijo Livingstone en tono grandilocuente y, después de una breve espera, añadió—: Con tu permiso, maese Faa.
—Oh. Bien, entonces —dijo Johnny Faa de mala gana—. Os dejaré solos mientras tanto.
Una vez que hubo partido, dije:
—No sueñes con que dé perlas y plata a un tendero. Nos darán cuellos nuevos, seguro: una maldita cuerda.
—Ajá, necesitamos un banquero.
—Es lo mismo. ¿De qué sirve decirles a las autoridades que somos unas pobres víctimas de la piratería si caminamos por las calles con un botín de piratas?
—Tendremos que confiar en Johnny Faa. Es un jacobita leal como yo. No nos traicionará.
—Bueno, no confío en ese cretino.
Bratchet suspiró con alivio.
—Yo tampoco.
No obstante, Livingstone no estaba dispuesto a aceptar que Johnny no fuera leal y, como no quedaban muchas alternativas, permitimos que lo llamara para explicarle la situación.
—Bien, bien —dijo Johnny, astutamente—. Creo que habéis estado con piratas más amables de lo normal. Yo no mencionaría lo de las perlas y la plata al magistrado. Sin embargo, el gobernador quizá se trague el testimonio, es primo y no lleva mucho en el puesto.
Nos adelantó dinero, prometió cambiar las perlas y el lingote a su propio banquero que era «muy discreto».
Después salimos de compras. Me di cuenta de que Bratchet jamás lo había hecho. Por Dios, se concentró intensamente. Era un colibrí en un bosque de néctar, un patito criado por una gallina entrando en el agua. Quería comprarlo todo. Y Kingston era el lugar indicado. Caminamos bajo soportales, donde señoras de piel clara la tentaban a entrar en las tiendas con voces suaves, criollas. Niños negros la abanicaban con plumas mientras las señoras abrían puertas de armarios repujados como si estuvieran dividiendo las aguas del Mar Rojo para permitirle entrar en la Tierra Prometida.
Los compradores eran tan exóticos como la mercancía e igualmente llenos de color. Hermosas niñas negras, delgadas y muy jóvenes, guiadas por caballeros blancos que pedían vestidos escotados. Mujeres jóvenes amarillas, tan hermosas como las anteriores, con una sonrisa y turbantes sofisticados; matronas inglesas con caras rojizas preguntándose con ansiedad qué deberían llevar en el baile del gobernador.
Bratchet se inclinaba por el bombasí color limón, pero yo me había dedicado a observar las preferencias de la clientela femenina en los mejores negocios y había encontrado un equilibrio entre la respetabilidad exagerada (las esposas inglesas) y lo enloquecido (las demás). De modo que la llevé hacia las muselinas color pastel y los algodones indios y sugerí que añadiera algún encaje para lo que las señoras de la tienda llamaban «el escote de moda». (Qué hacen las mujeres de Kingston para no quemarse el pecho es algo que no me explico.)
—Pero «debo» comprar un sombrero como ése —protestó Bratchet—. Mira el de ella —dijo señalando uno de paja inclinado casi hasta la nariz de su bonita portadora.
—Tienes que evitar el estilo pirata. Debemos presentarnos ante las autoridades esta tarde, por el amor de Dios. ¿Qué te parece éste? Protege del sol y no asusta a los caballos. —Era más pequeño, con cintas muy bonitas, pero Bratchet se aferraba con capricho al otro—. Tienes que parecer la hermana de alguien, no su mantenida.
A pesar de todo, salimos con el otro.
—Tampoco quiero parecer la señora Defoe —dijo.
Dejé mi vestimenta en manos de Livingstone que estaba demostrando un entusiasmo insospechado por la adquisición de ropa en general y de las camisas con encaje en particular, pero requería cierta vigilancia.
—¿Qué está haciendo ahora? —pregunté, mientras esperaba junto a Bratchet ante la puerta de otra sastrería.
Bratchet leyó el nombre en el cartel del negocio y vio que incluía un Mac.
—Oh, Dios mío, un kilt. Pretende encontrar otra falda.
Saltamos al interior del establecimiento, cogimos a Livingstone cada uno de un brazo y lo sacamos. Vociferaba como un poseso.
—¿Se llaman escoceses y no tienen atuendos en su negocio? —Luego se quejó—: El hombrecillo apenas hablaba inglés y menos gaélico.
—Criollo —explicó Johnny Faa cuando nos encontramos en una taberna de Harbour Street—. MacGregor nació aquí de padres escoceses, pero no sabe la lengua, una lástima. Y dudo que haya un kilt a este lado de los Grampians.
—Espero que no —le dije a Livingstone—. Mira cómo tienes las piernas. Necesitan un carenado.
Era verdad. Livingstone todavía no se había ocupado de buscar zapatos o medias y sus piernas desnudas estaban cubiertas de heridas coronadas por picaduras chorreantes. Las observó con pena.
—Hay chinches aquí, peor que los de Escocia.
—Eso no son chinches —dijo Faa—. Eso es de los mosquitos, especialidad de Jamaica. Supongo que no has estado en el oeste en tus viajes. Allí está el pantano donde viven los negros con vapores apestosos y una raza mortal de insectos.
Kilsyth no sabía por dónde había viajado. Sin embargo, estaba convencido de que los pantalones eran un elemento obligatorio en los trópicos y, después de beber irnos vasos de vino de Madeira, que según Faa era un antídoto específico contra el calor, salimos a buscar unos.
La terraza de la taberna era agradable; daba al muelle en el que había barcos que transportaban pasajeros y barriles de agua fresca a otros puntos del enorme puerto. Venía la brisa del mar; Johnny Faa dijo que era sana y que se la llamaba «el médico», por oposición al viento caliente que bajaba de las colinas por la tarde y recibía el nombre de «el sepulturero». Los cambios de guardia pasaban en botes hacia los fuertes que custodiaban las entradas del puerto. Llegaban esquifes con oficiales elegantes, procedentes de los navíos de la armada.
Lo mejor de todo era el mercado extraoficial, debajo de la terraza, donde las negras presentaban a los paseantes canastos llenos de batatas, maíz, frutas y frutos. La mayoría de las mujeres tenían un niño atado a las caderas y se reían y bromeaban entre sí.
Bratchet las señaló.
—¿Son esclavas? —preguntó a Faa.
—Oh, sí. De las propiedades. Y contentas de serlo, como puedes ver.
Ya no resultaba tan agradable caminar por las calles. A pesar de la brisa, el calor era agobiante. Me dolía la pierna y vi que Bratchet se preocupaba más por ciertas cosas de las que no se había dado cuenta en el torbellino de las compras.
Fuera de un almacén (al que entramos para buscar los pantalones de Livingstone) había un gran cartel lleno de mensajes. «Se ofrecen dos libras por meter en la jaula a la puta negra Phibba. Habla buen inglés y puede pasar por libre. Ha sido culpada de pequeña holgazanería antes y lleva marcas de látigo en el pecho y la espalda».
Otro pedía la devolución a la propiedad Newton de la «fugitiva Assey, una muchacha de piel amarilla de dieciséis años, con un lunar negro debajo de uno de los ojos y un hueco entre los dientes superiores. Es una buena costurera. Diez chelines de recompensa por su captura».
Había un puñado de anuncios... «James Evans, que hacía zapatos para los elegantes de St. James en Inglaterra, ahora desempeña su oficio en King Street, junto a Beeston House...» etc., pero la mayoría de los mensajes solicitaban la devolución de esclavos fugitivos.
—No están todos contentos, entonces —dijo Bratchet. Faa no respondió.
Se advertía un contraste entre la historia de la servidumbre que transmitían los mensajes, Chupado y la vendedora, y lo que habíamos visto con nuestros propios ojos y el contenido democrático de la cultura que se había edificado sobre ella. En ningún lugar de Gran Bretaña, y menos aún en Francia, alguien con los antecedentes de Johnny Faa, un pastor de las montañas, habría sido aceptado por los aristócratas como en esta ciudad, independientemente de la cantidad de fanegas de tierra que tuviese; más tarde descubrimos que no poseía ninguna, que sólo era el administrador de la propiedad de un hacendado ausente.
Sin embargo, tuvimos que detenernos en la calle para que nos presentara a maese Graham «tercer hijo del señor William de Dalrymple, ya lo conocéis» o a maese Ferrars «primo segundo de lord Plunkett» o al capitán Courteen «uno de nuestros mayores hacendados».
Todos conocían a Johnny Faa (cosa que él se complacía en señalar a cada momento, con miradas de reojo a Livingstone sugiriendo «qué te parece eso»). La nobleza lo recibía en sus casas, y él a ellos, y el grupo nos dio la bienvenida como sus huéspedes. Recibimos invitaciones para «desayunar» en varias fincas y las aceptamos, incluso la de un caballero a quien Johnny Faa presentó como: «Maese Teague Macdoe», cuyo nombre irlandés quedaba traicionado por su tez oscura, nariz chata y cabello rizado.
—Ajá, un mulato —dijo Faa cuando nos alejamos de este último conocido—. Un cristiano moreno con sangre negra de una generación anterior, pero las fanegas que le dejó el padre en Guanaboa Vale son muy buenas. —Todavía era una sociedad fronteriza, impuesta a una población negra más numerosa y potencialmente amenazadora. Evidentemente, era necio despreciar a un vecino que podía verse en la necesidad de ayudarle a uno a aplastar una sublevación—. Y ahora, debéis explicar vuestra historia al magistrado Thomas. Hice algo bueno por vosotros y le dije que sois parientes del gobernador y que fuisteis atrapados por bandoleros. El resto corre de vuestra cuenta.
Decidí dejarlo en manos de Livingstone, que tenía más posibilidades que yo de causar buena impresión. Bratchet empezaba a cansarse por el calor. Dije que la acompañaría hasta la casa de Faa con el permiso de ambos.
Hubiéramos podido prescindir de la compañía de Johnny Faa, y de sus preguntas. ¿Cuánto hacía que conocíamos al maese Livingstone?, ¿por qué había venido hasta aquí si estaba «tan bien en su propia tierra»?
Le di respuestas vagas y le dije que yo había venido a buscar fortuna en las colonias.
—Aquí no te irá mal —me aseguró Faa—. Si trabaja duro, un hombre puede vivir aquí como un hacendado.
Descubrimos en qué consistían las «jaulas» en las cuales había que poner a la tal Phibba, la fugitiva, cuando la cazaran. Pasamos junto a ellas en la plaza del mercado y Johnny Faa se detuvo para comprobar «si alguno de mis tordos está cantando dentro».
Eran el depósito central de Kingston para los esclavos capturados, gallineros enormes sin la altura suficiente para que una persona se pusiera de pie; estaban construidos con barrotes de madera y dentro se agachaban negros de ambos sexos, pisando sus propios excrementos.
—La idea es dejarlos aquí una noche o tres para enseñarles que no están peor en casa —dijo Faa. Se sintió defraudado porque no encontró a sus dos fugitivos, un hombre y una mujer, que faltaban desde hacía varias semanas—. Puede que ahora estén con los cimarrones, al Diablo con ellos —dijo con desagrado—. Bien, bien, el hierro para marcar se mantendrá caliente cuando vuelvan. —Advirtió de inmediato que Bratchet se había puesto pálida—. No te preocupes. Las señoras sois tiernas con los negros cuando venís a estas tierras, pero pronto verás que es mejor aplastar a esta basura.
La vi dirigir la mirada hacia las Blue Mountains que dominaban el horizonte de Kingston y supe que se preguntaba si Chupado y su madre habrían llegado a salvo. Aseguró sentir dolor de cabeza (algo que se toma muy en serio en Jamaica), se fue a la cama en cuanto regresamos y no se movió de allí.
Livingstone volvió diciendo que el magistrado Thomas había quedado tan impresionado por sus contactos que se había tragado nuestro relato.
—Pero dice que debemos ser examinados por un juez de la corte del vicealmirantazgo cuando lleguemos a Spanish Town. Una formalidad, dijo. Pero el vicealmirantazgo querrá conocer los nombres de Sam Rogers y los demás.
—Menudo cretino.
—Martin, ¿qué otra cosa podemos hacer? —Era cierto. Debíamos justificar nuestra presencia en Jamaica. Una corte del vicealmirantazgo tendría todas las listas de navegación; no podíamos inventar un barco inexistente. Lo cotejarían—. Oh, de un modo u otro todo saldrá bien, sin duda —dijo Livingstone—. Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.
Se había enterado de todas las noticias de su patria desde su ausencia. Al parecer, el Pretendiente intentó invadir Escocia poco después de nuestra partida de Francia y ni siquiera logró tocar tierra, la armada inglesa lo obligó a retroceder.
Pasamos la tarde ahogando las penas de Escocia en ron. Al menos eso fue lo que hicieron Livingstone y Faa. Yo tenía otras penas que ahogar. Al final se pusieron llorosos, lamentando la unión de su país con Inglaterra.
—Es el fin de una vieja canción, una vieja, vieja canción —exclamaba Livingstone. Empezaron a cantarla:
Para Escocia Real, Leal, Gozosa,
Jemmy es nuestra alegría, a los whigs desafiamos,
lo ensalzamos, lo honramos
cuando Inglaterra lo echó.
Ta ta ra ra ra, muchachos, ahora lo celebramos.
—Quedará bien en la corte del vicealmirantazgo, seguro —dije y me fui a la cama. Bratchet no había abandonado la suya.
A la mañana siguiente, su dolor de cabeza había pasado pero Livingstone, como era de esperar, padecía una fuerte jaqueca. Cuando montamos los caballos que nos aguardaban en la calle para llevamos tierra adentro, estuvo extrañamente callado. Johnny Faa no parecía afectado, instaló a Bratchet en un bonito coche con un techo con volantes para filtrar el sol y se sentó a su lado, en el lugar del conductor. Un sirviente negro cargó nuestras cajas con ropas nuevas en un carro y nos siguió a través de la ciudad, hacia el oeste, en dirección a Liguanea Plain.
Viajamos en nuestra propia nube de polvo, causada por los cascos de los caballos. Sin embargo, por lo poco que pude ver, el escenario valía la pena. Siempre teníamos colinas y montañas a la derecha y la brisa del mar a la izquierda. Cruzamos puentes sobre corrientes rápidas, pasamos por un camino sobre un pantano de mangle donde, según Johnny Faa, había caimanes, al lado de colinas donde crecían orquídeas bajo álamos enormes. Regresamos a la llanura y a las palmeras, nos adentramos en sombras oscuras y volvimos a salir a un sol tan fulgurante, que nuestros ojos lagrimeaban en el constante intento de adaptarse al contraste.
Nos cruzamos con caravanas de mulas que tiraban de carros largos cargados con toneles de azúcar y de vez en cuando con algún supervisor a caballo, pero el tráfico más permanente estaba formado por negras que iban en dirección a los mercados con los productos de las fincas. Con un brazo en alto para sostener la carga que llevaban sobre la cabeza, una jaula de gallinas, un canasto con verduras; el otro brazo sostenía un lechón o un pavo.
Las mujeres más jóvenes caminaban con paso ligero, las más viejas cojeaban por culpa de la desnutrición, algunas incluso tenían moscas en las heridas. En un par de ocasiones nos cruzamos con un grupo sentado al pie de un árbol para descansar. Johnny Faa sacudió el látigo y les dijo que siguieran su camino.
—No hay nada bueno en ese cacareo —dijo—, sólo holgazanería y rebelión.
Ése era el problema allí. Se parecía al paraíso, pero el miedo era contagioso. Las mujeres podían estar hablando sobre el tiempo pero, a pesar de que obedecieron al chasquido del látigo con bastante docilidad, el hecho de que estuvieran juntas alarmó a Johnny.
Incluso me alarmó a mí. Fue su forma de miramos. De buenas a primeras, yo era un representante de la raza dominante. Por un instante, me hubiera bajado para explicarles: «No estamos con él.»
Pero sí lo estábamos. Éramos personas bien vestidas, bien alimentadas y blancas; en consecuencia, el enemigo. No resultaba sorprendente que Johnny Faa se refiriera a los negros como un apicultor temeroso del enjambre. A medida que nos alejábamos de la caravana no dejaba de describir sus métodos a gritos.
—Hay que mezclarlos según su origen ¿entendéis? No tener sólo coromantines, que son fuertes pero también orgullosos y rebeldes. Mejor juntarlos con papúas que son dóciles y agradables, o con ibos que son temerosos y desganados. —Tuvimos que oírle hablar con satisfacción de los perros entrenados para cazar fugitivos y atacarlos—. No temen a nada con piel negra. Sí, son feroces con los negros.
Bratchet cambió de tema.
—¿Has oído hablar de dos mujeres blancas, piratas las dos, que fueron juzgadas en Santiago de la Vega hace irnos años?
No sabía nada.
—Pero puede ser ya que sería necesario tener la cosa en secreto. Dios nos salve, las hembras negras están ya bastante locas sin ese ejemplo blanco ante los ojos.
No era un país que se empeñase en hacer pública la historia de dos mujeres como Anne y Mary. El suyo era un ejemplo peligroso en cualquier lado y allí, resultaba incendiario. Por otra parte, comentó Johnny, él sólo estaba en Jamaica desde hacía un par de años. Tampoco tenía intención de quedarse.
—Al diablo con ella. Yo llenaré mi vasija de oro y regresaré a mi país rodeado de sedas, con mi propio gaitero marchando delante de mí. Ajá, entonces temerán a Johnny Faa.
Jamaica era un trozo de carne en la que había hincado el diente. Pensaba comerse su pedazo y volver a casa.
Cruzamos una masa de agua que caía en cascada y tenía rápidos que se arremolinaban al pie de las montañas y que despedían ráfagas de aire que nos refrescó la ropa pegada por el sudor.
—Río Cobre —anunció Johnny.
Nos acercábamos a Spanish Town, llamada Santiago de la Vega cuando España se había apoderado de Jamaica.
Aún conservaba su estilo español en la catedral y en edificios de una elegancia que no existía en Kingston. La audiencia, la asamblea y la residencia del gobernador eran de piedra caliza color coral y estaban situadas alrededor de una plaza circundada por la sombra de tamarindos frondosos. Los balcones estaban protegidos del sol por toldos, mientras que las celosías de caña de las ventanas se mantenían abiertas un poco para permitir que corriera el aire por los interiores oscuros.
—¿Dónde está la audiencia? —preguntó Bratchet de inmediato.
Johnny señaló hacia el edificio más español e imponente de todos.
Tenía una escalinata exterior de piedra de catorce pies de altura que conducía a un pórtico de grandes puertas de caoba. Había imaginado el juicio de Anne y Mary en algún muelle destartalado. Por lo que veía ahora, su última aparición pública había sido en un entorno de cierta magnificencia.
Johnny Faa observaba la admiración de Bratchet.
—Estás demasiado interesada por la suerte de dos prostitutas. Bien, ahí están las celdas donde los debieron alojar.
Inclinó la cabeza hacia los arcos del piso inferior, una arcada con puertas que ocultaban lo que hubiera en el interior.
Johnny quería vanagloriarse de su amistad con un hacendado de Livingstone ante el gobernador, y de su amistad con el gobernador ante Livingstone. De modo que, ante su insistencia, fuimos recibidos en la residencia por lord Archibald Hamilton, un ex capitán de la armada.
Saludó a Livingstone con el entusiasmo reservado a los parientes y nos compadeció por haber sido capturados por piratas.
—Los atraparemos, no temáis. Cuando hayamos limpiado el mar de gabachos y españoles, la armada se ocupará de todos esos corruptos.
Nos sirvieron otro desayuno, a pesar de que hacía rato que había pasado el mediodía; una comida compuesta por distintos tipos de carne asada nadando en aceite. A los jamaicanos les gustan los desayunos copiosos y frecuentes.
Teniendo en cuenta que necesitábamos todos los amigos posibles de la clase de lord Archibald, fue una pena que Livingstone no se sintiera bien. Hamilton quería conversar sobre amigos comunes y parientes pero, por primera vez, Livingstone se mostró reticente. Lo atribuí a la resaca.
Bratchet y yo nos ocupamos de mantener la conversación y, por supuesto, tuvo que preguntarle si había oído hablar de las mujeres piratas que fueran juzgadas en la audiencia de enfrente. Una vez más, se sintió defraudada.
—No puedo decir que sí, querida, aunque no me sorprendería, con los tiempos que corren, con todo patas arriba. ¿Puedo preguntar a qué se debe vuestro interés, señorita?
Me metí en la conversación. No quería que esta gente nos asociara con piratas. Probé la entonación de la clase alta.
—Mi hermana pregunta en mi nombre, milord. Pensaba escribir algo. Encuentros sorprendentes durante mis viajes, o algo así.
—Habéis tenido suficientes encuentros extraños y sorprendentes, diría yo, maese Millet, sin necesidad de dar publicidad a un par de picaras antinaturales. Mejor dejarlo estar, dejarlo estar. El sexo débil no necesita estímulos para vestir pantalones. Mirad la corte de nuestra patria; doncellas de alcoba gobernando el país como ministros oficiales. —No obstante, prometió preguntar al personal a su cargo—. A pesar de que los más antiguos hace pocos años que viven aquí.
—Parece que no hay nadie que viva aquí desde hace bastantes años —protestó Bratchet.
—Cuánta razón tenéis, querida. —El gobernador le golpeó la mano en señal de aprobación por su suspicacia—. Ahí tenéis Jamaica. Fortunas súbitas, muertes súbitas. Roba y vete, ésa es la política. ¿Habéis visto patriarcas ancianos desde que llegasteis? Ni los veréis. A los cincuenta y cinco, Jamaica los mandó a la tumba. Tenemos jueces asistentes que son menores. «Menores», aquí un niño salta de su caballito de madera directamente a coronel de una tropa. —Bajó la voz—. ¿Se siente mal el maese Livingstone?
—Un exceso de ron —dije.
Lord Archibald meneó la cabeza.
—Mi consejo es que lo mantengáis lejos de la botella. Los tallos jóvenes se vuelven sedientos en este clima y se comportan como santos, pero demasiado licor agrava el cólera. La semana pasada uno de nuestros colonos murió después de ventilarse ocho cuartos de galón de vino de Madeira en una noche.
El gobernador era el hombre más saludable que habíamos visto desde nuestra llegada a Jamaica; valía la pena escuchar sus consejos. Pensé que la desgana de Livingstone se prolongaba más que las resacas habituales.
Lord Archibald nos acompañó hasta la escalinata de la residencia.
—Por cierto, Faa. El sacristán necesitará vuestros sabuesos. La parroquia decidió ir tras los cimarrones otra vez y yo envío una tropa. Ha habido demasiadas huidas a las montañas. —Se volvió hacia nosotros—. Principio del cazador, queridos. Cuelga un puñado de tordos a la vera del camino para alertar a los demás.
Nos entregó una invitación para el baile que ofrecería dentro de un par de semanas y dijo que nuestro interrogatorio debería aguardar hasta el regreso de los jueces del vicealmirantazgo desde Barbados, donde habían asistido al juicio de «un puñado de piratas con escorbuto».
Obligué a Livingstone a unirse a Bratchet y Faa en el coche en lugar de seguir cabalgando al sol. No protestó, señal de peligro. Reconoció que padecía un dolor de cabeza que le afectaba la vista.
—Te pondremos en la cama dentro de un minuto —dijo Johnny Faa e hizo trotar a los caballos.
Fue un maldito minuto eterno, casi tan largo como las cuatro leguas que ya habíamos cubierto entre Kingston y Spanish Town. Y pesado. Por primera vez, el paisaje resultaba monótono. Era el fruto del trabajo de los colonos ingleses sobre la llanura jamaicana: una extensión interminable, sin árboles, sin matices, de caña de azúcar; idéntica a un mar pero sin su horizonte. Incluso desde la posición ventajosa que me daba la altura del caballo, mis ojos no veían más que un cielo deslumbrantemente blanco y la caña, leguas de caña a ambos lados del sendero que teníamos delante, como un ejército invasor de hierba creciendo.
Allí donde había árboles, negros con sierras y mulas los cortaban y los arrastraban para abrir paso a negras encorvadas que plantaban semillas, para que el bosque perdiera su identidad a fin de parecerse a todos los demás. Ni un solo rostro se levantó para miramos pasar.
Johnny Faa chascó el látigo.
—Esta es ya mi propiedad.
¿Cómo demonios lo sabía? No había ni un seto, ni una cerca, nada que distinguiera una extensión tórrida, inmóvil, de otra. Empezó a hablar de fanegas y precios, pero Bratchet lo interrumpió.
—¿Podrías ir más rápido?
Livingstone había empezado a temblar. Un poco más adelante el coche tuvo que detenerse para que vomitara.
—Dios nos proteja, temo que puede ser la fiebre amarilla —dijo Faa.
Me incliné y le toqué la frente. Quemaba. Me miró.
—Me estoy muriendo, Martin.
Fue la primera y única vez que lo vi sentir miedo.
—No es cierto —le dije y anhelé no equivocarme.
Bratchet lo rodeó con los brazos para evitar que se sacudiera cuando Johnny Faa azuzaba a los caballos.
Pareció durar una eternidad, pero por fin llegamos a una casa amplia, con pavos reales en el jardín delantero. Faa avanzó por un lateral hasta un edificio largo, bajo, rodeado por una galería.
—Lo comprendes —me dijo—, no sería prudente tenerlo en la casa grande. Estará bien aquí.
Un par de sirvientes negros me ayudaron a llevarlo hasta el interior y acostarlo en la cama. Bratchet y yo lo desvestimos mientras ellos iban a por agua y un trapo para lavarle la cara y el cuello. Tenía un color espantoso. El de Bratchet no era mejor, en realidad.
—No permitas que muera, Martin —repetía sin cesar—. No lo permitas.
Al anochecer llegó un médico y observó de lejos a Livingstone sin tocarlo. Me llevó fuera.
—Fiebre amarilla, seguro. Morirá esta semana.
El edificio era la casa del administrador y Johnny Faa vivía allí mientras el propietario estaba en la casa grande antes de regresar a Inglaterra. Estaba bastante limpio y recubierto de madera de pino, carecía de todo mueble no necesario. Tenía una habitación principal, que se convirtió en la enfermería, una sala amplia y, al final del pasillo, una habitación más pequeña.
Johnny Faa solamente se acercaba por la mañana, se detenía en la ventana de la sala y preguntaba por el paciente y si necesitábamos algo. Nos instaba a dejar el cuidado de Livingstone en manos de los sirvientes, pero nosotros nos ocupamos personalmente de su atención. Uno de ellos siempre permanecía fuera, en el jardín, listo para responder a nuestra llamada, pero todos se negaron a entrar en la casa y Faa no insistió. Supongo que temía que contagiaran a los demás. No los culpo. La fiebre amarilla mató a tanta población jamaicana como la peste negra en Londres.
Ese primer día permanecimos a ambos lados de la cama durante las veinticuatro horas. Pidió su gorro y cuando se lo pusimos entre las manos sonrió y se lo llevó a la mejilla. Su pluma era apenas un esqueleto de espinas.
Más tarde, durante la noche, con una subida de la fiebre, parloteó sobre Escocia. Intentó cantar Real, Leal, Gozosa y exclamó «adiós a nuestra fama escocesa». Pero estaba demasiado débil para lograr un tono marcial; parecía haber regresado a la infancia, musitando palabras tranquilizadoras. «La cima de la ladera en Both Bridge», «molinos de cebada», «hiedra sobre las puertas»; y no cesó de hablar de su casa hasta que, sentados a ambos lados de la cama durante esa noche agobiante, Bratchet y yo casi veíamos los arroyos del páramo donde nadaban las nutrias de cabeza reluciente persiguiendo salmones.
De repente, se agarró a Bratchet con pánico.
—No dejarás que se me lleven. Te quiero tanto. Déjame aquí.
—Nunca se te llevarán —le respondió ella.
Quedó inconsciente.
Bratchet retorció un trapo en agua y le mojó la cabeza, sollozando.
—Maldito momento para decirme que me quieres —le dijo.
—Me lo había dicho a mí —dije.
—¿Sí? —Volvió a mojarle la cabeza y a sollozar un poco más—. Es muy amable por su parte. No lo merezco.
Su necesidad de él fue como una revelación acompañada por algo parecido a un sentimiento de culpa. Estaba en deuda con él porque la amaba; el desamparo de Livingstone aumentaba la gratitud que experimentaba hacia él, como si tratara de recibir el amor no buscado de un niño.
Más tarde, cuando Bratchet salió de la habitación para buscar más agua, él notó su ausencia. Cuando regresó, le buscó la mano y dijo:
—Me siento enfermo, madre, cuando tú no estás.
Johnny Faa había llamado a su vecino, el doctor Hopkins, un típico charlatán inútil, pura grandilocuencia y licor. Si el paciente vivía era por la medicina del médico, si el paciente moría era por su propia maldita culpa. Nunca lo vi sobrio. Bratchet se sentía deslumbrada por el viejo borracho y hubiera hecho tragar todos sus remedios a Livingstone, por más desagradables que fueran.
Le ordené no sangrar al paciente, a pesar de que intentó hacerlo cuando me di la vuelta. Entré en la habitación y lo vi. Le arranqué los dedos manchados con rapé del brazo de Livingstone y arrojé su caja de sanguijuelas por la ventana.
—Si tocas otra vez al pobre desgraciado seguirás los pasos de esas malditas sanguijuelas —le prometí.
Me insultó y se tambaleó hacia fuera mientras Bratchet le rogaba que regresara. La cogí de los hombros y la obligué a mirarme.
—Míralo, por favor. ¿Tú crees que puede darse el lujo de perder sangre?
Los ojos de Livingstone no veían. Su rostro era de un blanco amarillento.
—Hace cinco años enviaron al XXIII regimiento a las Antillas —le dije—. La mitad de los pobres desgraciados no regresaron jamás, pero los que sí lo hicieron saben mucho sobre la fiebre amarilla. No lo sangraremos, debemos hacerlo orinar.
—Eres tan bruto —vociferó—. Quieres que se muera.
—No lo «dejaré» morir. Ahora diles que traigan agua del pozo. Bruto o no, le haremos orinar.
Durante el resto de esa noche nos turnamos para obligar a Livingstone a beber agua. Cuando se le caía por las comisuras de los labios, le secábamos las gotas y le hacíamos beber más.
—Lo siento —dijo Bratchet de repente—. Estoy muy asustada.
—Lo sé.
—Estoy en deuda con él, lo entiendes.
Me intrigó. Durante los últimos años, las vidas de los tres se habían entretejido de tal manera que ya no tenía sentido preguntarse quién le debía qué a quién. Lo cierto era que tanto Livingstone como yo le debíamos más a Bratchet de lo que podríamos pagarle. Pero cada uno había rescatado a los otros de una u otra situación; los lazos que nos unían calaban demasiado hondo para que alguno pudiera llevar la cuenta.
Nos organizamos: doce horas uno, doce horas el otro. Mientras Bratchet hacía guardia en la enfermería, yo dormía en uno de los catres de la pequeña habitación del final del pasillo, con la puerta abierta por si me llamaba. Cuando me tocaba el turno, ella se iba al otro catre de la habitación.
Estábamos de acuerdo en que la situación de Livingstone empeoraría si alguno de nosotros caía exhausto, pero ella lo hubiera atendido todo el tiempo posible. Lentamente, empecé a comprender qué era lo que pensaba que le debía. Muy en el fondo de la mujer madura aún se encontraba la niña violada de Puddle Court, a quien nadie amaba ni necesitaba. Se sentía agradecida, desbordada de gratitud, porque el amor que había sentido por ese hombre admirable le era devuelto. Como la amaba, la pequeña esquelética de Puddle Court se sentía obligada hacia él.
Pero yo también la necesitaba, ¡maldición! Y la amaba mucho más. La medida de mi amor era increíble. Supongo que había callado mis sentimientos, pues sabía que ella se sentía atraída por Livingstone. Pero, Dios mío, deseaba habérselo dicho: Aquí está Martin Millet, Bratchie, un simple soldado con una pierna coja. Pobre presa. Como objeto amoroso, lamentable. Pero cree que tú eres el sol y la luna y las estrellas. Sólo quiere que lo sepas. Sin compromiso.
Lo hubiera echado todo a perder, claro. Yo era su mejor amigo, se entendía mejor conmigo que con Livingstone. Pero amaba a Livingstone. Nunca se volvería a sentir cómoda conmigo.
Y sin embargo seguí deseando habérselo dicho.
Era demasiado tarde. Uno no hace declaraciones de amor en la cama de un moribundo.
Le hacíamos beber, lo lavábamos, le dábamos masajes, lo abanicábamos hasta que el que terminaba la guardia pasaba junto al relevo arrastrándose sin decirle una sola palabra y caía dormido. Esto sin contar con que durante las horas de descanso debíamos ir a buscar las comidas a las cocinas de la casa grande, lavar la escudilla, responder a las preguntas de Faa, llevar y traer la ropa para lavar, moler y remojar las hierbas que poníamos en las bebidas del paciente.
Los jueces del vicealmirantazgo regresaron de Barbados y nos mandaron llamar, pero Johnny Faa viajó a Spanish Town para explicar la situación y conseguir un aplazamiento hasta otro momento.
No recuerdo cuánto duró, probablemente no más de una semana, pero pareció eterno. El calor del día cedía el paso a noches tan húmedas que nos despertábamos sudando y jadeando. Y los malditos pavos reales del jardín no dormían y repetían su grito fantasmal, de modo que tampoco se podía conciliar el sueño. Deseaba retorcerles el pescuezo.
Terminó la noche y fui a relevar a Bratchet. La encontré dormida en la silla, con la cabeza apoyada en la cama. Respiraba normalmente. Y Livingstone también. Le toqué la mano, luego la cara. Estaban frescas.
Sacudí el hombro de Bratchet.
—Creo que lo hemos conseguido.
Se sobresaltó.
—¿Está peor? —Puso la mano sobre la frente de Livingstone—. Oh, Dios mío. Gracias a Dios.
—Ve a descansar ahora.
Permaneció donde estaba, mirándolo, de modo que la levanté y la llevé a la entrada. Un negro dormía en los escalones. Lo desperté y le pedí que fuera a buscar brandy, y dos copas. Cuando regresó, le dije que se fuera a acostar. Bostezando, se tambaleó hacia las habitaciones de los esclavos.
Serví dos copas de brandy. Bratchet no dejaba de mirar hacia la enfermería. Abrí la puerta para enterarme de si el paciente se despertaba. Le puse una copa de brandy en la mano.
—Por Escocia —dije—. Lo hemos conseguido.
Bebimos.
—Fue obra tuya.
—Lo conseguimos los dos.
—No —dijo—. Fue obra tuya.
Las polillas cruzaban la entrada revoloteando e iban a la enfermería para chamuscarse en la vela, junto a la cama de Livingstone. La noche olía a rafia y jazmines y repiqueteaba el sonido de las ranas. Una luna jamaicana inmensa coronaba el cielo, proyectando sombras a través del jardín. En la zona de los esclavos, una mujer entonaba una canción. Me coloqué junto a un poste delante de Bratchet y me senté en los escalones, contemplaba el jardín y bebía mi brandy.
—Te estoy muy agradecida, Martin —dijo.
—Por el amor de Dios —respondí irritado—. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Sentarme y comer uvas? Es mi amigo. Deja de estar tan endemoniadamente agradecida con todos; conmigo, con él. No necesitas agradecer nada a nadie. Eres una de las maravillas del mundo moderno, Bratchie. Por supuesto que te ama, maldito sea. Yo también te amo. Ahora vete a la cama.
No quería decir eso. Estaba cansado. De todos modos, hay que dejar las cosas claras. «Enterrémoslo», pensé.
No se movió.
—Siempre fuiste tú ¿verdad? —dijo—. Estuve a salvo en cuanto volviste a Puddle Court. Me di cuenta. Me sentí... más cómoda. Durante mucho tiempo pensé que era él. Pero no, eras tú. —Me levanté. No me estaba mirando a mí, sino a la casa grande de paredes blancas bajo la luz de la luna y con sus postigos oscuros. Se había recogido el cabello en un moño, mechones húmedos le caían por el cuello y las mejillas y se le pegaban a la piel—. No hubiera podido soportar que muriera. Por no haberlo amado cuando me necesitaba. Por eso te estoy tan agradecida.
Estábamos uno frente al otro, mi camisa pegada al cuerpo, el vestido pegado al suyo. Se volvió para mirarme. Hacía mucho tiempo que esperaba ver esa mirada, mucho tiempo.
Sus manos tantearon como una ciega para tocarme la cara.
—Siempre fuiste tú.
La cogí y la llevé a la cama.
La fiebre amarilla abandonó a Livingstone pero otro mal llegó tras ella y afectó a sus articulaciones, que se hincharon e inflamaron. Lo soportó con bastante buen ánimo aunque había momentos que experimentaba un dolor intenso. Le pusimos ungüentos en rodillas y manos y lo alimentamos con tuétano pero, después de dos noches desesperantes, Johnny Faa cabalgó hasta la casa de Hopkins y trajo láudano para que el paciente pudiera conciliar el sueño.
Me preguntaba si a Bratchet se le veía algún reflejo de culpa, porque casi todos los minutos que no nos ocupábamos de cuidar a Livingstone los dedicábamos a hacer el amor. No se le notaba, y debería haberlo interpretado como una advertencia. Pero, para ser sincero, no podía pensar en otra cosa que en cuándo volvería a tenerla en la cama.
La primera vez, cuando terminamos, me dijo:
—Me lo podrías haber dicho antes, eres como una ostra.
—Quizá no te hayas dado cuenta, pero durante estos dos últimos años hemos estado rodeados de gente. Piratas, realeza, disputas de ese tipo. No había espacio suficiente para caer de rodillas.
—Por lo menos lo hubiera sabido.
—Pensé que no me veías.
—Te estoy viendo ahora. —Era una cama pequeña, incómoda, pero no lo notamos—. ¿»Cuándo» lo supiste?
—Supongo que fue en el barco, cuando cruzamos el canal —dije—. Fue por la ropa gris de lana de la señora Defoe.
—Atractiva ¿verdad? Me acuerdo. Hablé de mi madre y tú dijiste que también habías perdido a la tuya. «Si te sirve de algo, Bratchet, yo también perdí a mi madre» dijiste. —Nunca imaginé que lo recordaría—. Sí que me sirvió —dijo—. Tú siempre me ayudaste.
—No, eso no es cierto. Nunca debí haberte dejado en la casa de Effie. —La abracé, frotando la mejilla contra su oreja—. Lo siento, Bratchie, lo siento. Me cortaría un brazo si pudiera volver a ese momento.
Dejé que me acariciara la espalda desnuda.
—Estás mejor con dos.
Una vez desaparecido el susto de la fiebre amarilla, nos animamos a pedir a uno de los sirvientes de Faa que permaneciera sentado junto a la cama de Livingstone durante la noche de vez en cuando, para que pudiéramos respirar un poco de aire fresco. Solíamos caminar por el jardín hasta que la tensión que nos producía el no poder tocarnos nos empujaba una vez más a la cama.
Durante esos días manteníamos casi todas nuestras conversaciones bajo una luna jamaicana como una calabaza, con los pavos reales arrastrando la cola. Le hablé de mi padre, de la búsqueda de mi madre, de cómo la encontré, de los Dragones, del miedo que sentía antes de cada batalla; cosas que jamás le había contado a nadie.
—¿Sabes lo que lamento, Bratchie?
—No haberme sacado de la casa de Effie Sly.
—Rocinante. ¡Qué caballo! Espero que ese maldito posadero de Le Havre lo cuide como corresponde.
—¿Era débil?
—Se lastimaba muy fácilmente —dije—. Tenía la boca de un maldito ángel.
Como hacía mucho que no besaba la suya, volvimos a la cama.
En esos días pasados en el jardín pensé que me contaría lo que sabía de la muerte de Effie Sly. No lo hizo.
—¿Una lealtad superior a la que sientes por mí? —protesté.
—Superior, no. Diferente. —Me miró—. Odias a Anne y a Mary ¿verdad?
—No las odio —le respondí—. Nunca las conocí. Pero ha sido como perseguir gatos a través de un bosque viendo cómo se volvían cada vez más y más salvajes. Viendo dónde habían realizado su matanza.
Suspiró.
—A veces pienso que jamás hubieran estado bien. Incluso aunque no las hubieran secuestrado. Eran demasiado... No sé... su forma de ver la vida era demasiado abierta. Los hombres quieren que todas las mujeres sean como la señora Defoe. Y no lo son. Piensa en Effie Sly. Las cosas que hubiera podido hacer si le hubieran dado suficiente cuerda, si no hubiera entrado en el negocio. Probablemente hubiera gobernado el mundo.
Tenía razón. Nunca lo había pensado.
—No siempre fue un monstruo. Mi padre la echó a la calle a los diecisiete años como un buen hermano virtuoso porque la encontró besándose con el aprendiz. Quizá sobrevivió de la única forma que supo.
Volvió a repetir con tristeza:
—Quisieran que todas fuéramos señoras Defoe.
Una noche me preguntó:
—¿Todavía crees que estoy en peligro?
Lo pensé.
—Quizá no. Te has alejado. El peligro empezará cuando regresemos. Una cosa es segura, estaré junto a ti día y noche. ¿Cuándo se lo diremos, Bratchie?
—Ya veremos, cuando se encuentre bien —dijo.
Livingstone no se curaba. Estaba mejorando; la quemazón en las articulaciones se había calmado en parte. Pero las manos y las rodillas seguían inflamadas y le resultaba difícil moverse. Se negaba a que lo ayudara a caminar y fue doloroso observar su primera salida al jardín y ver en qué se había convertido el viejo Livingstone, grande y escandaloso.
Era el inválido de carácter más dulce que jamás conocí. Me hizo perseguir uno de los pavos reales de Johnny Faa y arrancarle una pluma para sustituir la de su gorro.
—Señal de que estaré recorriendo las montañas de las highlands antes de Navidad.
Sin embargo, hoy creo que fue entonces cuando decidió no regresar a Escocia.
Su rostro se iluminaba cada vez que Bratchet entraba en la habitación. Nos dijo a ambos:
—Fue esa mujer la que no me dejó caer. Dijo que me mantendría lejos del infierno. Y lo hizo. Y lo hará.
Supuso desde el principio que existía un contrato entre ellos. Jamás sospechó nada.
—Por el amor de Dios, díselo —dije cuando estuvimos solos.
—Cuando esté mejor.
Me sentí torturado, por él, por nosotros, por la idea de que nunca mejoraría. Ahora Bratchet hacía el amor con desesperación. Ya no nos reíamos.
Planificamos la primera excursión de Livingstone a Spanish Town, donde Bratchet quería hacer averiguaciones sobre Anne y Mary en la audiencia, pero cuando llegó la mañana no se sintió con fuerzas, aunque insistió en que fuéramos nosotros.
—Habéis sido grandes enfermeros y merecéis un día de asueto. No, no, estás pálida, muchacha. ¿Qué haré yo si caes enferma?
Usamos el coche de Faa. Bratchet se mantuvo extrañamente callada durante el trayecto. Lo atribuí a que se sentía excitada por lo que encontraría al llegar. Una nota de Livingstone al gobernador y una nota del gobernador a la audiencia nos facilitaron los servicios de un joven secretario que, al igual que el resto del personal jurídico, acababa de llegar de Inglaterra y, a juzgar por su aspecto, no parecía muy satisfecho.
—Necesitaré la fecha del juicio —dijo.
Le dije que no la sabíamos, Mary todavía estaba en Europa en 1703. Poco después viajó a Saint-Germain donde Francesca Bard le dio dinero para rescatar a Anne. Luego debió encontrar la forma de llegar a Jamaica, descubrir el paradero de Anne, llegar hasta la tierra de los cimarrones, hacerse pirata...
—Probad en 1705 —le dije.
El juicio no podía haberse celebrado antes de esa fecha.
El año de 1705 había sido abundante en juicios. El secretario desenrolló unas mil transcripciones que al terminar enrollaba con rapidez, pericia e indiferencia. Bratchet permanecía inmóvil junto a la ventana, con la mirada fija en la plaza de Spanish Town.
Los resoplidos y suspiros del secretario fueron subiendo de tono a medida que iba leyendo las transcripciones primero de agosto de 1705, luego septiembre, luego octubre. Las de noviembre se enrollaron solas. La habitación olía a pergamino enmoheciéndose en la humedad ambiental.
—Aquí no está —dijo.
—Mirad en 1706. —En el mes de mayo de 1706 me estaban haciendo picadillo en Ramillies. El asesinato de tía Effie se produjo en julio. Defoe estuvo en el cepo el mismo mes, días más tarde. Empezaron los intentos de matar a Bratchet. Me acerqué a ella—. Apuesto a que el único que terminó ese año igual que cuando lo inició fue el viejo Daniel Defoe.
No respondió.
—Aquí está —dijo el secretario, con desgana.
De alguna manera, yo no había previsto que lo encontráramos. Anne Bonny y Mary Read vivían en las mentes de las personas, no en los papeles. Pero allí estaba: 6 de enero de 1706.
Lo arranqué de las manos del secretario y lo llevé a la ventana, donde se lo leí en voz alta a Bratchet. Las dos mujeres habían sido formalmente acusadas de «designios malignos en la medida en que, cerca de la costa de Haití, habían atacado, abordado y robado como piratas, asaltantes y de modo hostil dos balandros mercantes valorados en mil libras esterlinas». Más tarde, en ese mismo mes tomaron una goleta, cuyo dueño era Thomas Spenlow cerca de Harbour Bay y un balandro mercante cuyo patrón era Thomas Dillon.
Cargos suaves. Según lo que había oído decir a los otros piratas y a la vendedora, habían practicado la piratería a un nivel mucho mayor que ése. Como hicieran Rackham y los otros, Anne y Mary se declararon inocentes, pero las pruebas en su contra las condenaron.
Thomas Spenlow juró que cuando lo atacaron, las mujeres se encontraban a bordo del barco de Rackham. Dos franceses que habían sido obligados a unirse a Rackham dijeron que las mujeres eran «muy activas a bordo» y que cuando Rackham perseguía o atacaba, Bonny y Read llevaban «ropa de hombre, y en otros momentos llevaban ropa de mujer». Thomas Dillon declaró que cuando la tripulación de Rackham abordó la nave, Anne Bonny «tenía una pistola en la mano. Que las dos eran muy licenciosas, maldecían y juraban mucho, y estaban dispuestas a hacer cualquier cosa a bordo».
Era una síntesis escueta y las voces de las dos mujeres no aparecían. Puse mi brazo sobre el hombro de Bratchet durante un rato, luego me volví hacia el secretario.
—No hay ningún registro de la defensa.
Estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y los ojos cerrados. Bostezó.
—Si las putas dijeron algo lo habrán hecho durante el interrogatorio antes del juicio.
—Muy bien. ¿Dónde está el registro del interrogatorio?
Se encogió de hombros.
—Perdido.
Lo hice buscar en el resto de enero y, por si acaso, en febrero, pero tenía razón.
Bratchet me dio un codazo.
—No has terminado de leer el juicio.
—Es la sentencia.
—Léela.
La leí.
—«Mary Read y Anne Bonny, deberán ir desde aquí hasta el lugar de donde vinieron y luego al sitio de la ejecución; donde serán respectivamente colgadas del cuello hasta que estén respectivamente muertas. Y que Dios en su misericordia infinita tenga misericordia de sus almas.»
—Misericordia —dijo Bratchet—. Misericordia. Oh, Dios. Estaban embarazadas.
—«Después de escuchar la sentencia, como se señala arriba, ambas prisioneras informaron a la corte de que las dos estaban embarazadas y llevaban niños en su seno, uno de Jack Rackham y el otro del primer oficial, y rogaron que se aplazara la ejecución de la sentencia. A lo cual la corte ordenó que la ejecución de la sentencia mencionada debía postergarse, y que se haría una inspección.» —Terminé de leer y me volví hacia el secretario—. ¿Se hizo?
—No lo sé.
—Por el amor de Dios, debe haber un registro de lo que les sucedió.
—No, no está —interrumpió el secretario— o lo hubieran puesto al final de la transcripción.
Le dije que me buscara el juicio de Calicó Jack. Abrió la boca para protestar, luego me miró, la cerró y volvió al armario.
El juicio del capitán de Anne y Mary había tenido lugar diez días antes que el de ellas. Fue ejecutado al día siguiente, junto con su tripulación. Eran diez: el capitán John Rackham, conocido como Calicó Jack, George Fetherton, Richard Comer, Noah Harwood, Jaimes Dobbin... Los nombres de la tripulación se podrían encontrar en el registro de cualquier parroquia de Inglaterra. Nadie había preguntado cómo ni por qué se habían convertido en piratas a bordo de un balandro en las Antillas. Vi que Joshua, el hijo de la vendedora, no aparecía entre ellos.
El joven empleado no había manifestado ningún interés mientras yo leía la transcripción del juicio de esas mujeres, como si el hecho de que dos muchachas inglesas se convirtieran en piratas sucediera todos los días. Me pregunté si la situación de encontrarse en este país extraño habría anulado su capacidad de sorprenderse por cualquier cosa.
Bratchet dijo con desesperación:
—Debe haber algún registro en algún lado.
El empleado respondió:
—Preguntad al carcelero.
Nos señaló una escalera, pero no nos acompañó hasta abajo. Descendimos desde un salón con olor a cera de abrillantar suelos y especias por una escalera tan empinada que tuvimos que apoyar las manos en la pared para mantener el equilibrio; y las paredes estaban pegajosas.
Llegamos y había un fuerte hedor causado por mantener durante mucho tiempo a demasiados cuerpos juntos, sin servicios sanitarios, en un lugar demasiado pequeño. Desde la mitad del pasillo se oían gritos muy agudos procedentes de las celdas y tuve que gritar para llamar al carcelero. Llegó con una linterna y una bienvenida más cálida que la que nos brindara el empleado del piso de arriba.
—No se ve mucha gente de buena familia, aquí abajo. —Era otro recién llegado a Jamaica; un marinero cuyos días con la armada llegaron a su fin con una bala de mosquete en la pierna, durante la batalla de Vigo Bay—. Más suerte que la de la mayoría de los trepavelas, eso tuve —me dijo—. Recomendado al vicealmirantazgo por Hoppson para trabajar.
Parecía bastante satisfecho con su trabajo; en cuanto a la oscuridad, el olor y el amontonamiento no hay mucha diferencia entre las celdas de una prisión y la bodega de un barco de guerra. Nos llevó a su «armario»; un pequeño habitáculo cálido, iluminado por el sol que pasaba a través de una minúscula ventana con rejas. Buscó un libro grande, pasó las páginas hacia atrás hasta que encontró la referencia.
—Aquí lo tenemos, señora y caballero. «Pagado a Daisy la partera», ahora me acuerdo de ella: bonita, vieja, radiante y negra como el carbón. Solía atender todos los nacimientos. «Dos chelines por los partos de dos mujeres piratas.» No se encuentran muchas de «ésas».
—¿Qué pasó con los niños? —preguntó Bratchet.
El carcelero revisó la página y meneó la cabeza.
—En general quedan en manos de la partera hasta que tienen edad para ir al orfanato.
Por Dios ¿cuántos niños habían nacido aquí?
—¿Qué sucedió con las mujeres piratas? —dije—. Arriba no pueden encontrar ningún registro.
—¿No pueden, de verdad, no pueden? Díganme los nombres, otra vez. Veamos. —Pasó más páginas; no parecía oír los gritos que llegaban del pasillo—. Bueno, aquí hay una muerta. «Por el entierro de la mujer pirata, Mary Read... seis chelines.»
Entonces era Mary la que había muerto.
—¿Y la otra? ¿Anne Bonny?
Más páginas. Otro gesto con la cabeza.
—No está. Puede que muriese como su compañera, puede que no. No mantenían registros muy metódicos hasta que vine yo. De cualquier modo, mujeres o no, aquí los piratas valen como el agua de las cloacas. Se lo merecen. —Sugerí que podría haber tumbas y le hizo gracia. Nos condujo a un patio vacío, caliente. La mitad era de cemento calcinado por el sol, la otra mitad era tierra removida—. A menos que cuelguen de cadenas, ahí es donde están. —Señaló hacia la parte removida—. Cal viva.
Bratchet se quedó quieta durante un buen rato. Quizá todavía se aferraba a la idea de que Anne y Mary estaban vivas. Ella sabía más que yo.
Si no era así, si se estaba despidiendo, había atravesado miles de millas para no encontrar nada a lo que decir adiós. Ni un árbol, la cal viva lo mataría, ni una placa, nada. Ni un hierbajo con flores, ni siquiera un hierbajo cualquiera, nuestro amable carcelero había blanqueado las piedras de las paredes, ni una mariposa ni un pájaro, ningún olor excepto el de la tierra agria: un espacio vacío lavado por el sol.
Recordó en voz baja:
—¿Llegaré a ser reina de Inglaterra, Bratchie? —Se volvió hacia el carcelero—. Quiero ver a esa partera, Daisy.
—Está muerta, señorita. Murió hace dos años. Ahora tenemos otra.
—Entonces quiero ver dónde tuvieron a sus hijos.
Se alegró.
—Tenemos una celda especial para los partos de las prostitutas. Grande, con mucha paja y, por supuesto, la mantengo limpia.
El pasillo se estrechaba al pasar delante de las celdas con barrotes. Manos de piel negra y manos de piel blanca se estiraban a nuestro paso, no tanto para tocamos como para saludar a la linterna del carcelero, la única luz. El loco redobló sus alaridos y pateó los barrotes. Bratchet mantuvo los ojos fijos hacia delante. Desde una celda llegó el grito de una mujer pidiendo agua. No sin cierta amabilidad, el carcelero respondió:
—Cucharón colgado, querida. Te daré un poco esta noche. —Nos explicó—: El agua está racionada.
La celda de los partos estaba al final, su tamaño era el doble de las otras. En ese momento estaba vacía; sólo había una candela y un negro de pelo gris barriendo el suelo a la luz de la vela, preparándola para el siguiente parto. Me pregunté por qué se molestaba en tenerla limpia, el olor que llegaba desde las otras celdas era suficiente para ahogar la nueva vida en cuanto diera la primera bocanada de aire.
Le pregunté al anciano cómo se llamaba. Fue el carcelero quien respondió.
—Es Pompeyo. A él tenéis que preguntar por las piratas. Hace años que está aquí, ¿verdad, Pompeyo? —Pompeyo no dijo nada—. ¿Recuerdas a una tal Anne Bonny y a Mary Read que dieron a luz en este sitio?
Recibí un graznido como respuesta. El carcelero giró el dedo sobre la sien para indicar que era idiota.
Bratchet no se movió.
—Quisiera hablar contigo en otro momento —le dijo a Pompeyo, en voz baja—. ¿Dónde vives?
Su gesto divertido nos aclaró que los esclavos no tienen dirección y que éste no era idiota.
—Duerme en una celda vacía, cuando logra encontrar alguna —dijo el carcelero—. No tiene por qué, los magistrados lo liberaron, pero no tenía dónde ir.
Al salir al resplandor de la plaza, dije:
—Me pregunto cuál de ellas tuvo el niño de Rackham y cuál el del primer oficial. —Bratchet no dijo nada. Parecía más pequeña—. Ya está, Bratchie. Es hora de regresar a casa.
En el camino de vuelta debí detener los caballos y abrazarla durante un buen rato mientras lloraba. En ese momento no sabía qué parte del dolor era por ella y por mí.
Le contamos a Livingstone lo que habíamos averiguado.
—Así que está muerta —le dijo a Bratchet, buscando su mano—. La señora Anne está muerta. Ni se molestaron en anotarlo.
—Sí.
—Tiradas dentro de un pozo como un trapo en un estercolero.
—Sí.
Sacudió la cabeza.
—Mejor hubiera muerto hace mucho, con el gaitero tocando una melodía en su honor y el viento sacudiendo las cintas de la gaita y las mujeres dando palmas y llorando en el entierro.
Ésa fue nuestra última noche en la cama pequeña e incómoda. Al día siguiente, mientras caminábamos por el jardín, me dijo que Livingstone le había pedido que se casara con él.
Quedé inmóvil.
—Y lo haré, Martin.
Al cabo de un rato, dije:
—¿Por qué?
Me cogió del brazo y me llevó hasta una higuera donde nadie nos podría ver, después se alejó, respiró hondo y se frotó las manos como un niño que trata de recordar el catecismo.
—Él lo ha perdido todo —dijo—. A lo largo de este camino soñaba con encontrar a Anne al final. Todo lo que descubrió es que no era la mujer con la que había soñado. Lo destrozó. La fiebre amarilla, lo que tiene en los huesos, en realidad es por su pena. Nunca volverá a ser el mismo. Él lo sabe. No quiere volver a Escocia. Dice que no soportaría que su gente lo viera así. No le queda nada.
—Eso no es ninguna razón para tenerte a ti —dije.
—Es exactamente el motivo por el que debe tenerme a mí. Le puedo resultar útil.
—Tú no eres ningún bastón, demonios —grité con sorna—: Me siento algo débil hoy ¿quieres casarte conmigo?... Estos últimos años no han sido un lecho de rosas para ninguno de los tres. Muy bien, quedó defraudado con su Anne. ¿Y con eso qué? No la ve desde que era una niña.
—No te enfades.
—Estoy furioso, maldito sea. Tú no eres un premio de consolación.
Y luego dijo lo que siempre temí.
—No te puedo dar hijos.
—No se los podrás dar a él tampoco.
Cruel quizá, pero estaba desesperado.
—Una vida estéril debe resultar útil de alguna manera. Debe tener un propósito. Él me necesita, tú no.
—Otro error —le dije.
Lo que resultaba irritante era que mantenía la calma.
—Martin —dijo— te amo como nunca pensé que fuera posible hacerlo. Hasta el final de mi vida desearé estar en la cama contigo. Pero tú lo tienes todo. Logras hacer las cosas bien. Tú eres quien cuida las espaldas de la gente. Las cuidas hasta cuando te atas los zapatos. Quiero que encuentres a alguien como tú, y que os caséis. Que tengáis hijos perfectos. Yo te perjudicaría. Te debo la vida, pero se la daré a alguien que la necesita más que tú. Soy la mujer de Livingstone.
—No lo podré soportar, Bratchie —dije.
—Tú puedes soportarlo todo.
—¡Que te jodan!
Intentó sonreír.
—Tú ya lo has hecho, pero sigo siendo la mujer de Livingstone.
Aún hoy la veo, bajo esa higuera. Resulta curioso que fuera una higuera. Hace mucho tiempo, al principio, Daniel Defoe y yo vimos a una mujer de una clase superior a la mía debajo de una higuera, más hermosa quizá. Pero la de Jamaica era todo lo que yo quería y no la podía tener.
Livingstone y yo fuimos a la corte del vicealmirantazgo antes de mi partida. Le dijimos al juez que viajábamos desde La Haya hacia Inglaterra en un barco holandés. (Supusimos que el vicealmirantazgo podría tener las listas de los barcos ingleses, pero no tendría las de los holandeses.)
Afirmamos que habíamos sido capturados en el canal por el Holy Innocence, llevados a bordo y encerrados, liberados por el motín y obligados a ayudar a la tripulación, habíamos presenciado el abordaje del barco español y por fin fuimos liberados en las Bahamas. Fácil como besarle la palma de la mano. No era algo que incumbiera al vicealmirante si algunos muchachos ingleses, leales, liberaban un cargamento español. Siempre que no se dedicaran a liberar las cargas de cualquier otro por su cuenta.
El juez nos interrogó con detalle sobre los nombres de los amotinados piratas. Como resultaba inconcebible que hubiéramos convivido con ellos y no conociéramos sus nombres, tuvimos que decírselos y rogar a Dios que no los capturaran. No creo que el juez hubiese sido tan comprensivo si Livingstone no hubiera estado emparentado con el gobernador. Tal como salieron las cosas, ambos abandonamos la audiencia con apretones de manos y ninguna mancha en nuestras personas.
Después de eso, el cochero de Faa nos condujo a Livingstone a Bratchet y a mí al puerto de Bridgetown donde el Laird o’Kirkaldy estaba a punto de zarpar en dirección a Bristol.
Livingstone pasó la mayor parte del trayecto rogándome que por lo menos me quedara hasta el día siguiente para asistir a la boda en la catedral de Spanish Town.
—¿Quién tiene más derecho a ser mi padrino que tú, muchacho? Será una fiesta triste sin ti.
Le dije que la marea no esperaba a nadie.
—Y ahora ya no necesitas ayuda.
Estaba mejor, aunque sus manos parecían garras. Bratchet las retuvo entre las suyas cuando se inclinó en el coche para besarme en la mejilla. Quería partir de inmediato pero Livingstone insistió en permanecer en el muelle hasta que soltáramos amarras. El lloraba.
Había pasado varias noches preguntándome si estarían seguros sin mis cuidados y decidí que sí. Era poco probable que llegaran más preguntas del vicealmirantazgo. Y quien hubiera matado a tía Effie había logrado su propósito enviando a Bratchet a un lugar desde donde no podría hacer ningún daño, de modo que no habría problemas por ese lado.
«Estarán bien», pensábamos yo y los cordones de mis zapatos, a medida que se agrandaba el espacio de agua entre el muelle y el barco, y las dos figuras del coche se hacían más pequeñas.
En el último momento, Bratchet saludó con la mano.
Yo no le devolví el saludo.