Capítulo 17

Sexto extracto del Diario de la loca

A

yer recibí un mensaje que me obligó a salir en busca de Wapping en el Bladebone. Sacudí a Jem por su casaca grasienta.

—¿Es cierto?

—Eso parece. ¿Conociste a Hempen Moffatt en los viejos tiempos? ¿Navegó con Jennings? Se dedicó a cazar ballenas en aguas de las Bahamas y se encontró una piedra de grasa fósil...

Lo sacudí una vez más.

—Te cerraré tus luces muertas, gusano. Quiero que me contestes.

—Ajá —dijo—, pobre capitán Porritt. Parece que ahora está bebiendo en la taberna de Davy Jones. El viejo Moffatt, entró el lunes, en cuanto llegó de las Antillas para gastarse la fortuna, lo que hizo para mi bien y su mal, y me lo dijo. Se encontró con el Holy Innocent en las Bahamas, sólo que ahora se llama Brilliana. La tripulación se amotinó, sabes, y se hicieron piratas. Ni señal de Porritt ni de los oficiales.

—¿Y la marcada?

Asintió.

—Estaba allí. No podía ser otra. La única mujer a bordo. Pequeña, rubia y picada de viruela en la cara —me sirvió un vaso de ron y me lo bebí—. Los amotinados la nombraron tesorera. Es otra como tú, me parece. Ah, hoy hay más mujeres piratas en la lista de las que se pueden contar. —Me observó—. Es extraño. Ahora que está en la Hermandad. ¿Todavía quieres que siga marcada?

Bebí otro ron mientras lo pensaba, luego le dije que no. Creo que no me equivoqué. ¿De qué sirve? Arrastra a esa muchacha por la mierda y saldrá cubierta de azúcar. Está bastante lejos, de todos modos. Y además, si se unió a la Hermandad, ella misma se excluyó de la corte. ¿Quién va a escuchar el testimonio de una mujer pirata contra el de una doncella de la alcoba real? Puede vivir.

No recuerdo cómo llegué a casa y no fue culpa del ron. Solamente pensaba en «ella». Resultaba visible, lo juro; las calles retumbaban con sus alaridos porque la había burlado una vez más. Todavía quiere a Bratchet muerta.

La nueva treta de sangrar que practica la criatura me afecta los ojos hasta el punto de que a veces no puedo ver nada más que sangre. De día, gotea del cabello de Zanahoria y chorrea de los pies de la reina Hormiga cuando les doy un masaje. Los zapatos de Abigail envían pequeñas olas de sangre contra el zócalo de la habitación.

Debe de ser el ambiente de la ciudad lo que la afecta; el aire está cargado de violencia. Sin embargo, oficialmente estamos en paz. Por fin. El Viernes Santo, a eso de las dos de la tarde, llegó correo a galope por Whitehall y se detuvo en el Cockpit. El medio hermano de Saint John saltó a la calle, con el Tratado de Utrecht en la mano. Por fin había quedado ratificada la paz con Francia y España. La reina Hormiga cayó de rodillas en señal de gratitud.

No obstante, aunque exista la paz entre los países no la hay entre los hombres. Todo el mundo trata de asesinar a los demás. Con los tories en el poder, los whigs se están desesperando. Antes de que lo reemplazaran, nuestro embajador whig en París, el conde de Stair, contrató a algunos hombres para que mataran al Pretendiente. Fracasó, pero eso indica hasta dónde están dispuestos a llegar los whigs en sus esfuerzos por garantizar el ascenso al trono de Jorge I.

De hecho, Harley descubrió un complot organizado por los whigs más desesperados para desenvainar las espadas en la misma Cámara de los Comunes y atacar a los ministros que se oponían a los Hanover. Eso también fue cortado de raíz.

Se dice que los mohicanos que invaden las calles por la noche en realidad son whigs disfrazados que buscan devorar a los tories. Durante el día las calles son tan violentas como por la noche; hombres y mujeres se pelean por los artículos que aparecen todos los días en los periódicos de cada bando, atacando la causa del otro. Sus autores contratan pandillas para protegerse y éstas se pelean cuando se encuentran. Hasta las mujeres de la corte van armadas y evitan las calles oscuras.

El duque de Hamilton, un tory jacobita, debía partir a París para reemplazar a Stair como embajador británico, pero antes de viajar fue retado a duelo en Hyde Park por el conde de Mohun. Los dos necios lograron matarse entre sí.

La única que logra evitar que el país se desangre es nuestra obesa, pesada reina. Si no fuera por el respeto que whigs y tories le profesan, en el país hubiera habido otra guerra civil. La «habrá» cuando ella muera. Todos lo saben. Y ella está cada vez más enferma.

Estaría mejor si sus ministros no trataran de partirla en dos. Los celos entre Robert Harley y Saint John la ponen enferma. Tuvo que concederle un título a Saint John porque fue el artífice de la paz entre ella y el rey Luis. No deseaba hacerlo; Saint John es notoriamente infiel a su esposa y la reina Hormiga condena eso. De modo que se limitó a nombrarlo vizconde Bolingbroke mientras que a Harley lo nombró conde de Oxford.

Saint John sufrió un ataque de ira por el castigo.

—El pueblo me alaba, hasta los franceses me alaban; y en lugar de premiarme, la gran yegua me castiga.

Nuestros aliados holandeses no lo alaban; el tratado que firmó con Luis prácticamente los deja a merced de los lobos. Creo que en esto le faltó visión porque los Hanover siempre fueron grandes amigos de los holandeses y éstos, de aquellos. La paz ha puesto a Jorge con mucha fuerza en el terreno de los whigs. Siente que los tories lo han traicionado. En consecuencia, si Saint John pretende continuar su ascenso al poder con el próximo monarca, deberá asegurarse de que el rey sea Jacobo III y no Jorge I.

La única persona ausente de todo esto es el duque de Marlborough, el hombre que hizo caer de rodillas a Luis. Los tories lo vilipendiaron delante de la reina Hormiga hasta tal punto, que se lo podría considerar responsable de cada uno de los crímenes cometidos desde la Conspiración de la Pólvora. Si Sarah no hubiera ofendido a su majestad por encima de lo tolerable, su marido hubiera podido sobrevivir como figura política. Tal como ocurrieron las cosas, la reina se deshizo de su antiguo amigo y su mejor general con una carta tan parca que se dice que el duque la tiró al fuego. Sarah se ha unido a su esposo en el destierro y la corte está más tranquila, pero también empobrecida por su ausencia.

Creo que todo esto ha destrozado el corazón a la reina. Se puso tan enferma en Windsor durante las últimas Navidades que casi se muere y temí que tú y yo, querida, hubiéramos perdido nuestra carrera. Fue una fiebre violenta seguida por la gota. Aún estamos en Windsor, esperando que se recupere. Es evidente que sus días (y los nuestros) están contados.

Sin duda podría acabar con esta confusión, en parte, si dijera quién quiere que la suceda, Jacobo Estuardo o Jorge de Hanover; pero no hará tal cosa. Es una reina demócrata. El Parlamento había dado los pasos necesarios al comienzo de su reinado para asegurar la sucesión por un heredero protestante y ella se propuso respetar esa decisión. Pero seguía perseguida por su padre por haberlo abandonado en la Revolución Gloriosa, exigiéndole que pagara su traición, haciendo regresar a su hijo. Sé que es así, porque anoche lo vio; sintió terror, se sentó, rígida, con la mirada fija. Quizá, como la criatura, el fantasma sangra.

El loro lo vio y no dejó de garrir. Danvers corrió en busca de los médicos, mientras Zanahoria y yo la tranquilizábamos. Fue una noche muy larga y a la mañana siguiente estábamos todas extenuadas.

La criatura se había puesto tras una cortina con la cuerda alrededor del cuello, de modo que tenía la cabeza inclinada hacia un costado. La sangre brotaba de su boca como la lluvia de una gárgola. La luz del amanecer pasaba por la ventana a través de ese torrente, tiñendo muebles y mujeres de escarlata. Serví chocolate a una reina demacrada.

Abigail entró en la habitación, toda solícita.

—Mi pobre, querida majestad ¿por qué no me llamasteis? ¿Qué le sucede a ese pájaro? Permitidme sacarlo de aquí.

Su majestad no había llamado a Abigail ni le permitiría llevarse al loro, ya que está molesta con ella porque se dejó seducir por Saint John (cuando digo «seducir» me refiero solamente a la mente; ni siquiera Saint John se acostaría con ese palo de escoba). Impertérrita, la mujer que solía defender la causa de Harley ahora defiende la de Saint John en tono monocorde. No me sorprende que los alaridos del pájaro le parecieran más agradables. Por fin terminó de hablar y se fue.

La reina me indicó que cerrara las cortinas y yo saqué el orinal del banco, pero lo rechazó con un gesto y, en lugar de ello, sacó el cofre de debajo de sus almohadas. Cerré los puños para clavarme las uñas y mantener la sensibilidad durante un rato más. Firme, firme.

—Me siento perseguida. No puedo descansar cuando pienso que puede haber otro Estuardo necesitado... Quiero tomar una decisión sobre esta pobre niña antes de morir.

A pesar de los gritos del loro y de la criatura, fingí reflexionar.

—Me pregunto, señora, Anne Bard tenía una íntima amiga llamada Mary Read... Recuerdo que antes de su desaparición fue a visitar a los padres de Mary Read. Podrían saber algo del tema.

—Oh, excelente —dijo—. Pero ¿se los puede encontrar?

Me llevé la mano a los labios, maravillada porque ella no veía cómo me corría la sangre por el mentón. Firme, timonel. Firme, firme. No falta mucho.

—Creo que eran campesinos. Mary dijo en alguna ocasión que vivían por Suffolk. ¿Sería en Ipswich?

Bufó con decisión y olí el té frío que bebe copiosamente y ya se ha convertido en un secreto a voces.

—Ve tú a Ipswich, querida. Encuéntralos. El aire del mar te fortalecerá; estás pálida. Eres demasiado atenta y he sido negligente al exigirte tanto trabajo.

Le dijo a Zanahoria que trajera la cartera y me dio treinta libras. Le besé la mano una docena de veces y abandoné la habitación.

No fui a Ipswich, claro, ni tampoco a Highgate; de incógnito y asegurándome de que nadie me seguía me dirigí a cierta casa en Southwark donde me desmayé. Raquel me quitó el cuchillo y me encerró en una habitación donde di patadas y eché espuma por la boca.

Una mujer interesante, Raquel. Una negra traída a Inglaterra por su amo, lord Gosse. Cuando se cansó de ella le dio dinero para pagarse el viaje de regreso a África. En lugar de eso instaló un negocio. Le fue tan bien con los hombres blancos que se sienten atraídos por las mujeres negras y sus artes que ahora posee uno de los mayores prostíbulos de Southwark. Se especializó en el comercio de orgías y construyó un templo griego en el jardín de atrás, debajo de los árboles, para que sus chicas y sus clientes paseen desnudos comiendo uvas, pero hay habitaciones para otros gustos y mis gritos y maldiciones pasaron inadvertidos porque parecían corresponder a tales inclinaciones.

Igual que Asantewa en Jamaica, Raquel es una ashanti y practica obeah. Cuando la peor parte del ataque hubo pasado, abrió la puerta e inició el procedimiento mágico para liberarme de la criatura. No puede practicar los bailes porque su gordura ya es inmensa (de hecho, si no fuera por el color, se parecería mucho a su majestad), pero ha entrenado a una de sus chicas para que los baile mientras ella se ocupa de las palabras y los cánticos y del sacrificio de los gallos.

Al principio, la criatura se limitaba a reír. Yo misma casi lo hago. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche empezó a sentir miedo, igual que yo. ¿Te acuerdas de Nannytown, querida? Por supuesto. Era igual a esto.

El perfume de orquídeas y plantas en descomposición y techos de hojas de palma y la transpiración de la piel negra llegó a la pequeña habitación de Londres. Las paredes se expandieron para convertirse en montañas desde las cuales descendían cascadas cual cintas blancas en movimiento. Volví a caminar a la luz de la luna hacia la roca plana cuyo acceso está vedado a los hombres y donde hay un caldero que borbotea sin fuego y donde las mujeres son poseídas por la locura sagrada y donde tú y yo juramos a la Gran Madre que nuestra venganza, y la de Asantewa, caería sobre los esclavistas ingleses. Nos lo debíamos a nosotras mismas. Era como esto.

Después de no sé cuántas horas, la bailarina cayó desplomada, las palabras y los cánticos se convirtieron en un susurro y Jamaica desapareció de la pequeña habitación de Southwark.

No se puede decir que la criatura fuese exorcizada, pero estaba encogida en un rincón y su tamaño se había reducido a un tercio. Ya no sangraba. Dormí durante dos días sin despertar ni soñar. Cuando desperté di a Raquel veinticinco de las treinta libras y regresé al palacio, lista para ejecutar la última parte del plan.

A pesar de que a la criatura le desagrada, me siento orgullosa de Bratchet. Orgullosa y celosa. Lo experimentó, entonces; sintió la inclinación de la cubierta bajo los pies, compartió esa camaradería, vio el amanecer en el Caribe, contempló el fulgor turquesa del crepúsculo quebrándose sobre el mar. Te hagan lo que te hagan, Bratchet, lo que «ella» me obligue a hacer contigo, has compartido la libertad condenada y salvaje que conocimos nosotras, prohibida a todas las mujeres excepto a las más valientes.

Saca fuerzas de ello, Bratchet. Pagarás por eso. Te lo quitarán. No lo olvides.