Capítulo 13

 

L

ivingstone y yo estábamos en la bodega. Tardamos en descubrirlo porque todo estaba negro. No oscuro, negro. No se colaba ninguna luz por debajo de la puerta, no se filtraba la luz del día (la verdad es que era de noche cuando nos arrojaron allí, pero el amanecer no cambió nada). Había ruidos: el crujir de la madera, el golpeteo del agua contra los lados y por debajo, pasos y golpes por encima. Todo llegaba desde cierta distancia, como si estuviéramos suspendidos en un capullo situado en el centro.

Y había olores. Todos los barcos apestan bajo la cubierta. En realidad la bodega es más limpia que la mayoría de los sitios, pero no le llega aire fresco. Lo que sí llega es una mezcla de sentina, cloacas y madera rancia.

Cuando empecé a sentirme mejor, tanteé a mi alrededor y encontré las piernas de Livingstone. Supe que eran las suyas porque estaban desnudas. Como había peleado con mayor energía, lo habían tratado peor. Tema las manos atadas pero logré liberarle los pies y luego intenté deslizarme hasta donde tenía la cabeza, pero su cuerpo ocupaba todo el espacio disponible y tuve que echarme encima de él para descubrir dónde estaba herido. Le aflojé el cuello y palmeé sus mejillas. Susurró algo. Acerqué el oído a su boca.

—Quita —repetía. Me eché hacia atrás y lo oí gemir mientras se incorporaba. Nos sentamos espalda contra espalda y nos desatamos las muñecas uno al otro—. ¿Qué ha pasado?

—Parece que tu capitán Porritt necesitaba un par de brazos extra y no se animó a pedirlos —le dije.

—¿Nos han secuestrado?

—Eso creo.

—¿Y la muchacha?

Yo la había conducido al matadero, con cuidado, ocupándome de los detalles.

—Es culpa mía —dije—, culpa mía. Este peso me resulta intolerable. Ten piedad de ella, ten piedad de ella, Padre misericordioso, en el nombre de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

En momentos extremos uno suele acobardarse.

—Levantad vuestras almas —dijo Livingstone desde la oscuridad.

—Las tenemos levantadas al Señor.

—Demos gracias al Señor nuestro Dios. —Yo no pude pronunciarlo, pero él continuó con la letanía—: Es justo y necesario, darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor...

Me desmayé o me quedé dormido, no lo recuerdo. Cuando desperté, el barco estaba en movimiento y los pesados pies del escocés me pisaban el cabello mientras exploraban la prisión.

—Es una especie de armario —dijo—, un gran armario. Hay una estantería a mi derecha con... bolas. ¿Bolas?

—¿Son de hierro?

—Ah, sí, balas de cañón. Detrás de una red. Los estantes tienen unos diez pies de largo. No sé qué profundidad tendrán.

Yo mismo podía calcular que el espacio en el cual nos encontrábamos, el tramo entre la estantería y la puerta, tenía unas dieciocho pulgadas de ancho. Me uní en la exploración; me acerqué a la estantería y él se acercó a la otra pared para que no chocáramos..

Conté cuatro estantes. El espacio entre cada uno estaba protegido por una red, como una hamaca vertical, para evitar que las balas se desplazaran y cayeran con el movimiento del barco. Según pude apreciar a través de la red, las balas eran relativamente pequeñas, pesarían unas dieciséis libras. Sin embargo, si caían al suelo durante una tormenta podrían agujerear un barco.

Habría unas cien o más en cada estante. La idea de que semejante cantidad estuviera junto a nosotros aumentó la sensación de ahogo que nos atormentaba.

Livingstone se entusiasmó con la puerta.

—Se desliza. Sí, necesitan una abertura ancha. Bien, será más fácil con una puerta corredera que con bisagras. Quizá podríamos abrirla con un golpe de esas balas, son bastante duras.

Ya nos encontrábamos en alta mar y el barco parecía una ballena con arcadas y deseos de vomitarnos. El estruendo era casi tan cruel como el movimiento. Busqué el suelo y me aferré a él.

Livingstone volvió a pisarme. Seguía inspeccionando.

—Aquí hay algo. Cristal. ¿Para qué pondrían cristal en una pared que no tiene vista? —Yo había perdido el interés. Livingstone exclamó—: Por lo menos sufrimos como tuvo que sufrir Anne Bonny. ¿No encuentras cierta bendición en ello?

No. Quería morirme. Al cabo de una hora lo deseaba, profundamente. Y seguí deseándolo durante la mayor parte de la semana. Sin duda nos llevaron agua porque Livingstone no cesaba de darme de beber, y también un cubo, porque recuerdo haber vomitado en uno. Luego oí que Livingstone me llamaba.

—¿Quieres darte prisa, muchacho? —El barco seguía sacudiéndose y cuando me levanté, me arrojó al otro lado. Tuve que agarrarme a los estantes y colgarme de ellos mientras buscaba a Livingstone a tientas. Estaba de pie, con el pecho apretado contra los estantes y tenía los brazos, según pude adivinar, estirados en cruz—. No ha sido muy inteligente —dijo. Mientras yo estaba inconsciente, él había pasado horas royendo un trozo de cuerda de la red del estante intermedio. Sus dientes debían de ser afilados como cuchillos. Había logrado deshacer el trozo hasta que sólo quedaban hebras. Entonces una de las balas rodó hasta su mejilla en uno de los movimientos del barco y oyó que el resto se movía. En ese momento comprendió que había hecho un agujero en el dique—. Quería usar una bala contra la puerta, comprendes muchacho. Ábrela a golpes.

Se aferraba a la red, usando el cuerpo para evitar que todas las balas salieran despedidas y nos aplastaran contra la puerta. Golpeé la puerta, pidiendo ayuda a gritos.

Alguien llamó a la puerta y exclamó algo en un idioma extranjero. Traté de decirle que él también estaba en peligro: la avalancha de hierro a nuestra espalda derrumbaría la puerta como una valla de paja y aplastaría todo lo que hubiera al otro lado. Seguí llamando y gritando pero el idiota se había ido o no le preocupaba.

Intentamos arreglar el agujero. Livingstone lo tapaba mientras yo trataba de unir la cuerda deshilachada. Creo que incluso si hubiera podido ver lo que hacíamos, no lo hubiéramos logrado. La tensión en el agujero había separado demasiado los dos extremos de la cuerda.

Por último, tuvimos que turnarnos para agarrar la red. Cuando llegaba el momento de cambiar de lugar, debíamos esperar hasta que el barco se inclinaba hacia delante y enviaba las balas lejos de la red. El estruendo que hacían al rodar y volver hacia nuestro pecho, con la amenaza de rompemos las costillas, es un sonido que todavía me persigue.

Livingstone hacía turnos más prolongados. Decía que era porque cuando yo vomitaba en aquella posición lo hacía fuera del cubo. Pero incluso su fuerza flaqueaba al cabo de un par de horas y entonces decía: «Si no te importa, muchacho...» Y yo ocupaba su lugar hasta que los brazos me empezaban a temblar y el bamboleo del barco, que empujaba las balas contra la misma zona de piel lastimada, me resultaba insoportable.

La comida y el agua llegaban cuando el zoquete del otro lado de la puerta decidía dárnoslas, lo cual sucedía cada dos días a través de las nueve pulgadas de la abertura que teníamos a la derecha, frente a los estantes. Ignoraba nuestros gritos y, como no tenía nada que hiciera luz, no veía nuestra situación. Era un cretino descuidado que se las arreglaba para volcar la mayor parte del guiso cuando lo pasaba y solamente llenaba el cuero del agua hasta la mitad, así que la sed y el hambre se añadían a nuestros problemas.

Cuando hablábamos (no muy a menudo, porque el que descansaba estaba tan extenuado por la guardia en la red que caía dormido), planeábamos lo que haríamos con ese zoquete cuando saliéramos. Livingstone siempre decía «cuando», nunca «si». Y tratamos de descubrir para qué servía la ventana. Al golpearla descubrimos que el cristal era muy grueso y estaba fijo. La segunda vez que vino Zoquete, una brisa se abrió camino desde el otro lado del hedor y me recordó las batallas.

—Pólvora —dije a Livingstone. Era su turno en la red y yo lo estaba alimentando con la comida que había rascado del suelo donde Zoquete la había vuelto a tirar—. Creo que al lado está el depósito de municiones. El polvorín.

No nos tranquilizó, pero nos permitió comprender por qué no le habían dado una vela encendida a Zoquete.

Perdimos la noción del tiempo, pero debíamos llevar en ese agujero una semana cuando llegó un destello a través del cristal. Yo estaba sujetando la red y fue Livingstone quien me golpeó y gritó.

Volví la cabeza hacia la derecha, sudando por el miedo. Había rezado para tener luz. Ahora rogaba que quien llevaba una llama al depósito de municiones supiera lo que hacía.

Una chispa lo mandaría a él, a nosotros y al barco entero a volar por los aires en mil pedazos.

El cristal se abrió y una mano pasó un cirio, de los que duran ocho horas. Comprendimos que nuestra ventana daba a una escotilla. Había un cristal al otro lado y entre ambos, había un estante.

—¡Eh! —dijo alguien—. ¿Por qué ese cretino está besando mis balas de cañón?

—Hay un agujero en la maldita red —le dijo Livingstone, con cansancio.

—Demonios.

Cerró el cristal de nuestro lado, colocó el cirio con cuidado sobre un clavo en el estante y cerró el cristal del otro lado. Hubo gritos y después, por primera vez desde que nos encerraran, la puerta corrediza se abrió. Sacaron a Livingstone a empujones y entraron algunos hombres. Me apartaron con cuidado, mientras un gigante ocupaba mi puesto y comenzaban a fabricar una red nueva. Me permitieron tambalearme hasta el pasillo. No olía a flores, pero era un jardín paradisíaco comparado con la bodega. Un cretino de aspecto impasible nos apuntaba con el mosquete a Livingstone y a mí.

Nuestro salvador salió de la bodega limpiándose los dientes, mientras proseguía el trabajo en su interior.

—¿Desde cuándo está ahí ese maldito agujero?

—Hace días —le dije.

—Tendríais que haberlo dicho ¿no os parece?

—El guardia no quería hacemos caso.

Nuestro salvador observó a Zoquete impasible.

—Es un marinero —dijo, a modo de explicación—. No tiene leche en el coco. Viene de Freezy no-sé—qué. Allí hablan con gruñidos.

—¿Nos puedes traer agua?

Se volvió hacia el marinero y señaló el mosquete.

—¿Qué vas a hacer? ¿Dispararles? ¿En este sector? El capitán se comerá tus pelotas para desayunar. Tráeles agua. —Como el marinero dudaba, añadió—. ¿Crees que los pobres desgraciados podrán escapar en este estado? Agua. Tráela.

El hombre se fue y nuestro salvador nos observó.

—¿Ingleses, ambos?

—Escocés —dijo Livingstone, de mal humor.

—Debí suponerlo, por la falda. ¿Y tú?

—De Londres —le dije.

—Ni idea. ¿Por dónde queda?

—Cornhill.

—Ni idea. Yo soy de Cheapside. Nobby Clarke.

—Martin Millet.

—Mucho gusto, Mart. ¿Qué haces al servicio del rey Luis?

—Deseando no estarlo.

Sonrió.

—Sí, bien. A los reclutas se los mantiene en capilla durante un tiempo. Eso les enseña a valorar las comodidades del servicio cuando salen.

Era un producto típico de Cheapside, bajo y rápido como un hurón sin la buena dentadura del hurón. No era una buena propaganda de las comodidades al servicio de Luis XIV. Llevaba una vieja casaca de marinero inglés sobre un par de calzones, ambos mugrientos. Sin embargo, a mí me pareció hermoso.

—Había una mujer joven con nosotros —dije.

—¿La pequeña señorita Modicum? Lo siento, gallito, está en el camarote ahora. Privilegios del capitán. —Me dio una ligera palmada en la cabeza—. No te preocupes. Por lo menos no la comparte con los demás, es un roñica desgraciado. Y está mejor arriba que abajo. —Acercó la cara a la bodega y se tapó la nariz—. Dios nos libre. Y no suelo ser delicado.

—El guardia se niega a cambiamos el cubo —expliqué— y nos mata de hambre.

—Me ocuparé de eso —dijo Nobby—. Lo único bueno de esta casualidad flotadora es la comida. —Gritó hacia el polvorín—: ¿Ya habéis terminado, desgraciados?

—¿Cuándo llegaremos a Escocia? —preguntó Livingstone, que tenía algunos problemas con el acento de Nobby.

—¿Escocia? —me preguntó Nobby—. ¿Acaso cree que vuelve a su casa en las montañas?

—¿Adónde vamos?

—A las Antillas. —Sacudió la cabeza mirando a Livingstone—. Mejor que la maldita Escocia. Más cálido.

Nos volvieron a encerrar cuando terminaron de arreglar la red, nos cambiaron el cubo y nos dieron un poco de agua. Eso, unido al alivio de no tener que sostener cientos de balas, hubiera convertido el agujero en un camarote de primera clase, si pensar en Bratchet y en nuestro destino hubiera resultado más tolerable.

Hasta Livingstone necesitó media hora para encontrar algún ridículo atisbo de esperanza.

—Quizá las Antillas fue donde llevaron a Bonny Anne —dijo—. Quizá nosotros somos la segunda flecha para encontrar la primera, que se perdió. Quizá desembarquemos donde lo hizo ella. —No pude contestar. Lo oí cuando empezó a llamar a la puerta; un sonido constante, lento—. No lo podré soportar, Martin —dijo con la voz quebrada—. Si nos secuestraron ¿por qué no nos sacan de aquí y nos hacen trabajar? Si me mantienen en este agujero siempre, me volveré loco.

—Nos mantienen aquí para vendernos cuando lleguemos —dije—. Alguna viuda acaudalada de la colonia te comprará como esclavo y te impondrá exigencias irracionales.

Pero él siguió golpeando la puerta hasta que le exigí a gritos que parara.

Físicamente, las cosas mejoraron. La lámpara de seguridad, básicamente eso era nuestra ventana, se mantenía encendida para que tuviéramos luz. El mar estaba más calmado y el capitán ordenó hacer prácticas con los cañones, lo que trajo vida a la bodega y al polvorín. Resultó que las balas estaban oxidadas y Livingstone y yo debimos limpiarlas, lo que requería espacio, así que la puerta quedó abierta y el marinero Zoquete montaba guardia fuera.

Tenía el cerebro de un mosquito. Se le había ordenado montar guardia y eso era lo que hacía. Afortunadamente, Nobby controlaba las municiones y bajaba a la bodega con frecuencia y le mandaba que nos trajera agua, de modo que también hacía eso.

La limpieza de las balas era un trabajo que hubiera hecho temblar a Hércules. La herrumbre puede dañar el cañón de un arma y estropear su precisión. Para cumplir la orden de Nobby (tenía que verse reflejado en cada bala cuando hubiésemos terminado), nuestros trapos quedaron hechos jirones y los dedos se nos pelaron hasta los huesos.

No obstante, Nobby era nuestro salvavidas; nos traía comida y noticias. Le agradaba haber encontrado un paisano cockney entre la chusma de desertores y hombres reclutados de todas las nacionalidades que formaban buena parte de la tripulación del Holy Innocent. Los oficiales eran franceses o escoceses y jacobitas irlandeses, y a Nobby no le interesaban.

—Cargamento de adoradores de muñecas, limpiatierras que no podrían timonear el transbordador de Woolwich. —En cuanto al capitán Porritt—: Un bastardo vendecarne, frío.

La carrera de Nobby había tenido sus emociones: de joven fue condenado por robo y un juez le ofreció las alternativas a la horca: la deportación o la armada. Eligió la armada que lo complació hasta que tuvo un capitán que le resultó desagradable y entonces cambió de barco, irónicamente, en Barbados donde se unió a un navío pirata.

Cuando el barco pirata salió perdiendo en un encuentro con un buque de guerra francés, fue capturado, enviado a Le Havre y transferido junto con otros piratas al Holy Innocent jacobita. Eso lo indignaba. No le importaban los gabachos, decía, pero los jacks le revolvían el estómago.

—Traicionar a su propio país. —Negaba que su propio legajo de lealtad tuviera alguna mancha—: No lo podía evitar ¿no? Hubiera hecho otra cosa si hubiera tenido oportunidad. Si mi tía hubiera sido mi tío hubiera tenido pelotas bajo el trasero, pero no las tenía. La reina Ana debería saberlo.

Su afirmación de que en la Armada Real, entonces de Su Majestad, había sido artillero, resultaba poco creíble. Sin embargo, no había duda de que era un elemento respetado en la cubierta del Holy Innocent y fueron sus órdenes y las maldiciones de Cheapside las que se oyeron cuando se sacaron los cañones y empezaron los ejercicios de tiro.

La sensibilidad no era su fuerte, desgraciadamente, y no podía mantener la boca cerrada sobre Bratchet. Como era la única mujer a bordo, todo el barco hablaba de ella. Muchos miembros de la tripulación, como Nobby, por ejemplo, habían sido transferidos después de un viaje en barco directamente a otro. No se les dio permiso para pisar tierra firme y la abstinencia sexual les había estimulado la imaginación.

La primera vez que empezó a murmurar en nuestra presencia acerca de lo que Bratchet y el capitán estaban haciendo en el camarote, Livingstone le plantó cara. No le retorció el cuello porque la punta del mosquete de Zoquete se clavó en su propio cuello. Después de eso «hostigar al perrito faldero» se convirtió en el pasatiempo predilecto de Nobby y yo tuve que agarrar del cinturón a Livingstone para evitar que volviera a atacar al pequeño desgraciado otra vez.

—¿Te vas a quedar tan tranquilo? —me gritó cuando se fue Nobby—. ¿Permitirás que ese narizchorreante manche el nombre de la pobre muchacha?

—Lo único que consigues es ponerlo peor.

—Canalla bocasucia ¿se creerá que las mujeres empiezan y terminan en la entrepierna?

—Posiblemente no pueda llegar más arriba.

Livingstone había convertido a Bratchet en una de sus mujeres de cuento, igual que Anne Bonny: una virgen inocente en las garras bestiales de un villano. No se me ocurre cómo podía pensar que alguien podía conservar la inocencia en Puddle Court. Yo sabía que lo que había vivido allí posiblemente hacía más terrible aquel momento, pero estaba viva, sobrevivía.

Empecé a sospechar que Livingstone la respetaría más si no lograba sobrevivir. Le gustaba que sus sueños se mantuvieran inmaculados. Me estaba poniendo nervioso. En realidad, yo también lo ponía nervioso: era el efecto de estar juntos en un lugar pequeño durante demasiado tiempo, sin comida ni aire suficientes.

Por fin, cuando dijo:

—Sería mejor para ella que saltara al mar —le di un puñetazo y empezamos a pelear.

No obstante, poco a poco, las referencias de Nobby sobre Bratchet empezaron a cambiar. Seguía pasando las noches en el camarote del capitán pero el cocinero del barco la protegía, dijo, y se pasaba el día en la cocina donde él se la encontraba de vez en cuando.

—No me habías dicho que fuera de Puddle Court. Lo sabía. Es una pequeña obra maestra, la chica. Maldice como un cristiano. —Empezó a traemos mensajes enviados por ella y pequeños bocados de comida que le daba el cocinero—. Quiere venir a veros, yegua descarada, pero la orden de Porritt es que descuartizará a cualquiera que la traiga aquí abajo. El cretino lo hará.

Ni el capitán ni Nobby habían tenido en cuenta el poder de convicción de Bratchet. Dos noches después, se abrió el cristal de nuestro lado. Oí la voz de Nobby:

—Y que sea rápido, maldición.

Vi el rostro de Bratchet enmarcado por la ventana.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Y tú?

—Sí —dijo. La cara se alejó mientras pasaba la mano con cuidado alrededor de la vela y me daba un paquete grasiento—. Salchichas.

—Estupendo.

Reapareció la cara.

—¿Cómo está él?

—Durmiendo.

Me retiré para que pudiera ver a Livingstone, acostado con la mejilla apoyada en el gorro. Le di un golpe con la bota, pero sólo se movió y Bratchet dijo:

—No, déjalo descansar. Está delgadísimo. —«Tú también», pensé, a pesar de que resultaba difícil verla bien, ya que el fulgor de la vela nos hacía pestañear a ambos. Dijo—: Le pedí que os dejara salir pero no quiere.

—Bueno —dije, como un tonto.

—No es un buen hombre, Mart.

—¿No?

—Me iba a dar latigazos. Y dijo que os tiraría por la borda si yo no... ya sabes.

—Lo sé.

—¿Qué piensa él de mí?

Y esta vez no se refería al capitán.

—Piensa que eres una leona.

Casi sonrió.

—¿Es cierto?

—Yo también —le dije.

Pasó las manos por la ventana y las retuve entre las mías hasta que dio un respingo como si alguien la empujara.

—Espera, Nobby —dijo con irritación.

Nobby suspiró.

—Acabaré colgado del mástil si vosotros, cotorras, no termináis. Y vosotros me acompañaréis.

Se inclinó todo lo que pudo, casi se quema el cabello con la vela.

—Esperad la señal —dijo Bratchet—. No estamos acabados todavía.

Desapareció. El cristal se cerró.

Cuando Livingstone despertó le conté lo que había pasado.

—Se avecina algo nuevo. A Bratchet le brillaban los ojos.

Se sintió ofendido por no haberla visto.

—Pero quizá no quería que la viera, pobre alma. ¿Cómo estaba?

Se sintió casi decepcionado cuando le dije que estaba bien; pensaba que una suerte peor que la muerte debería dejar alguna huella.

—No hay suerte peor que la muerte —le dije—. Y nos está salvando a ti y a mí de los peces.

Meneó la cabeza:

—Sería mejor para ella... —comenzó y se detuvo cuando vio mi mirada.

 

Ella lo había pensado.

La noche en que la secuestraron, la arrastraron en medio de gritos y forcejeos hasta el camarote del capitán, la empujaron dentro y cerraron la puerta. Si hubiera tenido el ánimo necesario para apreciarlo, hubiera comprobado que el recinto estaba hermosamente proporcionado. Enfrente había una pared cubierta con paneles de plomo, a través de los cuales llegaba el olor del mar. Detrás de una gran mesa con el canto repujado un hombre estudiaba una carta. Levantó la cabeza y Bratchet dejó de gritar al instante.

—¿Tú te haces llamar mademoiselle Morgana? —Cuando ella asintió, él dijo en inglés—: Tú y tus amigos sois enemigos del rey Jacobo. —Le recordaba al Pretendiente. Muy pulcro, muy frío. Y a alguien más, pero no sabía a quién.

—No es cierto —dijo—. Hemos estado sirviendo a su propia madre, la reina María Beatriz. ¿Qué te propones?

En ese momento se puso de pie, rodeó la mesa y le pegó en la cara.

—No permitiré que una boca como la tuya pronuncie ese nombre —dijo—. Has estado espiando. Tú y tus amantes. —No intentó negarlo ni protestar, no tenía sentido. Comprendía que él no quería creer otra cosa. De todos modos, sentía demasiado miedo. Había recordado a quién se parecía. El hombre que la violó en la casa de Effie Sly tenía los mismos ojos—. Eres una prostituta. —Estaba muy cerca de ella y sintió el calor de su aliento sobre la mejilla cuando dijo—: Una puta. Haré poner a tus hombres en un saco y los tiraré por la borda. Haré que te desnuden y te azoten hasta hacerte sangre.

La oración feroz que envió Bratchet en ese momento fue respondida por el más insólito de los ángeles de la guardia, pero ángel guardián al fin. Con la claridad de una voz del cielo, oyó las palabras de Floss, la prostituta de Puddle Court, refiriéndose a sus clientes más peligrosos.

«No debes hacerles ver que tienes miedo» había dicho Floss y ahora el cerebro de Bratchet no dejaba de repetirlo, una y otra vez. «Muéstrales que tienes miedo y te harán pedazos.»

—Sería un desperdicio —susurró. Respiró hondo para coger aire, y volvió a probar—. Un desperdicio, eso es. Hombres fuertes como ellos. Siempre útiles. Y yo. Fuerte también. —Le costó pronunciar la última palabra—. Y útil.

Lo que le sorprendió en ese momento, y después también, fue que se entendieran como si hubieran pasado toda la vida, él comprando y ella vendiendo, en el mismo negocio.

—Veremos —dijo el capitán—. Más tarde.

Durante el trabajoso proceso de acostumbrarse al lugar, trató de hallar un rincón donde no la pisaran y lo observó mientras recorría el camarote, vociferando órdenes a sus oficiales. El barco la intimidaba; parecía diseñado para gigantes. Cables gruesos como cañerías, cuerdas del diámetro de barriles, montones que hacían de asientos. El cepo del ancla surgía como una ballena que emerge del agua, las velas que se hinchaban y flameaban resultaban aterradoras en su inmensidad.

Se mareó dos veces, aunque no por el movimiento del mar. No cesaba de repetirse a sí misma «Está demasiado cansado» o «Se olvidará» o «Yo no estoy aquí. Esto no está sucediendo». Solamente en un momento se le ocurrió preguntarse «por qué» sucedía, aunque creía que el viento del destino la sacudía de un extremo a otro «de este maldito canal» con más frecuencia de lo que quisiera. Suponía que era una cuestión política; Martin Millet había enfurecido a los jacobitas.

No se le ocurrió enfadarse. Era una brizna de paja volando en un remolino. Su autoestima había quedado en Saint-Germain-en-Laye.

La despertó un oficial con un bastón y una sonrisa burlona, descubrió que se había quedado dormida sobre un rollo de cuerda.

—De pie, mi pequeño perrito faldero. El capitán te llama.

Fue al camarote. Jamás le dijo a nadie lo que sucedía allá arriba. Quedó perfectamente claro entre ella y Porritt que después de cada encuentro debía volver a pedir por los dos hombres que mantenía en la bodega. En una ocasión confesó que se sentía como la esclava del sultán de Las mil y una noches, que le había leído Mary Read. Sólo que, mientras Sherezade le contaba historias a su amo cada noche para salvar su vida, Bratchet usó su cuerpo y salvó tres vidas.

Después de la primera semana, esperaba hasta el atardecer y luego iba hacia la proa donde no la podían ver y trepaba por la borda, aferrándose a las cuerdas.

Desde allí arriba, el mar gris que se encrespaba parecía muy frío. Y poderoso. Daría vueltas y más vueltas como una foca de circo hasta que el barco desapareciera y luego el mar le llenaría la boca.

Retenía la respiración para sentir cómo serían esos últimos minutos de ahogo y terminaba jadeando. No podría jadear. Abajo no habría aire para sus pulmones.

¿Sería esa incapacidad final peor que la vida? Sería más breve; eso era un punto a su favor. No debería seguir descendiendo en espiral de una degradación a otra. El problema era que Martin y Livingstone la seguirían después.

Pero no podía continuar. «Yo tengo mis problemas, ellos tienen los suyos» pensó. Quizás, una vez que estuviera muerta, Porritt los liberaría. De todos modos ¿qué era lo que les debía para seguir viviendo un infierno por ayudarlos? Significaba menos que nada para ellos; lo habían demostrado con suficiente claridad durante el viaje desde Saint-Germain hasta Le Havre. Ella era sólo un medio para encontrar a Anne Bonny, eso era todo.

Sabía que se habían filtrado historias sobre ella hasta la bodega. Si ella vivía y ellos también, sabía que llegaría el momento en que debería hacer frente a la mirada de Livingstone e imaginaba el disgusto que expresaría. No podría soportarlo.

No había una sola alma que pudiera consolarla. La tripulación la llamaba «el calientapiés del capitán». Cada mañana, a primera hora, Porritt la sacaba a empujones del camarote para que caminara por la cubierta, y ocupaba espacio pero ninguna posición entre los marineros atareados, conversadores. Dormía en el bote donde guardaban las gallinas o se ponía bajo el alero del camarote.

No corría peligro de que la atacaran: era propiedad del capitán y estaba tan prohibido tocarla a ella como a su caja de rapé de plata. Pero no tenía autorización para bajar y, por eso, era blanco de hostilidades e insultos. Creyendo que no los entendía (se había corrido la voz de que había nacido en Saint-Germain y, por lo tanto, era «una puta francesa engreída») se oían en voz alta palabras como «coño», «peludo», «jaula de moscas», «salero», «conejo», etcétera, vulgarismos para designar las partes pudendas femeninas; todo ello adornado por las bocas burlonas de los ingleses de la tripulación.

No tenía consuelo. «Oh, Dios, ayúdame.»

—No quieres hacerlo —dijo una voz. Bratchet miró hacia abajo donde el cocinero del barco, un negro muy alto, dejaba un cubo con cáscaras y observaba el mar, igual que ella. Alguien le había estado dejando platos de comida en el bote; suponía que había sido él. No le interesaba—. Miércoles. Un mal día para saltar. Una vez yo salté en miércoles. —Esperó a que ella dijera algo. No lo hizo—. Davy Jones, él me rescató. Eso da mala suerte, seguro.

—Estoy cansada —dijo, mirándolo a la cara.

Él también la miró. Tenía el rostro más inteligente que Bratchet hubiera visto jamás; no, no era tanto inteligencia como sabiduría. Compartían, y habían compartido, algo, una condición, una historia. Era extraño, pensó, que dos hombres tan distintos, Porritt y un cocinero de barco, la calaran hasta los huesos. Pero mientras Porritt no mostraba misericordia alguna, este hombre la comprendía.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Bratchet.

Los días de mademoiselle Morgana habían terminado.

El hombre comprendió que ya no saltaría. Ella también, de lo contrario no le hubiera hablado.

—Tú tienes hambre —dijo—, ven a mi cocina. Tengo un cuscús que te hará sentir más viva. —Lanzó las cáscaras por la borda y luego la hizo bajar, rodeándola con un fuerte olor a sudor, a cocina y a una piel extraña que resultaba vagamente reconfortante después del viento helado—. Cuanto más vives, más oyes.

Le preparó una cama en un rincón de la cocina con unas cuantas pieles de oveja y durmió durante doce horas en medio del jaleo de sartenes, tapaderas, gritos y cuchillos picando alimentos.

Cuando se despertó, el cocinero limpió la cocina para que pudiera darse un baño en una fuente para salar, le buscó una camisa y un pequeño par de pantalones de algodón a los que les acortó el bajo. Le hizo un gorro con un trozo de tela y le recogió el cabello.

—El capitán juega a las cartas esta noche, no querrá compañía. —Se alejó para observarla—. Eres el ayudante de cocina más dulce que he visto.

Le lavó el vestido y lo colgó para que se secara y luego la puso a pelar nabos.

Con un amigo nuevo y unos pantalones limpios Bratchet se sintió algo mejor. La actitud de la tripulación hacia ella mejoró sutilmente. Le prestaban menos atención y le dirigían las mismas bromas que se hacían entre ellos. Un grupo siguió mirándola con hostilidad (no sabía si era porque sospechaban que era una espía del capitán o porque era una prostituta o sencillamente porque era mujer), pero el cocinero les tapó la boca.

«Esta cocina no es lugar de insultos», les decía, y los amenazaba con: «¿Sabéis por qué Jack no ha cenado? No le dieron nada de comida».

Era un gran hombre en más de un sentido. En general, se lo conocía como Chupado (todos los cocineros de barcos se llamaban «Chuparse los dedos») a veces, «Negro» o «Zambo» o «Negro cretino» pero con la misma intención que al artillero de Lincolnshire se lo llamaba «Panza amarilla», o al gaviero paticorto, «Pulgarcito» o al marinero a cargo del gallinero, «Follapatos». Con el respeto que infundía alguien que no solamente proporcionaba el sustento y curaba las heridas, sino que en caso de sentirse ofendido, era capaz, y lo hacía, de tirarlo a uno por la borda con la misma facilidad con que cascaba un huevo.

En el caso de Bratchet, su protección y el entendimiento sin palabras entre ellos la sacó de la desesperación y la mantuvo fuera del agua. Hablaba muy poco de su pasado: «No preguntes dónde estuve, pregunta adónde voy». Sin embargo, sintió vergüenza por desesperarse cuando se dio cuenta de que él había sido esclavo. Tenía cicatrices en las muñecas y en los tobillos y en una ocasión, cuando se le derramó sopa caliente en la camisa y se la quitó, vio una espalda que había sido azotada tantas veces y tan profundamente por un látigo que parecía estriada. Aun así, podía decir «Aunque lo traiga el Diablo, Dios lo manda».

Bratchet no sabía con seguridad a qué dios se refería.

Cuando Porritt la mandaba llamar después de haberse instalado en la cocina, Chupado la hacía sentir como un soldado preparándose para entrar en una batalla.

—No eres pequeña en espíritu, sólo en altura —decía, y le daba su propia forma de absolución—. Recuerda. «No poder evitarlo» no significa «Hacerlo a propósito».

Lentamente, la niebla en la que se había envuelto empezó a disolverse y el barco recuperó su rumbo. Empezó a respetar la habilidad de esos hombres que, reducidos a enanos por la nave inmensa, lograban mantener la estructura enorme y compleja arando hacia adelante con un impulso invisible. La primera vez que cesó el viento, vivió un momento de sorpresa al comprobar que la fuerza humana no bastaba para hacer avanzar el navío.

El Holy Innocent era de factura holandesa, una fragata que llevaba más de cien hombres y dieciocho cañones. Había sido capturada por los franceses, quienes la habían entregado a los jacobitas. Gracias a Marlborough, la flota inglesa estaba hostigando a los viajes ilegales a través del canal y ahora Porritt, con orna patente de corso del rey Luis, llevaba el barco para convertirse en una espina en las entrañas de la Armada Real en las Antillas y para coger cualquier botín disponible.

Gran parte de los oficiales mayores eran ingleses o jacobitas irlandeses. La tripulación era una mezcla incómoda de nacionalidades y credos. Sólo un puñado se encontraba a bordo por convicción, el resto eran principalmente criminales y desertores que habían firmado un contrato porque los corsarios prometían una disciplina más relajada que la de la prisión o la armada que dejaban atrás.

En eso se equivocaron. Porritt había navegado bajo las órdenes de Jacobo II cuando era duque de York y almirante de la Armada Real inglesa. No sentía únicamente admiración, tenía muchas cualidades del viejo rey.

—Él es fiero y estúpido —dijo Chupado a Bratchet—. Y cuando la cabeza está mal, todo el cuerpo lo está. Mira cómo yo y otros muchachos perdimos la cabeza y saltamos desde el muelle.

El barco era, en esencia, un castillo medieval de madera. La puerta de entrada por la cual había pasado Bratchet la noche que subió a la nave, tenía un techo curvado, sostenido por cariátides con cara de querubines, igual que la puerta laminada en roble que daba al camarote. El mascarón de proa era una hermosa escultura de un león. El fanal del barco, en el que cabía un hombre de pie, era un objeto de bronce y cristal que podría adornar una mansión.

A pesar de que no le estaba permitido bajar, Bratchet dedujo que los camarotes de la tripulación eran menos agradables. En las cubiertas todo era ruidoso; las velas podían flamear como tiros de pistola, el viento silbaba como un lamento permanente entre los aparejos, siempre había alguien gritando órdenes o maldiciendo contra las cabras que, una vez acostumbradas al mar, mordisqueaban las cuerdas que las ataban y molestaban a todo el mundo, comiendo todo lo que encontraban a su paso, desde virutas de madera hasta el cuaderno de bitácora.

En términos generales, el hedor del agua estancada de las sentinas de abajo y el olor ácido de la orina de las cabras y los corrales de los cerdos y las vacas de cubierta quedaba neutralizado por el aroma de madera y sal. Sin embargo, una vez, cuando se encontraba en la proa cerca del bauprés, admirando las cabezas de caballeros esculpidas como yelmos de cruzados en los lados de la proa, la nariz de Bratchet le avisó de que había resuelto el misterio de los hombres que desaparecían cuando subían hasta allí, con ánimo de ver el mar sin obstáculos. Las crucetas que soportaban el peso de los laterales, que sobresalían debajo de donde se encontraba ella, estaban cubiertas por excrementos con sal, lo que sugería que, si bien el equilibrio de la tripulación que utilizaba esta forma de inodoro era excelente, su puntería dejaba mucho que desear.

Ella atendía a sus propias necesidades en un recipiente de salmuera con tapa que empleaba dentro de un armario, junto a la cocina que Chupado le había asignado como vivienda. Probablemente era menos higiénico, pero era más seguro y ofrecía mayor intimidad.

La cocina era el corazón del barco, su calidez, literalmente era el único fuego en su interior. Aparte del polvorín, era el sitio más peligroso del barco: albergaba el arcón de los remedios y las agujas de cirugía. Una ola o un movimiento inesperado que provocara un bandazo podía desviar un cuchillo y cortar los dedos del cocinero o volcarle agua hirviendo encima o abrir una puerta mal cerrada en la caldera de la estufa de hierro forjado, inmensa y horrible, que estaba atornillada al suelo. Aquello podía tirar carbones encendidos a sus pies provocando un incendio que podría terminar con el barco o procurarle una tunda de azotes.

De hecho, el cocinero de un barco debía ser un hombre valiente, si no por otra razón, para soportar las quejas inclementes contra una dieta que necesariamente se iba deteriorando a medida que avanzaba el viaje; el tiempo en alta mar criaba suficientes gusanos en el queso para que éste saliera caminando.

Para Bratchet, la cocina era un santuario y Chupado, el guardián del santuario, y lo abandonaba lo menos posible. Libre de oficiales (eran los marineros quienes recogían y llevaban la comida en los distintos turnos de cocina) también era un lugar de reunión para los descontentos.

No todo funcionaba bien en el Holy Innocent. La disciplina era más estricta de lo que muchos miembros de la tripulación habían previsto tratándose de un barco corsario, y se estaba haciendo más dura aún. Además, los ingleses no jacobitas empezaban a comprender que el propósito del viaje era hostigar a la Armada Real y manifestaban un sorprendente desagrado ante semejante empresa, teniendo en cuenta que, de hecho, la mayoría de ellos había desertado de esa misma armada.

—Tengo compañeros en el HMS Vengeful y en el Dreadnought —se quejaba Nobby—. Disparar si te disparan es una cosa, pero yo no los haré desaparecer del agua deliberadamente. Tengo sentimientos.

—No tienes sentimientos y no tienes compañeros —le dijo el carpintero Chadwell—, aparte de las cabras.

—Tampoco soy un papista cretino —continuó Nobby—. Si hubiera sabido que el cretino Porritt era un adorador de muñecas, jamás habría firmado.

El catolicismo romano de las oraciones matinales y la misa, a la que se obligaba a asistir a la tripulación de la nave todos los domingos, estaba ofendiendo a aquellos miembros de la tripulación que habían recordado repentinamente que eran protestantes. Dos gavieros, un alemán y un holandés luterano, se habían sentido especialmente ofendidos, se negaron a asistir y fueron azotados como herejes (algo insólito en un barco corsario donde la fe se concentraba por lo general en el botín y nada más).

—Maldice una vez más y este jabón irá a tu boca negra —dijo Chupado, que fregaba su tabla de trinchar. Recordó al grupo, que se había reunido en la cocina después de su turno de guardia, la presencia de Bratchet y volvieron las cabezas, desconfiados, en su dirección: Sam Rogers, el primer timonel del barco, Chadwell, un londinense como Nobby, y Pickel, uno de los azotados, un holandés que viajaba en el Holy Innocent cuando lo capturaron los franceses y había cambiado de camisa antes de convertirse en prisionero de guerra. Los tres primeros y Chupado habían navegado juntos antes en circunstancias que preferían no aclarar y todos odiaban al patrón del barco, O’Rourke, un irlandés que pertenecía a la escuela salvaje de navegación.

Sam Rogers, el timonel fornido y silencioso, era una víctima destacada de la humillación. Famoso por ser un navegante de primera, había atraído por eso mismo la envidia de O’Rourke. Éste se vengaba de Sam y de un gaviero joven, Johnson, asegurando que eran homosexuales.

Nobby simuló una reverencia burlona hacia Bratchet.

—Perdón, señorita. Olvidé que el adorno del capitán estaba presente.

Chupado intervino.

—Ya está bien.

—Si tú lo dices. —Nobby se encogió de hombros.

—Lo digo yo. —Bratchet recuperó el habla. La injusticia de la actitud de la tripulación, que se negaba a entender que era una víctima igual que ellos, la estaba exasperando en lugar de deprimirla. El llevar pantalones le había dado la confianza necesaria para oponerse a ellos. Gritó—: Me follo al cretino porque si no mis amigos de la bodega terminarán arrojados por la borda y yo también. No soy su calientapiés ni su adorno ni ninguna otra estupidez y si tú supieras algo, mierdecilla con cabeza de mono, te darías cuenta de que «no me gusta».

Chupado se quedó pasmado; Nobby, encantado.

—Mierdecilla con cabeza de mono, eso me ha llamado. Buena maldición de Londres, sí señor. ¿Cheapside?

—Puddle Court —farfulló Bratchet.

—Lo sabía, lo sabía. ¡Choca esos ganchos!

Se dieron la mano. Nobby era horrible: desde la cabeza marcada, los dientes rotos, semejantes a un queso roquefort, el cuerpo ágil y maltrecho hasta sus grandes pies desnudos, emanaba un aroma indescriptible que no se veía beneficiado por su interés por las cabras. Corría el rumor de que mantenía relaciones íntimas con Brilliana, la más bonita de las hembras. Algunos miembros de la tripulación, que no destacaban precisamente por su higiene, habían llegado a negarse a comer cuando Nobby estaba en la cocina. Y Chupado, que lo apreciaba mucho, le prohibía cruzar la puerta.

—Con ese olor, no cocino.

Como muchos marineros, era un personaje trágico. Sentía nostalgia de la voz de su madre y de las campanas de Saint-Mary-le-Bow, y sabía que, como desertor de la armada, jamás volvería a oírlas. Sin embargo, lo que despertaba cariño entre sus amigos era su buen carácter que había salido indemne de latigazos en su infancia, secuestros, azotes en la mayoría de los barcos en los cuales había trabajado, naufragios, sarampión, nostalgia por su hogar y dolor de muelas. Contra todo lo previsible, contra la experiencia y, sin duda, contra todo lo apreciable, una llama divina brillaba en Nobby. Y a través de Nobby Bratchet encontró la pista de Mary Read y Anne Bonny.

Había empezado a ayudar a los dos prisioneros de la bodega. En su condición de artillero mayor, Nobby era uno de los pocos hombres que tema permiso para bajar hasta allí y llevar noticias de que les faltaba comida.

—¿No les puedes llevar algo? —le rogó.

—No, gracias —dijo Nobby—. ¿Y pasar la semana próxima abrazando el cabrestante? Buenas noches Mary Ellen.

Bratchet apeló a Chupado y Chupado venció la resistencia de Nobby.

—Lo llevas o te quedas con la panza vacía.

—Ya tienen bastantes malditos problemas sin tus impertinencias —protestó Nobby.

Pero obedeció.

Bratchet lo esperó, sentada en la escalera.

—¿Se encuentran bien? —preguntó a su regreso.

—No cacarean de felicidad —reconoció Nobby—, pero están vivos. Y agradecidos por las sobras y los panes. Tenían más miedo por ti, pero les dije que yo y Chupado te cuidábamos. Pobres desgraciados, hay que reconocer que las balas nunca brillaron tanto. Casi han terminado.

—¿Qué les hará después?

—Ponerlos a trabajar. No sirve de nada tirar dos buenos hombres a los tiburones; tenemos poca gente. —Era otro motivo de quejas. La tripulación del Holy Innocent apenas era suficiente para servir un barco de ese tamaño y los marineros tenían un trabajo excesivo—. Mueve el culo de la maldita escalera. Tengo que ir a la guardia. —Le palmeó el trasero con placer mientras subía—. Me gustan los culos de las mujeres con pantalones, sí.

—Quita tu sucia pezuña del mío.

—Eh —dijo, haciendo una pausa—, que Chupado te enseñe a usar el machete. Era un maestro con el machete, nuestro Chupado. Solía despedazar a otros negros en la jungla, estoy seguro.

Apoyaba encantado el rumor de que el cocinero había sido caníbal en su juventud.

—¿De qué me puede servir un machete?

—Podrías rebanarle el pescuezo al capitán, por ejemplo. El mejor brazo para el machete que he conocido fue el de una chica. Mary Read, se llamaba. Navegaba con Calicó Jack.

Lentamente, Bratchet se le acercó. Lo cogió de la casaca.

—¿Quién?

—Suéltame. ¿Qué te pasa? Mi cuerpo es para Brilliana.

—¿«Quién» has dicho?

—Mary Read. —Retrocedía—. Bueno, no la conocí mucho, no tanto como para hablarle.

—¿Dónde fue? ¿Cuándo?

La campana del barco repicaba llamando a la guardia, una señal que nadie osaba desobedecer.

Nobby le arrancó las manos de la casaca y salió corriendo. Mientras observaba cómo desaparecían sus pies sucios le llegó su voz.

—Eran dos. Mary Read y Anne Bonny.

Bratchet permaneció sentada en la escalera hasta que la quitaron a empujones los otros hombres encargados de la guardia que siguieron a Nobby. Lentamente, se dirigió hacia la cocina.

Se habían encontrado. De alguna manera, en algún sitio. ¿Dónde? Mary había alcanzado a Anne. Las dos estaban vivas. ¿Cuándo? Y juntas. Las dos estaban vivas. «Las dos.»

La idea la llevó hasta la cocina que estaba llena de marineros exigiendo comida de inmediato para los hombres que habían terminado la guardia. Chupado farfullaba contra las permanentes críticas a su comida mientras su ayudante, Slushy, echaba judías en los platos.

—«Por favor» y «gracias» no rompe los huesos a nadie. Fuera. A algunos les gusta la mierda de caballo, siempre la encontraréis en el camino. ¿Dónde estabas? —preguntó a Bratchet; se había convertido en parte del escaso personal de la cocina—. Lleva el queso.

—Tráelo, muchacha —gritó alguien—. Vamos a usarlo para hacer bolos.

—No está tan duro como tu cabeza. Ahora marchaos.

—Parece que alguien ya ha probado este guiso.

—Tú cuida tu lengua. Sacas a un hombre de la pocilga, pero no sacas la pocilga del hombre.

Por fin la cocina quedó desierta y empezaron a limpiar. Bratchet lavó la enorme mesa.

—¿Alguna vez oíste hablar de un tal Calicó Jack, Chupado?

—¿Alguna vez oíste hablar de quitar la grasa? ¿Calicó Jack? Es un pirata.

—¿Pirata? —«Ellas ¿navegaron con un pirata?» Siguió fregando—. Bueno ¿oíste hablar de dos mujeres, Anne Bonny y Mary Read?

—Oí de ellas.

La forma en que lo dijo la hizo volverse. No la estaba mirando.

—¿Qué? ¿Qué oíste de ellas? ¿Cuándo lo oíste?

Dijo, como un autómata:

—Si no haces preguntas, no oyes mentiras. Deja la melaza, no cazas moscas. —Luego dijo—: Ellas han muerto, muchacha. Hace años. En una ciudad española.

—No están muertas. No lo están.

Volvió al fuego.

—Eso oí.

—Eran amigas mías.

Meneó la cabeza.

—Muertas. Y no escaparon del cajón.

Se cansó de hacer preguntas; él se limitaba a pronunciar más proverbios exasperantes.

—No pongas tu cabeza donde no vaya tu cuerpo.

Nobby fue más generoso, aunque también deprimente, cuando entró por la puerta de la cocina esa noche.

—Sí, muertas, pobres putas. Rogaron por sus panzas en el juicio.

—¿Qué juicio? ¿Qué quieres decir con «rogaron por sus panzas»?

—Hinchadas, Bratchie. Preñadas. Embarazadas. Navegaban con Calicó Jack ¿no? Bueno, hasta un gallo criaba una familia si navegaba con el lujurioso Jack. Chupado ¿no dijiste una vez que tenías un hermano...?

Se calló de repente.

Bratchet se volvió, pero Chupado revolvía el guiso con aspecto inocente. Después de eso, Nobby fue menos preciso. La tripulación de Calicó Jack, contó, incluyendo Anne y Mary, había sido vencida en una batalla contra la Armada Real. Los llevaron a Santiago, en Jamaica, a la corte del vicealmirantazgo, que los condenó a muerte. La sentencia se ejecutó en el caso de los hombres pero se aplazó para las dos mujeres hasta que diesen a luz. Ambas murieron en el parto. ¿Cuándo? Nadie lo sabía.

—Hace tres o cuatro años.

—¿Qué pasó con los niños?

Nobby se encogió de hombros.

Preguntas sin respuesta. Oh, Anne. Oh, Mary. Toda esa confianza en sí mismas destruida en una celda. Fue a su armario y cerró la puerta. Oh, los niños. Sufría de pena por ellos, por las madres; el parto eliminaba la aventura de sus vidas y las convertía en una tragedia.

Llamaron a la puerta y oyó la voz de Chupado:

—Hora de faldas, Bratchie, niña.

Porritt la mandaba llamar. Se puso sus ropas femeninas y se dirigió al camarote. La lámpara que colgaba del techo iluminaba las mejillas regordetas y el cuello de los querubines de la puerta. Niños. Mary y Anne habían dado a luz a los niños que ella nunca tendría.

Al día siguiente siguió con sus preguntas sobre Anne Bonny y Mary Read. Descubrió a quién debía interrogar, y a los hombres que rehuían las preguntas sobre su pasado, especialmente a los ingleses, a algún otro, a casi todos los franceses y a ningún oficial. A los que habían sido piratas.

Era un grupo muy numeroso; sospechaba que había por lo menos diecisiete, quizá más. Hombres que habían caído en lo que llamaban la Hermandad como guijarros arrastrados a la playa por las olas y ahora, con la misma inercia, habían aterrizado en un barco corsario jacobita.

Y todos se daban cita en la cocina.

—Tú fuiste pirata ¿verdad? —le dijo a Chupado cuando quedaron solos—. Tú y tu hermano.

—Lávate la boca —dijo—. Yo era respetable. ¿Nunca te he dicho que era el negro favorito del conde de Portland?

—No.

—Me compró como alguien especial en Jamaica. Me dio educación. Fui a Francia con él en embajada para ver al rey Luis. Yo era un negro guapo, con sombrero emplumado y puños de encaje. «Eres un maldito negro hermoso», dijo Luis. «Vos sois un maldito rey hermoso» le dije yo, «aunque un poco atolondrado.» ¿Nunca te lo había contado?

Le creyó; poseía conocimientos sorprendentes. El uso del término «popado» como sinónimo de exhausto, le explicó una vez, venía de los capitanes y patrones que debían permanecer mucho tiempo en la cubierta de popa durante una batalla o una tormenta.

Pero aun así, sabía que, antes o después de la misión a Francia, había sido pirata. La esclavitud le había hecho comprender la situación de Bratchet, pero su negativa a creer que una mujer a bordo era sinónimo de mala suerte venía de su época de pirata. Lo mismo sucedía con Nobby. La piratería era como el ejército, pensaba Bratchet, las mujeres amantes de aventuras encontraban un hueco en una vida libre que les complacía. Lo poco que pudo averiguar entre los antiguos miembros de la Hermandad le permitió deducir que Mary y Anne se habían convertido en parte de su historia tal como sucedió con Kit Ross en el ejército.

Se enteró de muy poco más. En primer lugar, los ex piratas se mostraban reticentes a hablar de su pasado y, además, en el Holy Innocent había otros temas de conversación. Bajaban a la cocina para protestar por la creciente dureza de la disciplina en cubierta. Ella misma oía cada vez con mayor frecuencia el sonido del «incentivador» del contramaestre, golpeando contra el trasero de los marineros y las exclamaciones de apoyo de O’Rourke. Los azotes, que solían darse al comienzo de un viaje para llamar la atención del castigo por la indisciplina, se hacían cada vez más frecuentes y por razones más ridículas.

Uno de los asistentes había recibido seis por haber alimentado al gato del barco. Sam Rogers se quejaba poco, aunque su rostro mostraba la tensión por la persecución de O’Rourke hacia su amigo Johnson, que era algo notorio.

Una sacudida del navío, una mañana tranquila, hizo que se derramara una cacerola con agua a punto de hervir sobre los pies de Bratchet, que saltó de dolor e hizo que Chupado subiera indignado a cubierta para protestar. Regresó apretando los labios.

—Ese negro de lazareto es peor que Obi —dijo refiriéndose a O’Rourke.

Siempre usaba la palabra «negro» para hablar de sí mismo o de cualquier otro con un tono amargo.

Parece que O’Rourke había enviado a Johnson a la punta del mástil sin razón alguna, esperó hasta que el hombre estuvo a punto de pasar las crucetas a unos sesenta pies de la cubierta, se agarró al timón dirigido por Sam Rogers e hizo girar el barco, con lo que casi había arrojado al joven al mar.

—Casi nos vuelca a todos —dijo Chupado—. Ese negro de lazareto.

Porritt salió gritando de su camarote para averiguar qué pasaba. O’Rourke culpó a Sam.

—Estaba mirando demasiado a su amado para vigilar el rumbo —dijo, y todo el mundo le tenía tal terror que nadie negó su afirmación, con la excepción de Sam. A Sam le suspendieron la paga y los privilegios, como era el mejor timonel a bordo resultaba demasiado valioso para azotarlo.

Bratchet preguntó:

—¿Acaso él y Johnson... —no conocía una palabra elegante en inglés de modo que empleó una en francés, idioma que Chupado había aprendido durante su temporada con el conde de Portland — n’aiment-les que les hommes dovés?

—Lo que no te molesta, no te pasa —dijo Chupado, de lo que dedujo que él pensaba que no le concernía.

Le sorprendía la actitud de indiferencia de la tripulación ante algo que, en tierra firme, sería uno de los primeros pecados carnales. Supuso que era una consecuencia de encerrar a los hombres entre paredes de madera durante meses, e incluso años.

Dado que los escasos animales que se habían salvado del matadero hasta ese momento estaban reservados para los oficiales, el resto de la tripulación recibía una dieta monótona y frugal de carne salada. Había que tenerla en remojo durante varios días antes de que estuviera preparada para la cocción y luego debía hervir a fuego lento en un compartimento especial de la cocina durante horas antes de que resultara comestible.

Al llegar a un clima más cálido, la cocina, que resultaba agradable mientras estaban en el Golfo de Vizcaya, era casi insoportable. Cómo hacía Chupado para mantener el buen humor con las quejas, justificadas pero cada vez más subidas de tono, era algo que Bratchet no lograba entender.

—No es por los víveres —le dijo—. Se acaban los tragos. El capitán de Cheapsgate no compró bastante.

Con los tragos se refería al ron. Según Chupado se podía mantener a la tripulación con raciones de hambre siempre que recibiera su ración diaria de ron. No era ése el caso en el Holy lnnocent. El barco estaba mal provisto.

Aún quedaba un poco de cerveza, pero se estaba agriando. El agua de los barriles se volvía cada vez más verde y adquiría la riqueza de los estanques. El pan, llamado «galleta», se deshacía en la boca y olía al pescado que Chupado le ponía por encima para evitar que lo atacaran los gusanos. Hasta ese momento, había logrado evitar el escorbuto pero las hierbas y verduras que cultivaba en el bote habían caído por la borda el día anterior, cuando hubo que botar el bote para que Chadwell pudiera calafatear una grieta.

—¿Qué vamos a hacer?—le preguntó Bratchet.

Se estaba asustando; el barco estaba en alta mar, más allá del punto de no retorno, pero todavía le quedaban más de dos mil millas de navegación. Algunos hombres empezaban a mostrar señales de enfermedad, fundamentalmente por agotamiento. Nobby decía que Martin y Livingstone se estaban poniendo enfermos por el calor y el aire viciado.

—No conoces la suerte de un gato mugriento —dijo Chupado, lo cual no fue de ninguna ayuda.

La opinión de Nobby sobre su capitán: «Si es un maldito ignorante acabaremos en marea baja. Si es un maldito campesino acabaremos en las rocas», era compartida por todos. Su carácter abyecto era una cosa, pero la creciente sospecha de que Porritt no sabía lo que hacía estaba causando terror. Un capitán incompetente presagiaba el desastre.

«Está asustado.» Empezó a sospechar que Porritt había mordido más de lo que podía digerir, y lo sabía. Su experiencia en el mar, empezaba a temer Bratchet, se limitaba a los barcos pequeños del canal. Al entregarle el Holy lnnocent, Luis lo había situado por encima de su capacidad. Eso explicaba la dureza: le producía pavor pensar que cualquier relajamiento en la disciplina condujera a algo que escapara a su control.

Un capitán más sabio hubiera entregado más ron, ordenado algún baile en la cubierta al son de la gaita de Dai Griffith, competiciones, cualquier cosa que mantuviera a los hombres interesados y alertas. El único método que conocía Porritt era obligarlos a trabajar hasta que caían extenuados y, entonces, azotarlos. Peor aún, daba rienda suelta al sadismo de O’Rourke y luego se veía obligado a apoyarlo, lo que generaba injusticias.

El caso más grave era Johnson. O’Rourke no tardó en hallar un confidente (Chupado llamaba «Jack de dos caras» a ese tipo de hombre, Nobby conocía otros apelativos) dispuesto a dar testimonio de que había sido sometido a propuestas sexuales no deseadas por parte de Johnson. La información bastó para que O’Rourke arrastrara a Johnson ante el capitán. Cualquiera con algún sentido hubiera desestimado la acusación porque resultaba ridícula: Johnson era bien parecido mientras que el informante, Thody, tenía un aspecto aún peor que Nobby, sin el encanto ni el buen humor de ese caballero.

Pero Thody era católico romano, como Porritt, como O’ Rourke. Johnson, no. Se ordenó al contramaestre convocar a todo el mundo y Porritt anunció la sentencia ante la tripulación del barco:

—Por intento de sodomía que es una abominación ante los ojos de Dios, el marinero Johnson será atado a los obenques esta noche y mañana recibirá treinta azotes.

Hubo un murmullo entre los hombres que se acalló cuando O’Rourke hizo una señal al contramaestre para que preparara su «incentivador».

Más tarde, en la cocina, y en el resto del barco, la discusión giró en torno al carácter irregular de la sentencia, más que sobre la sentencia misma. Un hombre podía ser atado a los obenques o azotado pero era muy poco común que se lo sometiera a ambos tormentos. Con este castigo doble, la noche de Johnson expuesto a las olas y al viento resultaría peor pensando en los azotes que recibiría por la mañana, castigo que se solía ejecutar inmediatamente después de anunciado.

—No es de malditos marinos —se quejó Nobby desde su puerta—. No obenques «y» casaca de encaje rojo. Nunca recibías los dos en la armada. Navegué con capitanes que hacen que el capitán Porritt parezca el arcángel Gabriel, pero siempre seguían las reglas de la mar. Está verde, este Porritt, verde como un maldito higo. Eso me preocupa.

Eso era lo que parecía preocupar a todos, excepto a Bratchet que sufría por Johnson.

—¿Podrá soportar treinta azotes?

Lo poco que había visto del muchacho le hacía pensar que era delicado.

—¿Treinta? Treinta no es nada —la tranquilizó Nobby—. Tan fácil como mearse en la cama; treinta. Yo recibí cuarenta y salí silbando.

—Y los merecías —dijo Chadwell.

—No por sodomía, no. No soy hombre de hombres.

—Prefieres las cabras —dijo Chadwell, que gozaba haciendo hablar a Nobby—. Hombre capricórnico, eso es lo que eres.

—No me gusta pelear con este capitán —dijo Pickel—. Terminaré bien muerto, me temo. No es un marino.

Bratchet sintió que mientras se quejaban del capitán por el mal tratamiento del castigo de Johnson, por su mal aprovisionamiento o por su aparente imposibilidad de mantener a O’Rourke bajo control, en realidad se referían a otra cosa; una opción lejana que podían aceptar o rechazar pero que, incluso en aquel momento, resultaba demasiado horrible mencionar.

Se dio cuenta de que Chupado captaba de nuevo su atención al decirles, cuando parecían olvidarse del tema:

—Vosotros bailáis con la música que él toca. Sois una pista para que desfilen monos.

—Tú no quieres que se amotinen, ¿verdad? —le preguntó cuando quedaron solos.

Se volvió y le clavó la mirada.

—Esa es una palabra fuerte, niña. Cuida tu lengua.

—Lo siento.

Nunca se había enfadado con ella antes.

—Ah, bien, ten la lengua quieta y la ceja alerta.

Esa noche Porritt la mandó llamar. Al pasar por los obenques del palo mayor, vio a Johnson, un crucificado negro, los brazos desplegados como un águila contra la luz de la luna, la cara vuelta hacia el mar. En un costado, un marinero montaba guardia con un mosquete en la mano.

Encogido en cubierta, a los pies de Johnson, en medio de las sombras, se encontraba Sam Rogers, inmóvil. La escena le recordó un cuadro que colgaba en el salón de María de Módena, con el soldado y la madre a los pies de la cruz.

Esa noche imploró a Porritt que no hiciera azotar a Johnson; sabía que era inútil, pero sentía que si no lo intentaba cargaría con parte de la responsabilidad de lo que le sucediera al chico. En ese momento y a la mañana siguiente, tuvo que pagar por pedirlo. Cuando hubo reunido a todos los hombres, el contramaestre asomó la cabeza por la puerta de la cocina:

—Eso te incluye a ti también, muchacha. A cubierta. Orden del capitán.

Se fue a cubierta detrás de él y se colocó al lado de Chupado. El cocinero estiró la mano y ella la cogió. Porritt volvió a leer la falta y la sentencia. Dos marineros condujeron a Johnson al cabestrante y se lo ató a uno de los mástiles. Las ocho tripas de gato anudadas ya colgaban de otro mástil. El sargento dio un paso adelante, agarró la camisa de Johnson por el cuello y la rasgó, apareció una espalda joven. Bratchet tuvo una idea ridícula. «¿Por qué destrozan una buena camisa?»

El sargento retrocedió un paso y echó atrás el látigo. El chasquido que producía tenía un nombre. Los marinos tienen un nombre para cada cosa. No lo recordaba, pero sí se acordaba de la frase que había pronunciado Nobby la noche anterior. Casaca de encaje rojo. Le harían una casaca de encaje rojo.

Había visto azotar antes, en la época de Puddle Court. Habían atado a Harry Somer a un carro por mendigar y lo azotaron desde Charing Cross hasta Temple Bar y Effie y ella habían seguido al viejo cretino y desagradable, burlándose de él todo el rato.

¿Cuál era la diferencia? Ella era otra. No se trataba simplemente de que Johnson fuera joven y le agradara, ni de que las filas de hombres, ceremoniosas, calladas, ordenadas le pusieran enferma; «ella» había cambiado. En algún punto de la línea que formaba los últimos años había accedido a un nivel superior de humanidad.

Cuando el sargento volvió a dar un paso adelante y levantó el látigo, cerró los ojos y los mantuvo cerrados, tratando de no escuchar los sonidos que llegaban del cabestrante, intentando dejar la mente en blanco. Es una gaviota que grita. No es Johnson.

—Ya pasó —dijo Chupado.

Pero abrió los ojos demasiado pronto, mientras lo desataban. Era... una casaca de encaje rojo. La expresión era horrendamente apropiada. Más tarde, en la cocina, sostuvo el ungüento mientras Chupado lo aplicaba a las heridas con las puntas blancas de sus dedos y Sam Rogers sostenía la mano de su amigo y le canturreaba una canción. Luego lo levantaron por las axilas, y lo llevaron hasta su cuarto.

Los ojos de Johnson estaban vacíos. Hasta que Bratchet lo fue viendo, esos ojos no volvieron a recuperar la mirada que tuvieran antes. Los de Sam Rogers, tampoco.

Dos días después se produjo el incidente de Brilliana.

La supuesta relación de Nobby con el animal le había granjeado una personalidad que la convirtió en la mascota del barco. Se le permitía pasear a gusto, le daban tragos de cerveza y los restos de comida de los platos; era un objeto de diversión, afecto y el blanco de las bromas más obscenas. Debería haber previsto el riesgo. O’Rourke ordenó que la degollaran para servirla a los oficiales.

Chupado subió para discutir con él pues sabía que, de no hacerlo, la indignación de Nobby le valdría una sesión de azotes al pequeño artillero. Bratchet asomó la cabeza por la cubierta y vio cómo el cocinero explicaba que aún quedaban otras tres cabras que se podían sacrificar para los oficiales antes de matar a Brilliana.

O’Rourke le sonrió, mostrando sus dientes fuertes, separados.

—Pero yo quiero ésa.

Era una día agradable, la brisa mantenía al Holy Innocent en un rumbo tranquilo y lo único que se veía era el mar hasta la línea del horizonte. Los pulidores estaban sacando brillo a las tablas; el encargado de las velas, Partridge, separaba cabos; Porritt caminaba por el puente y dos hombres hacían funcionar la bomba, descargando la porquería por la popa en movimientos regulares, monótonos. Todos parecían concentrados en sus obligaciones. El único par de orejas que no se esforzaba por oír la discusión que se desarrollaba en medio del barco era el de Brilliana. Con un atractivo gorro que le había tejido Nobby atado a la cabeza, comía briznas de cabos desechados por Partridge.

Era una escena tranquila, despreocupada, casi alegre, y Bratchet conservaba la esperanza. Como siempre se había mantenido lejos de O’Rourke, sólo sabía de su carácter por vía indirecta. Era guapo, alto y fuerte, con un cabello muy negro y cierta tendencia a la gordura. Su voz de tenor, irlandesa, musical, contrastaba con el rumor grave caribeño de Chupado. La afirmación de la tripulación de que era un bebedor empedernido quedaba probada por el tono de su cara, pero parecía estar de buen humor. El día era demasiado agradable para cualquier otra cosa.

La voz sonaba razonable.

—Verás, cocinero, yo quiero ésa. —Caminó por cubierta y cogió un palo; lo giró entre los dedos, se acercó a la cabra, lo alzó y se lo clavó con violencia en la cabeza. La cabra se desplomó en el acto. Sacudió las patas y luego quedó quieta. O’Rourke empujó el cuerpo con el pie—. ¡Cocinero! Con rábanos, por favor.

Por un instante, todas las cabezas se volvieron hacia el puente. Porritt tenía la mirada fija en el horizonte, las manos a la espalda. Ayudado por uno de los pulidores, Chupado bajó el cuerpo a la cocina. Cuando pasó cerca del patrón, dijo en tono de advertencia:

—Tu cabeza no está hecha sólo para el sombrero.

O’Rourke no le prestó atención y mandó traer serrín. Había salido un chorro de sangre de las orejas de la cabra.

Bratchet comprendió después que este incidente había precipitado lo que sucedió más tarde, más que el problema de la escasez de ron. Fue algo innecesario. Entre los sacrificios y la crueldad propia de la vida a bordo, la matanza gratuita de la cabra mascota había introducido un elemento nuevo de odio. Comprendió que la persecución de Johnson por O’Rourke nacía de la misma semilla. Un capitán más sabio tampoco lo hubiera permitido. Eran actos brutales de mala voluntad que generaban descontento.

Observar cómo se gestaba el motín era como contemplar a los pájaros que se reúnen para migrar. No se trataba tanto de una decisión clara como de algo gradual, no se podía actuar hasta que los que sintieran la llamada fueran suficientes.

Igual que la migración, respondía a cambios en el clima. La temperatura subía. El trabajo en cubierta exponía a los hombres a una sed que no se podía saciar con el único tazón de agua verde de su ración. Tres franceses que volcaron un barril recibieron seis azotes en una piel ya quemada por el sol.

En la cubierta principal se abrieron las troneras para dejar entrar en los camarotes de los oficiales la brisa causada por el movimiento del barco. En otros sitios el hedor se unía a los primeros síntomas del escorbuto, que volvía fétido el aliento de los hombres. Hombres que solían trepar a los mástiles como monos empezaban a padecer falta de aire a mitad de camino y se detenían para recuperar el aliento, con lo cual recibían azotes por orden de O’Rourke cuando bajaban. El escaso aire fresco de la cubierta de la tripulación corría por el pasadizo del carpintero; un corredor bajo, estrecho, que recorría la cara interna del barco para permitir las reparaciones por debajo de la línea de flotación. Un lugar ideal para conspirar.

El navío empezó a murmurar. Los hombres cesaban de hablar si pasaba un oficial cerca, los pulidores musitaban entre ellos por la comisura de los labios, los gavieros se hacían señas desde sus puestos, se intercambiaban contraseñas. El murmullo se extendió hasta que Bratchet sintió que todo el barco estaba conectado por una tela de araña de susurros cuyo centro se situaba en la cocina de Chupado.

Nobby y Sam Rogers, con Pickel y Chadwell como asistentes, eran quienes reclutaban gente y organizaron el motín. Realizaban reuniones en el pasadizo del carpintero, probaban, calculaban y regresaban diciendo:

«Si (siempre fue “si” al principio) si lo hacemos, los gavieros estarán con nosotros.» O los artilleros de babor. O los que cosían las velas.

Pero el instigador era Chupado. Bratchet se preguntaba si los demás se daban cuenta de la influencia que ejercía sobre ellos; pensaba que no. Un proverbio aquí, un recordatorio de lo que había logrado este pirata o aquel, una demostración de su conocimiento del Caribe y lo que podían hacer allí cuando llegaran, recuerdos de Port Royal en Jamaica, el paraíso de los filibusteros: todo fortalecía la confianza de los hombres.

—Tú planeabas tomar el barco desde el principio ¿no es así? —le dijo cuando se retiraron los demás.

Esta vez no se enfadó. Abrió mucho los ojos y la boca.

—¿Crees que un viejo cocinero tonto y negro como yo planea algo?

—Basta —dijo—. Sabes que estoy contigo. Le odio.

—Tú no estarás con nadie. —Repentinamente se puso muy serio—. No vas a piratear. Ser pirata es muy peligroso. Hostis humani generis. Mejor salta por la borda. ¿Crees que hago esto para piratear?

—¿Para qué, entonces?

—El viejo Porritt no va a donde yo quiero ir. Ahora, pon esas judías en remojo. No hagas que los oídos no oigan, pero haz que la boca no hable. Ya no falta mucho.

—Mejor que sea pronto.

Empezaba a desesperarse por la vida de su§ dos hombres. Entregaba su propia ración de agua a Nobby para que se la llevara. Le rogó que la ayudara a escabullirse para verlos. En parte, era culpa suya que aún siguieran confinados. Al principio había cometido el error de implorarle a Porritt que los dejara salir y comprendió que, a pesar de la necesidad de ayuda, los mantenía presos como forma de desprecio hacia ella.

Tenía un crucifijo sobre la cama. Su asistente, Hopkirk, le contó que el capitán pasaba media hora arrodillado ante la cruz todos los días. Bratchet no imaginaba qué tendría que decirle a Dios, ni cómo osaba oír la respuesta. Estaba cambiando, se internaba cada vez más profundamente en una bruma donde nadie podía encontrarlo ni tocarlo.

Su ira, si Bratchet hablaba en su presencia, se debía al temor de descubrir que ella era una persona y no un objeto. Permitía la crueldad de O’Rourke porque carecía de un patrón de decencia con el cual juzgarlo.

A veces se preguntaba qué le habría sucedido para llegar a ser como era, qué Dios retorcido adoraba para permitirle seguir siendo así. Pero, en general, no se preocupaba. Era un alma perdida y podía permanecer así. La repulsión y el temor que antes experimentaba se iban convirtiendo en desprecio; suponía que las prostitutas sobrevivían gracias al mismo mecanismo. «Pero yo no soy una prostituta.».

«No poder evitarlo no significa hacerlo a propósito.»

Gracias a Chupado, era una amotinada. Hostis humani generis, había llamado a los piratas, usando el latín de los antiguos estatutos: los enemigos de toda la humanidad. Pero ella conocía un enemigo de la humanidad peor que los piratas.

Por las noches, cuando Porritt jugaba a las cartas, iba a rogarle a Nobby que la llevara a la bodega. Chupado se cansaba tanto como Nobby de oírla.

—Oh, llévate a esta mujer, es más agotadora que mi primera esposa.

Prometió una ración extra de cuscús a Nobby y distraer al asistente de Porritt si venía a buscarla para ir al camarote.

Siguió los pasos de un Nobby nervioso e irritable, aferrándose a su camisa mientras atravesaban el pasadizo del carpintero en una oscuridad total. El sonido producía un efecto fantasmal allí abajo: el eco de las voces de los hombres y, siempre, el recuerdo del mar, el sitiador del castillo, a escasas pulgadas de distancia, amenazando con destruir la resistencia. Un sonido ocasional en la mampara interna le hizo percibir, por primera vez desde que subió a bordo, señales procedentes del sector de la cubierta que albergaba a los oficiales contratados y las armas.

Vio realces y comisas esculpidas como si los constructores se hubieran deleitado en crear un objeto bello. Pero el deleite y el tiempo se les acabó cuando llegaron a los camarotes de los marineros, a pesar de que incluso allí los tablones y las vigas teman la dignidad del roble y el olmo. Era la única dignidad. Eran cuevas sin aire, si el aire podía pasar por las mamparas del barco, el mar también. Los hombres se ocupaban de sus asuntos doblados por la cintura o dormían en hamacas triples, superados en número por las ratas.

Respiraba un aire que no circulaba desde el inicio del viaje y que cada vez se hacía más cálido. Era como sentirse enterrada y debió hacer un esfuerzo para no decirle a Nobby que quería volver. Supo que habían llegado cuando le tapó la boca con la mano y luego se deslizó hasta una figura que tenía una linterna a los pies, un mosquete en la mano y parecía estudiar una pared desnuda con interés.

—El muchacho y yo tenemos que contar las cajas, viejo Hans. ¿Está bien?

Abrió la puerta y Bratchet se coló por ella mientras Hans seguía meneando la cabeza. La luz del interior venía de una vela empotrada en la pared, detrás de un vidrio grueso, protegido por una reja. Había un montón de barriles y cajas atadas con cuerdas a argollas de hierro, pero nada más.

Nobby abrió la linterna empotrada y dijo:

—Ahí dentro. No levantéis la voz y date prisa, maldita sea.

Nos miramos a través de la ventana. Quedó pasmada por lo que vio: dos esqueletos sucios, barbudos, moribundos. Al convertirse en el calientapiés de Porritt, debe habernos salvado a Livingstone y a mí de ser lanzados por la borda, pero comprendía que si nos mantenían en esa situación, no duraríamos mucho más.

Ella tampoco, de hecho. Porritt se volvía cada vez más violento; sólo alcanzaba el orgasmo después de las palizas. En ese momento, Bratchet se sintió aliviada porque los golpes y mordiscos le cubrían el cuerpo y no la cara. Quería que comprendiéramos que se sometía a Porritt contra su voluntad, pero no veía necesidad alguna de agravar nuestra angustia al comprobar que aquél la torturaba.

Nos pasó las salchichas que le había dado Chupado; desesperaba por entregamos algo más, alguna esperanza, una causa a la que aferramos. Se acercó a mí todo lo que pudo.

—Esperad la señal —dijo, deseaba que yo la entendiera—. Aún no nos han vencido.

Cuando siguió a Nobby a lo largo del barco, descubrió que la tranquilizaba que Livingstone durmiera durante su visita. Quizá la hubiera absuelto por convertirse en la compañera sexual de Porritt, pero ella no quería la absolución; no la merecía. Era una víctima del capitán en el mismo sentido que lo éramos nosotros, en nuestro encierro en la bodega. Lo que quería era comprensión, como la de Chupado. Livingstone no era el tipo de hombre capaz de ofrecerla, era demasiado duro, su caballerosidad estaba muy poco contaminada por el barro de la vida. Por primera vez, y con reticencias, Bratchet experimentó resentimiento. Él no lo comprendería. Luego se suavizó. ¿Por qué habría de hacerlo? Pero volvió con la seguridad de que por lo menos Martin Millet no solamente la comprendía, sino que la admiraba. Y Dios sabe que era cierto.

Aquel fue el inicio de su nueva valoración de nuestra relación. Más tarde me contó que hasta ese momento se había sentido confundida. Culparme por no haberla sacado de Puddle Court había sido injusto, una forma de concentrar toda la miseria del lugar en un chivo expiatorio. Ya no era su cabeza de turco. No sabía qué era; le bastaba con alegrarse porque fuera yo quien la recibiera a través de la ventana.

«Pero ambos se están muriendo.»

 

Si tenía que haber un motín, debía ser pronto. No tenía sentido que ella lo alentara; al pequeño concejo que se reunía en la cocina le resultaría ofensivo que una mujer los animara a arriesgarse a recibir el castigo terrible que merecían los amotinados. Con una urgencia desesperada, observaba cómo los animaba Chupado.

Un día todavía era «si», al siguiente fue «cuando». La mente colectiva se había consolidado.

—¿Estás con nosotros o contra nosotros, señorita Bratchet? —preguntó formalmente Sam Rogers.

Le sorprendió que la consultaran.

—Con vosotros.

—Porque —prosiguió, como si ella no hubiera hablado—, necesitamos tu ayuda con el capitán. No queremos ningún problema. Todo debe marchar según el plan.

Era un hombre puntilloso, cada oración debía seguir su curso hasta el final.

Se asustó. «Quieren que lo asesine en la cama. No puedo.»

—Guarda dos pistolas en el camarote, según tenemos entendido.

Asintió y tragó saliva.

—Una en el cajón de la mesa cerca de la cama. La otra está en una especie de perchero detrás de la puerta.

Bratchet había pensado seriamente en usar una, contra él o contra sí misma.

—¿Cargadas?

—Eso creo.

—¿Y siempre echa el cerrojo cuando tú hum... ahí dentro con él?

—Sí.

A pesar de que siempre había fuera un marinero de guardia. Y quitaba el crucifijo de su lugar sobre la cama.

—Queremos que cojas una pistola y lo mantengas quieto, abres el cerrojo y nos dejas entrar. Nos ocuparemos del marinero, pero si tenemos que romper la puerta, le dará tiempo para sacar una pistola y tendremos que dispararle.

Todos le clavaban la mirada, Nobby, Pickel, Chadwell, Sam y un francés que se había unido al grupo; un hombre maduro, mentiroso, Rosier, conocido como «Rosy» y con fama de ser un gran jugador.

«Creen que traicionaré a Porritt.» Sintió ira. No importaba que la estuviera violando un demente; entre esos hombres, el acto sexual era un deber en la mujer, por más reticente que fuera. «Vosotros sois hombres. Sois mis amigos, pero hombres.»

—¿Lo harás?

Un minuto antes quizás hubiera aceptado sin condiciones y la hubieran arrastrado probablemente a una situación no mucho mejor que la anterior, una mujer sin importancia. Ahora hizo una pausa. ¿Cómo se habían granjeado Anne Bonny y Mary Read el respeto de esta clase de hombres? Es cierto que ella no estaba hecha de la misma madera que Anne o Mary, pero ésta era su oportunidad para tratar de imitarlas.

—Quisiera conocer vuestros planes —dijo.

Se enfadó cuando se volvieron hacia Chupado para saber si debían explicárselos. Rosy musitó algo sobre les poules y lo hizo saltar cuando se volvió hacia él y lo mandó callar en francés.

Chupado se encogió de hombros.

—El mismo perro que trae el hueso puede llevárselo —dijo.

Así que se lo contaron. Sería la noche siguiente. Nobby, seguido por Pickel, llevaría la comida a los prisioneros en la bodega como de costumbre y, mientras hablara con el guardia, Pickel le daría un golpe en la cabeza. Nobby abriría el pequeño polvorín y entregaría las armas a los hombres, que estarían esperando en el pasadizo del carpintero.

Lo interrumpió.

—Primero hay que dejar salir a mis amigos.

Sam asintió.

Un tercio de los oficiales se encontrarían en la cubierta y serían sometidos uno por uno, el resto estaría abajo como habitualmente: borrachos o dormidos. Cogerían al capitán y, con una pistola apuntándole a la cabeza, se les daría la opción de rendirse o recibir un tiro.

Vieron cómo reflexionaba con una nueva actitud de respeto. El plan no era perfecto, pero ninguno podría serlo. Una parte de ella sentía tal terror que quería gritar, dejar que todo siguiera tal cual, pero otra parte sabía que no podían quedarse como estaban si pretendían sobrevivir.

De todos modos, los futuros amotinados habían presentado una visión del futuro que había acabado con su paciencia en el presente. Si sabían, y lo sabían, igual que ella, que el fracaso significaba una muerte horrenda, ninguno de ellos podía dar marcha atrás.

Ella tampoco retrocedería. Si el plan funcionaba, ya no volvería a ser el ser inferior, ignorado y sin rumbo, en el que los hombres la habían convertido.

—Quiero dos cosas —dijo—. Quiero quedarme una de las pistolas de Porritt. —Las pistolas eran como los penes, daban poder. Dado que carecía de pene, se encargaría de tener pistola—. Y una vez que nos hagamos cargo, quiero ser la tesorera del barco.

Tenía que desempeñar alguna función. El tesorero Phillips había muerto por un ataque de apoplejía hacía dos días y desde entonces el trabajo lo habían desempeñado todos y ninguno, lo cual generó un caos en las provisiones que desesperaba a Chupado.

—¿Tesorera? —gimió Nobby—. ¿Quieres ser una maldita tesorera?

Bratchet hizo un guiño a Chupado, quien le contestó con otro.

—Tómalo o déjalo.

Limpiemos el horizonte mientras lo tengamos, Dios mío. Sam Rogers le extendió su manaza.

—Hecho.

Bratchet le estrechó la mano.

 

Era demasiado optimista esperar que Porritt la mandara llamar la noche siguiente; no lo hizo. Sintió ganas de dejarlo y de preguntar a sus compañeros amotinados lo que debía hacer, pero eso la hubiera colocado en una situación de dependencia. El motín debía ser esa noche; el peligro de que un confidente alertara a los oficiales era demasiado grave para esperar más. De todos modos, su coraje no sobreviviría otro día más. Ella era quien debía iniciar la acción.

—Me acercaré a él de alguna manera —dijo.

Los principales conspiradores presentes en la cocina, Nobby, el francés Rosy, Sam y Pickel desprendían una energía tremenda. Chadwell rezaba en voz baja. Chupado era el único que estaba como siempre. La acompañaron hasta la escalera como si fuera una inválida, le dieron palmadas en el hombro y la siguieron hasta que, con las cabezas al otro lado de la escotilla, podían verla avanzar a través de la cortina que retenía el humo de la cocina para que no llegara al puente.

En el lado protegido de éste, donde siempre se apostaban los oficiales, vio siluetas bajo un cielo que aún no había oscurecido. Oía a Nobby contar los sombreros (con la luz imperante era el único rasgo que los diferenciaba de los simples marineros). Lawrence, Fortescue, Forbes. Bien. Porritt no estaba presente. El cretino estaría en su camarote, seguro.

Sus piernas se arrastraron por la cubierta, luchaba contra lo irreal. «No soy yo. No estoy aquí. Estoy en otro sitio.» Luego pensó con alivio: «No me dejará entrar. Estará jugando a las cartas con O’Rourke.» Había un camino de plata en la superficie del mar, a estribor, por donde rielaba la luna. El barco avanzaba rápido y en calma, las velas se movían tranquilamente.

Al pasar por la escotilla que conducía a la cubierta principal oyó la voz de O’Rourke que entonaba abajo una canción irlandesa sobre una muchacha. Hopkirk estaría allí sirviéndole la comida. El pánico la detuvo; no podía recordar si Hopkirk formaba parte de la conspiración o no.

El de las velas, Sweetman, sí la integraba. Había elegido aquel momento para limpiar el fanal y recibía las maldiciones del primer oficial Fortescue, sobre todo porque había llevado una cantidad inusual de hombres para ayudarlo y todos la observaban. «Disimulad, malditos idiotas.»

Desde detrás de un rollo de cuerda le llegó un susurro:

—Adelante, niña.

¿Cuántos se escondían en la cubierta? Sam les había dicho que permanecieran abajo hasta que él les diera una señal. Imposible.

El marinero que montaba guardia junto a la puerta del capitán era Beckerman. Decididamente, él no formaba parte del asunto. Ninguno de los marineros formaba parte. No se les había dado oportunidad; para cualquier hombre de mar en sus cabales, los marineros no eran ni carne ni aves ni buenos arenques. La miró con su típica sonrisa lasciva y se echó a un lado para que pudiera llamar a la puerta. Los querubines también sonreían con lascivia.

—¿Quién es?

—Soy yo —dijo, impertérrita. «Dime que me vaya. Me iré.»

Después de una larga pausa, abrió la puerta y la dejó entrar, enfadado.

—No te he llamado.

—No.

Aun así, cerró la puerta detrás de ella, como hacía siempre. La vista del blanco había activado la necesidad de hacer uso de él. Se encogió de hombros y se sentó en su silla, generando odio en su interior, mientras esperaba a que ella se desvistiera.

La caminata a través de la cubierta le había costado mucho, se había cansado. Apenas si podía moverse. «No funcionará.» Lánguida, se volvió hacia la puerta, sacó la pistola del perchero, casi se le cayó porque era muy pesada y le apuntó. No tenía idea de cómo funcionaba.

—Hay una pequeña lengüeta de seguridad aquí, mira —le había dicho Chadwell, dibujando el contorno de un gatillo—. Tira para atrás. Ves... —punteando una línea hacia atrás— así.

—Y si no funciona, se la arrojas al cretino —dijo Nobby.

Porritt la miraba con sorpresa.

—No está cargada. ¿Qué pretendes?

—Oh, lo siento.

La pasó a la mano izquierda y levantó la rodilla para sostenerla mientras quitaba el cerrojo de la puerta con la mano derecha. Fuera se oían forcejeos.

Porritt seguía mirándola.

—¿Qué pretendes? Bájala.

Lo extraño era que su tono era tan neutro como el de ella, como si ensayaran algo que todavía no debía suceder.

«Yo debería decir algo. Decirle qué clase de persona es.» Estaba demasiado cansada. La pistola, con la que lo seguía apuntando, lo decía todo, descargada o no. De cualquier modo, no hubo tiempo. Sam Rogers irrumpió en el camarote con la carabina del marinero y algunos hombres detrás.

En ese momento fue real. Porritt exclamó:

—Motín. Esto es un motín —antes de que cayeran sobre él.

Una vez en cubierta, mientras corría hacia la otra escotilla para llegar a la bodega, seguía oyendo su voz. «Esto es un motín», repetía, como el rey inglés a quien sirvió alguna vez, que no cesaba de gritar «Esto es el principio de la rebelión», una y otra vez, igualmente incapaz de comprender que su reinado había llegado a su fin.