Capítulo 22

 

D

aniel Defoe, desconcertado, sudando y exaltado, deambulaba por Kingston preguntando a los mozos por las cargas, a los hacendados por el volumen de las cosechas, a los oficiales navales por la piratería y a las negras del mercado por los niños y las verduras.

Compró una casaca de lino blanca con bordados dorados en el cuello y los puños, con lo que vació la bolsa que Harley le había dado para gastos. Pensó que ya no podría comprar un vestido de algodón para la señora Defoe. Pero el verano en Inglaterra había dejado mucho que desear. Su mujer no apreciaría el algodón y él estaba pasando mucho calor con su casaca de terciopelo...

Por fin, se decidió por una pañoleta india para la señora Defoe y se compró un sombrero de paja de ala ancha para protegerse del sol. Excelente calidad. Quizá, cuando superara sus dificultades del momento, debería dedicarse a importarlos.

El reloj de la torre con forma de pagoda de la parroquia situada en el extremo sudeste de King Street empezó a tocar las doce del mediodía. Con desgana, inició el camino de regreso por una avenida ancha, apreciando la disposición cuadriculada de las calles. Si se pudiera reconstruir Londres con un plan tan eficiente, serían menos los visitantes que sufrirían el ataque de los ladrones...

Se perdió. Cuando por fin volvió a encontrar la casa de Harbour Street, John Laws lo esperaba con un coche dispuesto.

—Aquí estás, querido. Justo a tiempo para tomar algo antes de emprender el camino. ¿Vino de Madeira? ¿Burdeos? ¿Ron?

Harley le había dicho: «Debes ponerte en contacto con el agregado, John Laws. Como sabes, trabajó para mi en otra ocasión. En este momento está en Jamaica, negociando los acuerdos comerciales con las Antillas francesas. No te confundas por sus modales: la situación exige algo no convencional».

Sin duda John Laws era poco convencional. Cuando lo conoció horas antes, el puritanismo de Defoe hizo una mueca ante los movimientos de dedos y pestañas, la pintura en la cara y el encaje. Volvió a hacerla ahora.

—¿Debemos partir tan rápido? He llegado esta mañana. Tenía la esperanza de...

—Yo también, querido, yo también. Si no hubiera sido por el señor Selkirk, me hubiera encantado enseñarte Kingston, no es que yo mismo conozca todos sus placeres aún, pues hace poco que me destinaron a las Antillas. Pero partiremos antes de que el señor Selkirk regrese de su visita al barbero, donde fue por indicación mía. Ahora ¿vino de Madeira? ¿Burdeos? ¿Ron?

—Ron —dijo Defoe con voz firme.

—Muy bien. —John Laws escanció un líquido dorado en una copa con borde de plata y le añadió unas gotas de lima—. A pesar de que creo en el principio de haz lo que vieres allá donde fueres, me perdonarás si me inclino por el Burdeos.

Defoe ojeó su ron con cierta duda.

—¿Quién es el señor Selkirk?

—Alexander Selkirk... —empezó a decir John Laws cuando se oyeron unos golpes en la puerta de entrada—. Oh, Dios mío, ahí está. Salgamos por atrás, querido. Delilah, mi pequeña negra, responde a la llamada. Presenta mis excusas al señor Selkirk. Fui convocado por asuntos oficiales. Dale un poco de queso. Y ron, mucho ron.

Quitó el vaso de las manos de Defoe, cogió una pequeña maleta y condujo a su invitado con prisa, pasando junto a una doncella sonriente, hasta la escalera trasera y el jardín con palmeras. Espiaron a ambos lados de la casa y saltaron al coche que los esperaba en la calle. Cuando partían, apareció un hombre en la puerta de entrada y los llamó.

—Fustígalos, Nerón —ordenó Laws. Se volvió para exclamar—: Volveremos en seguida, señor Selkirk —y saludó hasta que la polvareda les impidió ver nada.

—Alexander Selkirk —le dijo a Defoe, mientras se recostaba en el asiento—, fue abandonado hace cinco años en una isla desierta cerca de la costa de Perú por su capitán, un caballero a quien no conozco pero de quien me he formado una excelente opinión. Hace poco el señor Selkirk fue rescatado por el capitán Woodes Rogers. Ah, ¿conoces al capitán Rogers? Sí, bien, después de rescatar al señor Selkirk, el capitán Rogers tuvo la gran gentileza de dejarlo en las Antillas donde yo, el escalón más bajo del cuerpo diplomático, recibí el encargo de cuidar de él mientras el capitán Rogers partía a hacer algunos trabajos marítimos en las Indias Orientales, lo más lejos posible del señor Selkirk.

—¿Aburrido? —preguntó Defoe, aferrándose a uno de los costados del coche.

—¿Aburrido? Querido, él inventó el aburrimiento. En lugar de escucharme mientras le explicaba cómo se ha relajado el mundo desde que él lo viese por última vez, el señor Selkirk se ha complacido en dedicar los últimos días a brindarme cinco años de sus experiencias (la mayor parte de ellas con cabras). La isla de Juan Loquesea está bendecida con cabras. Las cabras, según parece, alimentaron al señor Selkirk, vistieron al señor Selkirk y entretuvieron al señor Selkirk con métodos que me estremezco en imaginar. Muy bien, Nerón. Ya puedes ir más despacio.

—No obstante —reflexionó Defoe—, abandonado, solo, durante cinco años. Sería interesante saber cómo logró sobrevivir.

—¿En serio? —John Laws elevó su ceja con elegancia—. Estoy seguro de que el señor Selkirk estará encantado de contártelo. Ahora bien... —Sacó la maleta de la parte trasera del coche, se la puso en las rodillas y la abrió. Defoe vio una caja de pistolas y papeles. Laws sacó los papeles—. Gracias al señor Selkirk, apenas si he podido echar una mirada a la carta de milord Oxford que tuviste la gentileza de entregarme, y luego hacer las averiguaciones necesarias, de modo que me perdonarás... ¿Cómo «está» el querido Harley?

—Incómodo —le dijo Defoe.

—Hum, siempre pienso que estar sentado sobre la cerca es una posición muy incómoda. Dime ¿de qué lado se espera que salte cuando lamentablemente se produzca la muerte de su majestad?

Defoe dio un respingo. Esas preguntas por lo general venían codificadas. No pensaba confiar las dificultades de Harley a este joven perfumado y hermoso.

—El Acta de Sucesión garantiza que...

—Oh, por favor. Esperaba algo mejor. Aquí está el señor Defoe, escritor y amigo del secretario de Hacienda, conocedor de todos los secretos. Ahora oiré todos los chismes, pensaba.

No es mucho lo que se oye en Newgate. El centinela de la prisión lo saludó como a un viejo amigo: «¿Otra vez aquí, señor Defoe? Y no por deudas, en esta ocasión. Sedición, ¿no es así?»

Así era, tal como había sucedido la vez anterior, porque el público era demasiado ignorante para reconocer la ironía cuando la tenía bajo sus narices. Había puesto títulos osados a sus artículos para llamar la atención: «Algunas consideraciones sobre las ventajas y verdaderas consecuencias de la posesión por parte del Pretendiente de la corona de Inglaterra» y «Una respuesta a una pregunta en la que nadie piensa, es decir: ¿Qué sucederá si la reina muere?»

Cualquier lector debía comprender que defendía su propia causa ridiculizando la de sus opositores. Las razones que proponía para oponerse a la sucesión de los Hanover eran tan obviamente absurdas que supuso que los lectores inteligentes comprenderían que ni siquiera se podían aceptar como razones. Los únicos que deberían haberse enojado eran los jacobitas.

Había aprendido la lección. Los whigs carecían de sentido del humor y, además, eran ingratos. Habían presentado una queja. Los oficiales del juzgado aparecieron en su casa pocos minutos después con una orden de arresto firmada por el presidente de la Corte Suprema, lord Parker, a pesar de los esfuerzos de la señora Defoe para impedir su entrada.

Al pagar la fianza, Harley le dijo:

—Creo, señor Defoe, que debemos quitarte del camino hasta que se calmen los cañones. —Luego, para gran alegría de Defoe, añadió—: Te enviaré a Jamaica para que traigas a esa chica.

Y aquí estaba, en el trópico con el que tanto había soñado. Valía la pena. Se ocuparía de su juicio cuando llegara el momento. Harley se las arreglaría para solucionar el problema.

Se apoyó en un lateral del coche, aspirando la atmósfera y el polvo, apuntando detalles en la memoria y lamentando no haber tenido tiempo de comprar un cuaderno.

John Laws estudiaba la carta de Harley.

—Nmmmm... «colaborar en todos los detalles con el portador de...» nmmmm «... para asegurarse de que la mujer conocida como señora Livingstone de Kilsyth vive en Jamaica». Sí, bien, según las informaciones que recibí se encuentra en la propiedad de Coppleston. —Golpeó a Defoe con el codo—. ¿Qué hizo esa mujer?

—¿Cómo consiguen esas mujeres cargar tanta mercancía sobre la cabeza? —preguntó Defoe admirado, mientras contemplaba el camino.

—Práctica, supongo. ¿Qué ha hecho nuestra señora Kilsyth, Defoe?

Defoe se preguntaba cuánto debía decirle; por otra parte, no podía esconder demasiada información al hombre designado para ayudarlo.

—Milord Oxford cree que le puede ayudar en la identificación de cierto asunto. Fue enviada a los Países Bajos en su nombre hace algunos años...

—Exacto. Lo sabía... una putilla picada de viruela. De nombre espantoso, si no recuerdo mal. ¿Pocket?

—Bratchet —dijo Defoe.

—Eso. Apareció en mi casa en La Haya cuando yo era agregado de la embajada. Recuerdo al escocés. Un muchacho grande. Casi provocó una revolución. Jacobita, según supe más tarde. Se casó con ella ¿no es así? Sospechoso, todo el asunto. ¿Tienes autorización para contarme algo más?

—No —dijo Defoe—. Eso es café. Esas semillas coloradas secándose al sol. Me lo habían contado. Fascinante.

—Efectivamente —dijo Laws—. Disfruta de la vista mientras puedas, querido colega. Mi deber en este agujero apestoso ha terminado, gracias a Dios y, una vez que hayamos recogido a la señorita Bratchet, el tuyo también habrá llegado a su fin.

—¿No podemos quedamos un poco más? —preguntó Defoe.

—Según estas instrucciones, debemos enviarla a Inglaterra con la mayor urgencia posible. De modo que los sacaremos y regresaremos a Kingston para tomar el primer barco que salga ¿no estás de acuerdo?

—¿No podemos pasar la noche en Spanish Town? Me gustaría mucho conocer la ciudad. Un oficial con quien me crucé esta mañana me dijo que había piratas detenidos. Quisiera ver...

—Creo que no, querido —dijo Laws—. Es una suerte que el gobernador esté fuera de la ciudad visitando a su colega en Barbados, de lo contrario nos veríamos obligados a informarle de nuestras actividades lo cual, a su vez, nos embarcaría en un protocolo que nos ocuparía varios días. Milord Oxford insiste no solamente en la urgencia de esta misión, sino también en su carácter secreto. Comeremos durante el viaje y...

Sorprendido por la firmeza de Laws, Defoe trató de conseguir algo.

—¿Piña? Me gustaría mucho probar la piña.

—... simplemente coger nuestra presa, y escapar. —Laws suspiró—. Llevándonos alguna piña.

—Un árbol de repollo —exclamó Defoe—. Estoy seguro de que eso es un árbol de repollo. Tienen que sacar el árbol entero, porque muere cuando le cortan la copa.

—¿Es cierto? —John Laws sacó un pañuelo exquisito que extendió sobre su cara—. Si me disculpas, Defoe, reflexionaré durante un rato sobre el interesante tema de las cabras.

 

Las nubes que se habían ido acumulando durante toda la tarde estaban adquiriendo el color de las anémonas por los reflejos del sol poniente. Defoe mismo se estaba cansando de un mundo compuesto exclusivamente por el cielo y la caña de azúcar, y se empezaba a preguntar qué sucedería si a uno lo sorprendiera la noche en un lugar así. Le dolían los huesos por las sacudidas del coche.

Desde los campos sin fin llegaba un sonido peculiar, una especie de zumbido. ¿Qué insecto podía producir un sonido tan fuerte al atardecer? Ranas, quizás. Había oído hablar de las ranas.

Laws no sabía nada. Se adelantó y golpeó al conductor en el hombro, con lo que produjo una nube de polvo.

—¿Son ranas eso que se oye?

Por Dios. El hombre estaba asustado.

—No, señor. Son tambores. —La mano libre de Nerón se pellizcó el labio—. Hay problemas. Mandan un mensaje.

—¿Tambores cimarrones? —También había oído hablar de los cimarrones—. ¿Qué mensaje?

Nerón negó con la cabeza.

—No se leer el mensaje. Pero a mí no me gusta.

A Defoe tampoco. Cualquiera que fuera el mensaje, transmitía una amenaza. Y se hacía cada vez más alto. Bandadas de pájaros asustados salían volando de las cañas. Una fila de ratas cruzó el camino por delante de ellos. Los golpes de tambor parecían venir desde cada uno de los puntos cardinales y se dirigían directamente hacia él.

Los cuentos sobre caníbales y calderos perdieron la magia que alguna vez tuvieron y se instalaron en sus vísceras. ¿Coincidencia? No. Sus enemigos lo habían perseguido y habían contratado a un grupo de salvajes con dientes afilados y lanzas para acallar su pluma para siempre.

Aterrado, sacudió a John Laws hasta despertarlo. El joven se mantuvo impasible.

—¿Caníbales whigs? Un «poco» improbable, me parece. —A pesar de lo cual, volvió a poner la maleta sobre las rodillas y sacó su caja de pistolas—. Pistolas de duelo. Las llevo a todas partes. De rigueur en el cuerpo diplomático, querido.

Las cargaron y las colocaron cuidadosamente hacia abajo mientras el coche se movía por el camino.

—¿A qué distancia está Coppleston, Nerón?

—Allí arriba, señor.

El conductor señaló con el látigo un sendero a la derecha que se escabullía por las colinas, cada vez menos visibles a causa de la niebla causada por el descenso de temperatura propio del crepúsculo. A lo lejos (resultaba difícil calcular cuánto) se percibía un pequeño grupo de luces claramente definidas. Cuando las observaron durante unos instantes, vieron más resplandores. Unos segundos después, el aire trajo el sonido de tiros de pistolas.

—Sí —dijo John Laws—, mi confidente de esta mañana me dijo que los Kilsyth estaban perdiendo popularidad. Parece que se excedieron. Muy bien.

Para desesperación de Defoe, cuyo instinto lo impulsaba a esconderse detrás de la caña de azúcar, Laws ordenó avanzar por el camino de las colinas. Los tambores, las luces y el intercambio ocasional de tiros se fueron haciendo más nítidos a medida que recorrían el camino. Ahora oían ladrar a los perros.

«Quizá deberíamos volver mañana», pensó Defoe, aunque consiguió no verbalizar el mensaje. No había aceptado entrar en una guerra; apenas giraran en la curva siguiente se encontrarían en medio de una batalla.

—Detente aquí, Nerón —dijo Laws—. Da la vuelta al coche y prepárate para partir cuando regresemos. Mantente escondido. —Bajó y extendió la mano para ayudar a Defoe—. Creo que iremos a pie desde aquí, querido. No, deja la pistola. Si nos guiamos por el sonido, ya hay suficientes armas allí.

Defoe deseaba que John Laws se hubiera quedado en el nido que le habían asignado: los jóvenes afeminados deberían alejarse de la violencia, no avanzar a su encuentro. Siguió a la figura alta, delgada, hacia la casa y la multitud de hombres furiosos que se había reunido a la entrada...

 

En el interior de la casa oscura, Bratchet recorría el grupo de defensores de Coppleston, ofreciéndoles bebidas. En la habitación que había encima de la sala, Mary Waller se agazapaba junto a la ventana, con una pistola en la mano.

—¿Estás bien, Mary?

—Lo mataré, sabes.

—Ya estuviste a punto de hacerlo.

Debieron situar a Mary en aquel puesto, junto a la ventana que daba hacia el norte y lejos de la multitud, para que no volviera a probar suerte. No tenían ni la más remota idea de que llevaba una pistola hasta que la sacó y disparó hacia Helyar Waller, que se acercaba por el sendero. Por suerte no le dio al padre, pero mató al perro que llevaba a su lado atado con una correa.

—No lo lamento —dijo Mary, desafiante.

Bratchet le acarició la cabeza.

—Yo tampoco.

No parecía ser un perro bueno; estaba entrenado para cazar esclavos, igual que los otros que ahora añadían sus gruñidos al barullo de los tambores. Y el tiro había enviado a Waller al otro lado del portón.

—¿Qué sucede aquí?

—Nada.

Fuera, debajo del álamo americano, se habían reunido los esclavos del molino de azúcar para observar la escena que se desarrollaba en el portón. La luz de la luna producía un brillo negro sobre brazos desnudos y musculosos, y también sobre dogales de hierro. Uno debió de alertar a los tambores para que enviaran una señal a los cimarrones.

«Dios, no permitas que venga Chupado.» No quería una matanza en ninguno de los bandos. De todos modos, llegaría tarde. El camino desde las Blue Mountains era muy largo y el sitio no podía durar mucho; los hacendados asaltarían la casa en cualquier momento. El que no hubieran atacado todavía no tenía nada que ver con los defensores y sus pistolas, los tambores los habían desconcertado. Temían precipitar una revuelta.

Johnny Faa ya había ordenado a sus esclavos que regresaran a sus chozas, y amenazó con soltarles los perros. Gritó a sus capataces negros, los «saltadores», que los azotaran para formar una fila. Sin embargo, a pesar de que los esclavos no manifestaban ninguna intención de atacar, tampoco se retiraron. Los azotes de los saltadores no lograron moverlos. Permanecieron en sus lugares y, por fin, Johnny Faa reconoció su derrota y regresó al portón.

No obstante, y esto resultaba sorprendente, el ataque a Coppleston no estaba resultando fácil. Livingstone había dado a Juno una de sus armas de caza y la colocó junto a la ventana del este encima de la sala mientras él mismo se apostó en la posición más peligrosa, junto a la ventana de la habitación que daba al portón.

Se había ofrecido a usar la pistola de Mary, que resultó ser la mejor de la casa, pero ella se negó a entregarla. El hecho de que el hombre a quien intentaba matar con ella fuera el mismo que se la había dado para que protegiera su virtud contra los negros lujuriosos durante sus cabalgadas era una especie de señal de justicia. La había traído consigo cuando huyó (para matarse o para matarlo a él, si la alcanzaba).

Pompeyo sacó un arma de caza, un trabuco con el cañón en forma de trompeta que uno de los jueces de la audiencia le había dado como regalo de despedida. El retroceso del arma le hizo tanto daño a él como el disparo a sus atacantes.

—¿Estás bien, Pompeyo?

Veía su cabeza gris contra el agujero que había hecho en la celosía de la ventana que daba al sur.

—Bien, señorita, estoy bien.

Le sirvió un vaso de ponche.

—Siento haberte metido en esto.

—No se preocupe, señorita Bratchie. Ellos llaman a Pompeyo un viejo negro tonto. Yo les enseñaré.

Bratchet llevó la jarra a Juno; estaba sentada con el arma de Livingstone sobre el regazo como si fuera su ocupación habitual. Luego se unió a su marido, arrodillado junto al alféizar de la habitación del oeste.

—¿Está bien Livia? —le preguntó Livingstone.

—Perfectamente.

La niña se había despertado con los tiros, pero se limitó a decir «Pum» y volvió a quedarse dormida con la mejilla apoyada en la muñeca.

—¿Cómo van los ánimos en el fuerte?

—Altos. De hecho, Pompeyo parece disfrutar con la situación.

—Yo también. Les enseñaré buenos modales a esos canallas.

Era la versión escocesa de la amenaza de Pompeyo «Yo les enseñaré».

Si hubieran venido a arrestarlo a él, se hubiera entregado, aunque no sin protestar. Pero la información no era contra Livingstone sino contra Bratchet. Livingstone y Helyar Waller se habían encontrado en la entrada (como desconfiaba de los hombres armados que Waller traía consigo, se negó a dejarlos cruzar el portón).

—Lo siento, Livingstone —había dicho Waller—. Estoy aquí como primer magistrado con una orden de arresto contra tu esposa —y procedió a leerla.

Igual que en el caso de Anne Bonny y Mary Read, la acusación se refería al «ataque, abordaje y robo por medios piratas, criminales y hostiles de la nave San Martín en las proximidades de la costa de Florida...»

—Estábamos en guerra con los malditos españoles —el rugido de Livingstone interrumpió la lectura de Waller—. Fue una acción de guerra. Y yo estuve con ella siempre, grandísimo idiota.

El crepúsculo producía una corona alrededor del cabello rubio y ensortijado de Waller; y como la luz le llegaba desde atrás, la cara le quedaba en la sombra y el efecto era el del perfil de un ángel.

—Aunque ella no lo supiera, existía un armisticio entre nosotros y los españoles. Y las declaraciones solamente mencionan a tu esposa.

—¿Y de quién pueden ser esas declaraciones?

—De un francés llamado Rosier, que ahora se encuentra bajo custodia, y de un hombre honesto, John Faa.

—Dos piratas, entonces. —El acento de Livingstone se hacía cada vez más escocés a medida que se encolerizaba—. Yo no juzgaría ni a un perro con la palabra de esos dos.

Pero, unidas, las denuncias resultaban suficientes para justificar un arresto; la de Rosier afirmaba que Bratchet; había colaborado voluntariamente con los piratas; la de Faa decía que poseía bienes obtenidos por esos medios.

Había algo peor. Waller anunció:

—También he tenido información según la cual recibió, en esta misma casa, al negro que se llama a sí mismo rey de los cimarrones, un criminal buscado por las autoridades. Más aún, sedujo a mi hija para que viniera a esta misma casa con la intención de envenenar la mente de una joven inocente contra su familia.

«Sarcy.»

—Bastardo incestuoso, la muchacha vino por propia voluntad.

El alarido llegó hasta la multitud del otro lado del portón y Bratchet supo que estaban acabados. Ahora la reputación de Waller dependería de que pudiera demostrar que ella era una criminal que había corrompido a su hija; no descansaría hasta que lograra tal propósito.

—Te lo advierto, Livingstone. Estamos dispuestos a usar la fuerza.

—Entonces tendréis que usarla. Y sal de mis malditos escalones antes de que yo mismo use un poco de la mía.

Waller se retiró para consultar. Poco después encabezó un asalto a la casa. Fue entonces cuando su hija le disparó. Hubo un intercambio de tiros que no hirió a nadie pero obligó a los atacantes a retroceder hasta la posición actual.

—Tendré que ir —dijo Bratchet, hablando desde la razón—. O alguien morirá. «Livia, oh, Livia.» De todos modos, no podemos llegar al pozo. No hay suficiente agua en la casa para soportar un sitio.

—No te llevarán a ninguna prisión mientras Livingstone de Kilsyth esté vivo para impedirlo.

Bratchet pasó la cara por la cabeza de su marido.

—Tú y tus causas perdidas —dijo.

Sabía qué era lo que debía hacer; debía salir silenciosamente de la casa y entregarse. Pero Waller se ocuparía de que le negaran la fianza. ¿Y qué haría Livia sin ella, si ya no regresaba? Su hija era la preocupación prioritaria.

Por esa misma razón, la traición de Sarcy no despertaba más que comprensión. Si su hija y su nieto fueran esclavos y pudieran obtener su libertad mediante la traición, se convertiría en una traidora. Traicionaría a cualquiera. Por otra parte, debía pensar en Mary Waller. La idea de entregar a esa pobre chica a una vida de abusos era más de lo que podía soportar.

Chupado podría llegar en cualquier momento. Pero si lo hacía, la sangre que correría sería terrible. Y ella sería la responsable. Oh, Dios ¿cómo habían llegado a esta situación? ¿Qué era lo que había causado todo eso?

Oyó que Livingstone decía:

—Quizás el gobernador se entere de este escándalo y venga a dispersar a los gusanos. Hamilton es escocés y un hombre civilizado. —Bratchet no le recordó que el gobernador estaba de visita en Barbados. Tampoco serviría de nada. Livingstone dijo, cambiando su posición—: Han llegado dos desgraciados más para unirse a la jauría.

Espió por la ventana. Dos siluetas avanzaban por el sendero para unirse al grupo del portón. Le sorprendió la sensación de déjà vu, pero supuso que serían hacendados a quienes conoció en alguna de las reuniones.

—El Señor nos ayude ¿qué has puesto en este brebaje? —Livingstone había bebido un sorbo del ponche que le había servido—. Digno de cerdos.

—Todo.

Había vaciado los restos de la mayoría de las bebidas que tenían en la casa dentro de la limonada.

Su marido le sonrió.

—Envíale un poco a Waller.

 

—Entiendo vuestra posición —decía Laws, con suavidad y en voz alta, por encima de los tambores—, pero espero que comprendáis la mía. Aquí está el señor Daniel Defoe, enviado por la corona con una orden real de detener a esta mujer y estoy seguro de que no querréis que regrese ante su majestad para decirle que sus súbditos han desobedecido sus instrucciones.

Defoe asimiló su inesperada condición de «señor» levantando la barbilla y poniendo la mano en la empuñadura de la espada. Los hacendados no estaban seguros en absoluto. Comprendió que, para ellos, Laws representaba a la administración colonial; el dandi antinatural que vivía en la abundancia gracias a sus impuestos. Pero justamente porque eso era lo que personificaba, le daba cierto poder. Ésa era la autoridad que podía enviar o no a los soldados que los protegían, y quien podía fomentar el comercio mediante acuerdos internacionales o condenarlo al fracaso.

—Nosotros tenemos nuestra propia orden de arresto —dijo Helyar Waller— y podemos detener perfectamente a la puta que ama a los negros con o sin vuestra ayuda.

Hubo gruñidos de aprobación entre los demás hacendados. Tenían la excitación de hombres medio borrachos. Defoe vio petacas que pasaban de mano en mano.

—Estoy seguro de que podéis, seguro —le dijo Laws—, pero la reina, después de todo, tiene algo que decir sobre el tema ¿no? Haya hecho lo que haya hecho esa mujer, podéis estar seguros de que os la entregarán para que la castiguéis (si se la puede entregar cuando su majestad haya terminado con ella).

Su guiño dejó a Bratchet colgada de la horca.

—Si es tan serio —interrumpió Johnny Faa, lanzando una vaharada de brandy—, podemos disponer de la puta solos.

—Es una cuestión de Estado, entendedlo —dijo Laws—. La justicia debe cumplirse donde más se la ofendió. —Asumió el tono de un hombre de negocios—. Ahora bien, sugiero lo siguiente. El señor Daniel irá a la casa solo, para hacerla entrar en razón. ¿Qué os parece? —Cogió a Defoe por el brazo y lo alejó, para permitir que los hacendados discutieran el asunto—. Tienes unos quince minutos. No podré retenerlos más tiempo. Mira si hay una salida por atrás. Corred hasta el coche. Nos encontraremos allí. —Elevó la voz—. Bien, señor Daniel. Una bandera de tregua.

Se acercó a uno de los hacendados.

—¿Te importa, querido? —Le quitó el mosquete de caza de las manos y ató su pañuelo—. Ve. Estaremos esperando.

Un hombre que está absolutamente seguro de su plan tiene una ventaja sobre quienes no lo están, pero resultaba evidente que los hacendados no permanecerían confundidos durante mucho tiempo. Se oyó un murmullo de desaprobación cuando Defoe inició su marcha por el sendero.

—Dile a la puta que si no sale, la sacaremos a tiros —gritó uno de ellos a su paso.

Eso era, entonces, la aventura. Había escrito sobre ella, había soñado con ella, Defoe el Intrépido. Era algo sórdido. ¿Dónde estaba lo novelesco? ¿Dónde se escondía el gran coraje? En algún punto de sus tobillos y negándose a sostener al resto de su cuerpo.

Era un sendero largo, muy largo. El sonido de los tambores lo aterraba. Los perros de los hacendados lo aterraban. Los rostros negros, herméticos, de los esclavos que le clavaban los ojos desde el árbol junto a la loma a su derecha eran el fuego que lo esperaba cuando hubiera saltado de la sartén de los hacendados.

Llegaron a su memoria los deshilvanados recuerdos de aquella mañana (¿cuando había sido?), cuando llegó por primera vez a la casa de John Laws y comentó con aquel caballero la placidez del día.

«Querido», había dicho Laws. «No imaginas cómo te cansarás de decir lo mismo.»

Ya estaba cansado, y solamente había pasado un día. Se sintió lleno de resentimiento por encontrarse entre estos olores, plantas y personas extrañas por culpa de una cockney cualquiera. El, Defoe, motor de ideas políticas, un hombre de su tiempo, muerto en un enfrentamiento lastimoso, agitando una bandera blanca.

«Contratarán a Swift para que escriba mi epitafio.»

Exasperado por este nuevo horror, saltó los escalones y llamó a la puerta. «Escribirá algo irónico y agudo para que se le recuerde más que a mí.»

La puerta se entreabrió.

—¿Sí?

—Saludos de milord Oxford —dijo con rapidez—. Me mandó a buscar a Bratchet.

Dios, sonaba como un paseador de perros. Sin embargo, lo que importaba era entrar. Antes de que los desgraciados que estaban fuera tomaran la casa.

La puerta se abrió más y luego se cerró tras él. Enfrente, en la sala iluminada por la luz de la lima, había una hermosa mujer con un farol en la mano.

—¿Bratchet? —preguntó, incrédulo; y luego se corrigió—. ¿Señora Bratchet?

La luz de la vela era generosa con las cicatrices de su rostro que, de todos modos, había mejorado con el sol, igual que el resto de su cuerpo, que había adquirido un aspecto interesante. Cansada, ansiosa como seguramente estaba, poseía una seguridad que procedía de su inteligencia y también de su generosidad. Cualesquiera que hubieran sido sus aventuras anteriores, no habían dejado ninguna señal de suciedad en ella. Se preguntaba por qué Livingstone se había rebajado a casarse con una criada; ahora lo comprendía.

—Sube.

Mantuvo la luz en alto para que la pudiera seguir por una escalera oscura. La casa olía a ron y moho, pero el vestido de la mujer que tenía delante emanaba un perfume de flores de naranjo y, curiosamente, de conservas. Lo llevó a una habitación oscura donde había un hombre arrodillado junto a la ventana, usando el alféizar como apoyo.

—Livingstone, soy Daniel Defoe. ¿Me recuerdas?

El escocés no se movió.

—Ajá, te reconocí cuando venías por el sendero. Soy yo el que está en el cepo ahora, Defoe.

Curioso. Había olvidado aquel primer encuentro, sólo recordaba la reunión en Puddle Court. Las vueltas que da la vida... Defoe el salvador dijo con suavidad:

—He venido a rescatar a tu esposa, Livingstone. He venido a llevarla de regreso a casa.

—¿Te envía Martin? Podría confiar en Martin.

—Sí —mintió Defoe de inmediato—. Convenció a Harley para que mandara un mensaje al enviado del gobierno en Kingston. —En una situación tan extraordinaria se requerían mentiras extraordinarias y creíbles—. Un hombre llamado John Laws. Está ahí fuera, convenciéndolos de que la dejen partir.

—Lo conozco. Parece una chica, pero tiene la cabeza sobre los hombros. Sin embargo, no la dejarán partir.

—No. Debo sacarla por detrás y reunirme con él en el camino. Tiene un coche.

A su lado, Bratchet dijo:

—Livia y yo no te abandonaremos, de modo que ni lo pienses. Resolveremos esto de algún modo.

Livingstone no le prestó atención.

—Hay un sótano, conduce al pie de un árbol en el ala norte. La trampilla quizás esté atascada. Mantendré ocupados a esos cretinos mientras la abres. Nos reuniremos en Kingston.

—No iré —repitió la mujer.

—Acércate, Defoe. —Defoe se acercó a Livingstone. Fuera, la casaca limón pálido de Laws destacaba en medio de los colores apagados de la ropa de los hacendados. Estaba de espaldas a la casa, enfrentándose a la ira de esos hombres, sus manos trataban de seducirlos con sus gestos. Resultaba imposible oír las voces por encima del martilleo de los tambores, pero las bocas de los hacendados se abrían y cerraban en silencio mientras acariciaban sus mosquetes. Los perros habían captado la tensión y saltaban. Sin duda, Laws había subestimado el tiempo durante el cual podría detener el ataque. Livingstone lo miraba desde el suelo—. Llévate a Bratchet y a la pequeña. Y Dios te proteja para defenderlas del peligro —dijo con suavidad—. Quizá nos reunamos en Kingston, quizá no.

Más tarde, Defoe diría que en aquel momento vio por primera vez los ojos de un hombre condenado que se alegraba de su sentencia. Asintió.

—Bien. Dame ese mosquete. Después id a ese maldito sótano. Bratchie, trae todas las armas de la casa. Cargadas.

Defoe se detuvo junto a la puerta y vio cómo la esposa protestaba, el marido le hablaba con voz rota, la vio asentir, vio las lágrimas que se deslizaban por su rostro, la vio poner una jarra con bebida en el alféizar, vio como Livingstone dejaba el arma durante un instante para elevar la jarra, como un cáliz, con manos deformadas hasta parecer garras, vio que Bratchet se inclinaba para besarlo y partió.

Un anciano negro con una vela encendida lo condujo hasta el sótano y se encontraron en un pasadizo que conducía a las puertas de la trampilla situada en el techo. Tierra y semillas se habían instalado en el espacio libre entre ambas puertas y la cubrían con hierbajos fuertes como cadenas. Encontraron el hierro de un barril roto y lo usaron para golpear las puertas, al ritmo de los tambores.

Defoe bajó sus brazos doloridos.

—No se moverán. —Sus esfuerzos habían hecho caer polvo por la grieta. Y en lugar de disminuir, el polvo aumentaba—. Vive Dios, nos han oído.

Alguien estaba rascando las puertas desde el otro lado.

El negro cogió el hierro y golpeó marcando un ritmo. Desde arriba se repitieron los golpes. El negro enseñó sus dientes (como un teclado de piano) en una sonrisa.

—Hermanos.

Defoe dejó el resto del trabajo a los parientes del negro y miró hacia atrás para asegurarse de que Bratchet estuviera preparada para la partida. Llevaba una niña en los brazos, balanceándose dormida sobre su hombro. Había otras dos mujeres, una blanca y una negra.

—Por Dios, ¿quiénes son ellas?

—Vienen con nosotros.

Cruzar las líneas enemigas con una mujer y una niña, eso era lo pactado. Con tres... podrían haberle dado elefantes y llamarlo Aníbal. Con voz débil dijo:

—Bueno, tapa a la chica.

—En seguida.

Bratchet entregó la niña a la negra y corrió hasta arriba.

La chica era tan rubia como Bratchet, pero, mientras la capa con capucha de Bratchet era oscura, su amiga iba vestida con colores pálidos y llevaba un sombrero de paja claro. Demonios, él también. Se arrancó el sombrero y, gimiendo, se frotó las manos con la mugre que cubría el suelo del sótano y se las restregó por su casaca nueva.

Bratchet regresó con una pañoleta púrpura oscuro y envolvió a la chica.

—Pompeyo, cuando hayamos salido debes ir a la cuadra y ensillar los caballos. Espéralo. —Se volvió a Defoe, implorando seguridad—. No hay orden de detención contra él. Lo dejarán salir cuando descubran que me fui, ¿no?

—Seguro.

No le convenció.

—Están indignados. Son capaces de hacer cualquier cosa.

—Están indignados contigo, por lo visto. Si te quedas, aumenta el peligro para tu marido. —Se oyó un ruido de tablas rotas y las puertas se movieron—. Apaga la vela.

Cuando levantaron las puertas, el ruido de los tambores, que dentro del sótano producían un rumor sordo, invadió el lugar, alcanzando un volumen que aturdía el cerebro. Aumentarán la locura de los hacendados, en lugar de apagarla, pensó. Aumentaría su propia locura, si salía a la luz de la luna seguido por varias mujeres.

Manos negras aparecieron para ayudarlo a salir. Una vez fuera, se encontró rodeado por esclavos debajo de las ramas de un árbol inmenso que dejaba pasar la luz a través de las hojas.

Espiando por encima de hombros negros pudo ver el gentío junto al portón de la casa. Uno de los perros que había estado tirando de la correa, cambió el rumbo e intentó correr hacia el árbol. Lo vio gruñir cuando su amo tiró de la correa. El hombre miró hacia donde indicaba el perro. «Señor, no permitas que lo suelte. No permitas que lo suelte.» Era un perro terrible. Veía a Defoe. Oía cómo sacaban a las mujeres del sótano. El propietario lo miraba directamente. Luego dio una patada al perro y volvió a prestar atención a la interesante escena que se desarrollaba en la ventana del ala oeste.

Pompeyo estaba fuera. Puso la boca cerca del oído de Defoe.

—Dice que espere hasta que él empiece los disparos.

«Empiece a disparar, entonces. Por el amor de Dios, dispare.» Agrupados como estaban a cielo abierto, incluso rodeados por urna pared de esclavos, sólo tardarían segundos en verlos. El sonido de un disparo llegó desde la casa. Defoe vio caer a un hombre junto al dueño del perro. Inmediatamente hubo otro disparo. Luego una descarga de los hacendados.

Un esclavo lo empujó.

—Vamos.

Se fue. Otra esclava, una mujer, lo agarró de la manga y lo condujo lejos del árbol. Como una falange, los esclavos se movían con él. Él era sólo la parte blanda de la tortuga, ellos hacían las veces de caparazón. No se volvió para asegurarse de que las mujeres vinieran detrás; ya no le importaba. Si soltaban a los perros...

Ahora corrían. Su guía era flaca e iba desnuda de cintura para arriba, seguía el brillo de su espalda con devoción, sentía pánico cuando lo perdía de vista a medida que pasaban entre las sombras de los arbustos. Tropezó con las raíces, se incorporó. Sus pies se movían al compás de los tambores. Sus piernas eran palillos que repiqueteaban sobre la tierra. Chocó con la mujer cuando se detuvo y miró hacia atrás. La palmeó.

—Vamos —le dijo y él también miró hacia atrás.

Estaban a mitad de camino descendiendo por una ladera, donde la luna brillaba con toda calma. Sobre la cima se veía el reflejo de un fulgor inconfundible. Algo ardía al otro lado de la ladera, donde estaba la casa. Llegó un rumor desde el grupo en la retaguardia. Los esclavos atacaban a Bratchet. No, trataban de evitar que regresara corriendo. Vio cómo la levantaban a ella y a la niña y las llevaban.

Dieron un rodeo hasta donde estaba el coche, con Nerón al lado. Por el camino opuesto llegaba, solitaria, luciendo la casaca color limón, cubierta de encajes, la silueta de John Laws.

 

Pompeyo llegó a Kingston al amanecer del día siguiente, llorando, con el cadáver de Livingstone en el coche. Tenía tres heridas de bala. La que lo mató, le atravesaba la garganta. Una bala perdida había prendido fuego a la casa, dijo Pompeyo. Entonces los hacendados la asaltaron y encontraron a Livingstone desangrado, eso los detuvo. Sacaron el cadáver a rastras y no se opusieron a que Pompeyo se lo llevara. Incluso le dijeron que se diera prisa.

John Laws no permitió que Bratchet se quedara a enterrar a su marido. El bergantín de la armada que debía llevarlos a Inglaterra partiría con la marea de la tarde. Como le dijo a Defoe: «Si esperamos hasta resolver las complejidades legales de este pequeño altercado, tardaremos meses».

Un carpintero local construyó un ataúd de urgencia en el que subieron el cadáver a bordo. Bratchet deliraba diciendo que habría que llevarlo a Escocia para enterrarlo allí, pero una vez más, John Laws la convenció. Con toda delicadeza, señaló que no había tenido tiempo de forrar el ataúd con plomo.

—Entrégalo al mar, querida —dijo, y eso fue lo que se hizo.

El único asunto en el que John Laws no se pudo salir con la suya fue en la insistencia de Alexander Selkirk en regresar a Inglaterra con ellos.

El barco se aprovisionó en Boston, Massachusetts, donde Laws dejó a Mary Waller y a Juno en manos de las autoridades, les encargó que buscaran a los parientes de Mary.

Cuando llegaron a Inglaterra un mes después, alguien arrebató a Livia de los brazos de Bratchet. No estaba segura de quién había sido responsable de la separación.

—Instrucciones de milord —le dijeron al encontrarla en el muelle—. Ah, sí —dijeron, como si Bratchet estuviera en una lista—. Señora Bratchet. Sí, milord solicita que nos acompañes de inmediato. No, la niña no. Ya hemos dispuesto lo que debemos hacer con ella.

Defoe llevaba a Livia por la pasarela. Bratchet tardó en reaccionar cuando uno de los hombres le quitó a la niña y se perdió entre la gente. Bratchet lo persiguió corriendo, dando gritos, pero otros dos hombres la detuvieron y la metieron en un coche.

—Esto es un ultraje, caballeros —Defoe fue introducido en el mismo coche mientras protestaba desde abajo, entre los asientos—. ¿Quién es el responsable de todo esto?—Dile que la niña está en buenas manos, por favor —vociferó uno de los hombres por encima del alboroto causado por Bratchet—. Se la devolveremos, por el amor de Dios.

A través de la última ínfima ventana de su mente, miró sus rostros: jóvenes, sin hijos, funcionarios, sinceramente sorprendidos porque ella armaba un alboroto cuando le habían dicho que nadie quería hacerle daño.

—El asunto es urgente, entiendes —dijo el otro.

¿Urgente? Urgente era tener un hombre guapo que entregaba la vida por una y por su hijo, urgente era transferir cada nervio del propio cuerpo al cuerpo de su hija. Urgente era ver cómo su cara se horrorizaba de miedo cuando se la llevaron. Ellos no sabían el significado de urgente.

Ella se lo enseñó. Las tinieblas anularon todo lo demás excepto la urgencia y pateó, se retorció y gritó que le devolvieran a su pequeña. Hasta que quedó extenuada y cayó al suelo del coche, removiéndose y emitiendo quejidos apagados. A partir de entonces, un Defoe confundido se puso del lado de las autoridades e intentó explicar a los jóvenes con cara de funcionarios que la mujer no estaba loca.

—Cansada por el viaje, creo —decía—, acaba de perder a su marido y, bueno, sabéis cómo son las mujeres con sus pequeños.

Los jóvenes esbozaron sonrisas rígidas, de entendimiento. Mujeres.

Defoe la levantó y le limpió la cara. Le habló lentamente para que pudiera entenderlo.

—Estos caballeros nos llevan al palacio de Kensington. ¿Palacio de Kensington? La reina se está muriendo, dicen, Dios la tenga en su gloria, y tú y yo debemos presentamos allí. —Se acercó más y murmuró—: Será para identificar a ya sabes quién. —Como ella no le entendía dijo «Anne Bard» con los labios. Luego: «Anne Bonny». Miró enfadado a sus compañeros—. ¿No veis que la señora necesita comer algo?

No formaba parte de sus instrucciones pero aceptaron, a regañadientes, y detuvieron el coche durante el tiempo suficiente para que uno de ellos comprara salchichas y pan en un puesto callejero mientras el otro entraba en una taberna y traía una jarra de cerveza.

Durante los minutos que pasaron a solas, Defoe dijo:

—Si es cierto que tu Anne está en el palacio, nos lo debes decir, querida. No puede hacerle ningún daño ahora, sin duda, cualesquiera que hayan sido sus razones para permanecer de incógnito. De hecho, puede beneficiarla. Tú quieres que se beneficie. La situación es grave, según dicen. Inglaterra está al borde de la guerra civil. El país necesita un nuevo heredero al trono que todos estén dispuestos a aceptar. ¿Lo entiendes?

Bratchet no podía entender nada excepto a Livia retenida como rehén, llorando para volver con su madre.

—Devuélveme a mi niña.

Defoe se desesperó.

—La tendrás contigo. Lo han dicho. No puedes pretender llevar a una niña revoltosa a un palacio donde hay una reina moribunda.

Uno de los hombres, subió al coche y dijo:

—¿Aún no está dispuesta a cooperar?

Era sólo una pregunta. Bratchet la recibió como la amenaza de un chantajista. Asintió. Como rechazó la comida y la bebida, los dos hombres y Defoe la compartieron entre ellos.

 

Al entrar en la ciudad tuvieron que pasar por un cordón de caballos y Dragones. En la ciudad misma, la milicia había tomado las calles. El viejo uniforme del padre bailaba sobre la tripa menos voluminosa del hijo, las espadas salían y entraban de vainas que no se usaban desde la Revolución Gloriosa, charreteras gastadas pretendían brillar con el sol poniente de julio.

La milicia había bloqueado algunas calles sólo para divertirse demostrando que era capaz de hacerlo, lo cual añadía confusión a un tráfico ya caótico de por sí, debido a la permanente presencia en la capital de los ricos y los grandes que, en esta época del año, solían instalarse en sus casas de campo y se preparaban para la temporada de caza. Mensajeros con el blasón de la reina alardeaban con sus caballos en medio del tumulto, llevaban órdenes del consejo a galope a todos los puntos cardinales, lo que aumentaba la sensación de crisis.

En una de sus paradas forzosas, un sargento metió la cabeza por la ventana del coche.

—¿Quién y dónde? —pregunto, con enojo mal disimulado.

—Asuntos de la reina —le dijo uno de los jóvenes, cortante.

—Míos y de todos. Y si no me gusta, os puedo llevar a Newgate. O sea, que vamos. ¿Quién y dónde?

—Esta señora y el caballero acaban de llegar al puerto y se solicita su presencia en el palacio de Kensington. Sugiero que los dejes pasar.

—Eso es una maldita mentira, para empezar. Hay un embargo en toda navegación.

—No hay ningún embargo sobre la armada —dijo el joven con voz clara y tranquila. Sacó una orden con un gran sello real—. Y si no nos dejas pasar, yo te puedo llevar a la torre.

Les dejó que avanzaran. Impresionado, Defoe preguntó:

—¿Un embargo sobre la navegación? ¿Se espera una invasión del Pretendiente?

Eran nuevos en el cargo de secretarios. La discreción era su especialidad, pero Defoe venía de Grub Street; cuando llegaron al Gore, estaba tan al corriente de la situación como ellos mismos.

Sí, había una enorme posibilidad de que el Pretendiente invadiera el país. Ya había partido hacia la costa de Francia para reunir su flota. Con el propósito de defenderse, se había mandado llamar a las tropas de Dunquerque y Flandes. Se estaba reforzando la protección de la torre. El ejército había acampado en Hyde Park. Nadie sabía por dónde saltaría cada uno. ¿Apoyaría Luis la apuesta de Jacobo para acceder al trono o no?

Prácticamente todos los altos mandos del ejército y la armada habían sido reemplazados, por orden de Bolingbroke, con hombres que, llegado el momento, podían ser jacobitas o no. Sin embargo, dado que marinos y soldados confiaban más en sus oficiales anteriores que en sus nuevos jefes, cuando llegara ese momento, ¿les obedecería el ejército y la armada?

Era un caos. Defoe sintió un profundo deseo de regresar a su hogar y abrazar a la señora Defoe. No, le dijeron, lo necesitaban en la corte, donde la confusión era aún mayor que en el resto del país. Bolingbroke apoyaba decididamente al Pretendiente. Es decir, estaba dispuesto a apoyarlo si Jacobo cambiaba de religión, cosa a la que Jacobo seguía negándose.

Harley... bueno, milord Oxford era milord Oxford; nunca se sabía qué haría. De todos modos, no se trataba de diferencias políticas entre él y milord Bolingbroke, era una trifulca callejera. Ambos se dedicaban a vociferar junto al oído de la reina moribunda; cada cual trataba de obligarla a deshacerse del otro.

Lo único que no pudo averiguar de los dos jóvenes, a pesar de sus intentos, fue para quién trabajaban.

—¿Pertenecéis a la oficina de milord Oxford? —preguntó, como si se tratara de una simple curiosidad—. ¿O a la de Saint John, quiero decir, milord Bolingbroke?

No respondieron. «No lo saben, Dios mío. Están igual que todos nosotros, esperando.» Dependería de la revuelta callejera. Incluso podía ser que en el tiempo que habían tardado en ir desde Kensington hasta el puerto de Londres y de nuevo al palacio, Harley hubiera convencido a la reina para que echara a Bolingbroke. O viceversa.

Cambió de tema.

—¿Y su majestad?

Más confusión. Estaba redactando un testamento, bueno, quizás estaba redactando un testamento, se murmuraba que estaba haciéndolo, desheredando a Jorge y legando el trono a su medio hermano.

—Pero su testamento no puede apartarse del Acta de Sucesión —dijo Defoe, el ciudadano obediente de la ley.

Uno de los jóvenes lo miró a los ojos.

—Al infierno el Acta de Sucesión —dijo—. Eso crearía cierta opinión entre la gente. La población la adora.

Defoe reconoció que él también la quería. En el terreno rocoso que era la historia de Inglaterra, su reinado era una llanura firme y tranquila. Todos habían descansado allí para recuperar el aliento.

Más que nunca, deseó abrazar a la señora Defoe y oler el aroma de repollo cocido que envolvía su casa.

—Realmente creo que debería ir a casa para cambiarme de ropa. Estoy algo desaliñado por el viaje.

—Tú también estás bajo custodia —le recordó uno de los hombres.

Oh, Dios, era cierto. Lo había olvidado. Su mente estaba dividida en dos, igual que el país. ¿Qué monarca lo liberaría? ¿Era demasiado tarde para salvar el pellejo y aclamar a Jacobo III? ¿Debería correr a Hanover y besar la mano de Jorge I?

Miró a Bratchet. Ella tenía la respuesta. Si había una respuesta. Con la ayuda de Bratchet, se podría convertir en Defoe el Hacedor de Reinas. Con dolor, comprobó que estaba ciega y sorda por la tristeza de lo de su hija. Suspiró. Las señoras, benditas sean. Inútiles en la política.

 

Fueron llevados a una habitación que era una antecámara de la antecámara de la alcoba. Un espacio amplio y feo, desproporcionado, el techo era demasiado alto y el lugar, excesivamente largo en relación con el ancho, parecía un pasillo.

Allí la reina solía recibir a los dignatarios menos nobles de entre sus súbditos: comandantes y gremios que hacían presentaciones leales y cosas por el estilo. Desde allí, le resultaba fácil ir a su cama. En una pared había ventanas que daban a una terraza con flores. En la otra, a ambos lados de una gran chimenea sin fuego, colgaba una serie de tapices que representaban los viajes de Ulises. Al fondo, puertas dobles conducían a la antecámara y la alcoba.

Defoe y Bratchet se situaron en la otra punta.

—Esperad aquí.

Les ofrecieron unas pequeñas sillas doradas, duras, cerca de una puerta, bajo una galería muy alta, desde la que colgaba un soberbio reloj de bronce dorado.

Había mucha gente en la habitación, hombres, en su mayoría, hablando en grupos, en voz baja, aunque no tanta como en la antecámara contigua que, según pudo ver Defoe, estaba atestada, pero era más silenciosa. El sol de las últimas horas de la tarde se colaba por las amplias ventanas cerradas y aumentaba el calor.

—Aún vive, entonces —dijo Defoe.

Nadie les hablaba. Los secretarios no regresaron. Defoe observó los rostros, reconoció algunos, intentó calcular si las expresiones de los whigs demostraban más satisfacción que las de los tories o viceversa. Al cabo de una hora, renunció y se alejó de Bratchet para mezclarse con la gente.

Regresó para aferrarse al respaldo de la silla en busca de apoyo.

—Harley se quedó fuera. —Se sentó con estrépito, con la mirada fija en un futuro sin Harley—. Ella le ordenó romper el Cetro Blanco hace tres horas. —Se preguntaba en voz alta—. ¿Debería irme a casa? Pero supón que están esperando para detenerme. Fue Harley quien pagó mi fianza.

Bratchet no veía, no oía, no le importaba. La multitud disminuía. Como suponían que la reina viviría hasta la mañana siguiente, la gente regresaba a sus casas, a la seguridad de una mesa servida.

—No —dijo Defoe el optimista—. No me iré aún. El Cetro no le pertenece a Bolingbroke todavía. Y milord Oxford aún es un consejero privado. La reina es una mujer. Quizá se lo devuelva.

A eso de las siete, la habitación estaba casi vacía, igual que la antecámara contigua. Un grupo de hombres con sombreros y capas forradas con piel entraron por la puerta de detrás de Bratchet y Defoe, cruzaron en dirección a la alcoba y dejaron una estela de olores de boticario a su paso.

—Los médicos —dijo Defoe. Cuando cruzaron de regreso, volvió a hacer averiguaciones—. Siente dolores y calor en la cabeza y le sangra la nariz. Le aplicaron ventosas. Las prefiere a las sanguijuelas. Creen que ha mejorado. Pidió que entrara su peluquera.

A su izquierda un Ulises rosado luchaba contra troyanos rosados a medida que el sol moribundo bañaba la habitación. Pasó una señora con una cofia, seguida por un niño negro que llevaba una bandeja de peines, cepillos y frascos con perfumes.

—La peluquera —dijo Defoe.

Entraron los lacayos con libreas llevando largas cerillas encendidas para iluminar los candelabros. Una de las puertas entre las antecámaras se abrió de par en par. Una mujer ocupó todo el umbral. Una voz dulce dijo:

—Puedo caminar, Danvers, te lo agradezco.

Era enorme. El manto color marfil que colgaba de sus hombros y se arrastraba por el suelo formaba una silueta aún más gigantesca. Una cofia, almidonada por delante como un abanico, parecía un signo de interrogación sobre una cabeza del tamaño de una calabaza. La mole se movía sobre pies pequeños. Las manos, al final de irnos brazos semejantes a troncos de árboles, eran tan delicadas que podrían pertenecer al cuerpo de un niño.

Defoe, conocedor de la corte, se quitó el sombrero y dobló una rodilla. Bratchet permaneció sentada en su sitio. La reina se bamboleó hacia ellos, dos doncellas se mantenían a cada lado gesticulando para sostenerla cada vez que se tambaleaba.

—Arrodíllate —susurró Defoe a Bratchet.

No lo hizo, pero la reina tampoco se percató; miraba algo situado encima de sus cabezas. A unos seis pasos, se detuvo en seco. Involuntariamente, Defoe volvió la cabeza para mirar hacia arriba. Alguien habría entrado en la galería del coro.

No, era el reloj. Estaba mirando hacia el reloj. Oyeron pasar dos minutos enteros hasta que la mujer a quien llamaba Danvers dijo, con lágrimas en los ojos:

—¿Qué veis de especial, señora?

La reina volvió la cabeza lentamente hacia quien había hecho la pregunta, pero los ojos siguieron clavados en el reloj. Danvers dio un alarido. La otra mujer corrió en busca de auxilio. Defoe y dos lacayos ayudaron a las mujeres a llevar a la reina hasta su habitación. Defoe se detuvo discretamente en la puerta, apartándose para permitir el paso de un grupo de hombres y mujeres que corrían, pero permaneció allí todo lo que pudo para oír lo que decía el médico.

Bratchet se quedó sentada.

Al volver, Defoe le dijo:

—Oí que la duquesa de Somerset le preguntaba que cómo estaba y ella dijo: «Nunca peor. Me voy.» Ahora está inconsciente. La están sangrando y la señora Masham se ha desmayado. —Estaba llorando, pero se sentía excitado, y no le importaba. Después de todo, aquél era el drama más importante de Europa y él estaba en la platea del teatro. Dijo—: Pobre alma, tiene apenas cuarenta y nueve años. Es más joven que yo.

A medianoche, un mayordomo atribulado que hacía su ronda de rutina les preguntó que quiénes se creían que eran y qué hacían allí. Defoe dijo que respondían a las órdenes del vizconde Bolingbroke (ya que no resultaba oportuno nombrar a Harley). El mayordomo manifestó cierto desdén pero les dejó quedarse.

—Tendréis que esperar mucho, espero. Su pobre querida majestad se ha recuperado otra vez.

Permanecieron sentados. No se permitió a ninguno de los miembros del personal que abandonara su puesto, de modo que los lacayos que cumplían sus funciones desde la mañana empezaban a flaquear y se deslizaban hasta el suelo para sentarse apoyando la cabeza empolvada en las rodillas enfundadas en seda. Los que estaban menos cansados los despertaban cuando el golpeteo del bastón de marfil en el suelo de mármol anunciaba la llegada del mayordomo.

Bratchet gemía y atrajo la atención del mayordomo en su siguiente ronda.

—¿Qué le pasa a esa mujer? No puede quedarse aquí.

—¿Dónde entonces? —preguntó Defoe—. Tiene órdenes de milord Bolingbroke de mantenerse a la vista en la antecámara.

—Allí arriba. —El mayordomo apuntó hacia la galería del coro encima del reloj.

El acceso a la galería estaba en una puerta del pasillo exterior, que daba a una peligrosa escalera de caracol. Al otro lado había otra escalera. En el centro había un semicírculo donde se instalaban los músicos. Defoe quiso imaginar que tendrían menos problemas que él con las alturas; aquel sitio le producía vértigo. La barandilla le llegaba a la ingle y ofrecía una incómoda vista del amplio suelo de mármol a veinte pies de distancia.

Allí abajo no parecía suceder nada. ¿Se atrevería a irse a casa?

Uno de sus motivos principales era que quería cambiarse de ropa; no quería entrar en un nuevo reinado sin sus mejores galas. Podría alquilar un caballo y regresar con él. Si los alguaciles estaban vigilando su casa, podía entrar por alguna ventana de atrás. Ya lo había hecho antes.

Explicó sus planes a Bratchet, le trajo un poco de cerveza de la despensa, le dijo dónde podía encontrar un inodoro y se fue, sin saber si ella lo había oído.

Bratchet se sentía atormentada. Nada era tan terrible como esto. Ni la pérdida de Martin, ni la muerte de su marido, nada.

Defoe regresó, recién afeitado y acicalado, con increíbles noticias.

—Los whigs le dijeron a Bolingbroke: «Sólo tenéis dos opciones para evitar la horca. O os unís al partido honesto de los whigs o os entregáis al Pretendiente. Si no elegís lo primero, imaginaremos que os habéis decidido por lo segundo.» —Defoe sacudió la cabeza con admiración—. Los whigs están ganando terreno. Parece que será un Hanover.

Bratchet no se movió.

Defoe le alejó un poco la silla de la barandilla y la volvió para que lo mirara.

—Estuve en casa, señora —dijo con voz clara—. Livia está allí. Se la entregaron a la señora Defoe. Ha comido y ahora está profundamente dormida en una de nuestras viejas cunas. Está bien y a gusto. Cuando pase todo esto, iremos directamente a verla.

Pensó que Harley lo habría organizado todo, antes de partir. Harley siempre había admirado a la señora Defoe. Que Dios lo bendiga.

Tuvo que repetir lo que había dicho.

—Tu niña está con la señora Defoe. Estará segura con la señora Defoe.

—Sí —dijo Bratchet, por fin—. Sé que estará segura.

La ayudó a bajar a la despensa para comer algo. Reinaba tal confusión que nadie cuestionó su derecho a estar allí. Mozos de cuadra, caballerizos, jardineros, lacayos, ayudas de cámara, asistentes de mesa, limpiadores de candelabros, criados cojos que no trabajaban en la corte desde hacía muchos años, se habían unido al resto del personal para esperar la muerte de su reina.

En cierto sentido, también era su muerte. Un nuevo grupo vendría con el nuevo rey, fuera Jacobo o Jorge, y quién podía decir si les pagaría la jubilación. Querían sinceramente a la reina Ana. La mayoría de las mujeres y algunos hombres lloraban como niños, casi todos los rostros parecían preocupados, muchos estaban ebrios.

—¿Ves a Anne Bonny Bard? —preguntó Defoe. Bratchet meneó la cabeza—. Aún no es demasiado tarde, querida —le dijo, ansioso—. Pasarán semanas antes de que llegue Hanover o Estuardo. Entretanto puedo convocar al país para recibir a una nueva reina Ana.

Había tal locura en el ambiente que todo era posible.

Bratchet negó con la cabeza.

—No está aquí.

Bueno, siempre había sido una apuesta arriesgada. Harley no solía equivocarse, pero su convicción de que la mujer se había infiltrado en la corte marcaba, evidentemente, el principio de sus errores. No importa, lo había llevado a Defoe al centro de los acontecimientos que estaban a punto de acabar. Qué historia podría contar.

Escoltó a Bratchet una vez más a la antecámara de la antecámara. Había recuperado el color. Ya no era la vieja estropeada que parecía cuando le quitaron a su hija. De hecho, era hermosa y parecía satisfecha de presenciar el proceso de la muerte. Todos confiaban en la señora Defoe. Por otra parte, no osaría llevarse a Bratchet hasta obtener el permiso correspondiente de quien hubiera exigido su presencia, ya fuera Harley o Bolingbroke.

Se sentaron juntos donde habían estado al principio, bajo el reloj. Las puertas de la alcoba estaban cerradas. La luz del amanecer debilitaba las llamas de los candelabros y los apagaron. Un lacayo abrió una ventana y dio entrada a los trinos de un tordo desde las plantas del jardín y al perfume de las rosas. El mayordomo golpeó al lacayo en la cabeza y le ordenó cerrar la ventana, como si el tordo hubiera cometido un crimen de lèse majesté.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Bratchet.

—Sábado.

—¿De qué mes?

—Julio. Hoy es treinta y uno. Ayer fue el aniversario de la muerte del pequeño Gloucester. —Defoe pensó: «Pobre reina, debe de haberse sentido triste. Se alegrará de encontrarse con su hijo, con todos sus hijos muertos.»

—Perdí la noción del tiempo.

Defoe respondió:

—Creo que se detuvo. —Con su paso medicinal, los médicos se deslizaron en dirección a la alcoba—. Los médicos —dijo Defoe, y se fue a una de sus rondas—. Tuvo la suerte de vomitar tres veces con la ayuda de un vomitivo. El doctor Arbuthnot me ha dicho que es el mejor síntoma que ha manifestado y le pusieron ajo en los pies para calmar el dolor. Ordenaron que se le afeitara la cabeza pero mientras lo estaban haciendo sufrió convulsiones o quizá fue un ataque de apoplejía, pero reaccionó cuando la sangraron. Piensan que el próximo paso será aplicar un vejigatorio.

—Pobre reina —dijo Bratchet.

Ambas antecámaras se iban llenando otra vez. Había muchos religiosos, llegados con la esperanza de que se los llamara para administrar los últimos sacramentos. En realidad, se encontraban en un lugar privilegiado. La ventaja de aquella antecámara era que la gente hablaba con mayor libertad y en voz más alta; en la otra mantenían las voces en un tono de murmullo para no romper el silencio de la alcoba. Allí había un eco que hacía retumbar la conversación desde el suelo de mármol hasta sus atentos oídos.

Bratchet preguntó:

—Cuando fuiste a casa ¿viste a Martin Millet?

—No, chist —dijo, y siguió escuchando a los que hablaban:

—Todavía no le ha dado el Cetro Blanco a Bolingbroke...

—Jamás lo nombrará primer ministro. Antes se lo daría al Viejo Nick...

—Podría...

Hubo un silencio. Bolingbroke había entrado por la puerta que quedaba detrás de Defoe y Bratchet y se detuvo unos instantes para que todos lo vieran. Llevaba ropa negra, que le quedaba bien, pero con un chaleco de colores elegantes para demostrar que no vestía de luto. La cabeza levantada, la sonrisa brillante, cuando inició el recorrido a través de las habitaciones, su paso manifestaba una elegancia relajada; el efecto palidecía solamente por culpa de un hombre regordete que seguía sus pasos vociferando insultos.

Harley estaba borracho pero, por una vez, sus palabras resultaban claras. Como no tenía nada que perder, lanzaba acusaciones y palabras de odio detrás de Bolingbroke.

—Corrupción —decía—, desfalco, deslealtad, traición...

Los pecados relucían alrededor de una habitación en la que nadie parpadeaba.

La extraña procesión entró en la segunda antecámara, Harley siguió gritando hasta que la puerta de la alcoba se cerró en sus narices. Cuando todos recuperaron la respiración un suspiro largo y sonoro recorrió la sala. El mayordomo se adelantó y condujo a Harley fuera. Antes de salir, se le oyó decir:

—¿Dónde está Masham? Dejaré caer a esa mujer tan bajo como cuando la encontré.

—No está aquí, milord. —Cuando cruzaron junto a Defoe, oyó que el mayordomo añadía—: Oí decir que se fue a St. James para desvalijarlo mientras pudiera.

En medio de la excitación que estalló cuando los dos abandonaron la habitación, Defoe, por una vez, no se arrepintió de haber apoyado al perdedor. «Yo le haré justicia, querido maestro.» Durante mucho tiempo su pluma había enojado a Bolingbroke y a su manada de lobos. Defoe, disidente, flagelo de los high tories, se opondría y los hostigaría hasta el fin, aunque eso lo llevara a la torre.

Y quizá no fuese la facción perdedora. Bolingbroke había salido de la alcoba, aún sonriente, despreocupado, pero no llevaba el Cetro Blanco en la mano. Saludó a los conocidos a medida que avanzaba. Formuló una pregunta y se dirigió hacia Defoe y Bratchet. «Señor, la torre no. No lo decía en serio.»

—¿Señora Bratchet? —De cerca, parecía tener fiebre; había manchas rojas en sus mejillas, pero saludó a Bratchet como si su único objetivo en el mundo hubiera sido conocerla. Bratchet se puso de pie e hizo una reverencia. Defoe se puso en pie y a duras penas lo saludó—. En todas las idas y venidas ¿has reconocido a la mujer que llamamos Anne Bonny, querida?

—No, milord.

—¿Cuál es tu bien más preciado, señora Bratchet?

—Mi hija, milord.

—¿Juras por la vida de tu hija que si ves a la señora Bonny vendrás a Golden Square y me lo dirás?

Bratchet le sonrió.

—Juro que lo haré.

El vizconde Bolingbroke le devolvió la sonrisa, volvió a hacer una reverencia y siguió su camino. Cuando pasó junto a Defoe, le dijo:

—Hombrecillo andrajoso. —Y salió.

Pero Defoe estaba exultante.

—No consiguió el Cetro Blanco. Está perdido. ¿Ves cómo soy su enemigo? ¡Qué maravilla! —Hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Qué habrá querido decir con «andrajoso»?

Como si Bolingbroke hubiera contagiado su fiebre a las habitaciones, el decoro desapareció. El mayordomo intentaba acallar la conversación, pero no dejaban de llamarlo desde la alcoba, donde sucedían cosas que, a juzgar por su cara cada vez que volvía, no le gustaban en absoluto.

Defoe se abrió camino a través de la multitud hasta detenerse junto a la puerta de la alcoba.

—Todo tipo de gente está visitando a su majestad por las escaleras traseras —informó, fascinado, a Bratchet—. Alguien la convenció para que nombrara caballero a un agricultor o quizás era uno de sus jardineros, un campesino. No pude descubrir quién es, nadie parece conocerlo. —Más tarde hubo otro movimiento en la multitud, más exclamaciones. Defoe volvió a alejarse y regresó—. Ahora nombró un nuevo par del reino. El conde de Cullen.

El mayordomo apareció en la puerta, agotado; el protocolo se había roto. Se detuvo uno momento junto a Defoe y Bratchet, que se habían convertido en la única presencia constante en un mundo que se desintegraba ante sus ojos.

—Un jardinero —dijo—, nombró caballero a un maldito cavador. Está desvariando, pobre señora, y se aprovechan de ella. Por lo menos hicieron desaparecer al lacayo por la escalera. Y ahora un par del reino... Con vuestro permiso.

Corrió hacia las puertas de la alcoba que se abrían en ese momento.

—Demonios, es el conde de Cullen.

—¿Cullen? Me suena a papista...

—¿Quién demonios es?

—Aquí viene...

El mayordomo hacía una reverencia mientras retrocedía. Se volvió y con los movimientos de la punta de su bastón abrió paso al flamante par del reino. Lo seguía un niño pequeño y, detrás, una doncella de alcoba.

—¿«Ése» es el conde de Cullen?

—No puede tener más de siete años. Ocho como máximo...

Al llegar a la última puerta, el mayordomo se detuvo para hablar con el nuevo conde.

—La disposición de su majestad se copiará en los manifiestos, milord. Seréis presentado en la Cámara de los Lores en la próxima sesión.

—Eso estará bien, gracias —dijo el pequeño.

El mayordomo cerró los ojos, pero ganó la disciplina.

—Probablemente un martes o un miércoles. Según la costumbre. Después de las oraciones. —Se volvió hacia la doncella de alcoba—. ¿Tiene algún lugar donde ir? ¿Alguien que se ocupe de él?

—Creo que vive en Highgate, milord, con una institutriz. Está fuera.

—Pero ¿«quién» es?... Oh, no importa. ¿Sabe el niño que ahora posee propiedades e ingresos importantes?

—¿Se lo digo, señor?

—Hazlo.

Mientras ellos conversaban, los ojos del niño recorrieron la habitación y se detuvieron en Bratchet, quizá porque estaba sentada y así se acercaba más a su altura, quizá porque ella le sonrió. Caminó hacia ella.

—Tengo mucho calor —murmuró.

—«Hace» calor —le respondió ella, también en voz baja—. Quizá podrías desabrocharte el gabán y quitarte los guantes.

La doncella de alcoba se acercó, sonriente, y se lo llevó hasta la puerta.

—Por aquí, milord. Busquemos a vuestra niñera.

El ritmo se aceleró después de su partida; la especulación y la sorpresa alcanzaron un nivel más digno de una cancha de tenis que de la antecámara de un lecho de muerte.

—Debe de ser un plebeyo...

—Una cana al aire de alguien importante...

Cuando se anunció que el conde de Shrewsbury había recibido el Cetro Blanco de las manos de una reina semiinconsciente, se oyó un alarido que sacudió el reloj.

Defoe bailó.

—¡Un hombre intermedio, por Dios! Aceptado por Hanover «y» por Inglaterra. La reina ha manifestado su deseo. ¡Es Hanover! —Recuperó la compostura y se sentó, cogió la mano de Bratchet con una de las suyas. Con la otra señaló hacia la gente—. Míralos. Mira qué relajados están.

La gente se estrechaba la mano, se daban palmadas en la espalda. Los jacobitas se retiraban en silencio, pero sin prisa. Si la antecámara representaba al país, Inglaterra aguardaría con tranquilidad la llegada de Jorge de Hanover y el comienzo de su reinado.

 

La reina Ana murió a primera hora de la mañana siguiente: el domingo 1 de agosto de 1714. Aún estaba oscuro. En las antecámaras, sus súbditos dormitaban sobre las mesas y los alféizares de las ventanas; otros, de pie. En la alcoba se encontraban dos duquesas, las doncellas de alcoba, la señora Masham, el obispo de Londres con sus capellanes, siete doctores, miembros del consejo privado y del gabinete, y los lacayos.

Quizás hubo un anuncio pero Defoe y Bratchet no lo oyeron. Ellos también dormían. Lo que los despertó fue la estampida. Como si alguien hubiera gritado «Fuego», las antecámaras se vaciaron a toda prisa. Los consejeros privados pasaban apurados, consultando sus relojes y asumiendo compromisos. Obispos ajetreados daban indicaciones a sus capellanes del tañido de las campanas y los cultos. Hombres que habían permanecido de pie durante cuarenta y ocho horas salían disparados para ser los primeros en dar la noticia.

En menos de dos minutos, las antecámaras quedaron vacías. Las puertas de la alcoba quedaron abiertas y se veía el ir y venir de siluetas contra la luz de las velas. Era la escena más increíble que Bratchet había visto jamás. Dijo, sorprendida:

—¿Cómo pueden ser tan... tan groseros?

—Querida, hay muchas cosas que hacer —le dijo Defoe. Las lágrimas surcaban sus mejillas—. Los regentes deben asegurar la tranquilidad del país en caso de que el Pretendiente intente invadirlo. Todo debe estar listo para el nuevo rey. Luego están los preparativos para el duelo, las exequias, banderas a media asta, cañones, campanas, mensajeros que lleven la triste noticia. Debo escribir una oda de despedida para su querida alma...

Bratchet se sentó.

—Podrían esperar hasta que se enfríe.

—La reina ha muerto, viva el rey —le explicó Defoe. «Sí, una oda de bienvenida a Jorge, algo espléndido, lista para su llegada. Y un traje nuevo...» En voz alta, dijo—: Me pregunto si podremos irnos. Todavía existe la posibilidad de un golpe, supongo, pero si Harley o Bolingbroke están en situación de... Quizá podríamos correr el riesgo.

—Yo me quedaré un rato más —dijo Bratchet—. Besa a Livia de mi parte. Estará bien con la señora Defoe.

Defoe se sintió aliviado.

—Sí, eso será lo mejor. Todavía puede haber jaleo y las calles serán peligrosas. Saldré, echaré un vistazo para ver cómo andan las cosas y volveré a buscarte.

Le besó la mano y caminó a paso de lento hasta cruzar la puerta. Una vez allí, se pudo oír cómo apuraba el paso en el pasillo, hasta que empezó a correr, hacia un nuevo reinado.

Por las ventanas se oían las ruedas de los coches, el chasquido de los látigos y las exclamaciones de los cocheros alentando a sus caballos a iniciar el galope. Un esbozo de amanecer entró por las ventanas hasta que el mayordomo volvió a dejarlo fuera ordenando que se cerraran todos los postigos. Se apagaron algunos candelabros. Una campana empezó a tañer en la capilla y las iglesias más lejanas duplicaron el sonido.

La oscuridad de las antecámaras acentuaba la luz de la alcoba, donde varias sombras se movían alrededor de un montículo en la cama, cubierto con una sábana. Pasaron dos ancianas, que se ocuparían del cadáver, llevando canastos. Las puertas se cerraron detrás de ellas.

Salió el mayordomo con una doncella de alcoba, llevando diarios y papeles y un cofre pequeño. La voz del mayordomo resonó en la habitación vacía.

—Es una pena.

—La duquesa está de acuerdo. Ésas fueron sus indicaciones. Sin abrir.

Avisó a un lacayo para que encendiera el fuego, que ardió de inmediato.

—Podrían ser sus últimos deseos y testamento —dijo el mayordomo.

La doncella de alcoba dijo:

—Correspondencia privada, creo.

—Ah, bien.

Suavemente, el mayordomo se inclinó y echó los papeles y el cofre a las llamas.

El cofre estaba desgastado por los años. Bratchet lo conocía muy bien; Anne Bonny lo había llevado a la casa de Effie Sly y allí se había quedado. La doncella era la misma que había escoltado al pequeño conde de Cullen. Bratchet también la había visto antes.

Llegaron cuatro hombres con delantales de carpintero arrastrando una caja, inmensa y casi cuadrada. Llamaron. Las puertas de la alcoba se abrieron para dejar entrar el ataúd, luego se volvieron a cerrar. Bratchet se levantó de su asiento, se acercó al fuego y cogió el cofre. Estaba un poco chamuscado, pero intacto. Lo puso bajo su capa y volvió a su sitio.

Al cabo de un rato, volvió a salir el mayordomo.

—¿Todavía aquí? —preguntó sin curiosidad—. Ella será llevada a St. James ahora. Quiero que esta habitación quede vacía. Mira desde la galería, si quieres.

Se necesitaron ocho hombres para cargar el ataúd, con dificultad, a través de las habitaciones y hasta la puerta. Sus jadeos llegaban hasta los oídos de Bratchet, sentada junto a la barandilla de la galería.

Los miembros del personal que permanecían allí, formaron dos filas desordenadas para contemplar el paso del ataúd; algunos lloraban, pero la mayoría estaba demasiado cansada para mostrar algo más que deseo de dormir. Cuando pasó por debajo de Bratchet, se produjo el único gesto digno de la noche: el mayordomo cogió su bastón con ambas manos y lo rompió sobre la rodilla. Observó las filas de hombres y mujeres.

—Gracias —dijo—. Ahora podéis descansar. Y Dios otorgue el descanso eterno a su majestad.

Se fueron. Las puertas de la alcoba permanecieron abiertas y las velas, encendidas. A través del palacio en penumbras llegó el sonido de puertas que se cerraban, luego, silencio. Bratchet estaba sentada, esperando. Pero no a Defoe.

Un candelabro iluminaba el tapiz de su izquierda, en el que los griegos atacaban las torres de Troya. ¿Cuántos años duró esa guerra? Había un tapiz similar en Saint-Germain-en-Laye y el querido doctor MacLaverty le relató la historia de Ulises como parte de su educación. Diez años. No tanto como la guerra de Flandes, pero bastante. Y Ulises todavía tenía que recorrer un largo camino, a lo largo de toda la habitación, pasando por monstruos, cerdos, sirenas y hechiceras, hasta llegar a Ítaca y a la paciente Penélope.

—Tú eras Penélope —dijo Bratchet mirando hacia la alcoba—. Tú también odiabas la guerra. Querías que todos regresaran a casa.

Pero Anne había sido Ulises. Arrancada de la vida normal peleó con todo el coraje y la astucia del gran aventurero con la amiga que se le unió desde su propia Odisea. No almas masculinas en cuerpos femeninos, sino mujeres que disfrutaban del peligro, como Kit Ross, grandes mujeres.

No había lugar para ella. Se suponía que no había mujeres así. Debajo de Bratchet, el reloj marcaba el paso de los minutos. ¿Habría lugar en el nuevo reinado para una señora Ulises?

No. Sería un reino de hombres. «A menos que seamos como la señora Defoe, los hombres nos destruyen.» Habían destruido a Anne Bonny y a Mary Read.

Veinte pies más abajo, la empuñadura de oro del bastón roto del mayordomo yacía donde él lo había tirado, tocado por un rayo de la luz del sol que entraba por los postigos. A su lado, un guante caído con las prisas por salir del palacio.

En algún lugar del palacio silencioso se cerró una puerta y el eco recorrió las habitaciones. Se oyó el sonido de zapatos que marchaban apresurados desde muy lejos, doblaban por el pasillo, se acercaban. Pasos en las escaleras. La puerta de la galería se abrió. Los pasos confiados se acercaron a la silla de Bratchet y se detuvieron detrás.

—Hola, Mary —dijo Bratchet sin volverse.

 

Desde la ventana de mi casa oí el sonido de las campanas de la torre de St. Mary anunciando la muerte de la reina Ana. Vi coches que cruzaban las puertas de palacio, en dirección a Londres y se alejaban con rapidez. La reina ha muerto. Viva quien sea. Cuando Guillermo el Conquistador murió, sus cortesanos estaban tan preocupados por recibir a su sucesor que dejaron el real cadáver desnudo en el suelo.

A Ana, por lo menos, la metieron en un ataúd. Después de que todas las ratas huyesen, pasó dando tumbos por los portones sobre un carruaje y se dirigió a St. James con escasos jinetes como escolta y el secretario de Hacienda. La panoplia llegaría más tarde, los caballos con plumas negras, los portaféretro, los tambores y todo lo demás. Cuando tuvieran tiempo para organizarlo. Cuando los políticos hubieran terminado de escalar posiciones con el nuevo rey.

Que Dios la tenga en su gloria, pensé. Era una mujer agradable. No podía adivinar por qué me había nombrado caballero en el último momento. ¿Servicios a la agricultura? La sembradora no era tan buena. No obstante, habían enviado un lacayo a mi casa.

—Debes venir de inmediato, Millet. No tienes tiempo para cambiarte. Rápido.

Subimos por la famosa escalera trasera hasta la alcoba. Estaba llena de gente. Ella yacía en la cama, semiconsciente, aferrándose a las sábanas con la mano, como mi padre antes de morir.

—¿Es él? —preguntó alguien.

Me llevaron a un lado de la cama donde un médico le estaba tomando el pulso. Había un niño en la habitación, muy pequeño y sorprendido, pero se mantenía firme.

Una doncella de alcoba se inclinó sobre la reina.

—Está aquí, majestad, Martin Millet.

Sus párpados estaban entornados. Uno de los lores situados a los pies de la cama, el lord chambelán creo, se acercó con una espada en la mano y la dejó en la cama, con la empuñadura cerca de la mano de la reina.

—¿Estáis segura, majestad? —Los ojos de su majestad parpadearon. Hubo un movimiento de la cabeza—. Muy bien. —Dirigiéndose a mí, dijo—: Arrodíllate.

Me puse de rodillas y la espada se puso de tal modo que la punta quedó apoyada en mi hombro y la empuñadura en la real mano.

—¿Majestad? —dijo el lord chambelán.

De su boca salió un suspiro. Apenas si se podían entender las palabras:

—Sir Martin.

—De pie, sir Martin —dijo el lord. Me puse en pie—. Su majestad desea que seáis el tutor del conde de Cullen hasta que alcance la mayoría de edad. Los papeles ya fueron firmados. ¿Estáis de acuerdo?

Tenía la mano sobre la cabeza del niño. El conde de Cullen me miró y yo le devolví la mirada.

—Si ésos son los deseos de su majestad.

—Muy bien. Podéis iros.

Te sonreí, Jacobo, quizá lo recuerdes, y dije «Hola» pero alguien me cogió del brazo y me sacó de allí. Su mayordomo me abrió la puerta que conducía a la escalera. Parecía que prefería darme una patada.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Dios sabe.

Así que regresé a mi casa, sin saber más que cuando salí aunque, al parecer, ahora pertenecía a una clase mejor, y me senté junto a la ventana de la planta baja a oír la campana, guardé silencio por el alma por la que tañían, esperando el amanecer de una nueva era... que llegó en un coche de alquiler, al trote en la calle silenciosa, con Daniel Defoe asomado a la ventana.

—Olvidé decirte algo —exclamó.

—¿Qué?

Debí esperar hasta que hizo girar al cochero, listo para correr hacia Londres.

—Bratchet ha vuelto. Ha preguntado por ti.

—¿Vuelto?

—Harley —explicó—, la quería aquí. Ya es inútil, por cierto. Oh, y Livingstone minió. No puedo detenerme.

—¿Dónde está? —grité.

El coche se alejaba. Lo vi señalar hacia el palacio.

—En la antecámara. Tuve que dejarla. —Su voz llegó muy débil por encima de los cascos de los caballos—. Llévala a casa.

Empujé al centinela solitario que quiso impedirme la entrada al palacio.

—Quítate de mi maldito camino.

En el palacio, los postigos estaban cerrados y todo estaba en tinieblas. No había nadie. Todo retumbaba. No sabía a dónde ir. Mataría a Defoe si lo volvía a ver. Por lo menos sabía dónde quedaba la despensa. Pregunté a un paje que dormía en el suelo.

—Había una mujer esperando en la antecámara. ¿Dónde está?

—Marchaos, señor, estoy cansado.

Lo sacudí.

—¿Dónde está?

—Estaba arriba, en la galería. —El paje soportaba mis manos sin resistirse, bostezaba—. Ya no estará allí.

—Llévame hasta allí.

Me llevó a un pasillo a trompicones y señaló hacia un extremo.

—Esa puerta.

Volvió a bostezar, apoyó la espalda en la pared, se deslizó hasta el suelo y se quedó dormido. Había una escalera detrás de la puerta. Subí los peldaños de dos en dos, con la pierna coja y todo. De un golpe abrí la puerta. Y me quedé quieto.

Había dos mujeres en la galería, muy juntas, en el centro. Al lado había una silla caída. Bratchet medio colgaba de espaldas en el vacío, la barandilla se le clavaba en los muslos. La luz de la habitación inferior le iluminaba el pelo, pero dejaba en oscuridad su rostro y a la mujer que tenía enfrente.

Vi que la otra me miraba y se volvía hacia Bratchet.

—Aquí está maese Millet, viene a buscarte.

Bratchet no me miró.

—Ya lo sé.

—Nunca he tenido un Martin Millet.

—Lo siento —dijo Bratchet.

—No lo necesité. —Levantó la voz—. Dile que se quede donde está.

Yo contenía la respiración. Con un solo empujón podía lanzar a Bratchet por la barandilla. El suelo estaba muy lejos.

Como si reanudara una charla en el jardín, Bratchet dijo:

—¿De quién es entonces?

—No importa.

—No me refiero al padre. Quiero decir si es tuyo o de Anne.

—Te he dicho —dijo la mujer— que no importa. Es nuestro, suyo y mío. Ella fue mi único amor. Queríamos tener hijos juntas. —Se movió con impaciencia—. Quedó sólo un niño. Cuando yo me escapé de la prisión, cabalgamos hasta encontrar a la partera, los cimarrones y yo. Había un niño con vida. Dijo que el otro había muerto. No sé cuál de las dos lo parió. Yo no había visto a ninguno a la luz del día. No tiene importancia.

Bratchet asintió.

La mujer sacó un fajo grueso de papeles de la manga y se los entregó a Bratchet.

—Entrega esto a Millet. Es mi diario. Le interesará.

—Gracias.

La mujer frunció el ceño, como alguien que trata de recordar una lista de compras.

—Bien, creo que eso es todo. ¿Está aún ahí? ¿Ella?

Bratchet miró hacia abajo.

—Yo no la veo.

—Creo que lo mejor será ahogarla.

—Ay, Mary.

—Sí —dijo la mujer—, será lo mejor. Iré al mar con ella. Me seguirá. No deja de seguirme.

—Ahí no hay nadie.

—Era Effie Sly —dijo Mary Read—. Tú no dejabas de seguirme tampoco, Bratchet. Ella te odia. Quiere verte muerta. —Calculé la distancia que me separaba de las mujeres. Tres pasos. Sólo tres. Al dar el segundo, Bratchet habría caído—. Llegó el momento de decir adiós —dijo Mary, apoyando las manos en los hombros de Bratchet.

Me dispuse a dar el salto de mi vida.

Bratchet la besó.

—Adiós, Mary. Nunca les dije nada.

—Has sido muy amable —dijo la misteriosa mujer, distraída—. Dile a Millet que cuide de nuestro hijo, el de Anne y mío.

—Lo haremos.

—Adiós entonces.

Se estiró el vestido, se volvió y caminó con calma hasta la puerta del final del pasillo. La puerta se cerró. Oí sus pasos en la escalera.

Fui hasta el centro, separé a Bratchet de la barandilla, levanté la silla caída y me senté. Al cabo de un momento, dije:

—Debería seguirla. Por tía Effie. El problema es que cada vez que te dejo, te metes en algún maldito lío.

—El mar, dijo —afirmó Bratchet—. Irá al mar. Se meterá en el mar.

Me puse de pie y la abracé. Ambos temblábamos. Dije:

—¿Quién es el conde de Cullen?

—Es su hijo o el hijo de Anne. Convenció a la reina. Mary dijo que fue la doncella de alcoba preferida de la reina. Hizo que te nombrara caballero para que pudieras ser su tutor. Te respetaba mucho.

Nos abrazamos en silencio durante un rato.

—Vamos a casa.

—Anne se acostó con Calico Jack, Mary se acostó con Joshua, el hijo de Asantewa. No les preocupaba. Querían tener sus propios hijos. Dijo que habían usado hombres porque no podían quedarse embarazadas mutuamente.

—Vamos, mi amor. —Bratchet se inclinó y cogió el cofre que estaba escondido bajo su capa y lo acarició.

—Ella desea que sea hijo de Joshua. Será su venganza, la de Mary, Anne y Asantewa. —Sacudió la cabeza, intrigada—. Ningún niño puede ser una venganza. —Observó el cofre que tenía en las manos—. Quería quemar esto. Lo saqué del fuego. Era de Anne Bonny.

Le cogí el cofre de las manos.

—Vámonos, Bratchet.

No podía dejar de hablar, a pesar de que lo que decía le producía horror y pronunciaba las palabras como si tratara de no vomitar. Creo que tenía que decírmelo en ese momento porque quería liberarse de ello para no tener que mencionarlo nunca más.

—Lo planificaron después de la muerte de Anne en Spanish Town. Por eso Asantewa la rescató. Dijo que querían que la sangre azul de Inglaterra fuera teñida por la sangre negra de los esclavos. Como el hilo negro que trenzan en los cables, dijo, un hilo salvaje. Más tarde o más temprano nacerá un niño negro dentro de la aristocracia, dijo: «El es nuestra venganza». —Levantó la cabeza y me miró—. Está loca.

Sobre eso no cabía duda. Dije:

—No pienses más en ella, Bratchie. Vamos a casa.

Meneó la cabeza.

—Ni siquiera ellas lo comprenden. Después de todo lo que pasaron. Creen que es una mancha. Mira a Chupado. Inglaterra podría enorgullecerse de alguien como él.

Quería que dejara de llorar.

—No estoy seguro de que la reina no me haya nombrado caballero por mis propios méritos —dije—. Estaba muy contenta conmigo. Inventé una sembradora nueva, Bratchie. Una máquina que terminará con el despilfarro de la siembra.

Le hablé del problema con la tolva, le expliqué con detalle los ejes, las lengüetas, las ruedas y los embudos hasta que se calmó por puro aburrimiento.

Empezó a reírse.

—¿Te gustaría ser la señora Millet?

—Me encantaría —dijo.

—Siento lo de Livingstone, Bratchie.

Asintió.

—Yo también. Murió para salvarme a mí y a Livia. Nuestra hija. Tuvimos una niña. La llevaron a la casa de la señora Defoe.

—Vamos a recogerla para llevarla a casa.

—Y al conde de Cullen —dijo—. Y a su niñera. Mary dijo que se llamaba Jubah.

—Santo Dios —dije—. Tengo que comprar una casa más grande.

—Y el conde debe casarse con una heredera. Eso fue lo que dijo Mary.

—Puede casarse con quien le plazca. Ningún pupilo mío será la venganza de nadie.

—¿Y si se quiere casar con Livia?

—Ella se puede casar con quien quiera.

—Te amo.

—Siempre me amaste.

Se detuvo al pie de las escaleras para mirar hacia la alcoba silenciosa, vacía.

—Espero que descanse en paz —dijo Bratchet—. Trajo paz a Inglaterra después de mucho tiempo.

—No sé mucho sobre la realeza —dije—, pero superó con creces al Rey Sol.

Salimos del palacio y entramos en una mañana Hanover.