Prólogo

 

S

i creyera en esas cosas, pensaría que el espíritu de mi tía asesinada, Effie Sly, ha empezado a rondarme.

Fue un asunto extraño.

Hoy es 14 de julio del año del Señor de 1716. Hace exactamente diez años, el 14 de julio de 1706, tía Effie fue estrangulada por «una o varias personas desconocidas». Pero yo sé por quién.

Y esta misma tarde, mientras cenábamos en el salón, el sol se oscureció de repente. Al correr en busca de velas, el roble que estaba en un extremo del jardín desde hacía trescientos años se partió en dos mitades humeantes. En ese mismo instante, los truenos hicieron vibrar los objetos de estaño del tocador y juro que oí una voz que gritaba: «Venganza».

Yo podría haberle dicho: «Regresa al lugar de donde viniste, tía Effie. Durante ocho malditos años perseguí a tu asesino a través de mares y continentes y casi pierdo la vida por ello. Fuiste vengada con creces, aunque quizá no como tú hubieras deseado. Si eso no te satisface, lo siento. No pienso hacer nada más».

Pero me considero un hombre racional y no me gusta perder el tiempo hablando con espíritus. En lugar de eso, envié a John a la cuadra para que ayudara a Bates a tranquilizar a los caballos, mientras yo me dirigía hacia el piso de arriba, para ver si el trueno había inquietado a mi pequeña o a mi esposa, que estaba dando a luz a nuestro segundo hijo.

Jubah respondió a mi llamada, abrió la puerta con sus grandes brazos negros y me dijo:

—¡Largo!

—¿Cómo está? —pregunté.

—Maldiciendo. ¿Dónde aprendió a maldecir tanto?

—Dile que la quiero.

—Ya lo supo hace nueve meses —dijo Jubah—, por eso está maldiciendo ahora. Largo.

Bajé para terminarme la cena. La tormenta amainaba y la suave luz del día comenzaba a iluminar los escudos de armas a través de los pequeños cristales de colores de las ventanas, cuyos reflejos bailaban en el suelo.

El escudo no es mío, sino del clan de los De Marchmont; una de esas familias de brazos fuertes y cabeza débil que desaparecieron peleando por los reyes que no debían. Estamos en el regio Devonshire y mis vecinos, todos high tories, me han dicho claramente que los De Marchmont se revuelven en sus tumbas al comprobar que un plebeyo puritano venido a más se ha convertido en propietario de su casa. Sin embargo, cuando la adquirí, la propiedad era apenas una cuadra. El portalón se había salido de los goznes y las gallinas picoteaban los hierbajos que crecían entre las piedras de los escalones. El granjero que la ocupaba usaba la cocina como establo para las vacas.

Restauré las paredes, el eje de la escalera y las preciosas molduras del techo. Cubrí con plomo las grietas del escudo de armas para que no sufriera ninguna deshonra: tengo cierta debilidad por los que pelean por las causas perdidas, aunque no las comparta.

En realidad, creo que los De Marchmont descansan en paz gracias a lo que hice con su casa. El salón principal, sobre todo, recuperó su dignidad gracias a sus medidas elegantes (es largo y bajo), que dejé intactas. Sólo añadí un cofre, una mesa, unas sillas tapizadas y un banco. Todos estos muebles son de madera de roble, de la época del primer Jacobo de Inglaterra, los conseguí a bajo precio, ya que la moda en materia de muebles está ahora en la elegancia estilizada y frágil. Bonita, sí, pero yo prefiero tener una silla estable bajo el trasero.

En general, el salón conserva su antigua calma, pero hoy, con la tormenta, una cierta intranquilidad ha hecho acto de presencia. El fuego que encendí para calentar a nuestro invitado, un personaje con el frío siempre en los huesos, no prendía bien y echaba pequeñas nubes de humo. Por toda la estancia revoloteaban las hojas que el viento había empujado a través de las ventanas, antes de que las cerrásemos.

Sentí un escalofrío. Volví a recordar la fecha y lo que había sucedido exactamente hacía diez años. Tía Effie. Es un nombre que evoca una cabeza cubierta con una cofia blanca, algo completamente inapropiado para describir a la señora que lo ostentaba (una mujer maligna que sembró la desgracia entre nosotros y que provocó su propia muerte).

Fuera por la presencia fantasmagórica de tía Effie o por la violencia repentina de la tormenta, el caso es que, al detenerme en la escalera, advertí que mis dos comensales se sentían incómodos. Mi joven pupilo Jacobo estaba hundido con desgana en la silla, con una expresión de tristeza poco habitual en él. Por su parte, nuestro invitado, Daniel Defoe, desmenuzaba un trozo de pan y con voz alta, nerviosa, se lamentaba de la falta de responsabilidad de los jóvenes.

Su protesta no se dirigía contra Jacobo, que en general es un muchacho obediente, sino contra su propio hijo mayor, con quien hacía poco se había peleado por un asunto de dinero.

—¿Cómo van las cosas por ahí arriba? —me preguntó.

—El niño no ha nacido aún —le dije y le escancié un poco de vino.

Como siempre, Defoe iba acicalado como un pastel navideño y, enfundado en su casaca verde esmeralda de botones dorados y encaje sucio en los puños, producía un llamativo contraste con el roble oscuro. Su larga peluca está pasada de moda y algo sucia. Afirma que ha estado enfermo y necesita respirar el aire sano de nuestro Devonshire. En mi opinión, salvo por esa expresión de perseguido que siempre lo acompaña, su aspecto es vigoroso.

Sospecho que ha venido para desaparecer durante un tiempo, huyendo de algún acreedor o de alguna denuncia por difamación o de algún problema en los que no deja de meterse. Nunca he conocido a nadie que fuese capaz de escribir mejores teorías sobre cómo debería funcionar el mundo ni a nadie que pasara más tiempo enredado en su maquinaria.

—Quisiera un poco más de vino —dijo Jacobo, y me sorprendió porque, hasta entonces, había compartido mi punto de vista sobre la templanza.

Tiene irnos diez años, once quizá. Desde que llegó a casa ha crecido mucho y es un chico maduro para su edad. Es un muchacho guapo, de cabello negro, tez clara, con unos hermosos ojos azules; afectuoso, quizás demasiado apasionado, pero con un sano interés por la ciencia y las leyes de la naturaleza.

Le serví otro medio vaso, pues no quise ponerlo en evidencia delante de Defoe, y sugerí que bebiéramos por un buen parto para la madre y el niño.

Levantamos las copas.

—Y por la paz de tu espíritu, que la criatura sea una niña afectuosa y no un hijo desagradecido —dijo Defoe, retomando su preocupación por la paternidad y sus penas.

El fuego soltó más humo, las hojas correteaban de un lado a otro, revoltosas. Estimulado por el repentino aire molesto de la habitación, Jacobo preguntó:

—Ya que hablamos de padres, tutor, ¿quién fue el mío?

Lo miré fijamente. Durante dos años he vivido con el temor de que me hiciera esa pregunta, pero no había preparado una respuesta. Ensayé cuentos de hadas y luego los abandoné. La mentira no es digna de él; sin embargo, merece algo mejor que la verdad. No puedo decirle a un chico tan joven que su concepción fue exclusivamente una venganza.

Me miró con aire amenazador, temblando, y se volvió hacia nuestro invitado.

—Mi tutor no responde. Quizá tú me puedas decir quién es mi padre, señor Defoe. O quién fue.

Observé la tensión de Daniel. Luego el drama. Como es un amigo desde hace muchos años, conoce parte de nuestra historia. No toda, gracias a Dios.

—¿Qué has oído tú, milord?

—Dicen que soy el hijo ilegítimo del Pretendiente —le dijo Jacobo—, el bastardo del papista. Los muchachos van gritándolo a mi espalda por los caminos. Greville Narracott se burló de mí porque no me invitan a la corte. Según él, su padre dice que es porque el rey teme que me convierta en el centro de otra rebelión.

—¿Cuándo ha sido eso? —pregunté.

—Ayer, después de misa. Greville dijo que yo no había rezado por la salud del rey. La verdad es que estuve estornudando durante la oración.

—Hablaré con el señor Narracott —dije.

Jacobo soltó su cuchillo.

—¿Por qué no conmigo? ¿Por qué no hablas «conmigo»?

—Tengo que pensarlo.

El joven se levantó y derramó el vino por el suelo.

—Tú siempre tienes que pensarlo. Te exijo que me digas la verdad, te lo ordeno. Mi rango es superior al tuyo. Sólo eres un burgués. Yo poseo casas... —La ira le brotaba sin que pudiera controlarla, lo que aún lo asustaba más.

—Ésta no es una de ellas —dije—. Vete a tu habitación.

—Yo...

—A tu habitación.

Mientras el muchacho abandonaba el salón deprisa, el viento gemía en la chimenea con un tono triunfante. Al cabo de irnos segundos, Daniel dijo:

—Yo estuve allí. En la antecámara del palacio, mientras la reina Ana yacía en su lecho de muerte.

—Lo recuerdo.

—Concederle el rango de noble fue casi lo último que hizo antes de morir.

—Así fue.

—Era evidente que daría lugar a ciertas sospechas. ¿Un joven misterioso y desconocido, con antecedentes misteriosos y desconocidos, convertido en conde de buenas a primeras? ¿Qué otra explicación podía darse sino que otorgaba un título de nobleza al hijo bastardo de su hermano, para compensar el que no pudiera entregar el trono a ese mismo hermano? En aquel momento ya empezaron a correr los rumores.

—Lo sé.

—Tiene la barbilla de los Estuardo. Y los ojos.

—Lo sé.

—Y el señor Narracott tiene razón. El rey Jorge sospecha del muchacho, especialmente desde la rebelión escocesa del año pasado. Fue mucho más grave de lo que la gente cree. Sin la rápida intervención de Argyll, hoy quizá tendríamos a Jacobo III en el trono.

Eso no lo sabía. Igual que todos los demás, había aceptado la versión oficial: jacobitas desganados, aplastados por las tropas modélicas de los Hanover. Pero podía confiar en Daniel en eso. Su empresa todavía tiene espías en Escocia.

—De modo que si el chico «es» el hijo bastardo de Jacobo Estuardo —continuó Daniel, con creciente desesperación—, representa una amenaza. Monmouth también era un hijo bastardo y todo el mundo recuerda su rebelión.

—¿Acaso no participaste tú en ella?

Defoe se estremeció.

—Una locura juvenil. Lo dejé cuando comprendí de qué lado soplaba el viento.

Nuestro Daniel era especialista en observar el viento. Asentí.

—Estoy educando al muchacho como a un leal súbdito del rey Jorge.

—Y hay otro misterio —añadió Daniel—. Que la reina Ana te nombrase su tutor...

—Antes sólo era un simple sargento de dragones y jardinero de la reina. Lo sé. Debió de parecer extraño.

—¿Extraño? —exclamó Daniel—. ¿Es todo lo que se te ocurre? ¿Que parecería extraño?

Pobre viejo Daniel. La información es su comida y su bebida. Pero no obtendrá nada de mí. No porque antaño fuese espía profesional, sino porque es un escritorzuelo. Sería como decírselo al pregonero del pueblo. Le resultaría tan imposible resistirse a la tentación de poner nuestra historia por escrito como a un caballo de guerra resistirse a las trompetas de ataque.

Cambié de tema y comencé una disertación sobre la siembra de cereales que casi lo hizo llorar de frustración.

Hizo un último intento.

—Dime, al menos esto, sir Martin. ¿Acaso el misterio del chico tiene alguna relación con ese otro asunto? Ya sabes, cuando buscábamos a... —bajó la voz— Anne Bonny.

Moví la cabeza.

—Eso no llegó a nada. Ya te lo dije. Anne Bonny nunca existió. —Me dirigí al perchero que estaba junto a la puerta de entrada y cogí una fusta—. Ahora, discúlpame. No debo hacer esperar al chico.

Suspiró y asintió.

—La justicia es mejor cuando es rápida —dijo—. No severa, sino firme. Hasta un conde debe aprender a respetar a sus mayores.

Le agradecí el consejo y subí las escaleras. Jubah me detuvo en el pasillo, estaba tan preocupada que llegó a asustarme:

—¿Algo va mal?

—No, no. La criatura sigue pataleando para salir y su madre sigue maldiciendo. —Agarró su delantal—. ¿Verdad que no pegará muy fuerte al chico, señor Martin? Él no quería faltarle al respeto. Sólo está preocupado porque el niño sea varón y usted lo quiera más que a él. Castíguelo poco ahora.

—Jubah, yo te confío a mi esposa. Confíame a mí al chico.

Jacobo estaba sentado en la cama. Había estado llorando.

—Has sido un maleducado, Jacobo. Y lo que es peor, lo has sido delante de un invitado.

El joven asintió con profunda tristeza. Con la mirada clavada en la fusta, dijo:

—Merezco que me castigues, ¿no?

Como he dicho, es demasiado apasionado.

—No tengo intención de castigarte. Propongo que salgamos a cabalgar mientras discutimos el asunto. Lávate la cara, busca un sombrero y una fusta y espérame en la entrada.

Barty Bates ensilló a Armchair para mí y a Picardy para Jacobo. El mozo protestó, como de costumbre:

—Sargento, no beneficia a mi maldita reputación que monte esta acémila tiracarros. Por aquí pueden tener un cerebro de mosquito, pero reconocen un buen caballo cuando lo tienen delante.

—No vamos a atacar a los gabachos en Flandes, quejica —le dije—. Iremos de paseo. Ahora súbeme. Y no me llames sargento.

Barty estuvo en mi regimiento en Ramillies. Cuando lo volví a encontrar, mendigaba en las calles de Londres, como muchos antiguos soldados. Es londinense como yo y se encuentra tan fuera de lugar como yo entre tanto campesino. Sin embargo, a diferencia de lo que me pasa a mí, a él le importa lo que puedan opinar éstos sobre nuestras caballerizas, ya que es el único que sale de caza. Los tiempos de galopar se terminaron para mí; sólo me queda una pierna buena y monto cada vez peor.

Mientras esperaba a Jacobo en la entrada, miré hacia la casa. Me resulta un lugar tan encantado que temo que algún día desaparezca. A pesar de la decrepitud en que se encontraba la primera vez que la vi, sus huesos eran hermosos y descansaba en la cañada tan cómodamente como una anciana distinguida en su mecedora. La mayor parte de la propiedad son campos y cerca del Dart hay unas cuarenta fanegas de tierra útiles para la siembra.

Se vendía a bajo precio y gasté la herencia de tía Effie para adquirirla, lo que explica que ahora me visite. Tía Effie siempre se opuso a la felicidad de los demás, especialmente si esa felicidad salía de su dinero.

—Ya has hecho tu mala acción de hoy, Effie Sly, si era eso lo que deseabas —dije—, ahora déjame en paz para recoger los pedazos.

No quería estar fuera mucho tiempo por lo del niño. Cabalgamos hacia Spitchwick en silencio. Tenía muchas cosas en que pensar. Cuando llegamos al puente viejo, Jacobo me ayudó a desmontar y nos sentamos, balanceando las piernas mientras observábamos las siluetas de los peces que nadaban contra la corriente, sobre los guijarros del lecho del río. La tormenta lo había despejado todo y el aroma de los helechos invadía el páramo.

—Si vuelves a ponemos en evidencia a mí y a un invitado, Jacobo, tendrás tu merecido.

—Lo siento, tutor —dijo.

—Lo sé. Y al margen de tu impertinencia, tenías razón: un hombre debe conocer sus orígenes. Haré lo siguiente, Jacobo: escribiré tu historia, todo lo que sé y cómo la descubrí, eso es importante. Y cuando la haya escrito, la sellaré y la guardaré dentro del pequeño cofre que está en mi biblioteca y se lo llevaré al abogado Pardoe de Exeter y le diré que te lo entregue cuando cumplas veintiún años.

—¡Pero si todavía faltan diez años!

—Veo que no has descuidado las matemáticas.

Al cuerno, pensé. Heme aquí juzgando como Salomón, pero no estoy seguro. Incluso a los veintiún años será demasiado joven para soportar tanto dolor. Para saber que fue concebido exclusivamente para ser un instrumento de venganza, no sólo ahora, sino en las generaciones venideras. Es duro.

Lanzó una piedra al río. Estaba contrariado, pero mantenía la compostura.

—¿Por qué debo esperar tanto tiempo?

—Porque espero que al llegar a esa edad conozcas tu propio valor. No el de tus propiedades o tus títulos o los de tu cima, sino tu valor como hombre. La verdadera medida de un hombre es quién lo ama y por qué. Por citar a nuestro común amigo Defoe: «Los títulos son sombras, las coronas son objetos vacíos».

Terminó la cita:

—«El bien de los súbditos es la causa de los reyes.»

Le di una palmada en la rodilla.

—Lo mismo vale para los condes. Eres un buen chico por derecho propio, Jacobo, y llegarás a ser un hombre de bien. Te engendrara quien te engendrase, eso no cambiará las cosas.

Reflexionó un momento.

—No puedo ser causa de una rebelión si no quiero, ¿verdad?

Los dirigentes jacobitas fueron colgados y despedazados en enero y la descripción de las ejecuciones no omitía ningún detalle. Eso debía de pesar en su espíritu.

Le respondí:

—De ninguna manera, eso sí lo puedo asegurar. El señor Narracott es un... Le diré algunas cosas. Haré que ese destripaterrones barrigudo, ese cadáver conservado en cerveza, ese cerebro de mosquito desee haber nacido en otro país. La razón por la que establecimos nuestra residencia tan lejos de Londres fue para mantenernos alejados de entrometidos como él.

—Greville dice que los antepasados de los Narracott se remontan hasta los reyes sajones —dijo Jacobo.

—Que fueron conquistados por los normandos —respondí—. Pero basta de genealogías. Confirman mi tesis.

Jacobo soltó una carcajada y pareció quedar satisfecho. Es un buen chico. Habló durante todo el camino de regreso. Pensé: «¿Por qué hacerle daño? ¿Por qué no inventarle una historia feliz?». No, tiene derecho a saber la verdad.

Cuando cruzamos el portalón, Jubah se asomó a una ventana exclamando:

—Es niña y gorda. Madre e hija están bien.

A mi sensación de tranquilidad se sumó la de Jacobo. Jubah tenía razón; había temido que un hijo pudiera alejarlo de nuestro afecto. Mientras subíamos a la habitación, dijo:

—Quisiera ser tu hijo.

Al menos pude decirle algo que era verdad:

—No podríamos quererte más si lo fueras.

 

Ahora estoy aquí, con un cuaderno nuevo ante mis ojos, las plumas afiladas, el tintero abierto, una vela encendida. Es tal el silencio que oigo el crujir de las vigas conforme se secan. El pastor Thomas estuvo con nosotros y ya se fue. Se lavaron las sábanas, se quemó la placenta. Daniel Defoe ha brindado por la salud de la niña con tantos tragos de aguardiente que han tenido que ayudarlo a subir la escalera. La criatura, por su parte, está arropada en la cama al lado de su madre y su hermana. La casa huele a eneldo que, según Jubah, favorece la leche de las madres que amamantan. Si el fantasma de tía Effie estuvo aquí, ya se ha ido, contento con el mal causado.

Al releer lo escrito, pienso que el reverendo Morton me hubiera castigado por no incluir ningún comentario moral edificante. Dirigía un buen colegio, el reverendo Morton, la Academia de los Disidentes, y fue Daniel Defoe quien convenció a mi padre de que me enviara allí. El se había educado allí y, como era vecino nuestro en Smithfield, sabía que me convendría aprender ciencias además de gramática.

Saqué más provecho de las ciencias que de la gramática, de modo que la moralina del buen reverendo no tendrá sitio en mi relato. Lo que sí haré, sin embargo, será distanciarme de los acontecimientos que recoja y de las personas que vivieron y murieron en el transcurso de la historia de Jacobo. Trataré de recrear lo que pasó por sus cabezas. Daniel Defoe me ha contado con mucha frecuencia lo que pasa por la suya; la cabeza del highlander era transparente y siempre supe lo que pensaba Bratchet.

Además, tengo el Diario de la Loca, un documento terrible que llegó a mis manos el mismo día en que me convertí en tutor de Jacobo, el día de la muerte de la reina Ana. Cuando sea necesario, puedo hacer intervenir al señor Martin Millet, que se encuentra sentado a su escritorio en este momento, para explicar la época de la reina Ana y sus asuntos. Cuando Jacobo llegue a leer esto, su historia será cosa del pasado y, como habrá estado alejado deliberadamente de la sociedad, tendrá la suerte de desconocer la política y otras bajezas del mundo.

Aprenderá que el poder hace que los grandes hombres se desentiendan de la vida de los demás y que cometan cualquier crimen para aferrarse a él. Y llamarán «patriotismo» al crimen. Conocerá el sufrimiento al cual se me condenó, a mí, y en mayor medida a otros, por una única acción realizada para mantener a un partido en particular en el poder. Se enterará, sobre todo, del elevado precio del azúcar que no se paga con dinero, sino con carne (y por eso jamás permitiré que entre siquiera una cucharada de azúcar en mi casa).

Pero no sé por dónde empezar. ¿Por los Estuardo? No. Coincido con Defoe, que los llama «tripulación sin posibilidades». De los quince soberanos Estuardo que gobernaron Escocia primero, y luego toda Gran Bretaña, seis sufrieron muertes violentas. Jacobo II, el padre de la reina Ana, heredó toda su obstinación, pero sin pizca de su inteligencia e Inglaterra hizo bien en deshacerse de él durante la Revolución Gloriosa de 1688. El Pretendiente, su hijo desterrado, salió al padre. Hoy estaría en el trono si hubiera renegado de la religión católica romana y se hubiera hecho protestante.

Por los Estuardo, no, entonces; la reina Ana fue la mejor de todos y murió hace dos años. No, empezaremos el relato por el asesinato de tía Effie, que fue cuando yo entré a formar parte de la historia. Quizá su espíritu experimente cierta satisfacción al saber que su muerte formó parte de una serie de muertes, incluso de príncipes. Tía Effie murió porque la reina Ana, a pesar de sus diecisiete embarazos, no tuvo ningún hijo que viviera más de once años.

En cualquier caso, resulta adecuado comenzar por aquí, porque las mujeres son el principio y el final de esta historia y, sea cual fuere el interés de este manuscrito, Jacobo se enriquecerá al conocer la importancia del otro sexo. Como tuvo a Jubah a su lado durante toda la vida, suele creer que comprende a las mujeres. En mi caso, en cambio, como perdí a mi madre a edad temprana, siento un respeto por ellas que me convierte en una excepción dentro de una sociedad que cree que las mujeres están en la tierra sólo para proporcionar placeres a los hombres.

El señor Narracott, por ejemplo, que tiene el ojo puesto en mis tierras, ya sugirió que arreglásemos un matrimonio entre nuestra hija de dos años y su hijo de quince. Le dije que mi esposa insistiría en que la niña eligiera según su parecer cuando llegara el momento. Se alejó pensando que yo no solamente era afeminado, sino también peligroso.

Reinas, putas, buenas, malas, blancas, negras, vengativas, bondadosas, aventureras y valientes; las mujeres dominan esta historia.

Sin embargo, la única pregunta que a Jacobo no se le ha ocurrido hacer es: ¿Quién es mi madre?