Capítulo 9

 

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ay que reconocerles algo a los franceses: nos superan en lo que a edificios se refiere.

Saint-Germain-en-Laye era lo suficientemente impresionante para que, en comparación, St. James y Hampton Court parecieran casitas humildes. Hasta que te acercabas.

Los campos de flores a ambos lados del sendero, por el que pasaba nuestro coche, estaban llenos de hierbajos, aquí y allá faltaba pizarra en los tejados, cristales en algunas ventanas.

El capitán francés dio explicaciones acerca de nuestra presencia ante varios lacayos y, por fin, nos dejó en una antecámara llena de adornos que hubiera podido recibir a un ejército. Delicados muebles dorados, estatuas de mármol, techos pintados con querubines y mujeres desnudas con estolas etéreas que sólo cubrían su pudor. Pero la alfombra tenía agujeros y nadie había cambiado las velas de la araña. Luis XIV quizá se mostró generoso al entregar el lugar de su nacimiento a María de Módena y a sus exiliados jacobitas, pero sin duda no se preocupaba por mantenerlo en condiciones.

Era la primera vez que teníamos la oportunidad de hablar los tres sin susurrar desde que la bala francesa me golpeara la cabeza.

—¿Puedes dejar de maldecir? —dijo Livingstone—. Estás a punto de encontrarte en presencia de la verdadera reina de Inglaterra. Compórtate como una persona civilizada.

—No es mi maldita reina, bastardo —le dije.

—Lo fue y lo es.

—¿Le dirás que estás reservando el trono para tu maldita Bonny Anne y no para su hijo? —En aquel momento, no tenía sentido tratar el tema con delicadeza—. Eso le gustará mucho.

—Te estoy salvando la vida, muchacho —dijo Livingstone con firmeza—, ya que tú salvaste la mía. Un Kilsyth siempre paga sus deudas.

—Entonces págalas y envíame de regreso. Y que venga conmigo ese palo de escoba con cerebro de paja.

—No volveré, de modo que puedes dejar de insultarme —dijo Bratchet—. He venido para ver a mi amiga Anne. ¿Crees que quiero quedarme contigo? Tú... tú eres un manipulador. —Miró a su alrededor—. Me gusta esto.

—Ah, sí —dije—, tú también les gustarás a ellos. Una hugonota en una corte jacobita. Te entregarán al ejército francés para que te contraten de limpiabotas.

El puño inmenso de Livingstone cogió las solapas de mi casaca y me sacudió.

—Pensarán que es la señora francesa que realmente es, a pesar del trato de tu tía sifilítica. Oh, ya sé; ella me lo dijo. Si valoras su vida, y la tuya, mantendrás esa lengua detrás de sus malditos dientes.

Un lacayo abrió dos grandes puertas en el extremo de la habitación.

—Su majestad los recibirá ahora.

Livingstone cogió la mano de Bratchet y la levantó como si se preparan para bailar. Avanzaron juntos. El perro Turnspit los siguió al trote, no sin antes levantar la pata junto a una mesa de oro y ónix.

—Hijo —le dije—, tú hablas por los dos. —Y lo seguí.

La habitación no era tan grande como la antecámara, y eso la favorecía; había flores y los muebles eran de buena madera repujada. O María Beatriz de Módena había adquirido el gusto por los muebles ingleses durante su reinado o había logrado pasar algunas piezas de contrabando cuando partió al destierro.

No la había visto nunca mientras fue reina de Inglaterra y esperaba encontrar una ramera pintarrajeada, una especie de Floss de mejor cima, tal como la describiera mi padre, a pesar de que él tampoco la conoció. No se hubiera parado en la calle para verla pasar, como jamás hubiera saludado al papa. En su opinión, todas las mujeres católicas eran putas; invariablemente se refería a ella como «esa prostituta romana».

Como de costumbre, me equivoqué. Su aspecto, igual que el castillo, empeoraba con los años, pero debió de haber suscitado muchas miradas cuando llegó a Inglaterra por primera vez para convertirse en la segunda esposa de Jacobo II. Tenía pocos años más que la reina Ana, su hijastra, y, tuve que reconocerlo, envejecía con mayor elegancia.

Su voz era agradable, con un leve acento italiano.

—Estimado maese Livingstone, cuánto me agrada conocerte por fin. —Lo invitó a ponerse de pie—. Tu padre fue un buen amigo para mí y para el rey.

—Sí, partió para defender a vuestras majestades con Claverhouse. He venido a ofrecer mi espada para la misma gran causa.

Maldito mentiroso.

—¿Y ésta es...?

Se volvió hacia Bratchet, que se había inclinado en una reverencia impresionante. Livingstone la debía de haber enseñado.

—Una persona de mi familia, majestad, y vuestra súbdita devota. Su madre era francesa. Permitidme presentaros a la señorita Morgana.

—¿Morgana? —dijo Módena—. Qué apropiado para una mujer que parece un hada y es tan bonita. Sed bienvenidos a Saint-Germain, aunque temo que seamos muchos aquí. —Se volvió hacia mí—. ¿Y este caballero?

—Mi criado personal, señora.

—Ah.

Sin duda había demasiados criados personales en el mercado de Saint-Germain.

—Pero —añadió Livingstone de inmediato— tiene buena mano con los caballos.

—Ah. —Al parecer había más criados que caballos. A María Beatriz se le iluminó el rostro—. ¿Puede curar la tos de los caballos?

—Señora —dijo Livingstone—, puede hacer saltar vallas a un cuadrúpedo muerto.

—Es que —dijo Módena— el rey Luis nos comentó la semana pasada que la tos ha entrado en sus cuadras de Marly. —Me sonrió.

—Aceptadlo como un regalo para vuestra majestad.

«Oh, no faltaba más. Y gracias, bastardo.»

La audiencia terminó con Livingstone interesándose por la salud de Francesca Bard.

—También es una pariente lejana.

Módena emitió uno de sus «Ah», que indicaban preocupación.

—Me alegra poder dar consuelo a una señora tan distinguida y que ha sufrido tanto. En este momento, sin embargo, su doncella se la ha llevado a Polombières por razones de salud.

«La vieja chochea», pensé. «Se lo merecen.»

Así estaban las cosas. Livingstone de Kilsyth y su muy lejana pariente, la señorita Morgana, se quedaron en la corte de María de Módena, mientras a mí me enviaron a curar los caballos del Rey Sol en el Château de Marly, a unas dieciséis leguas de distancia.

 

Bratchet compartía una habitación y una cama con la señora Putti, que tenía setenta años y roncaba, y con la señora Di Fiorenza, que tenía ochenta y dos y roncaba, y poseía una vejiga poco fiable. La habitación carecía de ventanas, estaba entre las dependencias privadas de la princesa Louise y la escalera conocida como L’Escalier du Pape, por un antiguo pontífice que la había utilizado alguna vez. Era oscura (ahorraban velas), y el techo era bajo. El olor se completaba durante las noches gracias a la vejiga de la señora Di Fiorenza y a la presencia de Turnspit bajo la cama. Durante el día pasaban sus horas Ubres visitando sedas de reuniones vacías o paseando por el jardín, porque debían abandonar la habitación para brindarle a la señora Fitzsimmons (que acompañaba a su majestad por las noches), y a su marido la oportunidad de tener cierta intimidad matrimonial.

Con cuidado, Bratchet encontró a tientas el camino hacia la palangana y la jarra de la mesa repujada en bronce, se lavó, encontró el perchero y se vistió. Los ronquidos de sus compañeras hacían vibrar el pomo de la puerta bajo sus manos, abrió y salió, con Turnspit pisándole los talones.

Se detuvo de inmediato, impresionada, ante la gloria y la luz del sol. El enorme ventanal del pasillo producía un arco iris a través de las flores de lis de colores que tenía en el centro, e iluminaba el busto de Enrique IV que, en un pedestal, estaba en uno de los rincones. Un vidrio roto dejaba entrar el aire fresco de la mañana y el perfume del otoño llegaba desde las terrazas que daban al Sena. Esta vista la recibió cada mañana durante más de ocho meses, y cada mañana se sentía maravillada por su magnificencia. La mancha de humo a cuatro leguas de distancia era París. Sólo había dos posibles nubarrones en el horizonte de Bratchet.

El primero era que Anne Bonny no se encontraba en Saint-Germain, y nunca había estado allí. Livingstone se ocupó de averiguarlo de inmediato, con cuidado. No hubiera resultado oportuno que la corte de María de Módena sospechara que sus defensores episcopalianos de Escocia, a quienes Livingstone representaba, estaban perdiendo la paciencia con su hijo Jacobo y empezaban a buscar un Estuardo más dócil para sentarlo en el trono, cuando la reina Ana decidiera por fin renunciar a su cetro.

Pero, tanta cautela resultaba innecesaria. Los desterrados en Saint-Germain eran tan fanáticos en su lealtad hacia el Pretendiente que no se les pasaba por la cabeza que alguien que se declaraba jacobita pudiera pensar otra cosa. De todos modos, la mayoría de ellos no hubiera considerado a ningún protestante digno del trono. Su sueño de recuperar Inglaterra incluía restaurar la antigua religión y sólo sentían orgullo por la negativa del joven Jacobo III a abandonar el catolicismo. Algunos habían oído nombrar a Anne Bard, los que habían escuchado con paciencia las consejas de sus abuelas, pero nadie la había visto.

Cuando todo esto resultó evidente, Livingstone, desanimado, llevó a la pobre Bratchet a caminar por los jardines: era el único sitio en ese castillo superpoblado donde podían hablar sin que nadie los escuchara.

—Pensarás que te he engañado —se excusó—, pero me aseguraron que Bonny Anne se encontraba aquí.

—Bueno, no está. ¿Quién te lo aseguró?

—Su propia abuela. Francesca Bard.

—Que tampoco está aquí —señaló Bratchet—. ¿Qué se supone que dijo?

—No diré que no fue un asunto peligroso conversar mientras Blackader observaba, pero el capitán francés fue suficientemente claro. La señora Bard había recibido mi mensaje y, si yo quería volver a ver a la mujer llamada Anne Bonny, debía llevar a la señorita Bratchet al camino después del atardecer.

—¿Dijo que me llevaras a mí? Debía de ser Anne, entonces. Pero ¿dónde está?

Livingstone se encogió de hombros.

—Parece que tendrás que esperar hasta el regreso de Francesca para descubrirlo.

—Y está loca, según dicen todos. La señora Putti dice que tiene los sesos derretidos. —De repente comprendió lo que había dicho el escocés—. ¿Qué quiere decir que «tendré» que esperarla? ¿A dónde vas tú?

—Señorita, no puedo engordar gracias a la generosidad de su majestad. Parto a la guerra para pelear por la causa.

—¿Qué causa? ¿Quieres decir contra Inglaterra? ¿Contra tu propio país?

—Inglaterra no es mi país.

—Lo es ahora.

Habían llegado noticias sobre el acuerdo del Parlamento de Escocia aceptando la unión con Inglaterra, lo que enfureció a toda la corte.

—Jamás. —El grito de Livingstone sacudió y disgregó por el aire a un grupo de palomas reunidas en un árbol cercano—. Jamás, señorita. La vieja canción de los highlanders no morirá jamás, aunque mil carroñas traidoras de Edimburgo la vendan a la pérfida Sasunnoch.

Y así partió, dejando otro nubarrón en el cielo de Bratchet.

Al principio se sentía sola sin él ni Anne Bonny, amén de estar algo asustada. Sólo su adoración por ambos pudo decidirla a quemar las naves y pasar a Francia. No era tan necia como para no saber que probablemente se había despedido para siempre de Inglaterra al tomar tal decisión. Pero ¿qué había hecho Inglaterra por ella, después de todo?

Por otra parte ¿qué había hecho la Francia de Luis XIV por sus padres, que se vieron obligados a huir?

Luego, pocos días después de la partida de Livingstone, María de Módena la nombró deuxième femme de la alcoba.

Fue un halago notable, especialmente para una flacucha de Puddle Court, pero los quince meses anteriores habían causado un cambio considerable en Bratchet. Sus modales habían mejorado mucho debido al tiempo que pasó con la viuda de Chelsea, otro tanto ocurrió con su porte gracias a las lecciones de baile de Livingstone. Mientras su inglés seguía siendo vulgar, su francés era bueno y no carecía de gracia.

Hubiera sido agradable pensar que la reina en el destierro la había elegido por considerar que Bratchet podía adornar su grupo de servidores personales. Sin embargo, Bratchet había adquirido una espesa capa de perspicacia durante sus siete años en Puddle Court y adivinó que Módena la había seleccionado porque era una elección neutral.

Si la reina hubiera adjudicado el puesto vacante a uno de los viejos desterrados irlandeses de Saint-Germain o a los escoceses o franceses, ingleses, italianos, los contingentes de marginados que atribuían tanto peso a los privilegios de la corte, por carentes de sentido que fueran, habrían reaccionado con furia contra los demás. Tal como fueron las cosas, hicieron causa común para despreciar el gusto de la reina al elegir a la recién llegada, Bratchet, lo cual fue mejor que un enfrentamiento y no tardó en olvidarse.

No obstante, Bratchet no había recibido demasiada generosidad en su vida y manifestó su agradecimiento. Besó la mano de María de Módena con auténtica gratitud, a lo que María Beatriz dijo con la modestia que la distinguía: «Recuerda, hija mía, que ambas debemos nuestra posición a Dios y al rey Luis».

Bratchet lo recordaba. Lo recordaba cada mañana cuando miraba por la ventana. Una voz débil le decía desde su infancia francesa: «Somos hugonotes, pequeña. El rey Luis se ha retractado e intenta obligamos a aceptar al papado. Debemos ir a Inglaterra para ser libres».

Pero cada mañana la voz se hacía más débil. «Era» libre. Tenía la libertad en uno de los lugares más hermosos de la tierra. Por primera vez en su vida tenía dignidad, al servir a una mujer hermosa y encumbrada, no como Effie Sly, vil e inferior.

Los desterrados decían que ningún palacio de Inglaterra se podía comparar con Saint-Germain-en-Laye y ella les creía. Era el lugar de nacimiento del gran monarca, Luis XIV, y señal de la estima que sentía por Jacobo II (cuando lo echaron de Inglaterra) fue que le entregara el palacio, junto con una pensión, y más tarde permitió que la viuda de Jacobo, María de Módena, se quedara con ambas cosas.

La gratitud hacia el rey Luis que inundaba Saint-Germain era contagiosa y Bratchet la hizo suya. Después de todo, el rey Luis era el sol que iluminaba cada vista, su nombre era ensalzado junto al de Dios durante las oraciones en la capilla blanca y dorada de María de Módena, él era el eslabón último que la había arrancado de Puddle Court para llevarla a su glorioso estado actual.

Era tan glorioso que Bratchet empezó a creer todo lo que eso significaba: María Beatriz de Módena era la auténtica reina de Inglaterra, Anne era una mera usurpadora. Sentía menos entusiasmo que nadie acerca de sentar al hijo de María en el trono inglés. Hasta ese momento no había visto a Jacobo, que estaba en el ejército, pero estaba dispuesta a reconocer que quizá tenía cierto derecho.

Por encima de todas las cosas, Bratchet se sentía libre de su pasado. Había recibido el don del anonimato. Ninguno de los habitantes de aquel lugar conocía la miseria a la que se habían visto sometidos su cuerpo y su alma y ella misma se afanaba por olvidarlo también. «La alegría de vivir» apareció durante algunos momentos pasajeros, luego durante períodos cada vez más largos, hasta que ahora casi se había convertido en su estado permanente.

Y con todo ello empezaba a darse cuenta de que era bonita. En una corte que vivía con miedo a la viruela, sus cicatrices eran una recompensa, un honor adquirido en la batalla. De cualquier modo, el polvo y el carmín eran de rigueur para las señoras de Francia, y Bratchet aprendió a usarlos. La conciencia de su propia valía, que empezó al abandonar Inglaterra, se había acelerado hasta alcanzar la confirmación en Saint-Germain. Se había convertido en la hermosa Morgana; vestía ropa usada de Saint-Germain que, a su vez, era ropa desechada por las señoras de Versalles pero, aun así, le resultaba cien veces más hermosa que cualquier otra cosa que hubiera llevado antes.

No había hombres jóvenes en Saint-Germain. Igual que Livingstone, se encontraban en el ejército de Luis luchando junto al joven Jacobo Francisco Eduardo contra Marlborough y sus aliados. Sin embargo, había bastantes hombres viejos que confirmaban la nueva percepción de su aspecto. Lo hacían con cumplidos e intentos de besarla detrás de las escaleras. Bratchet aceptaba los halagos y rechazaba las caricias sin dificultad; comparados con los galanes de Puddle Court, los libertinos jacobitas eran unos niños.

Descendía la escalera con gran estilo por el simple hecho de hacerlo; era para la nobleza, no para sus sirvientes, pero los Habsburgo, los Médici y otros miembros de la realeza cuyos retratos colgaban de las paredes permanecían impasibles a su paso.

Sus tacones de tercera mano golpeando el mármol eran el único ruido. Saint-Germain despertaba tarde. Más tarde aún todo cambiaría. Aquel día el palacio estaría revuelto, coches alquilados aguardarían fuera mientras la reina inspeccionaba las libreas del personal para cerciorarse de que no se veían ni los zurcidos ni las partes gastadas. Partirían en dirección a Marly. «Ella» partiría en dirección a Marly. Vería al Rey Sol. También (y aquí sus sentimientos no estaban claros) vería a Martin Millet.

Al pie de la escalera tuvo que volver a subir por un laberinto de pasillos para llegar hasta una salida al jardín. Turnspit, acostumbrado a esta práctica cotidiana, la esperaba en el descansillo. Antes de salir, revisaron la despensa compartida por las doncellas de alcoba. Alguien había forzado la puerta del armario en el que la señora Putti había escondido el chocolate que le enviara su hijo, y lo había robado. Habría problemas. La comida escaseaba en Saint-Germain. La señora Putti se quejaba de hambre siempre y, de hecho, estaba perdiendo peso, a pesar de que su cuerpo todavía podía regalar unas cuantas libras.

Levantando tapas de fuentes, todas ellas marcadas con un nombre y un Ne touchez pas, Bratchet encontró una salchicha y se la dio a Turnspit. Para ella se cortó unos tacos de queso de las provisiones y se llevó la punta de un pan duro.

Una vez fuera se dirigió hacia el camino de piedra, su preferido, con paisajes que se adivinaban como secretos a través de sus arcos. Turnspit levantó la pata contra los bordes de una fuente diseñada por Le Vau. No funcionaba, la pileta estaba llena de hojas. Las piedras se desdibujaban por falta de poda y los dioses y diosas tenían hierbajos alrededor de los pies. Los habitantes de Saint-Germain eran de buena cuna para trabajar y de mal bolsillo para emplear los sirvientes necesarios para mantener el lugar. Para Bratchet, sin embargo, el abandono aportaba un elemento de cuento de hadas a su grandiosidad, convirtiéndolo en un castillo cálido, propio de la Bella Durmiente. El doctor MacLaverty, que le enseñaba latín, le dijo que Pan saltaba de su pedestal en las noches de luna llena e infundía vida a las demás estatuas con la música de su flauta. Bratchet le creía.

Dobló una esquina y casi se tropieza con el anciano (con el doctor MacLaverty, no con Pan) que cojeaba hacia el bosque circundante con su valet, una ballesta y una expresión feroz.

—Ni una palabra ahora, niña —dijo al pasar por su lado—, no nos has visto.

Hizo una reverencia y guiñó el ojo en un mudo «Buena suerte».

La última vez que había cazado un ciervo le había regalado un trozo, que durante una semana las había alimentado a ella y a las señoras Putti y Di Fiorenza. Sin embargo, la caza de los ciervos de Luis XIV era una de las escasas libertades que Luis XIV no extendía a sus huéspedes. Júpiter había fruncido el ceño, había tronado una queja desde Versalles hacia Saint-Germain, donde la mortificada María de Módena había censurado a su corte y prohibido toda caza ilegal. De manera que todos simulaban que los venados que adornaban la mesa real en días de fiesta eran un regalo enviado directamente por los jacobitas leales de Inglaterra.

Acostumbrada al hambre esporádica (los días que Effie le daba mucho de comer seguían a semanas enteras de casi inanición) Bratchet lo tomaba como un precio muy bajo que debía pagar por la belleza que la rodeaba. Cuando le comentó esto a la señora Putti, ésta había dicho: «Je meurs de faim. Merde à la beauté».

Esto molestó a Bratchet, para quien el francés de la noblesse era el idioma de los buenos modales. El amor que sentía por su elegancia, igual que su propio espíritu, aumentó a medida que fue adquiriendo mayores conocimientos. El inglés lo usaba sólo de manera esporádica; su acento y vocabulario en ese idioma correspondían a Puddle Court y le resultaba útil para maldecir, pero no para otra cosa.

También la molestaba que la conducta de los huéspedes de Saint-Germain no fuese muy diferente a la de los habitantes de Puddle Court. Los nobles irascibles se peleaban entre sí con la misma frecuencia que los hombres de los muelles de Londres, a pesar de que se batían en duelo con espadas en lugar de cuchillos o puños, mientras que las mujeres cuya alcurnia estaba más allá de toda duda podían, y de hecho lo hacían, discutir a gritos como las mujeres de los pescadores.

La conducta de los habitantes de Puddle Court y Saint-Germain, si hubiera sido capaz de reconocerlo, tenía causas similares: pobreza y aborregamiento. Con las fortunas dilapidadas en una causa que había permanecido latente durante mucho tiempo, hastiados, nostálgicos, temerosos de morir antes de que el Estuardo adecuado recuperara el trono de Inglaterra, lo único que mantenía la fidelidad de los huéspedes de Saint-Germain era su empecinamiento. Pero eso no impedía que se pelearan.

Al regresar a su habitación para ayudar a la señora Di Fiorenza a levantarse, Bratchet oyó voces de enfado en el pasillo, donde los desterrados irlandeses habían fundado un conventículo.

—Te digo que me lo dio a mí.

—Te das cuenta de que tendremos que preguntárselo a él.

—Pregúntaselo entonces y vete al demonio. No permitiré que se dude de mi palabra. Mañana recibirás la visita de mis padrinos.

Desde la oscuridad, Bratchet oyó el gemido de la señora Di Fiorenza:

—¿Qué pasa ahí fuera?

Fue a verla.

—Es el reloj otra vez. Recuerde, señora, que estaba sobre la chimenea en la habitación de Donal Macdonnel y él lo empeñó. El señor Macdonnel jura que el rey Luis se lo regaló, pero el señor Dicconson no le cree y escribirá a su majestad para preguntarle si es cierto o no. Y el señor Macdonnel acaba de retarlo a duelo.

Resultaba tan poco probable que Dicconson, tesorero de la reina, aceptara el desafío, como que Luis XIV hubiera regalado uno de los relojes de bronce dorado a un irlandés indigente. Sin embargo, Di Fiorenza se interesó lo suficiente por aquel contratiempo para permitir que la sacaran de la cama (ejercicio que, por lo general, provocaba situaciones desagradables durante las cuales calificaba a Bratchet de ser una canaille regañona, engreída, indigna de compartir la cama con una señora y mucho menos de sacarla de ella).

Bratchet debía soportar muchas de estas cosas, y no sólo por parte de la señora Di Fiorenza. Había mucho resentimiento entre las mujeres de la corte porque una muchacha descarada de linaje desconocido hubiera recibido el privilegio de ocupar un puesto en la alcoba real, puesto que le garantizaba dos comidas al día, a falta de salario.

A pesar de todo, la evidente alegría de Bratchet en su trabajo estaba debilitaba por la oposición contra ella. Al mismo tiempo, su voluntad de complacer a los demás y su indiferencia ante las críticas (eran alfileres en comparación con lo que podía ofrecer Effie Sly) le estaban granjeando la simpatía de las damas de la reina.

Para ellas era difícil.

—¿Quién es?

—¿De dónde viene?

—¿Por qué está aquí?

Hasta el último pinche de cocina, todos los habitantes de Saint-Germain se colocaban en el casillero que les correspondía según su alcurnia. De ella dependía el lugar que ocupaban en la mesa, siempre que se les permitiera sentarse alguna vez en presencia de la reina, qué sirviente desempeñaba cada deber, qué mano mecía cada cuna.

Bratchet escapaba a cualquier definición. La reina María la había aceptado como pariente de Livingstone sin hacer preguntas. Pero otros formulaban preguntas. ¿Quién era su padre/madre? ¿Dónde había nacido? Su francés no era el de la noblesse pero, por otra parte, tampoco lo era el de la italiana María de Módena.

Bratchet guardaba silencio. Una huérfana hugonota cuyo padre se dedicaba al comercio no hubiera sido aceptada en esta corte de aristócratas papistas. Sólo deseaba que Livingstone le hubiera proporcionado algunos antecedentes antes de irse a la guerra.

No recibió ninguna noticia de Francesca Bard, a pesar de que la anciana señora había enviado una carta a María de Módena pidiendo autorización a su majestad para retirarse durante algunos meses a un convento de Nantes, cuando terminó de tomar las aguas de Polombières. María Beatriz concedió el permiso enseguida. Había suficientes ancianas sacándose los ojos alrededor de su mesa para preocuparse por prescindir de una de ellas durante algún tiempo.

Esto significaba que Bratchet debía esperar para preguntar a Francesca por Anne. Sin embargo, mientras tanto, empezó a atar cabos.

«¿Llegaré a ser reina de Inglaterra, Bratchet? Ven y reina conmigo.»

Juntó lo que le había oído decir a Anne sobre su posición en el árbol genealógico de los Estuardo con su nueva información sobre la situación política de Inglaterra (que se discutía ad nauseam en Saint-Germain) y descubrió que coincidía. Lo relacionó con otros fragmentos que había recogido de mis conversaciones con Daniel Defoe en Inglaterra y elaboró un análisis simple, pero acertado.

Se resumía así: Martin Millet trabajaba para Daniel Defoe, quien, a su vez, trabajaba para alguien importante dentro de la jerarquía inglesa. Buscaban a Anne Bonny. Ya fuera para convertirla en el peón de alguna jugada real o para matarla y así eliminarla del tablero. (El doctor MacLaverty le estaba enseñando a jugar al ajedrez.) Martin Millet había sido enviado a Europa para encontrar a Mary. Read a fin de localizar a Anne Bonny. Había llevado a Bratchet consigo para que identificara a Mary. Y a Anne Bonny cuando la hallara. La estaba usando. Era un cerdo.

Livingstone de Kilsyth también buscaba a Anne Bonny. Los suyos querían ver a Anne en el trono y no la matarían. El también estaba utilizando a Bratchet, pero con respeto. No era un sinvergüenza.

Después de llegar a la conclusión de que por el momento no podía hacer nada al respecto, Bratchet se dedicó a disfrutar de su situación. Estaba allí porque estaba allí. Puddle Court ya era historia. En un sentido mucho más agradable, Saint-Germain era su vida ahora. Abajo, arriba. In Arcadia ego, era un sentimiento que había aprendido en sus lecciones de latín y, por Dios, gozaría de la Arcadia mientras pudiera.

Y hoy iría a Marly.

No obstante, incluso la obstinadamente feliz Bratchet, reconoció que ponerse en marcha era algo molesto. Tuvo que mediar en una pelea ruidosa entre la condesa Molza y la señora Di Fiorenza.

Luego se presentó el drama de comprobar que el traje de amazona que la delfina había enviado desde Versalles para que lo luciera la princesa Luisa María, si el rey Luis la invitaba a una cacería durante su estancia en Marly, era demasiado grande. María de Módena no creía que debiera usarlo:

—No puedo tolerar que alguien te haga regalos cuando no podemos devolverlos como corresponde —dijo a su hija.

Luisa María estaba desconsolada.

—Pero leed lo que dice, maman. Espera que vuestra majestad perdone el atrevimiento de mandar su propio traje de amazona, pues no había tiempo suficiente para encargar uno nuevo. C’est très gentille, ça.

Con rapidez, la reina permitió el atrevimiento y sus mujeres, con títulos y sin ellos, fueron invitadas a arreglar el traje a toda prisa.

Bratchet sentía lástima por Luisa María, una niña hermosa, que, en tanto legítima princesa real de Inglaterra, debería haber tenido la oportunidad de elegir entre los príncipes disponibles, pero cuyas perspectivas de matrimonio se venían abajo con la misma rapidez que su fortuna. Su madre se esforzaba por concertarle un compromiso con el duc de Berry, posible heredero al trono de España, pero el enlace resultaba cada vez menos probable, ya que la pobreza de Luisa María implicaba que se podía presentar cada vez con menor frecuencia en la lujosa corte de Versalles.

—Debes brillar en Marly esta vez, chérie.

Pero cuando se encontraron a solas, Putti la miró por encima del hombro y le dijo a Bratchet:

—Elle ne possède pas le chic.

Bratchet no sabía qué era el chic pero, según su punto de vista, si no se podía encontrar en Saint-Germain, no valía la pena tenerlo.

Luego vinieron los desaires de las mujeres que no habían sido elegidas para acompañar a la reina a Marly. Querían saber por qué había escogido a Bratchet, pero María de Módena se adaptaba a la conocida preferencia del rey Luis por tener a su alrededor solamente a las personas más bonitas, incluyendo a los sirvientes, cuando se encontraba en su palacio de verano.

Después surgió el pánico cuando se comprobó que uno de los caballos de tiro (prestado) cojeaba de una pata y hubo que reemplazarlo por un caballo de alquiler.

—Deberíamos habernos quedado con el hombre que vino contigo —dijo el capitán Davy Lloyd a Bratchet mientras se afanaba por dirigir a su caravana—. ¿Cómo se llama?

—Millet, señor —dijo Bratchet de mala gana—. Martin Millet. Un maldito genio con los bichos, según dicen.

«Y un cerdo», pensó Bratchet.

Mientras subía al carro de los sirvientes que debía seguir a los coches reales, Bratchet se preguntaba cómo se sentiría cuando se encontrara con el cerdo, si es que sucedía, durante su estancia en Marly. Llevaba suficiente tiempo en Saint-Germain para calificarlo. ¿Canaille? O, peor aún según la evaluación de Saint-Germain, ¿un bourgeois? No, como sobrino de Effie Sly pertenecía a la basura.

En cualquier caso, ella se había elevado por encima de él. Pobre diablo, si intentaba convencerla de que regresara a su vida anterior, le diría que ya no era la criatura manipulable que una vez alistó para ayudarlo a encontrar a Anne Bonny y a Mary Read para su superior, sea quien fuera.

La idea endulzó aún más un viaje de por sí hermoso a lo largo de un bosque en el que los abedules y hayas otoñales recibían la luz del sol. Vio ciervos comiendo en grupo y balanceo de colas entre las ciénagas.

El paisaje lo estropeaban las pequeñas aldeas que atravesaban. Series miserables de chozas que albergaban animales y personas flacas y que mostraban una pobreza que Bratchet no recordaba haber visto cuando viajó con Martin Millet por East Anglia, en Inglaterra, hacia el barco que los llevaría a Holanda.

Los hombres que trabajaban en los campos enderezaron la espalda y levantaron sus gorros cuando pasó el coche de María de Módena, adornado con blasones. Pero el saludo fue indolente, sin entusiasmo ni curiosidad.

—No parecen muy felices —comentó Bratchet a su compañera deuxième femme, Frances Smith.

Le resultaba extraño que el oro de ese bosque y de su rey no hubiera contribuido al dorado de sus habitantes.

Frances arqueó las cejas.

—Son campesinos, querida.

Frances era una buena compañera de viaje. Había entrado al servicio de los Estuardo como niñera del príncipe Jacobo Francisco cuando éste era sólo un niño y compartió su destierro desde el principio. No obstante, mediaba los treinta años y se la había juzgado lo bastante atractiva para acompañar a María de Módena durante esta visita a Marly, igual que en las anteriores.

—Considérate afortunada por no tener que viajar con el rey Luis, querida. No tiene ninguna contemplación por las necesidades de las señoras, ninguna. Jamás permite que sus coches se detengan en el camino para las necesidades de la naturaleza, jamás. Y las pobres señoras que viajan con él... Insiste en ofrecerles dulces, pasteles y sorbetes durante todo el trayecto, y ellas no osan declinar ninguna invitación. Cuando llegan a Marly, están a punto de reventar. Una vez vi a la pobre delfina, y eso que estaba embarazada, bajar del coche y echar a correr, meándose encima, hacia el edificio más próximo; y era la capilla, querida. Imagínate.

Bratchet lo imaginó con temor.

—¿Es un hombre cruel?

—Oh, no, querida. Qué cosas dices. Es el más amable del mundo; cada vez que pasa por mi lado me saluda con el sombrero como si yo fuera la mismísima madame de Maintenon.

Según Frances, había habido épocas peores para las mujeres de Francia, pero desde la llegada de la piadosa madame de Maintenon, primero amante y luego esposa del rey, primaba la buena conducta, incluso hacia la servidumbre femenina. El rey había abandonado su vida lujuriosa anterior para aplacar a Dios y salvar su alma.

—Nadie hizo más por la fe que él —dijo Frances—. Piensa en las miles de almas protestantes que volvieron a la religión verdadera cuando revocó el Edicto de Nantes.

«El rey Luis se ha retractado e intenta obligamos a aceptar al papado», recordó.

Pero el susurro apenas se oyó. Habían subido una cuesta y ante sus ojos se hallaba Marly. Era como contemplar el florero de un gigante: rodeados por montes y árboles se encontraban todos los rojos del espectro: coral, rosa, melocotón, salmón y ciruela. Solamente un gran emperador pudo haber ordenado que hubiera tantas flores en un mismo lugar al mismo tiempo. Pero fue el perfume lo que aturdió los sentidos de Bratchet: rosas, alhelíes y limas respondían al calor del sol con un perfume que inundaba el aire en todas las direcciones, a varias leguas de distancia.

Luego, durante su estancia, descubriría que Marly poseía todos los hedores propios de la existencia humana: cocina, cloacas, humo, sudor, mal aliento, boñigas de vaca, cagarrutas de perro; pero en aquel momento, en la colina, Bratchet percibió el aroma que aguarda a los santos cuando llegan al Paraíso.

Marly era la casa de muñecas de Luis XIV, un patio de recreo en el que la estricta etiqueta que regía en Versalles se relajaba hasta el punto de permitir que los huéspedes acompañaran al rey durante sus paseos. Incluso se les permitía comer con él, siempre que hablaran entre susurros, pues Luis comía en silencio.

La sencillez era el resultado de un plan bien estudiado. Por once millones de francos se había secado el estrecho y pantanoso valle y se habían construido terrazas. Bosques enteros se habían transportado desde Compiègne y se habían plantado allí; las plantas autóctonas se arrancaron para construir un lago. La Cascada, una catarata que caía por una loma situada detrás de Marly, se había canalizado para que lanzara su agua clara como el hielo por las bocas de cincuenta fuentes.

La residencia real estaba rodeada de limeros: era un edificio cuadrado, de dos pisos y de piedra blanca que daba a unas terrazas imponentes y llenas de flores. Estas últimas estaban flanqueadas por doce alas bajas, las dependencias de los huéspedes, seis a cada lado, que representaban los signos del zodíaco, conectadas entre sí por senderos con enrejados.

Otros limeros, dispuestos en rombos, ocultaban en parte la Perspectiva, una estructura mayor que albergaba las cocinas, los huéspedes de menor alcurnia y, en los desvanes, la servidumbre personal de los invitados.

—Allí es donde dormimos nosotras —dijo Frances Smith, señalando— y si crees que estamos amontonadas en Saint-Germain, ya verás cuando tengas que compartir la cama con seis. El propio hermano del rey debe dejar sus aposentos libres para que los huéspedes los usen como salas de reunión durante el día.

Quizás estaba lleno, pero Marly representaba la ambición de todo aspirante al poder, la distinción definitiva. Frances los había visto: los solicitantes rodeaban la Galería de los Espejos de Versalles, recordando su deseo al rey con un susurro: «Sire, Marly».

Y Luis daba su consentimiento a un puñado de privilegiados y defraudaba las esperanzas de otros cientos pasándolos por alto (a pesar de que le gustaba que insistieran en su petición).

En el camino que conducía al valle, los carros de los sirvientes se desviaron hacia la Perspectiva mientras el coche de María de Módena se dirigió a las puertas principales, donde Luis le haría el honor de recibirla personalmente y conducirla a su salón para ofrecerle sorbetes.

—Y permitirá que se siente en su presencia —dijo Frances con entusiasmo—. Qué hombre tan grande y tan bueno.

Más tarde, después de dejar a la reina María en sus aposentos en el pabellón Sagitario, Bratchet obtuvo permiso para caminar por los jardines; siempre que se mantuviera alejada de las zonas reservadas a la realeza y a los huéspedes. Cada zona poseía un aroma y un encanto particular. Mientras investigaba qué era un sonido angelical que llegaba desde una arboleda, Bratchet se encontró con un cuarteto de músicos que tocaban aires tranquilos mientras las hojas de las hayas caían sobre sus atriles. Era consciente de que se encontraba frente a una majestuosidad que el mundo jamás había visto antes y que, probablemente, nunca volvería a ver.

 

Ser huésped en Marly exigía energía. Había por lo menos un baile de máscaras y otro de disfraces en cada estancia y cada uno de ellos duraba hasta la madrugada, lo que no eximía a los invitados de asistir a misa a la mañana siguiente. Uno se sentía tentado de dormitar durante las obras de teatro de la noche siguiente: bajo la influencia de madame de Maintenon tales pasatiempos se habían convertido en lecciones de piedad. Las comedias de Molière, muy populares antaño, habían dado paso a piezas semirreligiosas como Ester o Atalía. La tentación, sin embargo, no escapaba a los ojos del rey, siempre atento a estos delitos de lesa majestad, a pesar de que también él solía cerrar los suyos con frecuencia.

Los días estaban llenos de excursiones, fiestas, comidas al aire libre, carreras de góndolas por el lago, cacerías de jabalíes, cacerías de zorros, cacerías de ciervos, seguidas por tardes de partidas de cartas o de billar. Luego estaban los bromistas, vetados en Versalles pero aceptados de buen grado en Marly, que se divertían poniendo petardos bajo la cama de ancianas inocentes, de modo que su descanso se veía turbado por el sonido de explosiones y gritos.

El rey limitaba sus apariciones; pasaba parte del día trabajando en la quietud de los aposentos de madame de Maintenon y solía retirarse temprano. Sin embargo, sabía quiénes asistían a sus espectáculos y tomaba nota de los que no lo hacían. Su pregunta solícita a los ausentes: «Espero que no te aburras» era una sentencia de muerte social. Nunca más recibiría una invitación para visitar Marly.

Los grandes ojos oscuros de María de Módena empezaron a mostrar signos de fatiga. Hubiera preferido asistir a un retiro con las monjas del convento de Chaillot, donde eludía a deudores y problemas cada vez con mayor frecuencia. No obstante, en pos del futuro de María Luisa, debía continuar simulando diversión hasta que madame de Maintenon, un alma gemela, se apiadó de ella e invitó a la reina desterrada a sus propias habitaciones para compartir momentos de contemplación religiosa que el rey no podía ni censurar, ni interrumpir.

Para Luisa María, el programa atiborrado representaba una bendición después de las privaciones y la monotonía de Saint-Germain y su alegría obtuvo la aprobación de Luis. Sin embargo, Bratchet tuvo que reconocer lo que había querido decir la señora Putti cuando afirmó que la muchacha carecía de chic. El aspecto y los modales naturales de la niña contrastaban con los de las señoras de la corte del Rey Sol, donde la autenticidad, como la fidelidad matrimonial, no estaban de moda. Con sus rostros blancos y mejillas pintadas color carmín, su ingenio estudiado, la artificialidad de sus risas, sus joyas y vestidos magníficos proporcionaban un escenario en el que María Luisa parecía una provinciana.

A diferencia de sus amas, Bratchet y las otras mujeres al servicio de la reina estaban de vacaciones. Era la única ocasión en que un ejército de ayudantas las liberaba del lavado, la costura y la limpieza. Aparte de vestir a la reina cada mañana, cambiar su ropa para las distintas funciones y asistirla a la hora de acostarse, podían divertirse a sus anchas.

Las travesuras de la nobleza eran una diversión en sí misma. Espiando desde lo alto de la escalera durante el baile de máscaras, vio al duque de Valentinois, con una altura de diez pies y disfrazado de mujer, que entraba al salón y abría su capa para dejar salir a una banda de acróbatas italianos escondidos entre sus zancos.

Había gran movimiento en el salón de los sirvientes donde lacayos y femmes de chambre imitaban a sus amos con sus propias obras de teatro y bailes. A pesar de que se los miraba como ingleses torpes, los sirvientes de Saint-Germain tenían autorización para unirse a las diversiones. A Bratchet, sin embargo, las atenciones de los lacayos, conocidos como garçons bleus por el color jade sus uniformes, le resultaban agotadoras.

—Los cretinos no dejan de tocarme el trasero —se quejó a Frances Smith.

Frances le aconsejó mantener la espalda contra la pared.

—Creen que estamos a su disposición porque la reina depende de la caridad de Luis.

Bratchet pasaba la mayor parte del tiempo en las cocinas de Marly. La comida que se preparaba en esos templos de la haute cuisine, humeantes, ruidosos, llenos de cacerolas de cobre, no sólo le permitía acceder a nuevos valores sino que parecía carecer de limitaciones. Los huéspedes de Marly se alimentaban como gallos de pelea y Luis XIV los superaba a todos. Al observar una procesión de fuentes de plata llevadas a la habitación del rey con cuatro platos con distintas clases de sopa, un faisán entero, una perdiz, un plato con abundante ensalada, cordero à l’ail, dos jamones, una selección de repostería, fruta y huevos duros, Bratchet se sintió obligada a preguntar:

—C’est pour lui seulement?

El chef la miró con conmiseración. El escaso apetito de María de Módena no hacía sino confirmar su posición inferior y, por analogía, la de sus mujeres.

—Il mange pour la royaume.

Incluso entre las comidas, la royaume era seguida por una serie de bandejas con dulces, tartas y frutas escarchadas, que se ocupaba de vaciar.

No había control alguno en las cocinas y los criados de Luis comían tan bien como su rey, y otro tanto sucedía con sus cerdos. Todos los días se enviaba a los gorrinos reales cubos con restos de comida que hubieran podido alimentar a los desterrados de Saint-Germain durante una semana. Bratchet comió hasta hartarse, con lo cual, por primera vez en su vida, rellenó la piel que cubría sus huesos.

Lo que no hizo fue visitar las cuadras.

Pero...

—Debo preguntar por el señor Millet —dijo María de Módena al finalizar la primera semana—. Aún pertenece a mi casa y no deseo que mi buen Livingstone piense que he olvidado a su hombre. Morgana, querida, ve y pregunta por su salud.

Por primera vez, Bratchet maldijo la bondad de la reina, pero tuvo que ir. Mientras cruzaba los jardines, se repitió a sí misma la actitud que asumiría. Frialdad y dignidad. La situación se había invertido; ahora ella estaba en una posición superior: él, en una inferior. Eso fue lo que se dijo a sí misma, pero en su interior, como las primeras burbujas que suben a la superficie cuando el agua empieza a hervir, comenzaron a brotar los sentimientos: furia, resentimiento, algo más, sensaciones que no reconocía pero que sabía que resultaban difíciles de controlar.

Las caballerizas eran como una abadía. Desde el camino empedrado, los arcos alrededor de las puertas de los caballos daban la impresión de estar frente a un claustro. Al acercarse, vio salir a un hombre. El sol le daba en los ojos y formaba una aureola alrededor de una silueta robusta, que caminaba con el paso decidido de las personas mayores. Al acercarse, logro reconocerlo, y se deshizo en la reverencia más exagerada que pudo lograr.

Luis XIV levantó su sombrero para saludarla. Como todos sus gestos, éste era medido. La cortesía iba en proporción inversa al nivel de la persona a quien saludaba y, por lo tanto, el sombrero alcanzaba su punto más alto para las sirvientas como Bratchet; los duques apenas recibían un toque del ala.

El sol y el respeto mantuvieron los ojos de Bratchet bajos. Sólo vio sus zapatos con los famosos tacones rojos, semejantes a los de un mago. Quizás era un mago. Había gobernado Francia durante sesenta años, expandió su territorio y la fortaleció hasta tal punto que las naciones más pequeñas se habían visto obligadas a unirse contra él para evitar que las engullera. Bratchet quedó apartada en el camino, observando cómo aquel creador de luz y belleza se alejaba de ella.

El encuentro aumentó su desprecio por el insignificante mortal a quien se disponía a ver; se puso derecha, levantó los hombros, decidida a mostrarle a Millet lo insignificante que era; para ella, para todos.

 

No puedo decir que el jefe de las caballerizas de Marly, Jacques Vardes, se alegrase de tener entre su personal a un supuesto desterrado jacobita escocés. El personal tampoco me facilitó las cosas. Pero cuando llegué, a principios de la primavera, Vardes tenía problemas. Casi todos los caballos de la cuadra estaban enfermos y durante los fines de semana del verano su rey vendría desde Versalles con una legión de huéspedes, y todos querrían montar. Luis mantenía un grupo de caballos en Marly y sólo viajaba con sus percherones, pero incluso éstos correrían el riesgo de contagiarse si los animales residentes no mejoraban. Y Luis, según advertí, no era hombre dispuesto a aceptar excusas.

Al principio, Vardes tampoco me escuchó. Era un cuidador de primera categoría pero, como todos los miembros de la corte francesa, sospechaba de cualquier idea posterior al siglo XII.

Los caballos tenían la garganta irritada y, como bien sabía Vardes, eso les provocaba tos cada vez que querían tragar. Vardes seguía tratándolos con ventosas, créase o no, y les aplicaba emplastos. En los Dragones nunca aplicaba emplastos a menos que el animal manifestara síntomas de ahogo.

Mi francés solamente llegaba al parlary, idioma no muy apto para la delicadeza, y a Vardes le desagradaban mis sugerencias. Sin embargo, estaba desesperado. Por fin me permitió trabajar con cuatro animales. Instalé un hospital en una caballeriza desocupada, me hice una cama en el altillo para el heno y comencé a aplicarles agua caliente y una dieta de linaza, heno tostado y melaza.

El resultado fue que los salvamos a todos, con la excepción de uno que ya estaba desahuciado. Vardes me lo agradeció y logró que los demás mozos de la cuadra dejaran de intentar pegarme durante la noche. Debió de contárselo a Luis cuando vino, porque al poco tiempo el rey y yo conversábamos como viejos amigos cada vez que visitaba las caballerizas.

Siempre creeré que, como rey, Luis XIV fue uno de los tiranos más sangrientos que existió jamás. Murieron más millones por su sueño imperial que los que acuchillaron Gengis Kan y todas las hordas de bárbaros juntas. Pero como hombre tenía encanto, especialmente para quienes poseían habilidades técnicas y no le temían. Creo que se sentía más cómodo con gente como yo y sus herreros, jardineros y albañiles, que con la mayoría de los aristócratas que lo rodeaban.

Sin embargo, no podía tolerar la enfermedad, ni en los humanos ni en los animales. Recuerdo que la tarde que Bratchet llegó a las caballerizas, acababa de hacer una de sus visitas. Durante nuestra conversación le pregunté si quería ver a Montsaunès, uno de sus caballos de caza preferidos, que había estado enfermo. Movió la cabeza y dijo: «Pas pendant qu’il souffre».

Cuando partió, me dirigí al sector del hospital y le di su puré de linaza a Monty, con unas palabras de aliento en inglés.

—No escribe, no te visita ¿eh? Te abandona, ¿no es así? Eso es lo que recibes de los reyes, compañero, yo me haría republicano si estuviera en tu lugar.

Oí los silbidos y galanteos de los mozos de la cuadra, lo cual indicaba que algo femenino se había acercado al patio, pero no presté mayor atención.

Probablemente me había estado observando durante algunos minutos antes de que yo levantara la vista y la viera. Estaba de pie, debajo de una de las ventanas circulares que había a lo largo del edificio, de modo que la luz le daba de lleno.

Había un intercambio de información bastante regular entre Marly y Saint-Germain, lo cual me había permitido seguirle los pasos. No obstante, sentí cierto alivio al verla. Y no tenía sentido seguir enfadado por la complicación que nos había causado. Después de todo, yo no se lo había consultado cuando la arrastré a Flandes; yo creía que le estaba salvando la vida, pero no le dije nada. En realidad, en aquel momento no la consideraba capaz de comprender muchas cosas.

Evidentemente eso había cambiado. Parecía una persona diferente. Llevaba el tipo de vestido que estaba de moda en Francia en aquel tiempo. Le sentaba bien. Pero el cambio más notorio era en la posición de su cabeza, la confianza de sus hombros; sobre todo, sus ojos. Tenía el aspecto de una mujer que se ha descubierto a sí misma, y se siente complacida con ello.

En ese momento también me estaba mirando a mí como si fuera un montón de abono para las rosas. Me bajé las mangas.

—Hola, joven Bratchet —dije—. Estás muy bien.

Dijo:

—Su majestad la reina María me manda preguntarte si todo va bien y si te tratan con gentileza.

—Dale las gracias a su majestad. Dile que Luis me quiere. Soy lo mejor que les ha sucedido a sus caballos y acaba de venir para decírmelo. —Se volvió para irse y tuve que atravesar toda la cuadra cojeando para detenerla—. Vamos, Bratchet. He mandado preguntar por tu salud una y otra vez.

—No me llames Bratchet —dijo—. Soy mademoiselle Morgana, deuxième femme de chambre de la legítima reina de Inglaterra. Y tú eres... un simple alimentacaballos.

Aquello era como ir por lana y volver trasquilado. Dije:

—Soy un alimentacaballos muy bueno.

Miró por encima del hombro.

—¿Toda Francia no puede fabricar puré de linaza comparable al de maese Millet?

—No —dije—, no puede. De hecho, ni Francia ni su rey saben un cuerno sobre caballos. No podrían reconocer una montura decente aunque les mordiera el trasero. El otro día vieron un asno tirando de un carro de carbón en París y quisieron requisarlo para la caballería. Un carro de carbón, ¿qué te parece? Malditos gabachos.

No le interesaban los caballos.

—¿Te permiten viajar?

—Verás, Br... mademoiselle, Luis y yo estamos así... —crucé el índice y el corazón—. «Luis, mi señor», le dije, «he inventado un nuevo bocado para el freno, pero este herrero que tenéis aquí es tan inútil como las tetas en un toro.» «Bien, Martin», me dijo Luis, «puedes usar los talleres parisinos de Le Brun cada vez que los necesites.»

—No te resultó necesario escapar, entonces —ironizó.

—Aún no.

—Ah, ah —dijo en tono desagradable—, ¿acaso has descubierto que Francia tiene sus ventajas?

—Francia es una cloaca gobernada por un cretino. Todavía no estoy preparado para partir. Pero cuando lo esté, lo mejor que puedes hacer es venir conmigo.

—¿A Puddle Court? Eso sí es hablar de cloacas.

La cogí del brazo, la obligué a sentarse en un fardo de paja y me acuclillé delante de ella.

—Me he preocupado por ti, Bratchet. Envié mensajeros para averiguar si estabas a salvo una docena de veces.

—Por supuesto que estoy a salvo. Y no me llames Bratchet.

—Mira, debes saber esto, la persona que no te quería bien en Inglaterra tiene los brazos largos. ¿Recuerdas aquel barco, cuando fuimos a Flandes?

—No.

Se hacía la tonta.

—Escapar con un maldito escocés —protesté—. Deberías haber tenido más cuidado. No hizo lo que debía, casarse contigo.

—No te atrevas, tú... él... —Recordó su dignidad—. No se trataba de eso. Se limitaba a acompañarme para que viera a Anne Bonny.

—¿La has visto?

—No, pero su abuela vive en Saint-Germain.

—¿La has visto o no? —Sacudí la cabeza ante su falta de respuesta—. Hay asuntos sucios en el camino. Ten cuidado.

Me devolvió el ataque.

—Hablando de asuntos sucios y caminos —dijo—. ¿Por qué andas detrás de Anne? Sé quién es. Y algunos amigos te oyeron hablar con ese excéntrico en el Beggar Market, Defunto o cómo se llame.

—Defoe.

—Defoe. Entonces no lo entendí, pero ahora lo entiendo. Tú eres enemigo de Anne, maldito bastardo. La vendieron y tú trabajas para ellos. ¿Qué quieres de ella? Déjala en paz.

—Espera un minuto —dije. El caballo que había llegado al hospital para una curación estaba dando patadas otra vez. Me levanté para mirarlo y volví a coger el ramo de tojo que había arrancado del comedero para rasparle la pierna si volvía a patear—. Tendrás que aprender por las malas, bestia estúpida —le dije. Regresé con Bratchet—. Anne Bonny.

—Anne Bonny —asintió.

—Si te dijera que todo lo que quiero es descubrir quién mató a tía Effie y que Anne Bonny forma parte de la respuesta ¿me creerías?

—¿Quién mató a tía Effie, quién mató a tía Effie? —repitió burlona—. ¿A quién le importa quién la mató? Se lo merecía.

—Nadie se lo merece. Y pregúntale a tu escocés por qué va «él» tras tu amiga Anne. Tiene sus propios planes.

—Puede que los tenga, puede que no —dijo—, pero él no la vendió como tu gente y él no está invadiendo Escocia como la otra gente. Ahí tienes.

—¿Quién está invadiendo Escocia? ¿Cuándo?

Pregunté con cierta dureza, y eso la asustó. Pero se encogió de hombros. Aparentemente era un secreto a voces en Saint-Germain que el Pretendiente estaba haciendo planes para invadir Escocia.

—La expedición sólo espera el permiso y las tropas de Luis —dijo—. En primavera, dicen.

—Pero nuestro bravo escocés no irá con ellos, ¿no es así?

Atrapada, dijo:

—Por lo menos no usa un sombrero de hierro como un cobarde. Livingstone dice que la única armadura que necesita un highlander cuando va a la guerra es su escudo, su espada y su coraje.

—Peor para él.

Se puso en pie y estuvo a punto de pegarme. Estaba haciéndola enfadar a propósito, pero era ella quien había conseguido enfurecerme, ella y sus malditos escudos y espadas. Apretó los puños como si estuviera sufriendo. Oía su respiración rápida. Murmuró:

—Te odio. Me abandonaste.

—¿Qué?

Empezó a golpearme con las manos y, casi gritando, dijo:

—Me abandonaste, maldito, explotador. Te odio.

—¿Qué significa esto? No podía remediarlo. Módena y tu maldito escocés me separaron de ti. —Entonces noté lo desesperada que estaba y la volví a sentar en la paja—. ¿Quieres un poco de agua?

—No entonces, no entonces. Me dejaste con Effie Sly.

—¿Eh?

Sollozaba.

—Cuando te enrolaste en el ejército. Viniste a Puddle Court y te despediste de ella. Yo estaba allí. Te pedí que me llevaras contigo. Llevabas tu uniforme, tan espléndido. Pero no quisiste. Tú sabías cómo era ella y me dejaste en sus manos.

—Oh, Dios, lo siento. Lo siento, Bratchet. —No sabía qué hacer. Traté de acariciar su cabeza y deshice su peinado—. No me di cuenta de lo terrible que sería. No lo pensé. No llores, por el amor de Dios. —Siguió sollozando, sin poder contenerse. Me levanté y busqué un vaso, bombeé agua y le sostuve la barbilla con una mano mientras le acercaba el vaso a la boca con la otra—. No hubiera podido llevarte a la guerra, ¿no crees? Sé razonable. —Le estaba mojando la barbilla—. No pensé... Creía que eras...

—¿Qué? —Cogió el vaso y lo tiró—. ¿«Qué» creías que era? ¿Nada más que otra maldita criada? ¿Un artículo de cocina para ser usado por los huéspedes?

—No, eso jamás. Pero lo siento. Tenía mis propios problemas en ese momento, sabes.

—Ah ¿sí? —Se calmó de pronto—. Yo también. Me violaron, ¿lo sabías? Effie me obligo a que perdiera el niño. Me llevó a casa de Ma Roberts en Cable Lañe. Ahora no puedo tener más niños. —Me miró, casi serena. A veces, no muy a menudo, pero a veces, algunos heridos miran así cuando saben que morirán. Como si ya hubieran estado en un lugar donde nadie los puede seguir. Dijo—: On m’a volé l’avenir.

El caballo empezó a patear una vez más. Lo dejé.

Se puso en pie y se alisó la falda, observándome con aires de superioridad.

—Ahora estoy mejor —dijo.

—Bien. —No supe qué más decir.

—Quiero decir que estoy mejor que tú. Ya no soy Bratchet esto, Bratchet aquello. Soy mademoiselle Morgana. Sé hablar en latín. No vuelvas a llamarme Bratchet, jamás.

Salió. Oí el golpeteo de sus tacones en el empedrado del patio y los galanteos de los mozos de la cuadra. Me puse de pie y cojeé hasta la puerta para hacerlos callar, pero cuando llegué al patio ya estaban en silencio. Juntos observamos la pequeña figura erguida que pasaba por debajo del arco y caminaba a través de los abedules hacia el castillo. Hacia un futuro que decía que le habían robado.

Los mozos volvieron a su trabajo pero yo permanecí allí durante un buen rato, observándola. Si hubiera sido un caballo quizá la hubiera podido curar. Pero tratamos a las mujeres peor que a los animales. De todos modos, no había cura para un dolor como el suyo.