Capítulo 7
Tercer extracto del Diario de la loca
E
stoy dentro. El plan funciona. Querida, puedes felicitar a la nueva doncella de alcoba de la reina.
La vieja señora Banks, que chochea desde hace años, fue obligada a renunciar la semana pasada, cuando empezó a morder a la gente. En cuanto lo supe envié al tío a ver a la duquesa Sarah para interceder por mí. Sarah está satisfecha conmigo, y en estos días son pocos los que la satisfacen. Valora la ropa almidonada. Además, se está quedando sin gente en quien poder confiar. Y tío secretario estaba desesperado: le dije que no habría más cosquillas hasta que consiguiera el puesto. De alguna manera lo logró.
Después empezó una lucha entre Sarah y Abigail Hill. Abigail tenía su propia candidata. Ganó Sarah; al fin y al cabo, ella está a cargo de la alcoba. Pero por poco; la influencia de Abigail sobre la reina Hormiga va en aumento y la de Sarah cae con rapidez.
Me llamaron del palacio de Kensington y esperé en una habitación, mientras escuchaba el cambio de impresiones entre Sarah y Abigail en el cuarto de al lado (la voz de la duquesa retumbaba como un cañón). Por fin salió con aire triunfante, con la boca apretada, acalorada, y me preguntó si podía contar con mi lealtad.
Me deshice en una reverencia profunda.
—Vivo para devolver, señora.
Y así es.
—Otra me dijo eso alguna vez —dijo cortante— y ha demostrado ser una gran traidora. Muy bien, he convencido a su majestad de que te acepte. Pero recuerda quién influyó para que llegaras tan alto. ¿Puedo confiar en que me contarás todo lo que suceda a mis espaldas? Hay una serpiente en la alcoba, como verás, y quiero saber cuándo se levanta para atacar.
Aseguré que mi vida le pertenecía, que lo sabría todo y más. Me palmeó la cabeza, me aumentó el sueldo en diez libras por año y se alejó. Además de poder acceder al meollo de las cosas, me libro del tío secretario, que se pudra. Las doncellas de alcoba siguen a la reina en sus periplos por los palacios reales, lo cual supone alojamiento temporal en los áticos de Hampton Court, Kensington, Windsor, etcétera. La reina Hormiga casi nunca duerme en St. James porque fue el hogar de su padre papista, a quien abandonó para unirse a Guillermo y María durante la Revolución Gloriosa.
Ah, sí, querida, nuestro plan va viento en popa. Si no me muero de aburrimiento. Como forma de diversión, el trabajo de doncella de alcoba es asfixiante. Después de recibir instrucciones detalladas, me incorporé a mis obligaciones y seguí a la duquesa de Somerset, conocida por Zanahoria por su cabello rojo, hasta la alcoba de la reina. La duquesa es una «señora» de alcoba, mientras que yo sólo soy «doncella». No es poca la diferencia.
Es una habitación fastuosa, llena de tapices, de dorados, y la cama es enorme. Y está bien que lo sea. Cuando Zanahoria corrió la cortina tuve que cerrar los ojos ante el tamaño de la mujer que la ocupaba: una gran elefanta marina blanca, con una cofia de encaje en la cabeza. Zanahoria dijo: «La gracia de Dios descienda sobre vuestra majestad, es un día hermoso».
En realidad, era un día gris por la niebla de noviembre; y sus ojos se abrieron y volvieron a cerrarse como si la idea de otro día más le resultara insoportable.
No había rastro del príncipe Jorge de Dinamarca (las parejas reales duermen por separado), pero tiene que haber frecuentado la cama bastante para dejar preñada a su esposa diecisiete veces, aunque ninguno de los niños haya sobrevivido. En la mano, hinchada por la gota hasta parecer un cangrejo, sostenía una miniatura del niño que murió a los once años.
Susurrando dulces ñoñerías, Zanahoria mira mientras yo y la señora Darville, otra simple «doncella», ayudamos a su majestad a salir de la cama y a sentarse en el bacín, luego la conducimos al reclinatorio, que está en un rincón, para que rece sus oraciones. Por suerte tengo fuerza. La reina Hormiga pesa una tonelada y está tan inválida que apenas si puede moverse. Sus extremidades son blancas y regordetas.
Después de las oraciones se la «cambia». Cojo una muda limpia de lino blanco mientras Zanahoria le quita la bata de noche y el gorro de dormir. Sin dejar de hacer una reverencia, entrego la muda a Zanahoria, que se la pone. (Son las reglas de la mañana; si se la cambia por la tarde, no necesito hacer una reverencia.) Luego me dirijo a la puerta, donde espera el paje, en las escaleras traseras, con una tina y una vasija, y lo acompaño hasta una mesa lateral. Hace un saludo y deja lo que lleva en las manos. De rodillas, calza a su majestad, luego se retira. (Si va a salir, debemos llamarlo para que le ponga los guantes porque eso no lo hace ni la «doncella» ni la «señora».)
Me arrodillo ante la mesa mientras su majestad se sienta al otro lado y estira las manos. Derramo agua sobre ellas. Zanahoria observa. Luego recojo el abanico real de otra mesa y, con una reverencia, se lo alcanzo a Zanahoria, quien se agota entregándoselo a la reina.
Eso, prácticamente, es todo. No, olvido la taza de chocolate. Mi obligación consiste en cogerla de manos del paje cuando la trae y, de rodillas, ponerla en la mesa. Después de eso, me limito a desaparecer entre los tapices para recuperarme de tanta emoción.
Mandaron a Zanahoria a interesarse por la salud del príncipe Jorge, mientras la señora García peinaba el cabello real, que es grueso y grisáceo y no carece de belleza.
—Ven aquí, señorita. —Me invitó a situarme ante la mirada de los ojos reales, que son débiles pero más agudos de lo que se podría esperar—. La duquesa dice que eres una joven respetable. Si me tratas tan bien como espero tratarte, seré la criatura más feliz del mundo.
Era una petición. Quiere que todos la amen. La voz es su mejor rasgo; profunda y musical, se parece a la de una actriz experimentada. Con expresiones de adoración, balbuceé que yo no era respetable, que estaba contenta y agradecida, lo cual le pareció bien, y me llevé una sonrisa real a mi sitio, entre los tapices.
Las damas de compañía y de honor se ocupan de la reina cuando abandona la alcoba. Son una tripulación aburrida; tiesas como postes ante la presencia real; escandalosas lejos de ella. Se creen osadas porque juegan a las adivinanzas. La víctima tiene que preguntar: «¿Qué?». «Es grande y siempre duerme», le dicen. «¿Qué?» pregunta. «El príncipe Jorge.» Y la que decía «qué» debe pagar una prenda. (A mí me hacían gracia esas bromas cuando era niña.)
Pero hoy tuve suerte y la reina Hormiga permaneció en la alcoba, de modo que estuve presente cuando recibió las visitas. El médico real, Arbuthnot, entró para oler el bacín real, decidió que la orina real era demasiado espesa, administró un medicamento y recomendó descanso. El príncipe Jorge entró lentamente en busca de un beso y preguntó si hoy había alguna salida porque tenía cosas que hacer. (Se ocupa de tallar madera y de beber, comer y no pensar.) La reina Hormiga dijo:
—Somos afortunados, queridísimo. Sólo tengo una vieja reunión de gabinete y después podemos tomar el té juntos.
Parecen tenerse auténtico cariño.
Luego, Abigail Hill. Le resulta imposible ir en línea recta; serpenteó hacia su presa, unos pasos hacia un lado y luego hacia otro, hasta que se puso enfrente de la reina, las manos en alto (como si esperase la venida de Cristo), para preguntar cómo estaba. Escuchó lo de la orina con observaciones sollozantes como: «Oh, majestad, con qué entereza sufrís». (Estas frases suelen surtir efecto.)
Ella la invita a acercar un taburete y a sentarse cerca para que la reina y ella puedan susurrar y reír. Deben de creer que estoy sorda. Planean algo; mencionaron varias veces a un «señor Ashley», y que el «señor Morley» estaba de acuerdo, y «oh, lo creéis, señora».
El señor Morley es el príncipe Jorge, porque todos saben que bajo la influencia de Sarah la reina se llamaba a sí misma señora Morley y a Sarah, señora Freeman. Debo averiguar quién es el «señor Ashley». Sea cual fuere el plan, beneficiará a Abigail; tenía la sonrisa de un tiburón que descubre un cachorro de foca.
Se pareció más a un tiburón cuando me vio y volvió a susurrar. Pronunció las palabras «pájaro en el nido» en forma de pregunta. Pero la reina dijo en voz alta que creía que la serviría muy bien.
—Y es tan guapa.
La sonrisa del tiburón se congeló.
Empezaron a hablar de política sin molestarse en bajar la voz. Fijé la mirada en el retrato de la reina Hormiga que se encontraba frente a mí (es de Kneller y es más que generoso con su figura), mientras escuchaba con atención. Abigail defendía la causa de Harley. Resulta que es un pariente lejano, igual que Sarah. ¿Con quién «no» está emparentada esta mujer? El secretario de Estado Harley se siente molesto por la tendencia del duque de Marlborough y de Godolphin a apoyar a los whigs que están en la administración. No quiere que dominen ni los tories ni los whigs. El partido de Harley es Harley.
—Estaría dispuesto a morir por vos, señora. Os ruego que me permitáis traerlo por la escalera trasera para que fortalezca vuestra posición contra S.
«S» es Sunderland, seguro, a quien la reina odia más que al veneno. Es tan republicano que se negó a dar su apoyo al príncipe Jorge. Todo esto coincide con la información que me proporcionó William Greg; Harley está tratando de controlar a la reina utilizando a Abigail.
En ese momento, entró Sarah, sin llamar. Miró con odio a Abigail.
—Quisiera hablar con vos en privado, majestad.
La reina hizo una señal a Abigail para que se fuera, aunque sin ganas. Abigail se fue, también de mala gana. Yo desaparecí entre los tapices.
—Querida, querida señora Freeman —dijo la reina, dando golpecitos en el taburete que acababa de abandonar Abigail—, qué amable eres por acercarte a tu infeliz Morley cuando se siente tan molesta con la gota.
Sarah permaneció de pie.
—El asunto de mi yerno, majestad...
—Majestad no, majestad no —rogó la reina Hormiga—. Dejemos que Morley y Freeman abran sus corazones como solían hacerlo en el pasadp. ¿Acaso no he dicho que el conde de Sunderland podría ser ministro sin cartera?
—No es suficiente, majestad. Debe tener un lugar determinado en la administración. Mi marido lo reclama desde el campo de batalla, donde padece tantas privaciones para serviros, lo reclama milord Godolphin, lo mismo que todos aquellos que se preocupan por vuestro bienestar.
—No todos —dijo la reina y luego palideció porque Sarah reaccionó como un perro.
—¿Quién? ¿Quién no lo reclama? ¿Harley? ¿Ese tory?
—Ay, señora Freeman —dijo la reina, a punto de llorar—, mi único anhelo es ser libre para emplear a quienes me sean leales, sean whigs o tories, no estar atada a unos o a otros, pues si caigo en manos de alguno de ellos no seré reina, sino esclava.
Sarah no se conmovió.
—Me parece, majestad, que vuestro desprecio por el gobierno de partidos suele significar gobierno de los whigs. No puedo comprender cómo alguien en su sano juicio puede sentirse tan asustado por la palabra whig.
La reina Hormiga contraatacó.
—Al menos los tories protegen a la iglesia.
Sarah soltó un suspiro profundo, deliberado, y dijo:
—Veo que debo retirarme, puesto que mis consejos son inútiles.
—No me abandones, queridísima señora Freeman, o seré la criatura más desgraciada y permaneceré encerrada.
El diálogo fue agotador, como un juego de amenaza y capitulación entre enamorados que lo hubieran practicado con demasiada frecuencia. ¿Fueron amantes alguna vez? ¿Fue así como Sarah alcanzó su poder? Lo veo en la reina, es mujer de mujeres, pero no resultaría natural en la duquesa.
Pero, ay, Sarah, estás perdiendo el juego.
Se negó a ceder. Se dirigió a la puerta con un último desafío:
—Deseo que reflexionéis sobre el hecho de que las mayores desgracias de vuestra familia fueron provocadas por los malos consejos y la obstinación.
Portazo.
Es cierto lo que dice sobre los Estuardo. Pero no es prudente gritar groserías a las reinas, incluyendo a ésta. En el fondo de esta masa de gelatina real yace el orgullo y la tozudez de los Estuardo. Lo vi en sus ojos cuando Sarah salió de la habitación. Si cree que tiene razón, pueden arrastrarla bajo la quilla y no lograrán hacerla cambiar de opinión.
Por tanto, eso es todo sobre Sarah. Una mujer tan poco consciente del peligro perjudicará también a sus aliados. No, yo me ocuparé de tranquilizar a Abigail, de insinuarme ante la reina Hormiga y de esperar mi turno.
Comencé de inmediato. Después de que Sarah saliese, nos quedamos a solas.
—Estáis afligida, majestad —dije llena de compasión—. Mi querida madre siempre recomendaba tomar té frío en tales situaciones.
—¿Té frío? —dijo la reina.
Fui a buscar a la señora Darville para que se sentara un rato con ella mientras yo iba a la despensa de los lacayos y pedía brandy con unas gotas de agua. Al regresar, crucé una antecámara llena de damas de honor y una de ellas bailó a mi alrededor tratando de convencerme para que jugara a las adivinanzas y le dijera «¿Qué?» cantando: «Es blanco y me sigue».
No tenía tiempo que perder en juegos:
—Tu trasero —le dije.
La reina Hormiga bebió el brandy, riendo como una niña.
—Qué estimulante, hija mía. Te lo agradezco.
Más tarde, le fui a buscar otro. Me percaté de que no se lo mencionaba a Abigail, que no bebe casi nada, salvo café. El té frío será nuestro pequeño secreto.
El plan ha empezado bien. Pero, ¡oh, Dios!, ¡oh, Demonio!, qué corta es la vida antes del fin. Meses, años quizá. Habitaciones sofocantes, que padecerán la maloliente carne real; entregar el abanico, arrodillarse, observar, maquinar..., nimiedades, perderé la razón en este mundo minúsculo de mujeres. No puedo respirar. ¿Por qué no me mataron? Las dos seguimos peleando cuando los demás ya se habían rendido. Y sin embargo, no morimos.
Vimos cómo colgaban a Calicó Jack. «Si hubieras peleado como un hombre, ahora no morirías como un perro.» Pero tú eras mi verdadero, mi único amor. Ningún hombre podía igualarte. Lo mejor de mí murió contigo. La venganza es lo único que me mantiene en pie para poder caminar y hablar. ¿Cómo puedo soportar los días?
Y las noches son peores. La criatura viene hacia mí, sus manos buscan mi garganta. Las otras doncellas de alcoba me dejan sola en un ático porque doy alaridos cuando sueño.
Mantón el rumbo, timonel, manténlo, manténlo, manténlo.
Como ya dije, William Greges quien me proporciona toda la información. Debo pagarle con mi carne. La única diferencia entre él y el tío secretario es que William es más joven y me la mete con más fuerza.
Es tonto. Se cree que es divertido. Escupe mala poesía mientras folla y me compra baratijas que no puede pagar. Los Negros me cuentan que ha estado apostando con un francés, que sospechan que es un agente de Luis XIV, a quien debe grandes sumas de dinero. Si están en lo cierto, el agente usará la antigua estratagema: «O espías para mí o voy a ver a tu superior».
Harley no toleraría un jugador entre su personal. A pesar de que es un tory, también es un puritano. Significaría el despido inmediato. ¿Qué hará Greg? Si es tal como creo, elegirá espiar. Se ha acostumbrado a los puestos elevados y no soportaría perder el suyo.
Bien, si lo hace, caerá en mi regazo, además de en el del francés. Necesito una vía de comunicación con Francia. La última información sobre Bratchet, según Greg, que la recibe de Martin Millet vía La Haya, es que la búsqueda de Mary Read los está conduciendo hacia los cuarteles de invierno del Primer Regimiento de Dragones. Y esos cuarteles de invierno, querida, están exactamente frente a las líneas francesas.
¿Podré tentar a Bratchet para que cruce a Francia? Creo que sí. Sin duda puedo tentar al escocés para que la lleve. O, mejor, si puedo enviar una carta a Francia, puedo convencer a Francesca para que la tiente por mí con la connivencia de Luis XIV. Está en Saint-Germain-en-Laye junto a los demás jacobitas y cuenta con el favor de Luis.
Sí, creo que un secreto de la mismísima abuela de Anne Bonny podría conducir a Bratchet a Francia, a Saint-Germain-en-Laye, donde pueden disponer de ella. Si bien dudo que la propia Francesca quisiera eliminarla, conozco una mujer que lo haría, si el precio es adecuado. Todo depende de William Greg y de si opta por ser traidor. Si lo incito a gastar más dinero en mí de lo que puede permitirse, aceleraré su decisión. ¿Qué me importa si traiciona al país? ¿O si lo traiciono yo? Inglaterra me traicionó a mí. No es mi país.
Pero ay, lo fue, lo fue. Ocupaba mis sueños cuando mis sueños eran inocentes. Antes de que él mismo me convirtiera en una asesina.
Al principio estaba contenta porque Bratchet había escapado, pero la noche que recibí la noticia, fue terrible. La sombra en el rincón de mi ático se convirtió en un bulto del tamaño de la reina Hormiga. Los ojos atravesaban el musgo que le cubría el rostro y se me acercó, quería cogerme con sus dedos como pinzas de langosta. La boca húmeda soltó un rugido que parecía una ola que inundara la habitación.
Ahora sé lo que es y qué es lo que quiere y tengo miedo. Effie Sly. Ha regresado del infierno al cual la envié. Le estaba prometiendo que Bratchet moriría cuando la señora Darville entró para despertarme, porque molestaba a las otras doncellas con mis alaridos. Pero yo no dormía.