Capítulo 3
J
acobo, he reflexionado mucho acerca de si debía incluir en este relato un diario que llegó a mis manos el día que falleció la reina Ana. Creo que debo hacerlo. Llenará los huecos; contiene información que yo desconocía en aquel momento y que es importante para tu historia.
Además, también resulta relevante para la historia de Inglaterra. Hay gente que se cortaría el brazo derecho para leerlo si se conociera el contenido, y serían aún más los dispuestos a padecer una segunda amputación para censurarlo. Espero que no des tal oportunidad a ninguno de los dos bandos.
El diario es confuso pero comprende aproximadamente un período que va desde que Bratchet y yo embarcamos para Flandes en el otoño de 1707, hasta mi regreso. Explica por qué padecimos las aventuras que nos ocurrieron entonces. Insertaré las páginas correspondientes entre las hojas de mi propio relato para que coincidan en el tiempo, y para combinar lo que les ocurría a los títeres con las palabras del titiritero (más exactamente, la titiritera).
Espero también que, como yo, consideres que la mujer que lo escribió estaba loca. La demencia se puede excusar; la maldad, no. Y se pueden y deben encontrar excusas para esta mujer, a pesar de que pasó mucho tiempo hasta que pude encontrarlas: quiso matar a Bratchet y estuvo a punto de matarme a mí.
Llamo a esta historia Diario de la Loca para recordarme a mí mismo que no debo juzgarla. Tampoco deberías hacerlo tú.
Mucho antes del comienzo de su diario, hombres importantes a quienes jamás conoció la habían enviado al infierno con la misma despreocupación con que elegirían un chaleco. Nunca logré conocer sus nombres, ni saber si eran whigs o tories, Hanover o jacobitas, pero sé que eran poderosos y tan dementes como luego llegó a ser ella.
En mi humilde opinión, Jacobo, el ejercicio del poder causa la locura.
Los dueños de esclavos, con un poder absoluto sobre los negros, no solamente son crueles, son «innecesariamente» crueles. En su necesidad de contar con el trabajo del esclavo, le han quitado su derecho a la propiedad, a la decencia, a sus propios hijos. Se niegan a educarlo y luego lo llaman ignorante. Le tienen miedo, sin duda.
Cuando reflexionas sobre el tema, te das cuenta de que los hombres han hecho algo muy semejante con las mujeres, y por la misma razón. Si yo así lo quisiera, podría echar legalmente a mi mujer de mi casa e impedirle que volviera a ver a sus hijas. Mi sexo hace la ley y ella no tiene ningún derecho bajo esa ley.
No obstante, en algunos casos, los esclavos se sublevan y las mujeres luchan. La venganza que ejerció esta mujer es terrible, pero lo hizo porque lo que tuvo que padecer fue tremendo. Dudo que supiera más que yo de quién había pagado a tía Effie para hacerla desaparecer. Quizá la orden pasó a través de subordinados, quizá fue expresada como un deseo (como Enrique II clamando para que lo liberaran del tormento de su sacerdote), quizás él o los culpables ya se habían retirado a una vejez tranquila en una casa de campo o habían muerto. A ella no le importó. Dirigió su venganza contra la clase que la había dañado, sin preocuparse por las víctimas. Y eso es la locura.
Primer extracto del Diario de la loca
La que escribe este diario está muerta. Mejor así. De todos modos, si lo descubren mientras esté viva, no tardarán en matarme. Me eliminarán, me cortarán en tres pedazos, me invitarán a bailar el vals de la horca. Me izarán, colgarán mi bonito cadáver para que la marea lo cubra tres veces en el muro de Wapping, donde han colgado a tantos de la Hermandad. Qué multitud atraeré. El futuro debe conocer la venganza de Anne Bonny y Mary Read o no habrá venganza. Cuando haya terminado la crónica la puedo enterrar en secreto para que otra generación la encuentre, quizá debajo de Banqueting House, donde están haciendo reformas después del incendio de Whitehall. Mandaré a mi alma, si es que poseo alguna, que asolé el lugar para que las risas fantasmales los aterren cuando la encuentren.
Ahora me estoy riendo. Miedo y risa. Es como escapar de un barco de la armada escondido dentro de una vela enrollada. Dios, estaba viva entonces. Nací para esto. El riesgo es tremendo. La corte es un nido de espías. Puertas atrancadas, postigos cerrados, he revisado las paredes buscando orificios para espiar. No hay. Sin embargo, alguien me observa, lo sé. Hay una presencia en la habitación. Creo que puede no ser mortal. Creo que es la misma criatura que ha empezado a visitarme en sueños. Puede que incluso sea el Diablo. En ese caso, sé bienvenido, honorable señor. Que tu bolsillo y tu polla no te fallen nunca, como solía decir Calicó Jack. No me asustas. El infierno no me asusta. He estado allí.
Gracias por la sugerencia. Abriré uno de mis paños menstruales y guardaré los papeles allí hasta completar el relato. Si lo buscan allí es que no son unos caballeros y espero que se les desprendan los cojones.
¿Debo hacer matar a Bratchet? Sé que tú lo dices, pero me gusta, la desgraciada. Ella también me apreciaba a mí. La miré cuando dejé esa casa espantosa y vi admiración en sus ojos. No me traicionaría. Effie Sly merecía morir. Bratchet, no.
¿Sí? Muy bien. Quizá ya es demasiado tarde para impedirlo, de todos modos. He enviado el mensaje a la Hermandad y ya está marcada. Puede estar muerta cuando escribo esto. Qué poder. Me regodeo en él. He regresado con un ejército a mi mando, un ejército de roedores para roer los muros de madera de Inglaterra. Si pisan a uno, en su lugar hay mil más dispuestos a usar los dientes. Roed, roed, el puente de Londres se derrumba. ¿Oísteis mi quejido, señores míos, cuando me aplastaron con sus botas? ¿Os preocupasteis? Lo haréis.
No, mi sulfúreo amigo con cuernos tiene toda la razón. Bratchet debe morir. Me vio y por lo tanto me puede traicionar, aunque no se lo proponga. Nada debe hacer peligrar el plan. Ya se ha iniciado. El plan. Tengo un sitio en la corte de su majestad la reina Ana. He ocupado mi lugar en este hormiguero real, sin que nadie lo sospeche ni lo advierta, un insecto más entre los cientos que mantienen a nuestra gorda y blanca reina limpia y alimentada. La reina Hormiga.
Fue muy fácil. Es increíble lo sencillo que fue. He arrancado una página del libro de Abigail Hill. Dicen que apareció un día afirmando que era una pariente olvidada de Sarah, la duquesa de Marlborough y oh, señoría, os admiro más que a todas las mujeres, dejadme serviros, haré reverencias, limpiaré, pero hacedme el favor de colocarme. Me lo imagino; esos ojos de comadreja mirando de reojo a través de las lágrimas, esa voz humilde. Qué habilidad. Y Sarah tragó la carnaza, el anzuelo y el sedal. Una pena, realmente. Hubiera esperado algo más de ella.
Ahora hay una mujer que está viva: Sarah. Más viva que cualquier miembro de la corte, más viva que la reina Ana. Si hubiera tenido la posibilidad, Sarah podría haber gobernado el mundo. En este momento gobierna Inglaterra, domina a la reina Ana que ama su cuerpo y su alma y le daría la luna si tuviera una escalera lo bastante larga. Pero el poder ha emborrachado a Sarah. Después de que su marido venciera en Blenheim y Ramillies, se ha convertido en una déspota, convencida de que su poder no tiene límites. La corte retumba con sus órdenes.
Y se la obedece. Vanbrugh está construyendo el palacio más grande desde Hampton Court para el duque y ella. Lo llamará Blenheim. Sólo quiere ver a sus colegas whigs en el poder y pretende desestabilizar a Harley, que es tory. Qué mujer. Los grandes y los buenos esperan una señal, no de la reina, sino de ella.
Orgullo. Se dirige a la reina como si su majestad fuera una criada. No ve a la serpiente Abigail que se introdujo en la corte insinuándose para conseguir el afecto de la reina, cubriendo con bálsamo las heridas que causa su despotismo. Todos los demás lo ven. Está fuera mucho tiempo, escribiendo sus cartas interminables, instigando un complot para sentar a otro whig en el poder, concediendo entrevistas. Y mientras tanto, nuestra Abigail desliza su cuerpo pequeño por el armario real con otro pequeño detalle para tentar el apetito real. ¿Otro almohadón para vuestra pobre, querida, espalda real? ¿Una corriente de aire? La afectuosa Abigail cerrará la ventana y se sentará a jugar a las cartas con vos, querida señora.
Está jugando bien, eso le concedo a la pequeña trepadora. Cuidado, Sarah. Y Abigail, estate atenta. Estoy muy cerca, pisándote los talones. Si tú puedes reemplazar a Sarah, yo te puedo reemplazar a ti. Luego estudiaré cómo juego mi partida. Tengo cartas más poderosas que las tuyas.
De hecho, tuve que empezar desde más abajo que Abigail. Ella engañó a una duquesa para alcanzar su lugar, usando su parentesco. Por lo que yo sé, los Hill son realmente parientes lejanos de Sarah. Yo embauqué al secretario de Hacienda de la Casa Real, título sonoro para un cargo inferior, y probablemente no seamos ni parientes.
Me lo eligieron los Negros. Son otra Hermandad a la cual pertenezco, soy su hermana de piel blanca. Resulta extraño que nadie los vea. No podrían destacar más, con sus rostros negros bajo turbantes llenos de joyas; uniformados como pavos reales. Sin embargo, resultan invisibles, de pie, detrás de las sillas, sonriendo y diciendo «Sí».
—Tengo calor, Sambo, búscame un abanico.
—Sí.
—Recoge mi pañuelo, Goliath.
—Sí.
Llega el abanico, se recoge el pañuelo y nadie los mira. Podrían formar parte de los tapices. Todo aquel que se precie tiene uno y todos están acostumbrados a verlos.
Es un error ignorarlos, señores y señoras, un gran error. Lo oyen y lo ven todo. Y me lo transmiten a mí. Gracias a ellos y a la Hermandad llevo las riendas de la información que atraviesa mar y tierra. Cuánto poder.
Como dije antes, los Negros eligieron a mi víctima, el secretario. Una hermana suya partió con su marido y sus hijos para empezar una vida nueva en Jamaica y todos, la familia entera, murieron en la epidemia de fiebre amarilla que arrasó Kingston el año pasado. Los enterraron en la fosa común.
—Excepto yo, tío —le dije, hecha un mar de lágrimas—. No quedó nadie vivo para ocuparse de mí y apenas tema dinero para el pasaje de regreso a casa. Oh, ¿qué puedo hacer? —Le mencioné los nombres de la familia que me habían dado los Negros; había una hija de mi edad. Cuando me hizo más preguntas, rompí a llorar. No quería acordarme de la tragedia que se había llevado a mi querida mamá, a papá y a todos mis hermanos—. Por favor, no me preguntes, tío.
Fui bastante convincente al hablar de las condiciones de vida en Jamaica (¿quién las conoce mejor que yo?).
Era la víctima perfecta; quería creerme. Es viejo, se acerca a los sesenta, y su mujer está postrada con gota y no sirve para nada. No podía resistirse a una sobrina joven y guapa que lo ayudaría a cuidar a su mujer. Tampoco podía resistirse a secarle las lágrimas con sus besos, y ya está, ya está, mi pequeña, la mano deslizándose por la nuca. Supe que lo había engañado.
Al día siguiente me fui a vivir con él y su mujer en sus habitaciones de St. James. Tuvo que solicitar el permiso de la duquesa de Marlborough, claro. Oficialmente, es siervo de la reina Ana pero, en realidad, es una criatura de Sarah, como todos los ocupantes de la residencia, con la excepción de Abigail. Sarah es la cuidadora de la estola, la encargada de los vestidos y la guardiana de los fondos privados, y ordena los puestos en la corte además de administrar el dinero personal de la reina.
Como secretario de Hacienda, mi supuesto tío no es más que uno de los secretarios de Sarah. Afortunadamente, a ella le resulta simpático; él sigue sus instrucciones. Me presentó (a Sarah, por supuesto, no a la reina). Otro cargo que ocupa Sarah es el de guardiana de Windsor Park y ello le permite residir en Windsor Lodge.
—Una vivienda encantadora, ya verás, querida —dijo mi tío mientras íbamos en el coche que transportaba la correspondencia de Sarah (y me ponía la mano en la rodilla y allí la dejaba).
Lo es. Demasiado pequeña para Sarah, claro, pero incluso Roma resultaría demasiado pequeña para Sarah. De todos modos, dicen que el palacio de Blenheim que se está haciendo construir en Woodstock, en Oxfordshire, es una segunda Roma. Pero a mí me bastaría con Windsor Lodge. Un edificio de dos pisos con una fachada cubierta de hiedra. Los setos forman arcos tan perfectos que podrían estar esculpidos en piedra verde. Los naranjos que jalonan la entrada se yerguen como soldados en un desfile. Ni un hierbajo, ni una hoja caída sobre el césped. Los jardineros de los palacios reales podrían aprender de Sarah.
Lo mismo podrían hacer las doncellas reales. Cada mueble de su salón brillaba y el suelo estaba tan pulido que resultaba traicionero. En el palacio de Kensington las arañas reales asoman por los rincones; en Windsor Lodge no hay polvo que ose albergarlos.
Mi tío estaba nervioso.
—No temas ahora —me dijo, mientras esperábamos con otros suplicantes— que llegara nuestro turno para ser conducidos a su presencia—. Es imponente, pero amable.
Tío, he mantenido duelos con hombres que triturarían tus huesos en el desayuno. Y he ganado.
A pesar de ello, estaba inquieta; esta mujer podía construir o destruir la primera etapa del plan. Sin embargo, si Abigail Hill pudo engañarla, supuse que resultaría una presa fácil para mí.
La duquesa de Marlborough estaba sentada detrás de su escritorio, sola en la habitación, a excepción de un niño negro y callado que estaba detrás de la silla. Mantuve la mirada baja. Había estado escribiendo y se frotaba los dedos con piedra pómez para limpiarse la tinta. Se mantuvo erguida mientras hacíamos nuestras reverencias. La del tío secretario fue tan inclinada que tuve que ayudarlo a levantarse.
—¿Señor secretario de Hacienda?
Me presentó y explicó la situación.
Tiene unos cuarenta y cinco años y está padeciendo los cambios, diría yo. Pero es guapa. Su cabello es de color miel, por lo que tardará en ser gris y mantiene la cabeza levantada, como la emperatriz que cree ser. Tiene los ojos de un azul profundo y muy despiertos. El cutis, delicado, pero la boca forma una mueca; la fuerza desplazó a la gracia. Su único hijo murió de viruela hace uno o dos años. Quería alistarse en el ejército como el padre, pero Sarah insistió en mantener al muchacho a salvo y lo envió a Cambridge. La viruela lo mató allí. Dicen que no es la misma desde entonces.
Mujer difícil de amar. Sin embargo, después de más de veinte años de matrimonio, dicen que el duque sigue apasionadamente enamorado de ella.
—Eres mayor para ser una sobrina soltera. —Había empujado al tío y daba vueltas a mi alrededor observándome como si fuera un vendedor de caballos—. ¿Veintitrés? ¿Veinticuatro?
Veinticuatro.
—Veintitrés, señora. —Hice una reverencia.
—¿Y no hallaste marido en Jamaica?
—Nadie a quien amar, señora.
Estuvo de acuerdo. Lo había imaginado.
—El matrimonio es una pesada carga sin amor —sermoneó—, pero cuando el afecto se basa en una buena razón, nunca es demasiado pronto. Debemos encontrarte un marido adecuado.
—Sí, señora. Gracias, señora.
«En el reino de la Reina Polla, señora», pensé.
—Eres agradable. ¿Eres buena?
Otra reverencia.
—Eso espero, señora.
—Eso espero yo también. —Se dirigió al viejo—. ¿Qué buscas para ella, secretario?
Se acercó, como un cordero.
—Cualquier puesto, por más bajo que sea, señora. La lavandera real ha envejecido y expresó el deseo de contar con una ayudante. Me pregunto si quizá...
«Al demonio», pensé. «Hasta los codos en el maldito jabón.»
—Hum —pensó—. La ropa blanca real tiene un tono amarillento desde hace tiempo. Escribí una nota para conversar con la señora Peach sobre el particular. ¿Eres competente en el lavado, chica?
—Sí, señora.
«Amontonaba toda la ropa en una red y la arrastraba con el barco, señora», pensé.
—Muy bien. —Volvió al escritorio y garabateó una nota—. Cincuenta libras al año y todo lo que encuentres. Y, señor secretario, debe vestir como corresponde; su ropa es abominable. Coge veinte libras de la cuenta de la casa. ¿Vive contigo?
—Si vos lo permitís, señora, será muy útil para ayudarme a cuidar de mi querida esposa que está...
—¿Cómo está la pobre? ¿Le das consuelda?
—Señora, yo...
—Consuelda. Montones de consuelda. Dile a Hawkins que te lleve un saco cada semana. Fortalece los huesos. —Había lágrimas de gratitud en los ojos del tío. Sarah les restó importancia con un gesto—. Me parece indicado dar trabajo a quienes están en una posición tan desafortunada que lo necesitan. Informaré a la reina del nombramiento.
Empezamos a retirarnos caminando hacia atrás; el tío se inclinaba como una vela al viento, yo hacía reverencias como un corcho en el agua.
—Señor secretario de Hacienda.
Se enderezó.
—¿Señora?
Se frotaba los dedos con la piedra pómez una vez más.
—Su majestad ha retirado dinero de los fondos privados y olvidó decírmelo. Una distracción. ¿Tienes alguna idea del destino de ese dinero?
—No, señora. Os lo diría si...
—Puedes irte.
Al volver a Londres, pregunté al tío qué dinero utilizaba la reina sin que se enterase Sarah.
—Hay fuerzas que chocan entre sí en la corte, querida. Antagonismos. Es mejor que no ocupes tu bonita cabeza en esas cosas. —Una vez más, puso la mano sobre mi rodilla—. Tu lealtad ahora, como la mía, es para la duquesa. ¿No te dije que era amable? Imponente, pero amable.
Amable, quizás. Imponente, sin duda. Y loca. Hay obsesión en su mirada. He visto cabras locas más sanas que ella.
¿Acaso podía ser otra cosa? Alguna vez fue una de nosotras. Lo sé. Oyó los barcos anclados y luchó para liberarse. Un espíritu inquieto que tenía que haber seguido al viento. Pero la encadenaron en el interior de los armarios, la aturdieron con mil palabras inconexas y la dejaron jugar con muñecas. Es una casa de muñecas más grande de lo habitual, lo reconozco. Pero no es suficientemente amplia para Sarah y ha enloquecido.
Me pregunto qué es lo que le oculta la reina. ¿A dónde va a parar el dinero real? ¿A Abigail? Debo averiguarlo. ¿Acaso el cargo de ayudante de la lavandera real, cincuenta libras al año y todo lo que encuentre, me acercará lo suficiente a los acontecimientos? Bien, bastará por el momento. Es largo el trecho hasta la punta del mástil. Recórrelo lentamente.
Comprobé que el tío esperaba un reconocimiento por sus desvelos. La medida del reconocimiento resultó evidente cuando oí sus zapatillas en la escalera acercándose a mi habitación.
Nuestras habitaciones están en una de las torres. La placa de bronce de la puerta dice «Secretario de Hacienda de la Casa». El viejo tonto la lustra con la manga cada vez que entra y sale. Son tres habitaciones, una encima de la otra, con una escalera de caracol en el centro. La habitación de él y su esposa se encuentra arriba del todo. Debajo está lo que él llama su salón, una habitación bastante agradable a pesar de que los muebles ya no eran nuevos en la época de Guillermo el Conquistador. También tiene su despacho con un escritorio. Debajo hay una habitación con baúles de ropa de invierno y viejas raquetas de tenis, y tablas que no se necesitan en otra parte. Hay una cama dentro de un armario pegado a la pared, con un viejo postigo movible que la protege de las corrientes de aire, y allí duermo yo. No está mal, siempre que el postigo y la ventana estén abiertos; así puedo oír a las gaviotas que siguen a las barcazas por el Támesis e imagino que me encuentro en medio del mar.
No hay cocina. Él y yo comemos en la despensa. Una doncella sube la comida a la tía que, por culpa de la gota, se encuentra recluida en la habitación de arriba. En escasas ocasiones se la ayuda a bajar al salón para recibir a su amiga, una de las camareras; entonces, ambas se lamentan porque todo era mejor en su juventud, lo cual también corresponde a la época del Conquistador.
Oí sus pantuflas, digo, y luego su respiración.
—¿Está cómoda mi sobrina? Vine a darte el beso de buenas noches.
La palabra «sobrina» lo excita, viejo gusano incestuoso.
Lo dejé babear un rato, luego cerré el postigo diciendo que estaba cansada. Quedó fuera jadeando, recuperando el aliento para subir las escaleras.
¿Lo dejaré entrar? Pensándolo bien, creo que sí. Lo tendré atado. (No, querida. Nada de jerga de la Hermandad, ni siquiera cuando escribo, o se me escapará cuando hable y me delatará.) Me dará «poder» sobre él de modo que suceda lo que suceda más adelante, se sentirá demasiado culpable para hablar. Será mi criatura, entonces, no la de Sarah. Cuando me quitaron la daga y el machete, la única arma que me dejaron fue mi cuerpo. Bueno, el cuerpo es la única arma que se ha permitido usar a las mujeres a lo largo de los años, y el mío se encuentra en excelentes condiciones, según dicen.
Oh, Dios, ¿a dónde he llegado? No quería esto. Tenía tantas esperanzas de llevar una vida buena, útil, virtuosa. Cuánta ruina causaron en mi alma, y en mis planes, cuando nos atraparon.
¿Debo correr ahora mismo hacia el río y dejarme llevar hacia el estuario con la primera marea? Mi espíritu podría transportarse desde los promontorios del norte y el sur y luego se dirigiría hacia el oeste, hasta que la corriente me depositara en Jamaica, donde se encuentra mi amor.
No. Firme, timonel, firme, mantón el rumbo. Destruyeron lo que fui, padecerán aquello en lo que me he convertido.
Debo terminar aquí. Se acerca el amanecer y el trabajo de una ayudante de lavandera comienza cuando rompe el día. Doblaré este papel, descoseré un paño y lo meteré en el interior. Una excelente sugerencia de su majestad satánica. ¿Eres tú quien me observa, Belcebú? Intuyo una mirada.
El momento de debilidad ha pasado. He recuperado mi poder.
Pero desearía que Bratchet no tuviera que morir.