Capítulo 15

Quinto extracto del Diario de la loca

A

yer, como he hecho todos los meses desde que llegué a Inglaterra, fui a Highgate pero esta vez alguien me siguió.

No era ella. Me pisa los talones, siempre hace lo mismo, me insulta indignada, pero no le prestó atención. La controlo mejor desde que Bratchet fue eliminada. Paso largos ratos sin responderle, a pesar de que hace distintas cosas para asustarme. A veces es un árbol que me ataca desde un seto con piernas de tobillos gruesos, a veces un mojón me dice buenos días y es ella.

Supongo que debería sentirme agradecida; si no hubiera mirado hacia atrás siempre, no me hubiera percatado del hombre que me seguía. Sin embargo, acabo de verlo en Parliament Hill Fields. Un hombrecito con la nariz chata, pobremente vestido, aparentemente dando vueltas mientras leía el periódico. La vida en el mar me aguzó la vista y vi que era el Review y que lo tenía al revés.

Era temprano y había pocas personas en la calle, de modo que al principio pensé que era un ladrón que querría mi cartera y me agaché para atarme los cordones a fin de sacar el cuchillo que llevaba sujeto alrededor de la pierna.

Yo también di algunas vueltas. Era un bonito día de verano. Después de comprarle un poco de leche a la mujer que lleva a pastar a sus vacas a Fields, volví mientras recogía flores, zigzagueando entre los árboles hasta que recuperé la senda. Me volví, para contemplar la vista de Londres desde esa altura, pensando que lo había perdido, pero oí sus tacones cuando corrió a esconderse detrás de un arbusto.

Pensé en atraparlo y cogerlo por el gaznate hasta que me dijera quién lo mandaba. Pero no es normal que una doncella real lleve un cuchillo; le hubiera parecido extraño. Lo hubiera podido acuchillar, claro, pero su muerte hubiera despertado aún más sospechas en quien lo enviaba. «Muy bien, capitán Queernabs», pensé «veamos dónde nos lleva el viento».

Me condujo hacia el extremo este de la colina, por senderos entre las casas, pasando por el monumento de Dick Whittington y hacia arriba, a paso acelerado.

Es una colina de cerdos y la brisa me traía los sonidos de su jadeo; no obstante, era un bicho empecinado y me siguió todo el rato.

¿Quién lo envió? ¿Cuánto saben? He tenido cuidado. Podían ser los whigs, sin duda. Están tan desesperados por volver a ejercer poder sobre la reina que pueden estar tratando de encontrar algo que me haga vulnerable para obligarme a espiarla. Se rebajan al chantaje con alegría. Sarah, por ejemplo, amenaza con publicar las cartas que le envió la reina Hormiga en su primera época si no hace lo que ella quiere.

¡Qué escándalo se armaría! No dudo que las cartas manifiestan una pasión que el mundo considera inadecuada entre dos mujeres. Pero, por una vez en su vida, la reina mantiene su rumbo, con o sin escándalo. Mientras los whigs tuvieron el timón la trataron con tal desprecio que ahora ya no se amedrenta. Sorprende la severidad con que los trata. Sunderland fue echado por vender almanaques. Godolphin, licenciado; estuvo con ella durante todo el reinado y recibió una nota escueta de manos de un lacayo. Ningún agradecimiento, ninguna generosidad, ninguna alusión a la amistad o los consejos. Sencillamente, vete.

Incluso ha despreciado al gran duque de Marlborough al negarse a nombrar a un oficial con experiencia como jefe del Regimiento de Dragones en Essex. En lugar de ello, concedió el cargo al hermano de Abigail, el honorable Jack Hill, que tiene tanta capacidad para liderar a los Dragones como para dar lecciones de bordado.

Esto confirma la creencia de los whigs de que Abigail domina a su majestad y la persiguen con ahínco. De hecho, si estuvieran enterados, Abigail está perdiendo popularidad. Cualquiera puede empacharse con la dulzura pegajosa e insinuante de Abigail, y la reina está empezando a desinteresarse. Ahora confía en mí, bebiendo té helado, pero me mantiene en secreto, pues teme que alguna de las facciones me quiera controlar.

No temáis, majestad, yo soy mi propia facción. ¡Por supuesto!

Sin embargo, confieso que sentí miedo mientras subía por Highgate Hill. ¿Sospechaban lo que escondía en la cima?

Un carro de heno subía por el camino, el conductor tiraba de los caballos. Simulé sentirme fatigada y le rogué que me dejara subir. Fue insolente, me pidió un beso, se lo di antes de trepar a la parte de atrás desde donde observé a Queernabs mirando interesado un seto.

Tal como había adivinado, los fardos de heno resultaron demasiado altos para pasar por el arco y, como suele suceder, el carro fue conducido a través de un patio detrás de la taberna Gate House. Una vez allí, salté y corrí antes de que Queernabs pudiera verme.

La fregona de la taberna estaba barriendo. Me llevé el dedo a los labios. La criatura, por supuesto, gritaba para llamar la atención, pero ninguna mujer delatará a otra mujer perseguida por un hombre. Cuando salí por la entrada principal del Gate, oí que la fregona decía que no, que nadie había pasado por allí. Quedé libre.

Highgate es un lugar extraño. Vista desde Londres, las aspas de sus molinos le dan el aspecto de una típica aldea de montaña inglesa, pero quizá porque la colina resulta prácticamente intransitable durante cinco meses al año, se ha convertido en el hogar de muchos extranjeros con ingresos moderados, especialmente inmigrantes del Mediterráneo, italianos, portugueses, hugonotes del sur de Francia, judíos, hombres dispuestos a caminar las dos leguas que los separan de sus trabajos como empleados de corredores de bolsa, traductores y cosas por el estilo.

Y, si bien los ingleses acomodados prefieren vivir en Londres durante el invierno, envían a sus hijos a las nodrizas de la aldea para que respiren un aire más puro. A pesar de que la gran peste azotó casi todos los rincones de Inglaterra, no produjo ni una sola muerte en Highgate.

De modo que los jardines de las casas con techos de paja tienen plantas exóticas y mujeres de tez oscura amamantan niños blancos mientras parlotean con sus vecinas junto a las vallas. Y los maceteros de las ventanas tienen flores extranjeras, mientras, por la noche, los bares del Gate y el Black Dog resuenan con las lenguas de Babel.

Sí, querida, mi amor adorado, aquí nuestro secreto está a salvo.

A pesar de que el capitán Queernabs logró alcanzarme en el camino de regreso, no lo hizo hasta llegar a Kentish Town. No vio a dónde fui.

De todos modos, resultó incómodo y me tranquilizó mucho descubrir esa noche, mediante algunas preguntas sagaces en la cocina, que casi todas las mujeres cercanas a la reina, desde su dama de honor hasta la fregona de la escupidera, estaban siendo vigiladas.

Danvers y Abrahall dicen que a ellas también las siguieron. Las otras son demasiado tontas para saber si fueron seguidas o no, aunque afirmaron que habían encontrado cosas cambiadas de sitio en sus habitaciones como si alguien las hubiera registrado. (Gracias a Dios mis papeles están bien escondidos.)—Y oí que Zanahoria se quejaba ante la reina de que alguien abría sus cartas —dijo Danvers—. ¿Qué puede querer decir todo esto?

Sarah. Todos acusaban a Sarah y yo simulé estar de acuerdo.

Es cierto que la duquesa no siente aprecio por ninguna de nosotras. No quiere reconocer que sus días se han acabado, sigue aferrándose al título de cuidadora de la estola y corretea por todas partes como un holandés tapando grietas en su dique. Tuvo un buen disgusto cuando Danvers, hija de una antigua doncella de alcoba, recibió el puesto de su madre por decisión exclusiva de la reina. Sarah, por supuesto, tenía su propia candidata. Luego Isabel Abrahall ocupó mi puesto como lavandera y ha estado enferma, de modo que la reina, sin consultarlo con Sarah, le concedió el derecho a recibir una botella de vino al día. Otro escándalo.

En cuanto a las cartas de la duquesa de Somerset, Abrahall cree que también puede ser Sarah, que trata de demostrar que Zanahoria asesinó a su primer marido, Thomas Thynne.

—Hubo rumores —dijo.

—Se lo merecía —dijo Danvers, que conoce todos los viejos chismes gracias a su madre—, pero dudo que lo haya hecho ella. No podría matar ni a un gato.

—Será señora y guardiana si echan a Sarah —dijo Abrahall—, de modo que Sarah sólo tiene que seguir así. Algo quedará.

No entienden el espíritu de Sarah como lo comprendo yo. Debería haber comandado un buque de guerra en lugar de desperdiciar su energía picoteándose a ella misma y a los demás en este gallinero. Hubiera barrido de los mares a la armada de Luis. Si pudiera pasar por la quilla a Abigail lo haría, pero no se rebajaría a hostigar a ayudantes que se limitan a cumplir con su deber.

No, hay alguien más que ordena este abrir de cajones y este espionaje. Y no para destapar pecadillos de pobres desgraciadas. Para encontrarme a mí. He saltado a la superficie. Debió de ser la carta a la doncella de Francesca, la segunda que le envié a través de Greg. O su respuesta. Tenía la esperanza de que el código los despistará, pero Harley es más listo de lo que creí.

Por supuesto, es Harley. ¿Quién si no? Ahora es primer ministro. Como todos los demás, hace sus planes para cuando la reina Hormiga abandone este valle de lágrimas. Además, Anne Bonny le vendría como anillo al dedo si pudiera encontrarla.

Mi querido hombre, primero debes dar con ella. Estoy aquí. Anhelo gritarlo. Lo musito, en cambio. Aquí, Harley. ¿Acaso los gases flotan por los pasillos y perturban tu sueño? Deberían hacerlo. ¿Fuiste tú quien mandó a dos mujeres inocentes a vivir en el infierno porque resultaban incómodas? ¿Te persigue el recuerdo? Debería, porque hemos vuelto, nuestra inocencia desapareció, nuestras pequeñas uñas se han endurecido y ahora son garras. ¿Sientes que se te clavan en el hígado? Lo sentirás. Si «fuiste» tú, te lo arrancaré y lo masticaré con auténtico placer.

Ahora debemos dirigimos a él como milord Oxford. La reina Hormiga se sentía tan feliz de tenerlo una vez más ocupando el lugar de Godolphin que apenas si pudo esperar para concederle el título de conde. Pero es el mismo archimaestro de la intriga que oculta ese cerebro retorcido detrás de su cara de pan y sigue relacionándose con la chusma.

Una de sus criaturas es un simple escritorzuelo, Daniel Defoe, un gallito barnizado como la mayoría de los de su calaña, a quien usa para mantener una guerra dialéctica contra los whigs. De hecho, según me informa la Hermandad, Defoe ha tenido tanto éxito en los juegos de Harley que ha organizado una empresa de espías y emplea a varios ex piratas.

Me pregunto si es él quien recibió la orden de buscarme. Resultaría irónico que el capitán Queernabs que me siguió a Highgate resultara ser un miembro de mi antigua profesión. Lo averiguaré. Pueden jugar dos en la mesa de Harley. Ahora tengo otro confidente, y mejor que Greg; más noble, más apuesto, más inteligente y mil veces con menos escrúpulos. En cuanto a su ambición, robaría la corona si pudiera y se la colocaría en su propia cabeza hermosa. Quizá lo haga.

Henry Saint John, secretario de Estado, cuyos antepasados por línea materna desembarcaron con Guillermo el Conquistador para pelear en Hastings contra sus antepasados por línea paterna. No han cesado de pelear desde entonces. Una familia inestable. Si no te mencioné a Saint John antes, mi amor, es porque no me parecía importante. Se mantenía detrás del escenario, llamaba a Harley «Querido Amo» y, de todos modos, no podía conseguir un asiento en el viejo parlamento. Ahora, con el regreso de los tories apareció otra vez sobre el escenario como un acróbata. Es el ídolo del October Club, ese montón de jóvenes parlamentarios tories que romperían la cabeza de todos los whigs, desterrarían a todos los disidentes y traerían a Jacobo Estuardo otra vez.

No le concedo ninguna aspiración salvo el obtener poder personal. Exclama por todas partes: «La iglesia está en peligro. Yo la defenderé».

Es como si el viejo Nick se pusiera al frente de los ángeles. Si Harley bebe pero no fornica ni apuesta, Saint John se dedica a las tres cosas y aún le quedan energías para hacer el trabajo de cuatro hombres. La reina desconfía de él, a pesar de todos los trucos que practica para conquistarla, porque es infiel a su esposa.

Quisiera usarme a mí. Su intuición le ha permitido adivinar que soy el próximo poder, aunque no se priva de cortejar a Abigail también. Sin embargo, no trata de conquistarme sólo por mi influencia. Le intrigo. Profundidad llama a profundidad, pirata a pirata. Ha entrado en mi afecto hasta llegar a lo que yace por debajo y me llama Circe, lo cual es extraño porque Greg usaba el mismo apelativo en sus momentos de excitación.

—Ven a la cama, Circe mía —dice—, revolquémonos como los cerdos.

—Milord, cómo hablas —digo yo, o cosas por el estilo.

Pero sabe. Creo que incluso percibe a la criatura cuando brinca a sus espaldas.

—Tienes ojos de perseguida, mi pequeña alcoba —dijo una vez—. Déjame exorcizar tu demonio con este hisopo de carne dura y caliente.

—Estoy segura de que es un hisopo muy bonito, milord —le digo—, pero no es para mí —lo cual le fastidia aún más.

Pero no he matado, conjurado y especulado hasta este punto para dejar el plan en manos del honorable representante de un gallinero.

Empecé. Esta misma mañana di el primer paso en la última y más difícil etapa del plan.

La reina Hormiga no está bien; atormentada por la gota, los ojos hinchados y llorosos, la hinchazón aumentando, está extenuada por el trabajo que se le asigna. Conversaciones cotidianas con los ministros; reuniones de gabinete una vez a la semana, a veces tres; lectura de peticiones y noticias del extranjero. Órdenes judiciales y mandatos que exigen su firma; audiencias con enviados extranjeros, asistencia a los debates en la Cámara de los Lores, hostigada por Harley, Abigail o Saint John para conceder esto o preferir aquello. Se lamenta: «Estoy tan ocupada con los asuntos de Estado, que no tengo tiempo para rezar».

Yo cumplía mi turno y ella había enviado a Zanahoria a hacer un recado para poder beber uno o dos vasos de té frío. No quiere que otros sepan cuánto está tomando. A veces, según el dolor, me pide que añada pan tostado con láudano.

En esos momentos reflexiona sobre la muerte. Anhela la paz que le brindará pero la teme; siente terror por los reproches que recibirá de su padre. La enorme alcoba oscurecida está plagada de demonios; los míos y los de ella. Creo que Jacobo II está postrado al pie de la cama, apuntando con un dedo acusador hacia su corazón, condenándola por haber desertado durante la revolución.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer, pobre alma? Es y fue una hija fiel de la iglesia de Inglaterra, comprometida con el protestantismo. Su padre era un católico romano practicante. Y, después de todo, su deserción no fue en beneficio propio; contribuyó a entregar el trono no solamente a Guillermo de Orange, sino a su propia hermana María.

Sin embargo, no es fácil abandonar a los padres y ahora paga el precio. Su fantasma exige una compensación para su medio hermano. No quiere, no puede, decir que desea que su sucesor sea el Pretendiente Jacobo antes que los Hanover, pero su alma experimentaría más paz si supiera que las cosas ocurrirán así. Los Hanover le disgustan y se negó a tolerar una visita a Inglaterra de Jorge o Sofía cuando se lo sugirieron los whigs.

—No mientras yo viva.

Así fue como hoy, para mantener alejados a los demonios, se bebió su té frío y habló de los Estuardo en general y, al hacerlo, mencionó al primo hermano de su padre, el príncipe Ruperto del Rin.

Era la oportunidad que yo había implorado.

—Qué pena, majestad —dije con ligereza—, que no hayáis podido conocer a su nieta, Anne Bard.

—¿Anne Bard?

Estaba verdaderamente intrigada. Ella, por lo menos, queda absuelta del crimen.

Caí de rodillas junto a su lecho simulando pánico.

—No debí decirlo. Se me escapó. Ruego a vuestra majestad que me perdonéis. No digáis nada, estimada señora. No dejéis que lo sepan. Olvidadlo. —Por supuesto que no podría olvidarlo. Pero rogué hasta que le hice prometer que si lo decía, nunca diría a nadie que yo se lo había dicho. Bien. Cumple sus promesas. De modo que dije lo que, en un sentido, es la verdad; que había conocido a Anne Bard cuando llegó a Inglaterra hace unos siete u ocho años—. Afirmaba ser la hija legítima de Dudley Bard. Decía que tenía papeles que daban testimonio de ello. Sé que trató de veros, pues alquiló un coche para ir a palacio, pero cuando regresó dijo que la habían echado.

La hice enfadar; la realeza siente terror sólo de pensar que sus ministros actúan a sus espaldas.

—¿Fue Godolphin? —Me estremecí. Lo discutimos y discutimos; adora las minucias. ¿Cómo era la muchacha? Explícame sus palabras. ¿Quién era su madre? ¿Desde dónde vino? Más y más hasta que, por fin, dijo—: ¿Qué le sucedió?

—No lo sé, señora. Desapareció de repente.

En ese momento, regresó Zanahoria y no me dio tiempo para sembrar la semilla de que su pobre prima había sido secuestrada. Pero comprobé que el apetito real rumiaba lo que acababa de oír. Parece estar mejor. El misterio la arrancó del estado depresivo. Cuando hice una reverencia antes de retirarme, me puse el dedo sobre los labios y ella hizo otro tanto. Compartimos un secreto. Ha comenzado.

Saint John me esperaba fuera para acompañarme a mis aposentos. Su majestad me ha concedido unas cuantas habitaciones, no tan amplias como las de Abigail que da un niño por año a su Sam, pero más grandes que las que suelen tener las doncellas de alcoba. Caminamos por el jardín y recogí junquillos y tulipanes para la habitación de la enferma real.

Saint John se interesó de manera superficial por la salud de la reina aunque es un tema que le preocupa mucho. Si la reina muere y Sofía o su hijo la suceden, volverán los whigs y se irán los tories. Saint John, el mayor de todos los high tories, perderá su cargo, posiblemente por el resto de sus días.

—Hoy está mejor, señor, gracias. No ha tomado ningún remedio excepto jarabe de ciempiés y la señora Charlotte vino de visita.

No le dije nada que no fuera a saber a la mañana siguiente. La llegada de la menstruación real, que se designa con el eufemismo de «señora Charlotte», es prácticamente anunciada a voces por el heraldo de la ciudad. El doctor Hamilton se lo dice a sus ministros y los ministros la felicitan por ello. En realidad, la señora Charlotte se está debilitando y es probable que ésta sea su última visita, pero eso no se lo dije; la mujer tiene derecho a cierta intimidad.

Saint John se mostró sorprendido.

—Buena vieja la señora Charlotte. Aún quedan esperanzas.

Como él es joven (no hace mucho que cumplió los treinta) cree que cualquier mujer mayor de cuarenta y cinco es una momia.

—No para ti, señor. No si su majestad se entera de tu última aventura. La esposa del brigadier Bretón, según me han dicho.

Se inclinó.

—Soy ciertamente la savia de los frutos terrenales de esa señora. Pero... —me cogió un tulipán— era sólo para pasar las horas mientras te esperaba. Tú eres el latido de mi corazón, la respiración de mi nariz. Ríndete.

—Mi ciudadela es inviolable, señor, te lo agradezco. A pesar de que, sin duda, hay un servicio que podrías cumplir en beneficio de las señoras de su majestad.

—¿De todas? —Dio un paso atrás—. Mujer, me halagas.

Pasé por alto sus palabras y le conté que Zanahoria encontraba su correspondencia abierta, que algunas doncellas (no me detuve en mí misma) estaban siendo vigiladas, las habitaciones revisadas.

—¿Quién puede estar detrás de esto, tienes alguna idea?

—Harley —dijo de inmediato—. Y es un viejo caballero muy puro si se mantiene lejos del brandy y al brandy lejos de él. En su vejez se dedica a oler las prendas innombrables de las señoras.

Pero lo había atrapado, lo supe enseguida. Lo averiguará; ama los secretos (y me lo dirá, porque no puede mantenerlos ocultos). Es la persona más indiscreta del mundo; se vanagloria en mi presencia de que está desplazando a Harley como el héroe de los tories: «Porque ese hombre tiene toda la apariencia de la sabiduría, pero carece de su sustancia».

Nada lo complacería más que descubrir un fallo en Harley. Lo sorprendente no es que dos tories tan distintos empiecen a luchar, sino que alguna vez hayan sido amigos.

Lo despedí antes de llegar a mi escalera. Permito sus tonterías en público porque las repite con toda criatura humana por debajo de los treinta años con un tajo entre las piernas. Todos lo saben. Pero no puedo permitirme un escándalo. No en este momento. No cuando estoy tan cerca.

—Entonces iré a cenar al Beefsteak —dijo; es uno de los clubes donde bebe y fornica—, me reservan una doncella para el primer plato. Pero preferiría comerte a ti.

—Buenas noches, señor —le dije y subí las escaleras con cierta pena. No por su sexo, sino por su compañía que hubiera mantenido a la bestia a distancia durante un rato, por lo menos.

«Es» Harley. Y «es» a mí a quien busca. Dios sabrá a quién pagó o retorció Saint John esa noche pero no cabía en sí y no podía esperar para contármelo, me arrastró al invernadero apenas terminé el trabajo.

—¿Alguna vez oíste hablar de una tal Anne Bard o Anne Bonny?

—No, señor.

—Por Dios, yo tampoco. Es la «señora secreta» de los Estuardo, hija mía, y Harley es el caballo oscuro que ha descubierto su existencia. Una nieta de Ruperto del Rin, nada menos. Una plomada en la línea de sucesión al trono, un premio para mí. Harley tiene razones que lo llevan a creer que está viviendo de incógnito en algún lugar de la corte. —Cayó de rodillas en la hierba y elevó las manos al cielo—. Zeus, permite que yo la encuentre primero. Seré leal, haré sacrificios. Toma a mi esposa, de hecho, me alegraré si lo haces, toma mi trasero, toma todas mis pertenencias, pero permite que la encuentre antes.

—Ponte de pie, señor, te lo ruego. Los jardineros están observando. —Obligué al payaso a levantarse—. ¿Para qué quieres a esa persona?

—Para que me zurza las medias —dijo, limpiándoselas y mirándome por el rabillo del ojo, que era enorme y le llegaba casi hasta la sien—. ¿Para qué crees que la quiero? Piensa. Una Estuardo, una Estuardo sin tacha, salida directamente de las cuadras del mismo Ruperto, caballo de guerra de gloriosa memoria. Joven, bonita, tan tímida y modesta que trabaja de criada en la casa de su encumbrada prima. La pondré en el trono con tal rapidez que quedará bizca.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué no se da a conocer?

—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¿Qué importa? Swift le inventará alguna leyenda novelesca, una promesa a la madre, temor a los whigs, lo que sea. No arrugues tu bonita frente en mi presencia, ve, encuéntrala y te nombraré cancillera. Si Harley piensa que está aquí, está aquí. Es un viejo chocho, pero su información siempre es buena.

—Pero el Acta de Sucesión... —protesté, con la intención de averiguar todo lo que pudiera mientras fuera posible—. ¿Acaso se la puede dejar a un lado con tanta facilidad?

—Mi querida niña, ¿crees que Inglaterra «quiere» a Jorge de Hanover? Un pickelhaube con la cara hinchada que no habla inglés ni francés, sino un idioma que sólo sirve para llamar a los cerdos al corral. —Soltó el aire—. Si Jacobo Francisco se hiciera protestante o simplemente «simulara» convertirse al protestantismo, la gente lo recibiría mañana mismo, incluso los whigs. Pero no. Él lo llama honor. Yo lo llamo locura.

—¿Has estado negociando con él, entonces?

—«Todo el mundo» está negociando con él. —Le sorprendió que yo hiciera la pregunta—. Harley, Marlborough, Godolphin, el segundo lacayo y el jardinero de noche. No me extraña. Nadie quiere a los Hanover.

—¿Y tú pondrías a esta otra Anne, esa Anne Bard, en el trono?

—Cuando aún esté caliente por el trasero de la reina —me prometió—. Cualquiera, cualquiera menos Jorge. Incluso tenté al duque de Saboya. Está emparentado.

—¿El duque de Saboya? —Me confundía con los aliados—. ¿Acaso no hizo hervir en aceite a uno de sus súbditos?

—Tendría hambre, quizás. Aparte de eso, Víctor Amadeo de Saboya es una persona tan temerosa de Dios que podría encontrar en una semana siete domingos. Pero Anne Bard, bueno... debo descubrir si es protestante. «Será» protestante. Yo mismo la bautizaré. —Se puso muy serio—. Encuéntrala para mí, queridísima, y te prometo, te «juro» que tendrás el título que desees y más riquezas de las que jamás hayas soñado. Olfatéala. ¿Cuál de las mujeres del palacio se parece a los Estuardo? La marca es muy fuerte en todos ellos. Será morena, creo, como tú, quizá con acento extranjero, debe de haber nacido en otro país...

Insistió e insistió hasta que le prometí que sería su agente secreto (secreto, imagínate) y astuto. No confío en él. Es inteligente, pero no puede controlar su inteligencia. Lleva demasiada gavia, como solíamos decir. Además, el plan funciona bien. Ayer no se presentó ninguna oportunidad de estar a solas con la reina; a pesar de sentirse enferma insistió en asistir a Westminster Hall y tocar a los enfermos. Zanahoria dice que es un espectáculo espantoso.

—Querida mía, toda esa gente hinchada, llena de costras, llorando y reptando alrededor de sus faldas, las madres que levantan a sus hijos escrofulosos, miles de personas. El «olor», querida.

En lo que a mí respecta, me inclino por Guillermo de Orange que, cuando algún súbdito le pedía que lo tocara para curarle el mal del rey, le deseaba buena salud y más sentido común. Pero los Estuardo creen en la magia de la realeza. Su pueblo también. Los jacobitas escrofulosos incluso cruzan el canal en secreto para hacerse tocar por Jacobo Francisco, pues se niegan a reconocer que Ana tenga el poder.

Hoy estaba extenuada y permaneció en su habitación. Pero tuvo fuerzas suficientes para decir que deseaba hablar conmigo en privado y le pidió a Zanahoria, que no paraba de hablar, que le llevara un mensaje al doctor Hamilton, y envió a Danvers a las cocinas.

—Me he sentido atormentada, querida, por lo que me contaste de esa joven. ¿Te dijo algo más?

—Majestad, desapareció de forma tan repentina que temí por ella. Ella también sentía temor y, de hecho, ésa fue la razón por la cual dejó el cofre en mis manos.

—¿Qué cofre es ése?

—Uno pequeño, señora. Era muy importante para ella y yo debía guardarlo hasta que regresara para recogerlo, pero nunca lo hizo. De hecho, cuando debimos partir a Jamaica con mi familia me pregunté qué debía hacer con él, de modo que lo llevé conmigo y lo volví a traer. Aún lo tengo.

—¿Qué contiene?

Abrí los ojos con sorpresa.

—No lo sé, señora. Tiene un candado.

—¿Y nunca rompiste el candado?

—Claro que no. No tenía permiso para hacerlo.

—Hizo bien en confiar en ti, hija. —Se irguió en la cama y repentinamente pareció una niña, una niña crecida—. Sin embargo, hace tanto tiempo... ¿crees que desearía...? ¿Deberíamos...? ¿Podríamos...?

—Lo traeré mañana, señora —dije.

La criatura berrea por los progresos que hice hoy y tuve que taparme los oídos con algodón para poder concentrarme en lo que escribo.

No es tu cofre, le digo. Tú lo robaste.

Lo abrimos esta mañana; es decir, yo rompí la cerradura y dejé que la reina Hormiga extrajera y leyera el contenido. Me alegré de mantenerme a su espalda, me temblaban las manos.

Sacó un acta auténtica de la boda entre Dudley Bard y Euphame Cassilis de Lochiel firmada y sellada en 1680 por un cura de los Habsburgo. Sacó un informe rasgado y borroso, también auténtico, en francés, escrito por un camarada lleno de admiración que había visto morir al joven Bard cuando lideraba una esperanza perdida contra los muros de Buda.

Luego un testimonio, también en francés, también auténtico, de una condesa d’Hona, que afirmaba haber presenciado el nacimiento de una niña de Euphame Cassilis de Lochiel en 1681.

La reina Hormiga los leía con cuidado, manteniéndolos muy cerca de los ojos. Tiene un loro, regalo de algún potentado extranjero, que pasea de un lado a otro en una jaula india cerca de la cama. Le gusta; todas lo odiamos y lo llamamos «Sarah», a escondidas. Garre con gritos inesperados y desgarradores, que hacen eco a los de la criatura.

Luego llegaron las falsificaciones. Fueron hechas por Fist Frank, un caballero conocido en toda la Hermandad por su habilidad para imitar cualquier escritura a la perfección.

La primera es un acta de una boda entre Jacobo Francisco Eduardo Estuardo y Anne Margaret Bard en 1704, con el testimonio bajo juramento de un tal padre Jacomo Ronchi quien asegura haberlo celebrado en París, ante la presencia de Francesca, la señora Bellamont.

La reina Hormiga bajó el papel lentamente, con la mirada fija en la pared.

—No es posible —dijo—. No, no. Módena no lo hubiera permitido.

—¿Qué sucede, majestad? Estáis pálida.

Meneó la cabeza.

—No. No lo creo. Es mejor que no lo sepas, niña. —Hice una reverencia, pero esperé. Evidentemente, no podía mantenerlo en secreto y después de muchos ¿eres leal niña?, y ¿puedo confiarte un secreto?, me lo dijo—. Aquí dice que tu conocida, la nieta del príncipe Ruperto, se casó con mi medio hermano, Jacobo, hace unos seis años. No puede ser. Era un niño en ese momento, apenas dieciséis años. Su madre no lo hubiera permitido.

Sacudí la cabeza. Puse una sonrisa sentimental.

—Un joven amor impetuoso.

No había previsto que se tragaría la medicina de un solo trago; el hecho de que ya se estuviera refiriendo a «la nieta del príncipe Ruperto» era un comienzo de lo más prometedor.

—Impetuoso, sí —dijo.

—Hay más, señora —dije, señalando el último papel.

Es una falsificación excelente, copia la forma de hablar de Francesca y dice que alentó aquel enlace secreto entre su nieta legítima y el joven Jacobo, conociendo la pasión que existía entre ellos y no conociendo ningún obstáculo en una alianza entre dos descendientes verdaderos y nobles de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia.

—«... Que algún día puede dar un fruto que será un consuelo para su excelentísima majestad cristiana la reina Ana de Inglaterra.»

(Resultaba fundamental sembrar la semilla de que la unión podría dar un hijo. La palabra «consuelo» era un toque demasiado sentimental, en mi opinión.)

Vi cómo sus labios formaban las palabras en una interrogación desesperada.

—¿Un niño?

No se puede saber si lo tomará bien o mal. ¿Una mujer que ha dado a luz a tantos hijos muertos se sentirá celosa? ¿O la complacerá saber que la línea de los Estuardo no se ha terminado?

Con un «tcha» de impaciencia e incredulidad volvió a guardar los papeles y dijo que los guardaría durante algún tiempo. Analizará la cuestión; su cerebro es prudente y lento pero exhaustivo. Siento que está en medio de un torbellino, no quiere dar crédito a semejantes pruebas.

Pero lo hará. ¿Quién la presiona para que las acepte? Yo no. No volveré a mencionarlo hasta que ella no saque el tema, actuaré como si yo fuera una simple intermediaria gracias a la cual lo descubrió. La creencia en su autenticidad surgirá por su propia conciencia intranquila, prosperará en la culpa que siente con respecto a la poca suerte de su joven medio hermano, como una ortiga en un rincón. Entonces volverá a tratar el asunto conmigo.

Y entonces... y entonces...

Han sucedido tantas cosas. Sarah fue despedida. Es como si se hubiera volado el techo del palacio y nos hubiera dejado pasmados y conmovidos bajo el cielo abierto. Las paredes del laberinto de Creta han caído y el Minotauro ha huido mugiendo.

¡Qué necios son los Marlborough! Tenían Inglaterra en sus manos y la exprimieron demasiado. El duque ha estado presionando a la reina para que lo nombre capitán general de por vida. Sabía que los tories estaban detrás de su sangre porque se niega a establecer términos sencillos con Luis para poder terminar la guerra pronto. Cree que él es el único que puede lograr una paz digna y duradera. Puede que tenga razón aunque, como soldado, solamente piensa en términos militares y Saint John dice que hay otras formas de ver las cosas.

De hecho, Saint John concedería a Luis las condiciones que nos permitieran comerciar con Francia cuando concluya la guerra. Los enemigos de Saint John lo llaman amigo de los gabachos. Él se llama a sí mismo europeo. Y tiene a los terratenientes tories en contra; dicen que los está arruinando para enriquecer a los oficiales del ejército y permitir que los whigs de la ciudad hagan malabarismos con sus acciones y cosechen dinero donde no sembraron.

La reina Hormiga se sintió horrorizada por la propuesta de Marlborough. Creo que no lo ha perdonando por Malplaquet y la pérdida de vidas, «una victoria pírrica», la llamó, sea lo que sea, y se negó a acudir a la acción de gracias pública en San Pablo. Se escudó en su duelo y asistió en su capilla privada.

No es propio del duque hacer tan mal los cálculos. Si bien Sarah no tiene noción del peligro, «él» siempre demostró tacto. Ahora se ha enemistado con la reina, quien cree que desea convertirse en un tirano y rechazó su petición alegando que no puede nombrarlo capitán general de por vida sin un decreto del Parlamento y, de todos modos, no puede comprometer a su sucesor.

Los periódicos tories y especialmente Swift, alentados por Saint John, ven la oportunidad que se les presenta y aúllan por la sangre de los Marlborough. Lo acusan a él de haber usado para sí mismo el dinero que debería haber invertido en la alimentación de sus soldados, y a su esposa, «esa mujer insolente, esa plaga, esa furia», de haberse quedado no menos de veinte mil libras al año de los fondos privados.

No lo creo y la reina Hormiga tampoco:

—Todos saben que el engaño no es el defecto de la duquesa de Marlborough.

Pero aprovechó la oportunidad. Cuando Sarah volvió a amenazar con publicar las cartas más indiscretas de la reina de cuando ambas eran jóvenes, aludiendo incluso a oscuros asuntos sexuales entre su majestad y Abigail, el hacha cayó.

Marlborough regresó de Europa y rogó a la reina que detuviera su mano. Trajo una carta que había escrito Sarah diciendo que lamentaba haber molestado alguna vez a la reina y que nunca lo volvería a hacer. Puedo verla montando en cólera mientras lo escribe, como una serpiente que se muerde su propia cola.

—La llave debe ser devuelta dentro de los próximos tres días —dijo la reina Hormiga. Nunca la había oído hablar con tanta frialdad. La llave de oro es el símbolo del cargo de Sarah. El duque imploró; le rogó que esperara por lo menos hasta que se concluyera la paz y él y su esposa podrían retirarse dignamente—. La llave debe ser devuelta dentro de los próximos tres días —repitió la reina.

Y así fue. Para los dos.

Al día siguiente, estábamos en St. James, cuando llegó Abigail resoplando.

—¡Oh, majestad, mirad lo que está haciendo!

Corrimos a los aposentos de Sarah. Y allí estaba, bendita sea, dirigiendo a los obreros con un cincel en la mano, y vaciando la habitación de todo lo que contenía menos las chimeneas. Si algo se podía desatornillar, Sarah lo desatornillaba: aparatos de iluminación, palanganas para lavarse, cerraduras de bronce de las puertas (hermosas cerraduras, además, obra del cerrajero de la reina, Josiah Key, el hombre más ingenioso de Europa).

La reina Hormiga observó, luego se retiró. Sarah ni siquiera parpadeó, siguió ordenando a los hombres que trabajaran con cuidado, que pusieran cada cosa en una caja. Si nos hubiéramos quedado más tiempo, nos hubiera empaquetado a nosotros también. Venganza, pura y simple. Con el palacio de Blenheim irguiéndose como un monstruo hermoso en Oxfordshire no se puede decir que necesite picaportes. Se «estaba» construyendo con el dinero público de un país agradecido, pero no se terminaría con ese dinero. Oí decir a la reina Hormiga: «No le construiré más casas cuando ha destruido la mía en mil pedazos».

Fue el último acto de Sarah. Se ha ido. Sus cargos pasaron a Zanahoria (cuidadora de la estola) y a Abigail (guardiana de los fondos privados) lo cual decepcionó a ambas porque cada una quería los dos cargos. Pero la reina Hormiga aprendió la lección. También me subió el salario.

¡Y ahora Harley ha sido acuchillado casi a muerte! Me hubiera gustado verlo, hubiera querido «hacerlo». El presunto asesino es, o era, un noble francés empobrecido que había espiado para Inglaterra en contra de su país y luego, cuando Harley le redujo la paga, se dedicó a espiar para Francia contra Inglaterra. Fue descubierto, arrestado y conducido a una comisión del Privy Council en Whitehall para ser interrogado. De buenas a primeras, Guiscard sacó un cortaplumas y le dio una puñalada a Harley en el pecho.

—El villano ha matado al señor Harley —exclamó Saint John.

Al menos, eso es lo que él asegura haber dicho antes de atravesar con su espadín un par de veces el cuerpo del francés.

El cortaplumas se rompió contra una flor de brocado del chaleco de Harley (era el plateado y azul con flores doradas que se había mandado hacer para el cumpleaños de la reina) pero de todos modos está mal herido y guarda cama. Guiscard fue arrastrado a Newgate, moribundo.

Saint John está furioso. El ataque ha convertido a Harley en un mártir y en la figura mimada de la nación y de la reina, precisamente cuando él, Saint John, lo estaba superando en popularidad.

—El viejo pedo debe haberle pagado a Guiscard para que lo hiciera —protestó cuando nos encontramos— y se puso ese horrible chaleco a propósito. Además ¿quién podría atravesarle el corazón? No sabrían dónde encontrarlo.

Está haciendo correr la voz de que él era la víctima buscada, y no Harley; pero sin mucho éxito.

Sin embargo, aprovecha mientras el gato no está y corteja a Abigail con ahínco. La complació colocando a ese inútil hermano que tiene, Jack Hill, al mando de una expedición a Canadá. A sus espaldas, me incita a redoblar los esfuerzos para dar con Anne Bard.

Es posible, dice (y son muchos los que opinan lo mismo) que Guiscard también haya amenazado la vida de la reina. Es cierto que no está muy bien protegida, de modo que ahora se han duplicado los centinelas y se han cambiado las cerraduras.

El peligro y el ataque a Harley le produjeron otro rebrote de su enfermedad. Esto provoca tal pánico entre quienes tienen la vista puesta en su futuro que forman alianzas, las rompen, se chantajean entre sí por tratar con los jacobitas y luego establecen sus propias alianzas con los mismos jacobitas. Se me ofrecen tales sumas para convencer a la reina de que se incline por esto o por aquello que podría hacerme tan rica como Abigail si me lo propusiera. No las acepto. No obstante, siento el mismo pánico.

Haber llegado tan lejos y que se nos escape la venganza porque la estúpida insiste en morir...

Concédeme tiempo, Señor.

¿Qué haré? La criatura tiene una treta nueva. Sangra. Mientras escribo, brota sangre del espacio que forma su boca con tal rapidez que ha empezado a extenderse por el suelo. Levantó los pies, pero se sigue acercando, espesa y brillante con grumos irregulares, como la señora Charlotte en pleno ataque de verborrea, como una hemorragia incontenible. Sube por las paredes. Oh Dios, oh Demonio, dadme tiempo antes de que la criatura me vuelva loca.