Capítulo 18

 

C

uatro meses después de su boda con Livingstone, Bratchet notó que estaba engordando.

Las señoras del círculo en el que se movía en aquel momento pensaron lo mismo, y empezaron a hacer comentarios. La señora Chantry hizo algo más que un comentario.

—Oye, Bratchie —dijo—. ¿Escucharemos los pasitos de un pequeño escocés?

Bratchet explicó que no podía tener hijos.

—No tengo menstruaciones, Judy. Soy estéril.

La señora Chantry, que esperaba un niño, soltó una carcajada.

—A mí no me lo parece. Deben de haber llegado todas de golpe.

Al quinto mes Bratchet también estaba segura.

Entró en la iglesia parroquial cuando se encontraba desierta y entonó su propia versión del Magnificat. Dios la había convencido para que hiciera el mayor sacrificio de su vida porque pensaba que era estéril. Por otro lado, si no hubiera hecho ese sacrificio, quizá no le hubiera concedido el don de la fertilidad. Regresó a su casa y le dijo a Livingstone que tendrían un niño.

Su casa era Coppleston, el edificio que construyó el señor Timothy Coppleston, el propietario ausente, cuando llegó a las Antillas. Antes de hacer su fortuna y antes de mudarse a lo que se conocía como la casa grande, donde ahora vivía Johnny Faa.

Cuando el señor Timothy empezó a construir la casa grande había aprendido un par de lecciones acerca de cómo sobrevivir en el clima de Jamaica. Planificó su casa según el modelo de las haciendas españolas que en esa época todavía se veían en Santiago de la Vega. Puso techos bajos en las habitaciones y una puerta amplia en ambos extremos para garantizar la corriente y galerías en los tres pisos que rodeaban un fresco patio central.

Había aprendido de los errores que cometiera en Coppleston, su primer hogar en Jamaica. Igual que la mayoría de los emigrantes, sentía nostalgia y construyó una casa lo más parecida posible a una inglesa. Usó ladrillos e hizo un salón de techos altos, una sala y una escalinata de caoba tallada. Instaló grandes ventanales con cristales. Peor aún, desconfió de la ventilación por considerarla malsana y se protegió del aire de la noche, especialmente de la brisa del mar, eliminando todas las ventanas en las paredes que daban al este.

Luego decoró la sala con tapices y por las noches se metió en una cama rodeada de cortinas con tres sucesivas esposas y, después de sus respectivas muertes, si hemos de guiamos por los comentarios locales, con varias amantes negras. Una vez que se instaló allí, Bratchet no se sentía tan intrigada por su éxito con las mujeres como por su vigor. El lugar era un baño turco. Johnny Faa les cobraba un alquiler alto, pero Bratchet se sentía tan agradecida por mudarse de la casa grande que hubiera pagado más por una choza de barro.

La actitud de Johnny hacia ellos había cambiado después de la fiebre que padeció Livingstone, como si la enfermedad hubiera amainado la necesidad de envidiar a un hombre que ahora merecía poco más que desprecio. Lo manifestó en detalles pequeños. La muchacha mulata esbelta y hermosa a quien Faa presentaba como su ama de llaves empezó a sentarse frente a él en la mesa, lugar que antes estaba reservado a Bratchet cuando cenaban juntos. No se preparaban ya comidas para estimular el apetito de Livingstone. Si pedían prestado el coche, no se les ofrecía nadie para conducirlo, lo que se traducía en que, para proteger las manos de Livingstone, una Bratchet inepta debía llevar las riendas.

No podían quejarse; Johnny Faa les había proporcionado un puerto muy necesario durante la tormenta. Ellos eran briznas sueltas y el viento que las transportaba tenía un filo cortante; la pareja lo sabía.

En Coppleston, Bratchet eliminó los tapices, que de todos modos estaban llenos de humedad, quitó los cristales de las ventanas y los reemplazó por celosías. Contra los consejos de todo el mundo, Livingstone y ella construyeron una ventana con postigos en la pared que daba al este y dejaron que la brisa del mar hiciera lo suyo. No dejó de ser un lugar pegajoso pero los cambios lo hicieron más tolerable; por otra parte, la altura a la que se encontraba (a una milla en las colinas desde la casa grande) ofrecía vistas agradables hacia el sur, el este y el oeste.

El norte era otra cuestión. Un sótano que antaño había contenido barriletes de azúcar se extendía por debajo de la casa, la trampilla de madera estaba cubierta de hojas y musgo. Protegidas por la sombra de un gigantesco álamo americano, la ventana de la sala y la del dormitorio del primer piso daban a un montículo sobre el que Coppleston había construido su primer molino de azúcar.

Bratchet se opuso a la caña desde el primer día y nada en el proceso de su conversión en azúcar (tarea que se desarrollaba a cien varas de su pequeño jardín) logró alterar su disgusto. El sufrimiento humano estaba presente en cada fase, desde la plantación entre octubre y diciembre hasta la cosecha dieciséis meses después, entre enero y mayo.

Livingstone y ella se instalaron en mayo cuando grupos de esclavos, entre los cuales había mujeres con hijos a la espalda, cortaban la caña con cuchillos curvos llamados podones, eliminaban las hojas exteriores, ataban los tallos y los cargaban en carros hasta el molino. Este era un horror. Un aparato abierto y formado por tres rodillos verticales, movidos por yuntas de bueyes; un esclavo echaba las cañas para ser molidas, de modo que el líquido marrón oscuro se derramaba desde los rodillos hasta una cuba que se conectaba con el hervidor mediante tuberías.

Poco antes de que los recién casados se mudaran a Coppleston, un esclavo que cargaba el molino se enganchó un dedo en los rodillos y el dedo arrastró el resto del cuerpo. Cuando oyó la noticia, Bratchet se enteró de que no se trataba de un accidente aislado.

—Oh, son cosas que suceden —dijo, suspirando, su vecina blanca más próxima, la señora Sewell—. Nunca logran que los bueyes se detengan a tiempo. Nosotros perdimos dos hombres del mismo modo y uno era realmente valioso.

Después estaba el hervidor, junto al molino. A partir de ese momento, cada vez que Bratchet oía hablar del infierno, pensaba en el hervidor de Coppleston. Literalmente se trataba de un horno en el que el jugo de la caña se hervía en cubas sucesivamente más pequeñas, la mayor contenía ciento ochenta galones, se retiraba la grasa, se dejaba evaporar y se echaba en las cubas más pequeñas hasta que se convertía en un almíbar espeso, marrón oscuro, denso.

Un error del esclavo responsable de echar el almíbar burbujeante dentro de la cisterna enfriadora podía convertirse (y de hecho había sucedido) en una agonía para sí mismo y para cualquiera que estuviera demasiado cerca. El almíbar se pegaba a la piel y era imposible de arrancar.

Durante las noches, «el sepulturero», que bajaba de las colinas, llenaba su dormitorio con el perfume dulce del azúcar hervido y lo combinaba con el aroma de la melaza que venía de la destilería, al otro lado del molino, lo que daba una densidad al aire que se podía morder.

En cuanto al ron, Livingstone y ella se abstuvieron de beberlo desde el día que vieron a Johnny Faa derramar en público el contenido de su orinal en la cuba del alcohol en fermentación de la destilería. Cuando vio la expresión de sus rostros, explicó:

—Evita que los negros se beban la mezcla.

Cuando volvían a su casa, Livingstone dijo:

—¿Puedes creer que este hombre exporte eso? Gracias a Dios en Escocia se bebe whisky.

El estaba empezando a beber brandy con relativa frecuencia. Le adormecía el dolor que le estaba deformando los pies y los nudillos de las manos. Junto al vino de Madeira, era la bebida aceptada entre el grupo de los propietarios más ricos dentro del cual se movían. Estos consideraban el ron algo digno de esclavos borrachos y blancos pobres.

Bratchet no lo culpaba. El esfuerzo que hacía por cambiar su imagen de joven guerrero, que avanzaba a luchar con su clan para izar el estandarte de los Estuardo en los verdes páramos de Escocia, hasta verse como un hombre envejecido, tullido, desterrado en un país que en realidad no le gustaba, era una tarea titánica y hacía llorar a Bratchet. Varias veces le sugirió que regresaran a Escocia, pero él se obstinaba en permanecer allí.

—Mi orgullo no toleraría regresar si no puedo ofrecer mi espada a mi jefe —dijo, y le acercó la mano para que viera que ya no podía coger una espada.

Mientras le besaba la mano, pensó que jamás se había encontrado con alguien que impusiera las reglas del cristianismo sobre sí mismo antes que sobre los demás. Hasta ese momento, no había comprendido que la fe era algo más que una palabra pronunciada por los predicadores de los mercados. Incluso el catolicismo de María de Módena coincidía con su forma de ver las cosas.

El que su marido aceptara la pérdida de sus fuerzas con la paciencia que demostraba era algo a su favor y de su dios. Igual que Job, creía que su castigo tenía un objetivo.

—Quizá seré llamado para realizar una o dos acciones todavía —dijo—. Veremos, veremos.

Si el brandy le servía de ayuda, Bratchet se alegraba de verlo beber (mientras pudieran pagarlo). No obstante, se preocupaba, y era la única en hacerlo, por su situación financiera. Livingstone no tenía noción alguna del dinero. En el pasado, si la despensa estaba vacía, bastaba con salir a matar un ciervo. Se perdonaba al inquilino que no había pagado el alquiler cuando aparecía con un salmón pescado en el río del mismo propietario, mantenía una multitud de dependientes, el gaitero personal también trabajaba de jardinero, se rascaba la faltriquera para apoyar una causa digna mientras rogaba a Dios que sufragase el resto. El mandamiento supremo era retribuir la hospitalidad. Bratchet estaba de acuerdo y dispuesta a obrar en consecuencia. Hasta que descubrió que estaba embarazada.

Repentinamente quedó abrumada por un fuerte sentido de la responsabilidad. Estaba dispuesta a engañar, incluso a robar si fuera necesario, pero este niño jamás padecería algo como Puddle Court. Hasta ese momento habían tenido suficiente con el botín pirata, pero pronto deberían buscar algún ingreso. Aprovechó la euforia de Livingstone cuando recibió la noticia de que sería padre y le dijo:

—¿No sería mejor, Livingstone, que no aceptáramos todas estas invitaciones? Debemos pagar el convite a estos desgraciados.

Todos los días recibían alguna invitación para un baile o una comida.

Le hizo un guiño.

—Aceptaremos las fiestas. Pero cortaremos los bailes, como diría Martin Millet.

Mencionaba a su amigo con frecuencia. Bratchet hubiera preferido que no lo hiciera.

Livingstone era un ser sociable. Puesto que ya no podía permanecer cómodamente sentado sobre un caballo durante el tiempo suficiente para dedicarse a su pasatiempo escocés favorito, la caza (y de todos modos, los colonos no eran grandes cazadores, excepto de esclavos fugitivos) respondía a los cantos de sirena del billar, el tejo, el cotilleo local, la comida y la bebida.

A pesar de las protestas de Bratchet, compró una mesa de billar en la subasta de Spanish Town y la instaló en el salón de Coppleston. Situada al lado de la mesa de comer, ocupaba la mayor parte de la habitación. No le importó que estuviera gastada y rayada; le permitía ofrecerles una revancha a Sewell, Waller, Featherstone, Chantry, Faa y a los otros con quienes había compartido el placer del «gran juego», según su expresión. Su actitud era idéntica con respecto a todas las cosas. Que la casa estuviera destartalada no le preocupaba, no le interesaba aparentar; pero la comida, la bebida y la diversión que ofrecía debían ser tan buenas y abundantes como las que había recibido. Y eso costaba caro.

El problema era que los colonos eran comensales nostálgicos: querían cerveza, pan y carne de la vieja Inglaterra. El sustituto local del pan (mandioca, maíz o incluso plátano) no les resultaba agradable y, por ello, importaban harina de Pennsylvania, carne vacuna y porcina salada en Irlanda e Inglaterra, todo a un costo altísimo, y bebían jerez, brandy o vino de Madeira como si fuera cerveza.

Mientras los trozos de carne, y ella misma, se asaban en la casa exterior que hacía las veces de cocina, Bratchet usaba expresiones de Puddle Court a medida que calculaba el costo de invitar a sus vecinos a desayunar (la principal comida del día siempre era el «desayuno»).

—Espero que se atraganten, estos malditos —decía. Casi todos los huéspedes varones, incluyendo a los más jóvenes, estaban cebados por un exceso de comida y sus rostros sugerían que con un solo trago más u otro bocado, les daría un ataque de apoplejía—. Ojalá que les dé un ataque —gritaba a través del vapor a Sarcy, la cocinera, una antigua esclava convertida en su empleada.

Como el «desayuno» comenzaba a mediodía, el momento de más calor, aumentaba su mal humor pero, misteriosamente, nunca debilitaba el apetito de sus visitas.

—No me sorprende que no lleguen a viejos estos desgraciados. Si la fiebre no los manda al agujero, la comida y el brandy se encargarán de ello.

Cuando no recibían visitas, Livingstone y Bratchet hacían comidas frugales, en parte para economizar, pero también por gusto. Compraban maíz, fruta, legumbres, verduras de hoja y huevos a los esclavos de la finca que trabajaban sus propias huertas y gallineros. Ocasionalmente lo completaban con algún pavo o pato que Livingstone hubiera matado desde las ventanas de Coppleston con sus armas de caza de segunda mano, recién adquiridas.

El personal, Sarcy, resultaba inadecuado para recibir visitas y lamentable según los colonos; las esposas le ofrecieron cederle sus sirvientes en cualquier momento para ayudarla en las reuniones. Bratchet los rechazó; no soportaba la idea de emplear esclavos. Le había concedido la libertad a Sarcy, una mujer de cuarenta y dos años, en cuanto la compró en una subasta. Sin embargo, necesitaba más ayuda.

Se subió al viejo coche que habían comprado, con un caballo igualmente viejo, y se dirigió a Spanish Town. Al regresar, Pompeyo, el anciano barrendero de la audiencia, conducía. No era mucho mejor piloto que ella.

—Nos puede ayudar en muchas cosas —le dijo a Livingstone.

—¿Estás segura? —preguntó, dubitativo—. ¿Aguantará un soplo de aire?

De hecho, la salud de Pompeyo respondió muy bien a la buena comida, a una cama en la casa del jardín y su espíritu se sintió aún más alentado por el puñado de chelines que recibía, por primera vez en su vida, como salario semanal. Jamás podría competir con los lacayos altos y erguidos de los otros colonos, pero su esclavitud había sido muy variada y resultó útil en distintos trabajos y también sabía servir la mesa.

Desde el punto de vista de Bratchet, su verdadera utilidad radicaba en la información que le pudiera dar sobre Anne, Mary y sus niños. No obstante, dejó el interrogatorio para más adelante, cuando se hubiera ganado su confianza.

A medida que los Kilsyth continuaban ofreciendo y recibiendo hospitalidad, lo que más irritaba a Bratchet, tanto como los gastos, era el tedio. Vivían dentro de una sociedad pequeña; en parte los habían recibido bien porque aportaban sangre nueva que aliviaba la familiaridad de la vieja.

Los colonos manifestaban escaso interés por la guerra de la reina Ana, excepto en la medida en que anhelaban que finalizara para poder bajar los costos de fletes y seguros y reanudar el comercio con España. Los franceses habían intentado invadir Jamaica en 1694; devastaron las parroquias del este, pero fueron repelidos y la isla quedó fuertemente protegida. Desde entonces, los franceses no los volvieron a molestar.

De modo que los colonos hablaban del azúcar, del proceso del azúcar, de los extractos del azúcar, del precio del azúcar y cuando llegaban al momento de las bromas soeces (que por lo menos hubiera significado un cambio), se corría la cortina y las señoras debían abandonar la habitación. Los caballeros se acomodaban para beber, con una colección de pipas y tabaco y una licorera con brandy perfumado con azúcar en la mesa, mientras las señoras tomaban café y vino de Madeira en la sala.

Las señoras eran tan aburridas como sus maridos, con la excepción de la amiga más íntima de Bratchet, la señora Chantry, que era cockney como su esposo. Habían llegado a Jamaica en 1707 y les había ido tan bien que en aquel momento poseían una plantación de mil quinientas fanegas de caña de azúcar en Liguanea Plain.

La señora Chantry era gorda, cordial, sin pretensiones, se interesaba por todo y resultaba entretenida en muchos aspectos. Podía hablar de los más ínfimos detalles de la administración hogareña y convertirlo en un tema fascinante. Gracias a ella, Bratchet, ama de casa sin experiencia, se convirtió en una experta en compras, almacenamiento, conservación de alimentos y limpieza en el clima de Jamaica.

Lo más agradable de todo era que la señora Chantry era una cotilla. Sabía qué colono dormía con qué esclava, cuál era el hijo legítimo de quién y cuál no, que la señora Hamilton usaba peluca y no le gustaba la isla, que la señora Green, la mujer del tonelero de Halfway Tree, podía darse el lujo de comprar encaje para la boda de su hija. Un torrente de información comentado sin censura, que resultaba refrescante. Bratchet lamentó que la señora Chantry no hubiera estado en Jamaica cuando el juicio de Anne y Mary.

Fue una pena que la señora Chantry, en las últimas etapas del embarazo, suspendiera sus visitas.

—Y Dios ayude a éste para que aguante, niña —le dijo a Bratchet cuando ésta le deseó buena suerte—. Y al tuyo igual.

De los cuatro niños que había dado a luz desde su llegada a la isla, tan sólo vivía uno.

Jamaica era cruel con las mujeres y los niños. Había muchos más hombres que mujeres porque estas últimas debían hacer frente a los riesgos del parto, además de a las enfermedades tropicales comunes como la malaria y la fiebre amarilla. Cuando una esposa moría, resultaba difícil hallar quien la reemplazara. A menudo el viudo no se preocupaba demasiado, pues se contentaba con llevarse a la cama a alguna de sus esclavas. De modo que la partida de la señora Chantry de la escena social obligó a Bratchet a pasar los desayunos (que solían durar hasta la noche) con un grupo más pequeño que por lo general estaba formado por la señora Sewell, la señora Riley y la señorita Waller.

La señora Sewell podría haber ganado premios al aburrimiento. Una vez que se apoderaba de la pelota de la conversación, corría con ella y nadie podía detenerla. La señora Riley, probablemente víctima de alguna pena secreta, era una mujer tan poco caritativa que incluso cuando sus comentarios se referían a personas ausentes, Bratchet se quedaba disgustada.

La señorita Waller no abría la boca. Era muy joven, una chica de quince años, pálida, demasiado tímida o demasiado tonta o excesivamente nerviosa, lo cierto era que ni siquiera decía «gracias». Helyar Waller la presentó como su sobrina y cada vez que encontraba una ocasión, proclamaba a gritos que le buscaba un buen marido pero aún no había encontrado a nadie que satisficiera sus exigencias.

A Bratchet la chica le resultaba molesta, como a todos los demás, hasta el día que la señora Chantry le dijo en privado que dentro de la comunidad se sospechaba que Mary Waller no era, en realidad, la sobrina de Helyar sino su hija, nacida de una de sus esclavas.

—Pero es blanca —protestó Bratchet.

—A veces pasa —dijo la señora Chantry, encogiéndose de hombros—. He visto niños blancos como tu, nacidos de negros tan negros como el carbón. Salen al padre.

—¿Y qué pasa con los niños que tendrán después? ¿Serán blancos?

—Puede ser —dijo la señora Chantry—. Pero tarde o temprano aparecerá un negrito en la familia y habrá que hacerlo desaparecer en una cesta. —Dijo a Bratchet que se acercara—. Si es la que yo pienso, la mamá de Mary es esa negra que trabaja en la casa de Waller. La que se llama Juno. No dirige nunca la palabra a Mary en público; hace como que no tiene nada que ver con ella. Da una oportunidad a Mary, ya ves. El peligro es que si Mary encuentra un marido blanco puede tener un hijo de color hollín. Vuelta atrás. Asunto curioso.

A Bratchet le pareció un asunto trágico. Dejó de sentirse molesta con Mary a partir de ese momento y trató de formarse una opinión más amable de Waller, pero no resultaba fácil. Era el colono más rico de la región y poseía más de cien esclavos, era miembro del consejo, magistrado y coronel de la milicia, un hombre corpulento con la cabeza rodeada por rizos rubios, que contrastaban con la brutalidad de su cara y le daban la apariencia de un ángel sobrealimentado que había caído en el mal. Sus modales eran groseros, como si el éxito lo absolviera de tener que aparentar educación. Su voz era la que se oía en la habitación donde fumaban y bebían los hombres; impartía consejos sobre el tratamiento adecuado que se debía dar a los esclavos, que solía resumirse en «matarlos de hambre y azotarlos».

En la sala, la conversación también giraba en torno a los esclavos, tal como en los hogares más ricos de Inglaterra las señoras hablaban del problema de los criados. En Jamaica no había criados; Anne Bonny tuvo la mala suerte de formar parte del último grupo de mujeres blancas secuestradas para servir en la isla cuando se empezó a comprender que los esclavos eran más baratos y que, mientras existían leyes que velaban por la alimentación, el vestido y el trato brindado a los criados blancos, no existía prácticamente ninguna responsabilidad legal hacia los esclavos.

Un amo podía recibir una multa de hasta veinticinco libras si mataba adrede a su esclavo (la multa era más alta si mataba al esclavo de otra persona), pero como podía, y por lo general lo hacía, argumentar que la muerte había sido después de un castigo por mala conducta y que no había sido intencionada, la sentencia raramente pasaba de algo formal, incluso cuando se le declaraba culpable, lo cual era aún más raro.

—El problema, querida, es que sigues pensando como si vivieras en Inglaterra —dijo la señora Riley a Bratchet, quien había criticado a un colono de Wag Water por azotar a uno de los esclavos de su plantación hasta matarlo—. Tendrías que verlos como lo que son, animales a los cuales el buen Señor decidió darles forma humana solamente en el aspecto y el habla.

—Es verdad —suspiró la señora Sewell—. Mira cómo bailan en los días de fiesta, con todo ese «Alla Alla». Como los monos. Porque, el otro día...

La señora Riley la detuvo cortándola:

—Y tú no eres mucho mejor, Sofía Sewell. Yo nunca permitiría que esa niña me hablara como te habla a ti, jamás. Te hará bonitos peinados, puede ser, pero yo la castigaría, eso seguro. —Retomó el tema de la educación de Bratchet—. No sirve de nada pensar como en Inglaterra. No responden a la amabilidad, son como perros salvajes.

Pensar en el propio país era algo malo, el sentimentalismo errado de los no combatientes, que no tenían idea de cómo eran las cosas en el frente, donde los colonos valientes peleaban para proporcionarles el azúcar.

—¿No has visto cómo huelen? Puedes oler a un negro a leguas de distancia.

Y así seguían y seguían, mientras Mary Waller permanecía sentada en silencio a su lado, mirando por la ventana de la sala hacia donde cuerpos brillantes, semidesnudos, trabajaban al otro lado del álamo y, según la percepción de Bratchet, tenían un olor más fresco que el de las carnes de los colonos con sus vestidos de lana empapados en sudor.

Comprendió que tenían miedo. Superados en una proporción de ocho a uno, los blancos de Jamaica debían negar el carácter humano de los negros, no solamente para evitar que se derrumbara su economía, sino para protegerse de su propio aniquilamiento. Los esclavos tenían que trabajar desde el amanecer hasta la noche, debían recibir una alimentación deficiente para destruir su resistencia, cualquier otro tratamiento resultaría peligroso.

Por lo menos Waller era lo suficientemente sincero para reconocerlo. Lo que ofendía a Bratchet en la actitud de la señora Riley, la señora Sewell y su grupo era que acusaban a los negros de ser lo que habían hecho de ellos sus propios maridos. Les negaban una educación cristiana o cualquier tipo de educación, y luego se burlaban de los negros porque se aferraban a sus creencias y costumbres tribales y los llamaban estúpidos cuando la sucia monotonía de sus obligaciones estaba pensada para idiotizar su inteligencia.

Y si no hubiera sido por Chupado, quizás hubiera aceptado sus puntos de vista. Era tan fácil unirse al grupo, empezar a sentir miedo ante los rostros hoscos que veía desde su ventana, reírse de su vocabulario limitado, considerar su ingenuidad como indicio de irresponsabilidad, censurar su promiscuidad.

—Y no nos gusta que le hayas dado la libertad a Pompeyo y a Sarcy. —La voz de la señora Riley la sacó de sus pensamientos trayéndola al presente, como si el zumo de un limón le hubiera saltado a los ojos—. Es un mal ejemplo. Esperamos que nuestros vecinos sean leales.

—Pompeyo fue liberado por los jueces —dijo Bratchet—. Era demasiado viejo. Querían deshacerse de él.

La señora Riley frunció los labios.

—Sarcy, entonces. No tendrías que haber hecho eso.

—Waller quería deshacerse de ella. El la puso en venta. Ella también estaba envejeciendo.

A los treinta y cinco el esclavo ya no servía para trabajar en el campo, que era lo que hacía Sarcy, y se les asignaban trabajos menos duros, como conducir las cuadrillas de niños que se ocupaban de arrancar hierbas. Waller, con un exceso de mujeres mayores entre sus esclavos, estaba encantado de vender a Sarcy y le dijo abiertamente a Bratchet que había hecho un mal negocio.

—La iba a dejar que se muriera de hambre. —Bratchet recordó que la «sobrina» de Waller estaba en la habitación y miró hacia ese lado, pero Mary miraba por la ventana como de costumbre, y no daba señales ni de aprobación ni de ofensa. Agregó—: Pensé que trabajaría mejor si era libre.

«¿Por qué he dicho eso? Esa no fue la razón por la que lo hice. Esta puta no tiene por qué meterse», pensó.

—Se nota —dijo la señora Riley con sarcasmo, mientras observaba los muebles poco limpios—. No puedes enseñar a una negra del campo a que trabaje en la casa.

—Cierto —dijo la señora Sewell—. Recuerdo cuando... —Se había lanzado a correr y esta vez nadie la detuvo.

Era indudable que el trabajo doméstico no era el punto fuerte de Sarcy. Como necesitaba ayuda, Bratchet la había comprado porque salía más barata que una doncella preparada. No sabía que Sarcy jamás había vivido en otro lugar que no fuera una choza y que las nociones de limpiar, lustrar y cocinar le resultaban tan ajenas como a una palmera.

—Pero debes de haber pelado una piña alguna vez —le dijo Bratchet después de la primera experiencia de Sarcy con un cuchillo para pelar, mientras le lavaba la mano sangrante bajo el agua.

—Bella Molí, ella era la peladora de los negros —explicó Sarcy.

La cocina comunitaria de los gunyahs (las chozas de los esclavos) estaba en manos de las ancianas que disponían de tiempo.

La concesión de la libertad a Sarcy también había resultado más caritativa que ventajosa, para disgusto de Bratchet, porque no podía soportar que la señora Riley tuviera razón. Sarcy, nacida en esclavitud, había tardado mucho en comprender que tenía derecho a recibir un salario, por más minúsculo que fuera, y que podía abandonar la casa de los Kilsyth si quería.

—¿A dónde iré? —preguntó, desconfiada.

—No lo sé, pero puedes ir adonde quieras.

Una vez que su nueva situación le quedó clara, Sarcy se desvivió por obtener la misma libertad para su hija y nieto, que habían quedado en la propiedad de Waller.

—Cómprelos, señorita. Trabajarán gratis.

—No puedo hacerlo, Sarcy. Me piden más dinero del que tenemos.

La hija de Sarcy, Dinnah, conducía una cuadrilla y, por eso, era valiosa. Su criatura, de sólo un mes, había nacido con un pie deforme y Sarcy estaba aterrada porque Waller podía vender al niño para separarlo de su madre.

Alentada por la posibilidad de semejante felicidad, jamás soñada antes, Sarcy insistía y le rogaba permanentemente a Bratchet que comprara, o incluso robara, a su familia del temido Waller. Bratchet se había convertido en un ser poderoso para Sarcy y resultaba difícil explicarle a alguien que nunca había dormido en una cama, que una persona que poseía tres camas carecía de dinero.

No obstante, se fue tranquilizando. A medida que avanzaba su embarazo, Bratchet pensaba cada vez más en las dos mujeres que habían dado a luz en la celda de la prisión de Spanish Town. Empezó a interrogar a Pompeyo. Obtener respuestas resultaba difícil; en parte porque su acento jamaicano le resultaba incomprensible al principio, y además porque la ley de los esclavos de no ofrecer nada a los blancos se había hecho carne en él.

Primero dijo que no se acordaba.

—Sí te acuerdas —dijo Bratchet—. No hay tantas mujeres blancas que caigan en la cárcel de Spanish Town por piratería. Pompeyo, eran amigas mías. Dímelo. No se lo voy a decir a nadie. —Estaba sentada en un escalón de Coppleston, observando cómo cepillaba a un caballo. Ahora tenían dos. El viejo estaba concentrado en su trabajo: le daba la espalda, tenía las riendas en una mano, el cepillo en la otra, respiraba con fuerza cada vez que lo pasaba por el lomo del animal. Bratchet se preguntó si la habría oído—. Pompeyo, dime —volvió a decir.

—Ellas están muertas, señorita. Fueron partos malos. Niños, mujeres, todos muertos.

Se levantó y le tiró de la camisa para forzarlo a mirarla.

—No me vengas con esa historia —le dijo—. No murieron todos. Yo lo «sé». Ahora dime. —Puso cara de tonto, el labio inferior estirado como el de un niño caprichoso, volvió la vista—. Basta de esa cara de «soy un negro loco que no sabe nada», porque no estás loco. Eres astuto. Eres el negro más viejo que conozco de modo que «debes» ser astuto. De lo contrario, no hubieras sobrevivido.

Si la esperanza de vida era baja entre los blancos, todavía era menor entre los negros. Podía contar con los dedos de una mano a los negros con cabellos grises que había visto en Coppleston desde que se instaló allí. La cabellera blanca ensortijada de Pompeyo era un estandarte honorífico.

Le sonrió y vio sus hermosos dientes, separados.

—No me he caído de un árbol hueco —dijo—. ¿Ha dicho que ellas eran amigas, señorita?

—Sí. Buenas amigas. ¿Qué pasó?

—Una murió.

—Ah.

Bratchet se volvió a sentar en los escalones. Cuando levantó la vista, vio que Pompeyo la miraba preocupado.

—¿Llamo al amo, señorita?

—No. No grites. ¿Qué pasó con la otra?

—La otra escapó. No pregunte cuál. Las señoras blancas parecen iguales y la noche oscura no ve si es queso o tiza.

Dos mujeres blancas con cabellos negros en medio de los dolores del parto dentro de una celda mal iluminada. A sus propias madres les hubiera resultado difícil distinguirlas.

—¿Cómo escapó?

Volvió a ocuparse del caballo, se encogió de hombros.

—Pompeyo no sabe.

—Sí, Pompeyo sabe. ¿Voló? ¿Las hadas cavaron un túnel por fuera? ¿Cómo?

Los hombros se movían y comprendió que se estaba riendo.

—Hadas.

Una vez más, le obligó a volverse.

—¿Cómo?

Se negaba a mirarla, contemplaba el cielo.

—Ese carcelero, muy descuidado. Olvidó echar el cerrojo de la puerta de la celda y de la puerta de fuera. El magistrado se enfadó con el viejo carcelero.

Lo miró con cuidado.

—Fue un viejo limpiador de celdas descuidado quien abrió la puerta y el portón de entrada ¿no es cierto?

La mirada que le envió fue tan sagaz que Bratchet supo que el simple hecho de tratarlo con condescendencia había sido una necedad.

—Los limpiadores de celdas no son descuidados, señorita, o reciben azotes que hacen volar la piel.

Había sido él, estaba segura. Pero el castigo por colaborar con una evasión, incluso si había sucedido hacía muchos años, sería tan severo si las autoridades lo descubrían que Pompeyo jamás lo reconocería.

Le sorprendía que se hubiera mostrado dispuesto a hacer una cosa semejante, si había sido él. Quien hubiera abierto las puertas de la cárcel debía tener un interés infernalmente poderoso. O económico. Ella dijo:

—Pero incluso una vez que lograra salir, habría centinelas, guardias. Está en el centro del maldito Spanish Town.

—Dicen que había jinetes esperando fuera. Ella subió a un caballo y todos salieron cabalgando como el mismo Diablo.

Una fuga planeada, entonces. ¿La Hermandad?

—Los hombres de los caballos —preguntó—, ¿eran piratas?

—¿Piratas? —Pareció sorprenderse, luego movió la cabeza—. Pompeyo creía que eran hadas.

Le había gustado la broma.

—¿Qué pasó con los niños?

El viejo rostro se suavizó. Bratchet se preguntó si habría visto los partos.

—Uno murió al nacer —dijo.

—¿Y el otro?

—La partera, ella se lo llevó enseguida y lo dio al ama de cría río arriba, cerca del gunyah de Li’l Occa. Pero oí que después el niño escapó también.

Una madre, un niño, libres. Qué niño de qué madre, no lo sabía. Quizá ni la misma madre lo sabía. Debieron de pasar unos días, semanas quizás, entre los partos y la huida, y un niño podía cambiar durante ese tiempo de modo que la mujer que lo diera a luz en una celda oscura no sabría si era el suyo. Ni le preocuparía demasiado; el amor entre Anne y Mary haría que se encariñase con el que hubiera quedado vivo.

Por más que lo intentó, Bratchet no pudo obtener más información del anciano. Finalmente, renunció. Cuando se incorporó con esfuerzo para dirigirse a su dormitorio, lo oyó reírse mientras retomaba el cuidado del caballo.

—Hadas —lo oyó decir—. Perece obeah.

Conmovida y cansada, se acostó en la cama doble del dormitorio principal y oyó el estrépito y el silbido del molino de azúcar que extraía el jugo de la caña. Hacía calor. Sintió las patadas del niño en el vientre, semejantes a explosiones de burbujas.

—Anne. Mary. —Dormitó. El sueño, anestesiado por el dolor, giró alrededor de hadas y figuras oscuras que cabalgaban y fuentes de agua—. Asantewa —se oyó decir y despertó para repetirlo—. Asantewa.

Se levantó de la cama, bajó las escaleras y salió a la tarde calurosa. Pompeyo estaba guardando el caballo en el cobertizo que servía de cuadra.

Le dio una palmada en el hombro.

—No eran piratas los que esperaban fuera de la cárcel —dijo—. Eran cimarrones.

Observó su mano apoyada en el cerrojo de la puerta. Tenía manchas blancas.

—No la oigo, señorita —dijo.

Regresó a la casa sabiendo que había acertado. Habían llegado demasiado tarde para una de ellas pero, en su necesidad extrema, Anne y Mary habían pedido ayuda a otra mujer, su vieja amiga, la reina de los cimarrones.

No dijo nada a Livingstone. No le interesaría saberlo. Su Anne había muerto hacía mucho tiempo.

 

La noticia de la firma de la paz con Francia llegó a Kingston a bordo de un bergantín de la armada, en boca del gobernador de Spanish Town, y los jinetes se encargaron de extenderla por toda la isla.

En privado, lord Archibald le confesó a Livingstone que las condiciones le resultaban poco tranquilizadoras.

—Inglaterra ha firmado su propia paz con Luis y abandonó a los holandeses, sus mejores aliados. Marlborough, su mejor general, se ha visto obligado al destierro por las calumnias y la persecución. Y el trono de España sigue ocupado por un Borbón. ¿Dónde está el éxito?

Pero a los colonos no les importaba si Inglaterra había firmado la paz con el diablo mismo; las rutas comerciales se habían abierto otra vez y Gran Bretaña había obtenido un valioso monopolio, el «asiento» para el comercio de esclavos en la América española.

A modo de celebración Helyar Waller ofreció un desayuno que superó a todos los desayunos. Invitó a la mitad de los habitantes de Liguanea Plain con catorce tipos de carne vacuna, ocho clases de aves de caza, tres cerdos, tres cabras, lechones, cordero y ternero con guarniciones de patatas, beicon, ostras, caviar, anchoas, aceitunas, salsas, tartas de queso, pastelillos, cremas, fruta y una docena de licores para ayudar a bajarlo todo.

Reunió a sus invitados antes de la comida y pronunció un discurso que Bratchet no se tomó el trabajo de escuchar. Más tarde pronunció otro, más privado, lejos de oídos negros, para los hombres. Las señoras oían exclamaciones de aprobación mientras descansaban en hamacas bajo los árboles para protegerse del calor. Intercambiaban sonrisas indulgentes, con cierto nerviosismo. Los hombres volvían a emborracharse.

—¿Qué era todo ese alboroto en el salón de billar? —preguntó Bratchet a Livingstone cuando Pompeyo los condujo de regreso a casa en el coche.

Despertó, le costó concentrarse.

—Oh, están a punto de atacar a los cimarrones.

—¿Qué?

—Antes de que las tropas regresen a casa. Ahora que hay paz, las tropas volverán a casa.

—Sí —dijo Bratchet con impaciencia.

—Antes de que se vayan, habrá un ataque definitivo contra los cimarrones. Cañones, y lo demás. Aniquilarlos, dice Waller. De una vez por todas.

—Pobre Chupado —dijo.

Livingstone le puso la mano en la rodilla en señal de advertencia.

—A mí también me gustaba, sí. Pero reconocerás que son la pes... peste estas últimas semanas. —Espantó una mosca—. Voy a cerrar los ojos un rato.

«Chupado».

En los últimos tiempos, los cimarrones habían sido el dolor de cabeza de los colonos. El ataque de los colonos armados y sus perros como castigo por dar refugio a los esclavos fugitivos apenas si había arrojado dos muertes en cada bando, pero logró arrancar a los cimarrones de sus escondites en las montañas, zumbando como abejas furiosas; atacaron propiedades alejadas, se llevaron riquezas, quemaron depósitos de caña.

Colly Atkinson fue asesinado en Kellitts cuando defendía su plantación de café. Se duplicó la recompensa para capturar a cualquier rebelde, pero la dificultad de perseguirlos por las montañas, que conocían como la palma de la mano, impedía que alguien reclamara el premio.

Waller tenía razón; lo único que provocaría un daño importante sería un ataque de la infantería y la artillería. Bratchet dio un codazo a su marido.

—¿Dónde?

—¿Qué pasa?

—¿Dónde atacarán los soldados?

—¿Cómo lo llaman? Nannytown.

Chupado. El lugar que los colonos llamaban Nannytown era la fortaleza de Chupado en las Blue Mountains. Chupado, que había sido llamado por su madre, la ohemmaa, la reina de los cimarrones de barlovento, para ser su rey, su ohene, porque solamente ella, la Hacedora de las Lluvias, que cuidaba de sus dioses, tenía derecho a designar al rey.

Chupado, a quien Bratchet no cambiaría por todos los colonos de la llanura, aunque llegaran cubiertos de oro y con trompetas.

Ni siquiera lo pensó. Esperó hasta que llegaron a Coppleston y Livingstone se fue a la cama. Luego siguió a Pompeyo cuando fue a desensillar el caballo.

—¿Has oído eso?

—¿Qué, señorita?

—No me vengas con «qué». Lo oíste. Tú lo oyes todo. Envía un mensaje al ohene. Avísale de que atacarán Nannytown con la artillería.

Puso su cara de idiota, volvió la cabeza, los ojos en blanco, el labio inferior colgando.

—¿Qué?

Bratchet le agarró la casaca (era la mejor que tenía, había pertenecido a Livingstone) y tiró de ella lentamente una y otra vez.

—Pompeyo, tú estás en contacto con los cimarrones, yo lo sé. Alguien llevó un mensaje a los cimarrones cuando Anne y Mary estaban presas y fuiste tú, no pudo haber sido nadie más. Ahora tú avisarás al ohene o te enviaré al magistrado para que te azote.

—No puede. Soy un negro libre.

—Qué lástima —dijo.

Ambos sonrieron. Los dientes que le quedaban eran sorprendentemente blancos. Le soltó la casaca.

No estaba del todo segura de que fuera el hombre adecuado o si podría transmitir el mensaje. Sin embargo, más tarde, cuando yacía en la cama, preocupada, observando una luna enorme que teñía de tonos plateados las enredaderas del álamo americano, la noche repentinamente se llenó de sonidos, como un capullo que estalla en flor. El aire retumbó con un redoblar de tambores.

—¡Señor, sálvanos! —Livingstone, que por lo general tenía el sueño pesado, había salido de la cama y se dirigía al armario donde guardaba los rifles de caza—. ¡Se han levantado!

Era un sonido salvaje, daban ganas de salir corriendo, despertaba recuerdos raciales de sacrificios sangrientos. Cambió el ritmo y se convirtió en la tos de un tigre. Era un sonido que cruzaba la jungla y los pantanos. Otros tambores más lejanos repitieron el sonido hasta que Bratchet, de pie frente a la ventana, abrazada a Livingstone, pudo oír el eco atravesando la llanura, saltando desde las colinas hasta las montañas, recordando a las débiles figuras blancas acostadas en sus camas que los tigres los superaban en número.

Le habían hablado de los tambores; los colonos los habían prohibido. Y no era difícil entender por qué. No imaginaba que el golpe en troncos huecos y pieles estiradas pudiese llenar el universo.

Cesaron. Los sonidos típicos de la noche, crujidos y zumbidos, volvieron a ocuparla. Livingstone y Bratchet permanecieron junto a la ventana un rato, hasta que se aseguraron de que no había lanzas con plumas detrás de la colina.

—¿Qué crees que era «eso»?

—Creo que alguien le estaba diciendo algo a otro.

 

El ataque a Nannytown fue la semana siguiente y fracasó. Después de cargar cañones por barrancos y senderos de cabras hasta la cima de las Blue Mountains, soldados y colonos se indignaron al descubrir que su objetivo ya no estaba allí. Donde debería haberse levantado Nannytown había un amplio espacio lleno de huecos vacíos de chozas que habían estado allí alguna vez, pero ya no estaban.

Dos semanas después, la noche de los tambores aún era un tema de agria discusión en Spanish Town cuando Bratchet fue al mercado a comprar verdura con Pompeyo. Sentada en el coche, mientras señalaba la mejor mercancía a su ama de llaves, la señora Riley le dijo:

—Tenemos una antorcha lista para avisar a la milicia si los negros atacan, y te aconsejo que hagas lo mismo. Y no compres esas guayabas, el vendedor pide demasiado. —Vio que Bratchet terminaba sus compras y montaba en el caballo detrás de Pompeyo—. No es decente montar en la grupa con un negro. —Algo distrajo su atención—. Ven aquí, Quashee. ¿Quién eres?

Un negro alto había llegado a la plaza, tirando de una cuerda atada al hocico de un jabalí. Se golpeó la frente y se acercó al coche de Riley para exponerse dócilmente a la inspección de la señora.

—No te he visto antes, ¿verdad? ¿A quién perteneces? —El hombre señaló su dogal de hierro, igual al que llevaban todos los esclavos, y donde constaban el nombre de su propietario y la parroquia a la que pertenecía. La señora Riley trató de leerlo contra el sol—. ¿A dónde llevas ese cerdo?

—Amo manda que él sirva a las cerdas en Slaney Penn.

—Entonces deja de pasear por aquí y ve a Slaney.

Bratchet respiró profundamente antes de intervenir.

—Ven aquí, Quashee.

—Sambo, señorita.

—Sambo, entonces. Puedes traer el cerdo a Coppleston. Yo le enviaré a tu amo el pago por el servicio.

A la señora Riley no le gustó.

—No sabía que Livingstone tuviera cerdas.

Bratchet hizo un esfuerzo para poner la sonrisa de una máscara y se secó las manos sudadas en la espalda de Pompeyo.

—¿No?

Livingstone se había llevado el otro caballo a la herrería de la casa grande y Coppleston estaba desierto con la excepción de Sarcy, que estaba haciendo algo inútil con el plumero en los postigos. Bratchet le ordenó que fuera a los gunyahs de los esclavos para comprar guayabas.

Sarcy señaló la canasta de Bratchet.

—Ya las tiene.

—Bueno, quiero más, demonios.

Esperó hasta que Sarcy se alejó por la colina. No había nadie en el molino. Era época de siembra. A lo lejos, en dirección a los campos del sur, oía a los guías dando órdenes a las cuadrillas. Entró en la casa y preparó limonada, luego volvió a la entrada y permaneció sentada un momento. Después volvió dentro y echó un vaso de brandy en la jarra de limonada, luego salió y fijó la vista en el sendero.

El hombre se acercó por el sendero con una tranquilidad que era ofensiva. Una o dos veces se detuvo para arrancar un manojo de hierba y dárselo al cerdo. «Lo mataré», pensó Bratchet. Lo vio atar el animal al aro fijado a una piedra al pie de los escalones, miró a su alrededor, se acercó a él, lo llevó a la casa y lo abrazó.

—Maldito. No deberías haberlo hecho. Creí que me moriría del susto.

—Ésa no es forma de hablar al rey —le dijo Chupado—. ¿Un niño en tu panza?

Bratchet se la acarició.

—Así es. —Él también la acarició. Le dio un vaso de limonada, pero él cogió la jarra y bebió hasta la última gota. Había cambiado; parecía más duro y más delgado—. Recibiste el mensaje, entonces —dijo.

—Sí. Unas chozas de cañas, las puedes poner en otro lado. De qué sirve golpear el hervidor si lo que quieres es tirar el molino. —No había cambiado tanto entonces. Era hermoso verlo, pero tenía miedo por él y no cesaba de acercarse a la ventana para mirar fuera—. Siéntate. Eres como un gallo corriendo alrededor del pozo.

Cuando ella se sentó, él se agachó delante de ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿No te dije que Jamaica te mataría? Un mensaje merece otro y yo vine a decirte que te vayas.

—¿Ir? ¿A dónde? Livingstone está mal y no quiere volver a casa.

—Si no me escuchas, pronto lo lamentarás. El ejército quiere capturarme, pero la armada quiere capturar a Sam Rogers. Ha estado pirateando mucho y al almirante no le gusta.

—¿Cómo lo sabes? —Comprendió que era poco lo que sucedía en la isla que él no supiera. Nannytown quedaba prácticamente por encima de Puerto Antonio, en la costa este y los cimarrones se mantenían informados de los movimientos y planes marítimos a través de su red de esclavos espías. La gente de las Blue Mountains había recibido noticias de que el Brilliana estaba atacando demasiados barcos y la armada se proponía capturarlo—. Incluso si atraparan a Sam ¿qué pasaría? Livingstone le dijo al juez del vicealmirantazgo que fuimos víctimas impotentes del motín y los piratas. Sam no lo negará.

Chupado no estaba seguro.

—Habrá trepavelas en ese bote que no tendrán tanto cuidado. ¿Dónde está Martin?

—Volvió a Inglaterra.

Chupado miró de reojo a Bratchet.

—Tú no sabes protegerte de la lluvia.

Bratchet saltó:

—Podemos arreglamos sin él.

—Como la gallina se arregla con la mangosta —dijo.

Cambió de tema.

—¿Cómo está tu madre?

A ella misma le sonaba extraño; modales educados con el hombre más buscado de Jamaica.

Chupado cerró los ojos.

—Bisabuela es una mujer complicada. Quería que Nannytown se quedara en su sitio para atrapar las balas de cañón con los dientes y escupírselas otra vez al ejército.

—Probablemente podría hacerlo. ¿Cuántas esposas tienes ahora? —El nerviosismo liaba su conversación; no podía apartar los ojos del dogal de hierro que ceñía el cuello de Chupado y aquello la hacía ser consciente de su raza. No cesaba de pensar en lo que le pasaría si lo atrapaban—. Quiero que te vayas ya —le dijo al cabo de un rato— y no vuelvas.

—Preocupada, preocupada. Preocúpate por ti, muchacha. Si tú no te vas, Jamaica te matará.

—Ojalá todos pudiéramos irnos. Tú, yo, Livingstone. Tú de tus malditos cimarrones, nosotros de estos malditos colonos.

Él también lo deseaba, lo leyó en su cara cuando le puso las manos sobre los hombros. La tensión de la vigilancia y el temor constantes, la incomodidad, la responsabilidad por un pueblo que carecía de homogeneidad aparte de su color y que dependía de él, su líder. No obstante, dijo:

—No hay a dónde ir. —Su tono se volvió urgente—. Tú «debes» irte. Los blancos no te quieren, muchacha. Eres diferente y los blancos no quieren diferencias.

Bratchet dijo:

—De todos modos, nunca me iría de aquí sin saber qué pasó con el niño de Anne y Mary.

A medida que se acercaba el momento del parto, pensaba cada vez más en la celda de la prisión de Spanish Town. Le obsesionaba la idea de que el niño que había logrado sobrevivir no estaba junto a su madre sino que vivía con los cimarrones en las Blue Mountains. Lo oía llorar durante las noches.

—¿Quién? —preguntó. Lo había olvidado.

Le recordó quiénes eran Anne y Mary y le contó lo que le había dicho Pompeyo.

—Asantewa sabe lo que pasó con ese niño. Creo que fue ella quien se lo llevó.

Frunció el ceño.

—Fue antes de que yo estuviera aquí. Yo era un negro bueno en Europa entonces.

—Lo sé. Pero podrías preguntarle a Asantewa.

—Y me podría casar con la reina Ana, si se lo pido. —Le cogió la barbilla con el índice y el pulgar—. ¿Tú te irás si ella te lo cuenta?

Por primera vez le mintió.

—Sí. —Y como él no retiraba la mirada, dijo—: Por eso estoy aquí. Trato de averiguar algo sobre Anne y Mary.

—Y mira dónde estás. —Olió—. Veremos. ¿Qué digo yo siempre? Si no haces preguntas, no oyes mentiras.

—Cuanto más vives, más oyes —dijo Bratchet.

Ella salió primero para cerciorarse de que no había nadie y luego se despidió.

Estaba bajando los escalones cuando se volvió.

—Ahora prométemelo. ¿Si ablando a esa vieja Bisabuela para que te lo diga, te irás? —dijo.

—Me iré.

Desató al cerdo, le golpeó la pata para que se moviera y se alejó caminando por el sendero. Lo observó partir ahogada en lágrimas. Antes de que desapareciera, vio que cambiaba el paso al andar lento, insultante, del esclavo.

 

Chupado se lo había advertido. «Los blancos no te quieren», le dijo.

Era incapaz de ver el peligro. Se había criado en un país que aparentemente era una sola nación pero que estaba formado por ingresos desiguales, ambiciones diferentes y políticas opuestas. Incluso si le hubiera contado a Livingstone lo que había dicho Chupado, cosa que no hizo, él tampoco lo hubiera visto. En Escocia, igual que en Inglaterra, los «diferentes» siempre podían encajar en alguna parte.

Los colonos de Liguanea Plain, en cambio, estaban en un estrato absolutamente igualado. Entre ellos no existía la pobreza; su política y sus ambiciones apuntaban en una sola dirección: asegurarse de que nada interfiriera en su uniformidad. La excentricidad representaba una amenaza, una grieta en el dique. Era intolerable. Su comunicación era más sutil que los tambores de los esclavos; como cuervos, podían oler al extraño instalado en su nido y, como cuervos, sabían que había que matarlo. Bratchet no se reía de las bromas adecuadas, su actitud hacia los esclavos no era apropiada, no hacía caso a los consejos de las otras esposas. Sin embargo, no era más que una esposa.

Irónicamente, quien molestaba a los cuervos era Livingstone. A diferencia de Bratchet, no estaba convencido de que la esclavitud fuera algo malo; la aceptaba como parte del paisaje, uno de los componentes de la plantación de azúcar. No estaba de acuerdo con que ella se inmiscuyera; y ésa fue la razón por la que Bratchet no le contó que había advertido a Chupado del peligro que amenazaba a los cimarrones.

Cuando se enteró de que los colonos estaban molestos porque Bratchet le había concedido la libertad a Pompeyo y a Sarcy (la manumisión sólo se concedía a los esclavos muy especiales y siempre en el testamento) la había criticado y tuvieron su primera pelea.

—Observaremos las costumbres del lugar, Bratchie.

—¿Cómo podremos hacer tal cosa? Es la gente de Chupado. De «Chupado».

—Chupado no es un esclavo.

Él sólo veía individuos.

No obstante, precisamente porque sólo veía individuos, llevó a Pompeyo y a Sarcy a la catedral con Bratchet el Domingo de Pascua y no notó que toda la congregación quedó en silencio cuando entraron. Bratchet, sí. Ni siquiera comprendió qué era lo que había hecho mal cuando el sacerdote oficiante lo llevó aparte después de la misa para llamarle la atención.

—Son almas bajo mi techo —dijo.

—No tienen instrucción cristiana, señor Livingstone. Son salvajes.

—Entonces dales instrucción cristiana, hombre. Para eso estás aquí.

Sin embargo, a pesar de que ahora Pompeyo y Sarcy eran libres, a pesar de que la Asamblea jamaicana había alterado su decisión anterior y permitía que los dueños de esclavos instruyeran y bautizaran «a todos los que pueden entender un Dios y la fe cristiana», los colonos sabían que hacer tal cosa abriría otra grieta en el dique (y las contribuciones de los colonos pagaban el sueldo del sacerdote).

Se hicieron esfuerzos para incluir a Livingstone en el rebaño. —Helyar me ha ofrecido la posibilidad de establecerme como colono —le dijo a Bratchet, cuando regresó de una partida de billar en la casa de Waller—. Hay grandes plantaciones que se venden baratas en Charing Cross, según él, y no necesito empezar a pagarle hasta después de la segunda cosecha.

—¡No puedes! —No podía soportar la idea de que se convirtiera en uno de ellos—. De todos modos, tu salud no te lo permite.

Era cierto; hacía poco había tenido un ataque de fiebre que incrementó el dolor y la hinchazón de las articulaciones.

—¿Qué sugieres que haga, entonces? —le gritó—. No pasaré el resto de mis días sentado en la hamaca como una vieja. No conseguiremos dinero, si hago eso.

—Conservas —dijo Bratchet—. Lo he estado pensando. Conservas y confituras. Sofía Sewell no para de hablar de sus maravillosas frutas dulces. Y son buenas. La otra noche comiste su jengibre en almíbar y sus pepinillos en conserva. Yo podría hacerlos. Podríamos hacer un negocio con ello. La isla está llena de limas, mangos, de todo. La mayoría lleva azúcar. Podríamos exportar a Inglaterra, podríamos...

—Eso es comercio, mujer. —Estaba escandalizado—. No me convertiré en un maldito comerciante.

—Estás dispuesto a convertirte en un maldito colono.

—Ésa, ésa es... una ocupación para caballeros. ¿No ves la diferencia? —No la veía. Su educación no había sido lo bastante buena para verlo. Él se fue a la cama murmurando—. Un Livingstone de Kilsyth fabricante de conservas. Mi mujer me quiere convertir en un maldito tendero.

Lo aceptaría. Era un buen proyecto. Al principio se sentiría muy mal, quizá, pero ya se sentía muy mal, a pesar de que intentaba que su mujer no se diera cuenta.

«No tendría que haberme casado con él. No pertenezco a su clase.» Pero sabía que él estaría peor sin ella. Y si no le había ofrecido nada más, ahora le regalaba un niño que era una razón para vivir, una razón para ambos. Y para trabajar. Este niño no crecería en el equivalente jamaicano a Puddle Court. Tampoco crecería para convertirse en un propietario de esclavos.

No había nada que hacer. Tendrían que entrar en el negocio de las conservas.