32

La prueba del árbol genealógico

De aquí a cien años, o quizá más,

regresaré a recobrar mi ducado.

El libro de burlas de la Muerte

Lunes, 6 de julio

La conquista de Leila Garland siguió el curso habitual. Wimsey la asedió en un salón de té, la apartó de la compañía de dos amigas, la invitó a cenar, la llevó al cine y después al Bellevue a tomar un cóctel.

La señorita hizo gala de una discreción casi puritana al empeñarse en no salir de las salas públicas de aquel bonito hotel y a Wimsey estuvieron a punto de volverle loco sus modales en la mesa. Por último, Wimsey logró llevarla hasta un rincón del salón, tras una palmera, donde no podían verlos y estaban lo suficientemente lejos de la orquesta para hablar. La orquesta era uno de los detalles más irritantes del Bellevue y no paraba de tocar absurdas cancioncitas de baile desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la noche. La señorita Garland le concedió un aprobado, pero añadió que no llegaba al nivel de la orquesta en la que el señor Da Soto desempeñaba un papel destacado.

Wimsey desvió delicadamente la conversación hacia la incómoda publicidad a la que se había visto sometida la señorita Garland por la muerte de Alexis. La señorita Garland concedió que no le había resultado nada agradable. El señor Da Soto estaba muy disgustado: a un caballero no le gustaba que su novia tuviera que pasar por interrogatorios tan desagradables.

Lord Peter Wimsey elogió a la señorita Garland por la discreción que había mostrado.

Claro, dijo Leila, el señor Alexis era un muchacho encantador y un perfecto caballero. Y a ella le tenía mucho cariño, pero no era precisamente un hombre muy varonil. Es que una chica no puede evitar que le gusten los hombres varoniles, experimentados. ¡Así son las chicas! Incluso si un hombre es de buena familia y no está obligado a trabajar, debería estar ocupado, vivir, ¿no? (Mirada lánguida a lord Peter.) Esa era la clase de hombre que le gustaba a la señorita Garland. Pensaba que era mucho mejor ser una persona de noble cuna ocupada que una persona de noble cuna que solo habla de la nobleza.

—Pero ¿Alexis era de noble cuna? —preguntó Wimsey.

—Bueno, eso decía él, pero ¿cómo va a saberlo una chica? O sea, hablar es muy fácil, ¿no? Paul, es decir, el señor Alexis, contaba cosas extraordinarias de sí mismo, pero, en mi opinión, se lo inventaba todo. ¡Cómo le gustaban las novelas románticas! Pero yo le dije: «¿De qué sirve todo eso?», le decía yo. «Mírate, que no ganas ni la mitad del dinero que muchas personas que yo podría decir, así que, ¿de qué te sirve, ni aunque fueras el zar de Rusia?» Eso le decía.

—¿Él decía que era el zar de Rusia?

—No, no, solo que su tatarabuela o no sé quién se había casado con alguien que a lo mejor era muy importante, pero lo que le decía yo: «¿Y de qué te vale todo eso? Además, ya se han cargado a todas esas realezas, o sea que, ¿qué vas a sacar de eso?». Es que me aburría con tanto hablar de su tatarabuela, pero al final dejó de hablar del asunto. Supongo que acabó por caer en la cuenta de que a una chica no le interesan demasiado las tatarabuelas.

—Pero ¿quién pensaba que era su tatarabuela?

—Ay, pues no sé. Se ponía tan pesado… Un día me lo escribió todo, pero yo le dije: «Mira, me das dolor de cabeza y, por lo que dices, tu gente no era ninguna maravilla, así que no entiendo de qué presumes», le dije. «A mí no me parece muy respetable, y si esas princesas con un montón de dinero no pueden ser respetables, ya me dirás por qué la gente tiene que mirar mal a las chicas que se tienen que ganar la vida.» Eso le dije.

—Muy bien dicho —replicó Wimsey—. Debía de estar un poco obsesionado, ¿no?

—Como una cabra —dijo la señorita Garland, despojándose un momento de su envoltura de refinamiento—. O sea, para mí que tenía mucha tontería con todo eso, ¿no le parece?

—Parece que le daba más importancia al asunto de lo que merecía. Y lo puso todo por escrito, ¿no?

—Sí, sí. Y de repente vino un día dando otra vez la lata con todo eso, que si todavía tenía yo el papel que había escrito. «Pues no lo sé», le dije. «Es que no me importa tanto», le dije. «¿O es que te crees que guardo todos los papelitos que escribes?», le dije. «Ni que fuera la protagonista de una de esas novelas. Porque, para que lo sepas, no soy nada de eso. Si algo vale la pena guardarlo, pues lo guardo, pero no esos trocitos de papel.» Eso le dije.

Wimsey recordó que Leila se había sentido ofendida al final de la relación porque Alexis no se mostraba precisamente muy generoso.

—«Si quieres que te guarden las cosas, ¿por qué no se las das a esa vieja que te tiene tanto cariño?», le dije. «Si vas a casarte con ella, es a ella a quien tienes que darle tus cosas, si quieres que te las guarden.» Y él dijo que no tenía especial interés en que le guardaran el papel, y yo le dije: «Pues entonces, ¿de qué te preocupas?». Así que me dijo que si no lo había guardado, que no importaba, y yo le dije que la verdad era que no sabía si lo había guardado o no, y él me dijo que sí, pero que quería que quemara el papel y que no le contara a nadie lo que había dicho, o sea, lo de su tatarabuela, y yo le dije: «Si te crees que no tengo nada mejor de lo que hablar con mis amigos que de tu tatarabuela, te equivocas». ¡Menuda ocurrencia! Y bueno, después ya no éramos tan amigos como antes, por lo menos yo, aunque tengo que decir que siempre me tuvo mucho cariño, pero es que no soportaba lo pesado que se ponía con tanta tontería.

—¿Y había quemado el papel?

—Pues es que no lo sé. Usted es casi como él, dándole vueltas a lo del papelito. ¿Qué importancia tiene ese dichoso papel?

—Es que soy muy curioso con los papeles —contestó Wimsey—. Pero si lo ha quemado, quemado está. Si encontrara ese papel, podría valer…

Los hermosos ojos de Leila dirigieron sus haces de luz a Wimsey como dos faros giratorios al doblar una esquina en una noche impenetrable.

—¿Sí? —musitó Leila.

—Podría valer la pena echarle un vistazo —añadió Wimsey con calma—. Quizá si rebuscara entre sus cosas…

Leila se encogió de hombros. Parecía un tanto molesta.

—No entiendo para qué quiere ese viejo trozo de papel.

—Ni yo tampoco, hasta que lo vea, pero podríamos buscarlo, ¿eh?

Sonrió. Leila sonrió. Creía haber comprendido la indirecta.

—¿Cómo? ¿Usted y yo? Pues…, pero no creo que pueda llevarlo a mi casa, ¿no? Quiero decir…

—No se preocupe por eso —se apresuró a decir Wimsey—. No tendrá miedo de mí, ¿verdad? Verá, es que estoy intentando hacer algo y necesito su ayuda.

—Claro, cualquier cosa que yo pueda hacer…, siempre y cuando el señor Da Soto no se oponga. Es que es un muchacho terriblemente celoso, ¿sabe?

—A mí me pasaría lo mismo si estuviera en su lugar. Quizá a él le gustaría venir y ayudarnos a buscar el papel.

Leila sonrió y dijo que no creía que fuera necesario, de manera que la entrevista acabó donde estaba predestinada a acabar: en el abarrotado y desordenado apartamento de Leila.

En la cama se amontonaban cajones, bolsas y cajas desbordantes de objetos personales y variopintos que se desparramaban por las sillas y se arremolinaban en el suelo hasta la altura del tobillo. A solas, Leila se habría cansado de la búsqueda al cabo de diez minutos, pero jugando a intimidar, halagar, engatusar y prometer, Wimsey la obligó a continuar implacable su tarea. Cuando llegó el señor Da Soto y se encontró a Wimsey con varias prendas de lencería en los brazos, mientras Leila hurgaba entre un montón de facturas arrugadas y postales arrumbadas en el fondo de un baúl, pensó que todo aquello era una especie de chantaje de guante blanco y se puso hecho una furia. Cortante, Wimsey le dijo que no fuera idiota, le plantó la ropa interior femenina en las manos y se puso a rebuscar entre un montón de revistas y discos de gramófono.

Curiosamente, fue Da Soto quien encontró el papel. El interés de Leila por el asunto parecía haberse enfriado tras su llegada (¿tenía quizá otros planes para lord Peter, que la presencia de Luís, con su mal humor, destruía?), mientras que Da Soto, cayendo de repente en la cuenta de que la aparición del papel podía resultar de valor para alguien, se había ido entusiasmando segundo a segundo.

—No me extrañaría nada que lo hubieras dejado en una de esas novelitas que siempre estás leyendo, cielito. Es lo que haces siempre con los billetes de autobús —dijo.

—¡Buena idea! —dijo Wimsey con vehemencia.

Se centraron en una estantería atestada de noveluchas y libros de tres al cuarto, entre los que encontraron un sorprendente surtido, no solo de billetes de autobús, sino de entradas de cine, recibos, envoltorios de bombones, sobres, postales, tarjetas de cigarrillos y toda una variedad de marcadores. Al final, Da Soto, al coger por el lomo La muchacha que lo dio todo y propinarle una rápida sacudida, sacó de entre sus apasionadas páginas una hoja de papel doblada, con algo escrito, que cayó al suelo.

—¿Qué me dicen de esto? —preguntó, recogiendo el papel rápidamente—. Que me aspen si no es la letra de ese individuo.

Leila le arrebató el papel.

—Sí, es suya, seguro —dijo—. Para mí que un montón de bobadas. Nunca le vi ni pies ni cabeza, pero si le sirve de algo, adelante.

Wimsey lanzó una rápida ojeada a la escritura de trazos delgados del árbol genealógico que se desplegaba por toda la página.

—Así que creía ser ese personaje. Pues me alegro de que no lo tirase, señorita Garland. Puede aclarar bastante las cosas.

Al llegar a este punto el señor Da Soto dejó caer algo en términos de dólares.

—Ah, claro —dijo Wimsey—. Suerte que sea yo y no el inspector Umpelty, ¿no? A lo mejor Umpelty lo ponía a la sombra por eliminar pruebas importantes. —Sonrió ante la expresión de perplejidad de Da Soto—. Pero no diré… En vista de que la señorita Garland ha puesto su habitación patas arriba para hacerme este gran favor… pues que no pueda sacar un vestido nuevo de todo siendo tan buena chica… Veamos, hija mía. ¿Cuándo dice usted que Alexis le dio esto?

—Huy, pues hace siglos, cuando él y yo empezamos a ser amigos. No me acuerdo exactamente, pero ya le digo, hace siglos que leí esa tontería de libro.

—He de suponer que siglos significa menos de un año… a menos que conociera usted a Alexis antes de que viniera a Wilvercombe.

—Claro. Un momento. ¡Mire esto! Un trocito de una entrada de cine que está pegado en otra página, con la fecha. ¡Ajajá! El quince de noviembre… eso es. Ahora me acuerdo. Fuimos al cine y después Paul vino a verme y me contó un montón de cosas. Fue la misma noche. Creyó que yo me entusiasmaría con todo eso.

—¿Seguro que era noviembre?

—Sí, seguro.

—En cualquier caso, ¿antes de que empezaran a llegarle esas cartas tan raras?

—Sí, siglos antes. Y cuando empezaron a llegar las cartas, dejó de hablar del asunto y se empeñó en que le devolviera el dichoso papelito. Ya se lo he contado.

—Ya lo sé. De acuerdo. Vamos a sentarnos un momento. Quiero ver qué es esto.

El papel contenía lo siguiente:

FRANCISCO JOSIAS

duque de Sajonia-Coburgo-Gotha (1678-1735)

Carlos María Levannier = Anastasia (ilegítima)

(de la legación francesa) n.1728

Nicolás I = Carlota, n. 1770

zar de Rusia, matrimonio (la menor de siete hijos)

morganático en 1815

Nicolaevna (Nicole) = Gastón, hijo natural

de Luis Felipe,

n. 1820, m. 1847

Capitán Estefano Ivanovitch Kraski = Luisa, n. 1848,

1871

Alexis Gregorovitch Vorodin = Melania, n. 1883

Pavlo Alexeyevitch Vorodin, n. 1909

—¡Hummm…! —dijo Wimsey—. Me pregunto de dónde sacaría esto. No sabía que Nicolás I se hubiera casado sino con Carlota Luisa de Prusia.

—De eso sí que me acuerdo —intervino Leila—. Paul decía que ese matrimonio no podía probarse. No paraba de hablar del asunto. Decía que si pudiera probarse, él sería príncipe o algo. Siempre estaba preocupado por la Carlota esa… que debía de ser una vieja horrible. ¡Vamos, de cuarenta y cinco años si no más y con un hijo…! No sé cómo no la mató. Así debería haber sido.

—Nicolás I tenía que ser un crío entonces. Veamos: 1815… Debía de ser cuando estaba en París, después de lo de Waterloo. Sí…, el padre de Carlota tenía algo que ver con la legación francesa, eso encaja perfectamente. Supongo que le endosarían la hija ilegítima del duque Francisco cuando estaba en Sajonia-Coburgo. Ella volvió, vivió con Nicolás I en París y tuvieron siete hijos, la más joven de los cuales fue Carlota, quien, supongo yo, hizo de robacunas con el joven emperador.

—«¡Vieja asquerosa!», le dije a Paul cuando le dio por la señora Weldon. «Pues eso de casarse con viejas brujas debe de venirte de familia», le dije. Pero que no le dijeran nada contra su tatarabuela Carlota, no. Por lo que contaba Paul, era algo extraordinario, alguien como… ¿cómo se llama?

—¿Ninon de l’Enclos?

—Sí, supongo, si así se llamaba esa vieja que no paró de tener amantes hasta los ciento cincuenta años. A mí no me parece nada bonito. Es que no comprendo en qué estaban pensando los hombres. Chiflados, eso es lo que debían de estar. Pero bueno, tiene razón en lo que dice. Se quedó viuda varias veces, o sea, Carlota. Se casó con no sé qué conde o qué general, no me acuerdo, y algo tuvo que ver con la política.

—En 1815 todo el mundo tenía algo que ver con la política en París —replicó Wimsey—. Me imagino a Carlota jugando sus cartas con cautela entre la nueva nobleza. A fin de cuentas, esa belleza un tanto mayor se casa, o no, con el joven zar, tiene una hija y le pone de nombre Nicolaevna por su ilustre papá. Al vivir en Francia, a la criatura la llaman Nicole. ¿Qué pasa después? La vieja Carlota sigue jugando bien sus cartas y, tras haber probado la sangre regia, por así decirlo, piensa que puede emparentar con los Borbones. No hay ningún príncipe legítimo que pueda cazar para su hija, pero piensa que mejor algo producto de un desliz que quedarse al pairo, así que casa a la chica por una ligera metedura de pata que tuvo Luis Felipe.

—¡Pues menuda pandilla debían de ser en aquella época!

—No tanto. Supongo que Carlota se creía que estaba realmente casada con Nicolás I y sintió una terrible decepción al ver que no se reconocían sus derechos. Seguramente no pudo con todos ellos…, Nicolás I y sus diplomáticos, justo cuando pensaba que el pez había mordido el anzuelo… la belleza que se iba apagando, con su encanto y su ingenio, dando el mayor golpe de su vida… ser emperatriz. Francia está en plena confusión, el imperio destrozado y quienes habían subido al poder en las alas del águila cayendo junto a ella… ¿Quién podía saber qué le pasaría a la viuda intrigante de uno de los condes o generales de Napoleón?… ¡Pero Rusia! El águila de doble cabeza aún conservaba sus alas.

—¡Mira que se pone usted pesado! —exclamó la señorita Garland, impaciente—. A mí me parece todo muy raro. Para mí que Paul se lo inventó todo, que lo sacó de esos libros que tanto le gustaban.

—Es muy probable —reconoció Wimsey—. Lo único que quiero decir es que era una historia estupenda, muy vistosa, imaginativa, con efectos especiales de disfraces y mucho interés humano. Y, desde el punto de vista histórico, encaja relativamente bien. ¿Está segura de que se enteró de esto en noviembre?

—Claro que estoy segura.

—Mi opinión sobre los poderes de invención de Paul Alexis está mejorando. Lo suyo debía de ser la novela romántica, pero dejémoslo de momento. Sigamos con Carlota y sus ideas sobre los matrimonios morganáticos y los tronos y lo de casar a su hija Nicole con ese Borbón, Gastón. No tiene nada de raro. Estaba entre el príncipe de Joinville y el duque d’Aumale en cuanto a la edad. Ahora bien, ¿qué le ocurre a Nicole? Tiene una hija, llamada Melania… Al parecer se les daban bien las hijas en esa familia. Me pregunto que les ocurrió a Gastón y Nicole bajo el Segundo Imperio. No se sabe nada sobre las creencias de Gastón, pero seguramente aceptó el hecho consumado y mantuvo en silencio sus tendencias monárquicas y sus orígenes. En cualquier caso, su hija Luisa se casa en 1871 con un ruso, lo que supone una vuelta a la vieja estirpe. Claro, está la guerra franco-prusiana, y Rusia se portó bastante mal con Francia en el Tratado de París. ¡Pero, ay, me temo que Luisa se entregó con los brazos abiertos a manos del enemigo! Posiblemente el tal Estefano Ivanovitch fue a París por cuestiones diplomáticas en la época del Tratado de Berlín. ¡Sabe Dios!

Leila Garland abrió la boca en un enorme bostezo.

—En fin, Luisa tiene una hija —continuó Wimsey, absorto en sus especulaciones—. Y se casa con otro ruso. Probablemente ahora están viviendo en Rusia otra vez. El nombre de la hija es Melania y, el del marido, Alexis Gregorovitch, los padres de Paul Alexis, también llamado Goldschmidt, rescatado de la revolución rusa, que una vez en Inglaterra se nacionaliza británico y pasa a ser un gigoló de hotel y es asesinado en la Hornilla. ¿Por qué?

—Sabe Dios —dijo Leila, y volvió a bostezar.

Seguro de que Leila le había contado todo lo que sabía, Wimsey recogió el valioso papel y le planteó el problema a Harriet.

—Pero si es una estupidez —dijo aquella joven con tanto sentido práctico cuando lo vio—. Incluso si la tatarabuela de Alexis se hubiera casado con Nicolás I cincuenta veces, no habría sido heredero al trono… Hay montones de personas con una relación más próxima que la suya, el gran duque Dimitri, por ejemplo, y muchas más personas.

—¿Eh? Sí, claro, pero siempre se puede convencer a la gente de que crean lo que quieren creer. Debía de haber alguna tradición familiar que fue trasmitiéndose desde Carlota… Ya sabes cómo se pone la gente cuando les entra la fiebre del árbol genealógico. Conozco a un individuo que es dependiente de una mercería de Leeds y un día me dijo todo serio que en realidad debería ser el rey de Inglaterra, solo que no lograba encontrar el registro de matrimonio de no sé quien con Perkin Warbeck. No le preocupaba el pequeño detalle de unos cuantos cambios de dinastía. Estaba realmente convencido de que no tenía más que presentar su caso ante la Cámara de los Lores para que le concedieran la corona en bandeja de oro. Y con respecto a los demás pretendientes al trono, probablemente le dijeron a Alexis que habían abdicado en su favor. Además, si realmente creía en ese árbol genealógico, aseguraría que su pretensión al trono era mejor que la de los demás y que su tatarabuela era la única descendiente legítima de Nicolás I. Creo que en Rusia no existía la ley sálica, que le habría impedido reclamar sus derechos por la rama femenina. Sea como fuere, está bastante claro cómo le tendieron la trampa. ¡Si pudiéramos conseguir los papeles que Alexis envió a «Boris»! Pero seguro que han sido destruidos, como dos y dos son cuatro.

El inspector Umpelty, acompañado por el inspector jefe Parker, de Scotland Yard, llamó al timbre del 17 de Popcorn Street, en Kensington, y le recibieron inmediatamente. El inspector jefe Parker, muy amable, se había mostrado personalmente muy interesado en el asunto, si bien Umpelty pensaba que se las habría arreglado sin un acompañante tan importante, pero aquel hombre era el cuñado de lord Peter y sin duda tenía un interés especial por el caso. De todos modos, el señor Parker parecía dispuesto a dejar la mano libre a aquel policía de provincias en sus investigaciones.

La señora Morecambe entró toda airosa en la sala, sonriente.

—Buenos días. ¿No quiere usted sentarse? ¿Es otra vez por lo de Wilvercombe?

—Pues sí, señora. Al parecer hay un malentendido. —El inspector sacó un cuaderno y se aclaró la garganta—. Es por ese caballero, Henry Weldon, a quien llevó usted en su coche el jueves por la mañana. Si no lo he entendido mal, ¿lo llevó usted a la plaza del mercado?

—Pues… sí. Es la plaza del mercado, ¿no? A las afueras del pueblo, con un prado y un edificio con un reloj, ¿no?

—Ah, no —replicó Umpelty, un tanto desconcertado—. Eso es el parque, donde juegan al fútbol y montan la exposición de flores. ¿Fue allí donde lo dejó?

—Pues sí, lo siento. Es que pensaba que era la plaza del mercado.

—Bueno, es que lo llaman el mercado viejo, pero a lo que llaman ahora la plaza del mercado es la plaza del centro del pueblo, donde está el guardia de tráfico.

—Ah, ya. Pues lo siento, pero le he dado información incorrecta. —La señora Morecambe sonrió—. ¿Es un delito terrible?

—Podría tener consecuencias graves, desde luego —respondió el inspector—, pero un error, si es de buena fe, resulta perfectamente comprensible. No obstante, me alegro de haberlo aclarado. Bueno, es simple cuestión de protocolo, pero ¿qué hizo esa mañana en Wilvercombe, señora?

La señora Morecambe reflexionó, con la cabeza ladeada.

—Pues hice unas compras, después fui a los Jardines de Invierno y tomé un café en el Café Oriental… Nada especial.

—¿No compraría por casualidad unos cuellos de camisa?

—¿Cuellos de camisa? —La señora Morecambe parecía sorprendida—. Vaya, inspector, me da la impresión de que ha seguido todos mis pasos. ¿Seguro que no soy sospechosa de nada?

—Cuestión de protocolo, señora —contestó el inspector, impasible, y humedeció el lápiz.

—Pues no, no compré cuellos de camisa, pero miré algunos.

—Ah, ¿miró unos cuantos?

—Sí, pero no eran los que quería mi marido.

—Ya. ¿Recuerda el nombre de la tienda?

—Sí… Rogers y algo… Rogers y Peabody, creo.

—Vamos a ver, señora. —El inspector levantó la vista del cuaderno y la miró con expresión severa—. ¿Le sorprendería saber que el dependiente de Rogers y Peabody dice que una señora vestida como usted y que responde a su descripción compró cuellos de camisa aquella mañana y que él mismo le llevó el paquete al coche?

—No me sorprende lo más mínimo. Era un joven bastante estúpido. Llevó el paquete al coche, pero no eran cuellos, sino corbatas. Entré en la tienda dos veces: la primera a por las corbatas, pero después me acordé de los cuellos, volví a entrar y, como no tenían los que yo quería, me marché. Debían de ser las doce y media, si la hora tiene importancia.

El inspector titubeó. Podría… podría ser verdad. Hasta el más sincero de los testigos comete algún error. Decidió dejarlo pasar.

—¿Y volvió a recoger al señor Weldon en el viejo mercado?

—Sí, pero, inspector, usted está poniendo esas palabras en mi boca al decir que era el señor Weldon. Yo recogí a una persona, un hombre con gafas oscuras, pero no supe cómo se llamaba hasta que él me lo dijo y cuando volví a verlo sin las gafas no lo reconocí. Entonces pensé, y sigo pensándolo, que el hombre al que había recogido tenía el pelo oscuro. La voz del otro hombre se parecía mucho, pero no me puedo fiar de eso. Pensé que debía de ser él, porque se acordaba de la matrícula de mi coche, pero desde luego, si se trata de asegurar bajo juramento su identidad… ¡En fin!

Se encogió de hombros.

—Comprendo, señora.

El inspector tenía claro lo que estaba ocurriendo. Desde el momento en que, al descubrirse la verdadera hora del asesinato, la coartada de la mañana resultaba más peligrosa que útil, estaban intentando deshacerse de ella implacablemente. Más problemas, pensó con amargura, y más comprobaciones de horas y lugares. Le agradeció cortésmente a la dama su valiosa explicación y después le preguntó si podía hablar unos momentos con el señor Morecambe.

—¿Con mi marido? —La señora Morecambe se mostró sorprendida—. No creo que pueda decirle nada, porque ese día no estaba en Heathbury.

El inspector reconoció que ya lo sabía y añadió vagamente que era por simple formalidad.

—Forma parte de nuestro método —explicó, y lo relacionó de una forma un tanto oscura con el hecho de que el señor Morecambe fuera legalmente el propietario del coche.

La señora Morecambe sonrió con amabilidad. Bueno, daba la casualidad de que el señor Morecambe estaba en casa. Últimamente no se encontraba muy bien, pero sin duda estaría dispuesto a ayudar al inspector si era necesario. Le pediría que bajase.

El inspector Umpelty le dijo que no hacía falta, que él la acompañaría con mucho gusto a la habitación de su marido, precaución ante la cual sonrió el inspector jefe Parker: seguro que los Morecambe ya habían perfeccionado sus planes.

La señora Morecambe se dirigió a la puerta, seguida por el señor Umpelty. Miró a su alrededor, como si esperase que Parker fuera detrás de ellos, pero el inspector jefe no se movió de su asiento. Tras unos momentos de vacilación, la señora Morecambe salió, dejando que su otro huésped se las arreglara solo. Subió la escalera, con el inspector detrás de ella murmurando excusas e intentado no hacer ruido con los zapatos.

La habitación de la primera planta a la que entraron estaba amueblada como un estudio y, al extremo, otra puerta medio abierta daba a un dormitorio. Sentado a una mesa del estudio había un hombre bajo, de barba rojiza, que se dio la vuelta bruscamente cuando entraron.

—Cariño, es el inspector Umpelty, de la policía de Wilvercombe —dijo la señora Morecambe—. Quiere preguntarte unas cosas sobre el coche.

—Ah, usted dirá, inspector —dijo el señor Morecambe muy jovial, pero nada en comparación con la jovial respuesta del inspector.

—¡Hola, Bright, amigo mío! —dijo—. Parece que ha ascendido socialmente desde la última vez que lo vi, ¿no?

El señor Morecambe alzó las cejas, miró a su mujer y soltó una sonora carcajada.

—¡Muy bien, inspector! —dijo—. ¿Qué te decía yo, cariño? No se puede engañar a la fantástica policía británica. ¡Con su perspicacia de costumbre me ha descubierto! Vamos, inspector, siéntese. Tómese una copa y se lo contaré todo.

El corpulento de Umpelty se sentó con cuidado en una silla y aceptó un whisky con soda.

—En primer lugar, le felicito por su labor de detective —dijo el señor Morecambe, animadamente—. Pensaba que me había librado de ese individuo en Selfridge’s, pero supongo que el otro, el que se cambiaba con rapidez de sombrero, debió de seguirme la pista, a pesar del artístico camuflaje que adopté en el cine. En fin, supongo que querrá saber por qué Alfred Morecambe, comisionista de Londres, andaba por Wilvercombe disfrazado de William Bright, ese desastrado artista de la tonsura tan poco convincente. Pues para empezar… He aquí la explicación. —Recogió varias hojas de papel de la mesa y las empujó hacia Umpelty—. Estoy escribiendo una obra de teatro para mi esposa —dijo—. Sin duda habrá averiguado que antes de casarse era la famosa Tillie Tulliver. Yo ya he escrito un par de obras, con el nombre de Cedric Saint Denis, en mis ratos libres, claro, y esta trata de las aventuras de un peluquero ambulante. La mejor manera de captar la realidad es vivirla personalmente.

—Comprendo, señor.

—Debería haberle contado todo esto en su momento, pero no me pareció necesario —añadió el señor Morecambe con expresión de auténtico arrepentimiento—. Francamente, creí que quedaría como un auténtico imbécil ante los hombres de negocios. Supuestamente me estaba tomando unas vacaciones por razones de salud y, si mi socio se hubiera enterado de lo que me traía entre manos, le habría molestado. De todos modos, usted cuenta con mi declaración, que entonces era lo verdaderamente necesario, aunque he de reconocer que me divirtió el papel de patoso. Lo hice bastante bien, ¿no le parece? Gracias a la ayuda de mi mujer, por supuesto.

—Comprendo, señor. —El inspector Umpelty se aferró como a un clavo a lo más sobresaliente del asunto—. Entonces, lo que contó sobre su encuentro con Paul Alexis es cierto, ¿no?

—Absolutamente cierto, en todos y cada uno de los detalles, salvo, claro está, que nunca tuve la menor intención de suicidarme. Con franqueza, la idea de pasar la noche en una casa de huéspedes adecuada para mi personaje no me apetecía especialmente en aquel momento, así que retrasé tan fatídica hora al máximo. Sí, la verdad, me inventé una historia lacrimógena con Alexis, pero no le saqué dinero al pobre hombre. No quería pasarme de la raya. El billete de una libra que le di aquella noche salió de mi bolsillo. Estuvieron ustedes a punto de pillarme con lo de la marea. Me excedí un tanto con esos detalles tan pintorescos.

Volvió a reírse.

—Bueno, bueno, señor —dijo el inspector—. Menudos quebraderos de cabeza nos ha dado. —Miró las hojas manuscritas que tenía entre las manos, y así, a primera vista, le pareció que corroboraban la historia de Morecambe—. Pero es una lástima que no se confiara a nosotros, señor. Probablemente habríamos conseguido que no saliera nada en la prensa. Sin embargo, si le tomo otra declaración, todo se aclarará. —Ladeó la cabeza unos momentos, como si estuviera prestando oídos, y añadió inmediatamente—: Supongo que esta declaración confirmará la que prestó en el juicio, ¿no? ¿Nada que añadir?

—Nada en absoluto.

—¿No vio al señor Henry Weldon en ninguna ocasión?

—¿Weldon?

—El hombre al que llevé en el coche, cuya madre estaba prometida al difunto —terció la señora Morecambe.

—¡Ah, él! No lo había visto en mi vida y no creo que lo reconociera si volviera a verlo. No prestó declaración, ¿no?

—No, señor. Muy bien. Si quiere, le tomaré declaración ahora. Si no le importa, voy a avisar a mi colega, para que actúe como testigo.

El inspector abrió la puerta. El inspector jefe Parker debía de estar esperando en el rellano, porque entró inmediatamente, seguido por una mujer de clase trabajadora y aspecto respetable y un hombre corpulento que fumaba un puro. El inspector no quitaba ojo a los Morecambe. La mujer parecía simplemente sorprendida, pero al marido le cambió la cara.

—Dígame, señora Sterne, ¿había visto antes a este caballero? —preguntó Parker.

—Pues sí, señor. Es el señor Field, que estuvo con el señor Weldon en Fourways en febrero. Lo reconocería en cualquier lugar.

—¿De modo que se llama así? —preguntó el señor corpulento—. Yo creí que podía llamarse Potts o Spink. En fin, señor Maurice Vavasour, ¿le dio por fin un papel a la pequeña Kohn?

El señor Morecambe abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. El inspector Umpelty consultó al de Scotland Yard con una mirada, se aclaró la garganta, se armó de valor y se aproximó a su presa.

—Alfred Morecambe, alias William Bright, alias William Simpson, alias Field, alias Cedric Saint Denis, alias Maurice Vavasour —dijo—. Queda usted detenido por su participación en el asesinato de Paul Alexis Goldschmidt, también llamado Pavlo Alexeyevitch, y le advierto de que cualquier cosa que diga podrá ser utilizada como prueba en su contra.

Se enjugó la frente.

Con o sin coartada, había quemado las naves.