19
Confiesa o a la mazmorra…
¡Alto!
Jueves, 25 de junio
El señor Weldon no había salido pitando. Wimsey no tuvo dificultad alguna para encontrarlo a la mañana siguiente, y se alegró de haber esperado, porque en el ínterin había recibido una carta del inspector jefe Parker.
Mi querido Peter:
¿Qué será lo próximo que quieras? Tengo cierta información preliminar para ti y, si surge algo nuevo, te mantendré al corriente.
En primer lugar, el tal señor Haviland Martin del que me hablas no es un agente bolchevique. Abrió esa cuenta en Cambridge hace tiempo y tiene una casita, con señora incluida, a las afueras de la ciudad. Según tengo entendido, la compró en 1925 y aparece por allí de vez en cuando, con gafas oscuras y todo. Lo recomendó al banco un tal Henry Weldon, de Leamhurst, Hunts, y nunca ha habido problemas con su cuenta, que es modesta. Al parecer es representante. Todo esto me da a entender que el caballero en cuestión podría llevar una doble vida, pero ya puedes quitarte de la cabeza la teoría bolchevique.
Esta tarde he pillado por banda a Morris, el experto en bolchevismo. No sabe de ningún agente ruso o comunista que ande por Wilvercombe en estos momentos y cree que se trata de una sandez.
Por cierto, la policía de Cambridge, a la que tuve que sonsacarle por teléfono la información sobre Martin, quiere saber qué pasa. ¡Primero Wilvercombe y después, yo! Por suerte, como conozco al comisario bastante bien, conseguí que presionara a los encargados del banco. ¡Supongo que les di la impresión de que era algo relacionado con la bigamia!
Y hablando de bigamia, Mary te manda un cariñoso saludo y quiere saber si ya estás más dispuesto a incurrir en la monogamia. Dice que te la recomiende por experiencia propia, y así lo hago, en estricto cumplimiento de sus órdenes.
Así pertrechado, Wimsey se lanzó sobre Henry Weldon, que lo saludó con la insultante familiaridad de costumbre. Lord Peter lo sobrellevó el rato que le pareció aconsejable y después dejó caer:
—Por cierto, Weldon…, ayer le dio usted un buen susto a la señorita Vane.
Henry le dirigió una mirada bastante desagradable.
—¿Ah, sí? Bueno, no sé por qué se mete usted donde no le llaman.
—No me refiero a sus modales —contestó Wimsey—, si bien he de reconocer que son un tanto sorprendentes. Pero ¿por qué no había dicho que ustedes dos ya se conocían?
—¿Que ya nos conocíamos? Por la sencilla razón de que no nos conocíamos.
—Vamos, vamos, Weldon. ¿Qué me dice del jueves pasado por la tarde, en el sendero de Hinks?
La cara de Weldon adquirió un color espantoso.
—No sé de qué me habla.
—¿Ah, no? En fin, es asunto suyo, desde luego, pero si quiere ir por el país de incógnito, debería quitarse ese tatuaje del brazo. Según tengo entendido, se puede quitar. Lo más sencillo es volver a tatuarse con el color de la piel, creo.
—¡Oh! —Henry se quedó mirando a Wimsey unos momentos y después su cara se iluminó lentamente con una sonrisa—. Así que eso es lo que quería decir la muy descarada con que había visto una serpiente. Una chica muy avispada, Wimsey. Vamos, que fijarse en eso…
—¡Más modales, por favor! —dijo Wimsey—. Tenga la amabilidad de referirse a la señorita Vane debidamente para ahorrarme el aburrimiento y la molestia de cruzarle la cara de un puñetazo.
—Vale, como quiera. Pero me gustaría ver cómo lo intenta.
—No lo vería. Simplemente ocurriría. Pero no tengo tiempo para dedicarme a cuestiones de fisiología comparada. Quiero saber qué hacía usted disfrazado en Darley.
—¿Acaso es asunto suyo?
—No, pero quizá a la policía sí le interese. De momento, les interesa todo lo que ocurrió el jueves pasado.
—Ya. Comprendo. Quiere meterme en algún lío. Pues da la casualidad de que no va a poder hacerlo, así que puede meterse el lío por donde le quepa. Es cierto que vine aquí con otro apellido. ¿Es que está prohibido? No quería que mi madre supiera que estaba aquí.
—¿Por qué?
—Pues verá, no me gustaba nada el asunto ese de Alexis. No tiene nada malo reconocerlo. Ya lo he dicho y no me importa repetirlo. Quería averiguar qué pasaba. Si realmente se iba a celebrar la boda, quería impedirlo.
—Pero ¿no podría haberlo hecho abiertamente, sin necesidad de teñirse el pelo y ponerse gafas oscuras?
—Claro que sí. Supongo que podría haber pillado a los tortolitos, haber montado un escándalo y asustado a Alexis. Y después, ¿qué? Una discusión tremenda con mi madre y quedarme sin un chelín, ¿no? Pues no. Lo que tenía pensado era husmear un poco para ver si los planes seguían adelante y, en ese caso, coger por banda a ese tipejo y comprarlo para que se fuera sin hacer ruido.
—Para conseguirlo habría necesitado dinero —contestó Wimsey secamente.
—Eso no tiene nada que ver. Me había enterado de ciertas cosas sobre una chica de aquí, ¿comprende?, cosas que si llegaban a oídos de mi madre…
—Ah, ya. Una forma sofisticada de chantaje. Empiezo a comprender la idea. Iba a recoger información en Wilvercombe sobre los anteriores enredos de Alexis y a ofrecerle elegir entre contárselo a la señora Weldon y posiblemente no sacar ningún provecho o aceptar su dinero y mantener su fama de amante fiel. ¿Es así?
—Así es.
—¿Y por qué Darley?
—Porque no quería toparme con la viejecita en Wilvercombe. Unas gafas oscuras y un frasco de tinte podían ser suficiente para estos pueblerinos, pero para la aguda mirada de una madre amorosa igual no resultaban tan impenetrables como un muro de ladrillo.
—Desde luego. ¿Le importaría que le preguntase si hizo algún avance en esa delicada investigación?
—No mucho. Llegué allí el martes por la tarde y pasé la mayor parte del miércoles enredado con el coche. Esos imbéciles del garaje me lo dieron…
—Ah, sí. Un momento. ¿Era realmente necesario alquilar un coche con tal alarde de misterio?
—Pues sí, bastante, porque mi madre habría reconocido mi automóvil. Es de un color poco corriente.
—Parece que lo tenía todo muy bien pensado. ¿No tuvo dificultades para alquilarlo? ¡No, claro, qué tontería! Naturalmente, pudo dar su verdadero apellido en el garaje.
—Podría, pero no lo hice. Para ser totalmente sincero… ¡En fin! No tengo inconveniente en reconocer que ya tenía otro apellido y otra dirección… es que a veces me escapo a escondidas a Cambridge, a ver a una dama. Ya me entiende. Una mujercita encantadora, cariñosa y todo eso. El marido anda por ahí, por alguna parte. No quiere divorciarse de ella y a mí no me importa. Me va bien tal y como están las cosas. Solo que también en este caso, si se enterase mi madre… Ya hemos tenido problemas y no quería empezar otra vez. En Cambridge somos el señor y la señora Martin, todo estupendo y respetable, y esa fórmula me permite disfrutar de un poquito de felicidad conyugal y esas cosas. ¿Me entiende?
—Le entiendo. ¿También por Cambridge circula disfrazado?
—Me pongo las gafas oscuras cuando voy al banco. Algunos de mis respetables vecinos tienen cuenta allí.
—Así que ya tenía listo ese cómodo disfraz. Le felicito por lo bien organizado que lo tiene todo. Es realmente digno de admiración. Estoy seguro de que la señora Martin debe de ser una mujer muy feliz. Francamente, me sorprende que asedie a la señorita Vane con continuas atenciones.
—¡Ah, pero es que cuando una señorita joven lo pide…! Además, quería averiguar detrás de qué andaba la chica…, la señorita, quiero decir. Es que verá, cuando tu madre tiene bastante dinero, te da por pensar que la gente intenta sacarle algo.
Wimsey se rió.
—Y pensó que lo averiguaría seduciéndola. ¡Qué dos genios! Ella pensaba lo mismo de usted. Me preguntaba por qué estaba usted tan deseoso de echarnos de aquí a ella y a mí. No me extraña que a los dos les resultara tan fácil hablar. La señorita Vane me dijo que se temía que usted hubiera descubierto nuestro plan y que le estuviera tomando el pelo. ¡En fin! O sea que ya podemos salir a la luz y ser totalmente sinceros. Mucho mejor, ¿no?
Henry Weldon miró a Wimsey con recelo. Tenía la vaga sospecha de que habían conseguido acorralarlo en una situación absurda. Sí, todo parecía normal, esa maldita chica y el loco charlatán del detective aficionado como uña y carne, pero se le pasó por la cabeza que tanta tontería sobre la sinceridad resultaba un poco tendenciosa.
—¡Oh, desde luego! —contestó distraídamente y añadió con preocupación—: No hay por qué contárselo a mi madre, ¿eh? No le haría ninguna gracia.
—Es posible —dijo Wimsey—. Pero verá…, la policía…, ya sabe, que si la justicia británica, que si las obligaciones del ciudadano y demás… No puedo impedir que la señorita Vane vaya a ver al inspector Umpelty, ¿no? Ya sabe, es un ser libre y esas cosas… y, por lo que veo, no está precisamente muy contenta con usted.
—Ah, la policía no me preocupa. —La cara de Henry recuperó el color—. A ellos no tengo nada que ocultarles. Absolutamente nada. Vamos a ver, amigo, si se lo cuento todo, ¿no podría usted chivárselo y que me dejaran en paz? Usted está a partir un piñón con el inspector ese… Si le dice que no pasa nada raro conmigo, a usted le creerá.
—¡Ah, sí! Buen tipo el inspector. No tiene por qué revelar una confidencia. Y, que yo sepa, no hay razón para que la señora Weldon se entere de nada. Los hombres debemos estar unidos.
—¡Exacto! —Sin apocarse por la experiencia anterior, el señor Weldon se metió de lleno en otra alianza, ofensiva y defensiva—. Vamos a ver. Llegué a Darley el martes por la tarde y pedí permiso para acampar en el sendero de Hinks.
—Supongo que conocía el lugar bastante bien.
—No había estado allí en mi vida. ¿Por qué?
—Perdone… Pensaba que había dicho que conocía el sendero de Hinks antes de haber ido.
—¿Eh? ¡Ah, ya! No, me enteré por un tipo que conocí en un bar de Heathbury. No sé cómo se llama.
—Ah, comprendo.
—Me llevé provisiones y unas cosas y acampé. Al día siguiente, miércoles, pensé que debía empezar a hacer pesquisas. Un momento. Eso no fue hasta la tarde. Me pasé la mañana vagueando… Hacía un día estupendo y estaba cansado de andar campo a través, porque el coche no tiraba muy bien. Después de comer hice otra tentativa. Tardé una barbaridad en arrancarlo, pero por fin lo conseguí y fui a Wilvercombe. Lo primero que hice fue ir al registro, pero no había ningún anuncio de matrimonio, así que visité todas las iglesias. Tampoco había nada, pero eso no demostraba gran cosa, porque a lo mejor pensaban casarse en Londres o en otra parte con licencia o incluso con licencia especial.
»A continuación busqué la dirección del individuo ese, Alexis, y me la dieron los empleados del Resplendent. Me anduve con cuidado para evitar a mi madre. Llamé al teléfono que me habían dado, les conté una historia sobre un paquete que había llegado a una dirección errónea y se la saqué. Después fui allí e intenté sonsacarle a la vieja, pero no soltó prenda. Solo me dijo que quizá encontraría a Alexis en un restaurante. Allí que fui, pero no estaba. Me puse a hablar con un tipo, un portugués que me dejó caer algo. No sé cómo se llama. Me dijo algo que me hizo pensar que a lo mejor averiguaba lo que quería en los Jardines de Invierno. —Hizo una pausa—. Desde luego, debe de parecerle raro que anduviera por ahí preguntando por Alexis y que al día siguiente ocurriera todo eso, pero eso es exactamente lo que hice. Después volví a donde había dejado el coche, que me dio más problemas que nunca. Me puse a echar pestes contra el imbécil que me lo había alquilado y decidí que lo mejor sería llevarlo a un taller. Claro, una vez que lo arranqué y se calentó un poco, empezó a funcionar bien, y los mecánicos no le encontraron nada. Abrieron unas cuantas piezas, apretaron otras, me cobraron media corona y ya está. Cuando terminaron, yo ya me estaba hartando y pensé que lo mejor sería llevarme el trasto ese mientras funcionara. Así que volví a Darley con el motor renqueando. Después fui a dar un paseo y así acabó el día, salvo que un poco más tarde me acerqué al Feathers a tomar una cerveza.
—¿Por dónde fue?
—Pues anduve un rato por la playa. ¿Por qué?
—¿No llegaría hasta la Hornilla?
—¿Andar siete kilómetros? No creo. La verdad, todavía no he visto ese lugar, ni quiero verlo. De todos modos, el día que le interesa es el jueves. Quiere saber todos los detalles, como dicen en las novelas policíacas, ¿eh? Desayuné como a las nueve (huevos con beicon, para más señas) y después pensé que lo mejor sería ver cómo podía llegar a Wilvercombe. Así que bajé al pueblo e hice señas a un coche que pasaba. Eso fue…, vamos a ver…, poco después de las diez.
—¿Por dónde andaba?
—Donde la carretera principal entra en Darley, por el lado de Wilvercombe.
—¿Por qué no alquiló un coche en el pueblo?
—Usted no ha visto los coches que alquilan en el pueblo, ¿verdad? Porque si los hubiera visto, no me lo preguntaría.
—¿Y no podría haber telefoneado a un taller de Wilvercombe para que fueran a recogerlos a usted y el Morgan?
—Pues sí, pero no lo hice. El único taller que conocía en Wilvercombe era en el que había estado la noche anterior, así que sabía que no eran buenos. Además, ¿qué tiene de malo que te lleve alguien?
—Nada, si al conductor no le preocupa el seguro.
—Ah, pues a esta no le preocupaba. Me pareció una mujer muy amable. Iba en un enorme Bentley rojo, descapotable, tan tranquilamente.
—Supongo que no sabrá cómo se llama, ¿verdad?
—No se me ocurrió preguntárselo, pero sí recuerdo la matrícula, muy curiosa: OI0101… No se te puede olvidar. «¡Oi, oi, oi, qué barbaridad», le dije a la mujer. «Qué matrícula tan graciosa!», y nos reímos un montón.
—¡Ja, ja! Muy bueno. ¡Oi, oi, oi! —dijo Wimsey.
—Sí, nos reímos mucho. Le dije que ya era mala suerte tener esa matrícula, porque cualquier policía se quedaría con ella. ¡Oi, oi, oi! —gorgoriteó alegremente el señor Weldon.
—Así que llegó a Wilvercombe.
—Sí.
—¿Y qué hizo allí?
—Esa señora tan encantadora me dejó en la plaza del mercado y me preguntó si quería que volviera para llevarme. Le dije que era muy amable y que cuándo pensaba marcharse. Dijo que tenía que irse justo antes de la una porque tenía una cita en Heathbury. Como a mí me iba bien, quedamos en vernos otra vez en la plaza del mercado. Yo fui a dar una vuelta hasta los Jardines de Invierno. El tipo con el que había hablado me dijo que la chica esa que salía con Alexis tenía algo que ver con los Jardines de Invierno…, que cantaba o algo.
—La verdad es que no. Su actual novio toca en la orquesta.
—Sí, ahora ya lo sé. Me lo dijo todo al revés. En fin, fui allí, y perdí bastante tiempo escuchando un concierto de absurda música clásica… ¡Cielo santo! ¡Bach y esas cosas a las once de la mañana! Y yo pensando que cuándo empezaría el espectáculo de verdad.
—¿Había mucha gente?
—Sí, sí… ¡Estaba hasta los topes de solteronas y enfermos! Me harté y fui al Resplendent. Quería pillar por banda a los de allí, pero claro, tuve la suerte de darme de bruces con mi madre. Ella estaba a punto de salir y me escondí detrás de una de esas ridículas palmeras que tienen allí para que no me viera. Entonces pensé que a lo mejor iba a reunirse con Alexis, así que la seguí discretamente.
—¿Y se vio con Alexis?
—No. Fue a una puñetera sombrerería.
—¡Desesperante!
—No lo sabe usted bien. Esperé un rato. Salió y fue a los Jardines de Invierno. Y me dije: «¡Vaya! ¿Esto qué es? ¡Como yo!». Así que a volver allí y ¡maldita sea!, el mismo concierto del demonio y ella se lo tragó entero. También le puedo decir lo que tocaron, algo titulado Sinfonía heroica. ¡Horroroso!
—¡Puff…! Menuda pesadez.
—Sí, le aseguro que estaba que echaba chispas. Y lo curioso es que mi madre daba la impresión de estar esperando a alguien, porque no paraba de mirar a todas partes y de removerse en la silla. Aguantó el concierto entero, pero cuando empezaron el «Dios salve al rey» se largó y volvió al Resplendent, con una cara espantosa, como cuando le quitas un caramelo a un niño. Entonces miré mi reloj, ¡y que me aspen si no era la una menos veinte!
—¡Qué lástima perder así el tiempo! Entonces supongo que tendría que renunciar a que lo llevara la amable señora del Bentley, ¿no?
—¿Quién, yo? Para nada. Era una mujer muy educada, sensacional. El dichoso Alexis no me corría tanta prisa. Volví a la plaza del mercado. Allí estaba ella y me llevó. Y ya está. No, no. Compré unos cuellos de camisa en una tienda cerca del monumento a los caídos de la guerra; debo de tener la factura por alguna parte, si eso sirve de prueba. Sí, aquí está. Es que te metes estas cosas en el bolsillo y ahí se quedan. Ahora llevo uno de los cuellos, si quiere echarle un vistazo.
—No, no… Le creo.
—¡Bien! Entonces, eso es todo, salvo que después comí en el bar de Feathers. La encantadora señora me dejó allí y creo que se marchó por la carretera de Heathbury. Después de comer, o sea, alrededor de las dos menos cuarto, fui a ver qué pasaba con el coche, pero no conseguí que saltara ni una chispa. Así que pensé que debía ir a ver al mecánico del pueblo a ver si podía hacer algo. Fui a buscarlo, vino y, al cabo de un rato, descubrió que era un fallo en el cable del encendido y lo arregló.
—Bueno, parece bastante claro. ¿A qué hora llegaron la señora del Bentley y usted al Feathers?
—A la una en punto. Recuerdo haber oído las campanadas del reloj de la iglesia y haberle dicho que confiaba en que no llegara tarde a su partido de tenis.
—¿A qué hora fue usted al taller?
—Que me aspen si lo sé. Hacia las tres o tres y media, diría yo. Pero seguramente se lo podrán decir ellos.
—Sí, ellos podrán comprobarlo, seguro. Es una suerte que tenga tantos testigos para su coartada, ¿no? Si no, como usted dice, podría parecer un poco raro. Otra cosa. Mientras estaba en el sendero de Hinks el jueves, ¿vio por casualidad algo o a alguien por la orilla?
—Ni un alma, pero, como he intentado explicarle, solo estuve allí hasta las diez y después de las dos menos cuarto, así que difícilmente podría haber visto nada.
—¿No pasó nadie entre las dos menos cuarto y las tres?
—¡Ah! ¿Entre las dos menos cuarto y las tres? Creí que quería decir antes. Sí, un tipo… un mequetrefe enclenque con pantalones cortos y gafas con montura de concha. Bajó por el sendero justo después de que llegara, a las dos menos cinco, para ser exactos, y me preguntó la hora.
—¿Sí? ¿De dónde venía?
—Del pueblo, es decir, desde el lado del pueblo. Parecía forastero. Le dije la hora, bajó a la orilla y almorzó en la playa. Después se largó… o al menos no estaba allí cuando yo volví del taller, y creo que debió de marcharse antes. No hablé mucho con él. Es más, no parecía muy dispuesto a decir nada después de que le diera una patada en el trasero.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
—Por metomentodo. Estaba yo luchando con el coche de los demonios y él venga a preguntar estupideces. Le dije que se largara. Venga a decir con esa voz: «¿No arranca?», ¡Menudo cretino!
Wimsey se rió.
—De todos modos, no puede ser nuestro hombre.
—¿Qué hombre? ¿El asesino? ¿Sigue empeñado en que es asesinato? Pues yo juraría que ese alfeñique no tuvo nada que ver. De maestro de catequesis, de eso tenía pinta.
—¿Y fue la única persona que vio? ¿A nadie más, ni hombre, ni mujer ni niño? ¿Ningún animal?
—Pues no, nada.
—Hummm… Bueno, le estoy muy agradecido por haber sido tan sincero. Tendré que contárselo a Umpelty, pero no creo que vaya a darle mucho la lata y no veo necesidad de ponerlo en conocimiento de la señora Weldon.
—Ya le había dicho que no tenía nada de particular.
—Exacto. Por cierto, ¿a qué hora se marchó el viernes por la mañana?
—A las ocho.
—Madrugó, ¿eh?
—No tenía motivo para quedarme.
—¿Por qué?
—Alexis estaba muerto, ¿no?
—¿Cómo lo sabía?
Henry soltó una carcajada.
—Ya creía usted que esta vez me había pillado en algo, ¿eh? Pues lo sabía porque me lo habían contado. Fui al bar de Feathers el jueves por la noche y, por supuesto, todo el mundo se había enterado de que habían encontrado a un hombre muerto. De repente entró el policía local, un hombre que no vive en Darley, pero se acerca por allí en bicicleta de vez en cuando. Había estado en Wilvercombe por no sé qué historias y nos dijo que tenían una foto del cadáver, que la habían ampliado y así habían identificado al tipo, un tal Alexis, del Resplendent. Pregúntele, si no, al policía. Así que pensé que lo mejor sería volver a casa, porque mi madre esperaría que le diera el pésame desde allí. ¿Qué le parece, eh?
—Impresionante —contestó Wimsey.
Dejó a Henry Weldon y se dirigió a la comisaría.
—Irrefutable, irrefutable, irrefutable —murmuró para sus adentros. Pero ¿por qué mentía sobre la yegua? Si andaba suelta, tuvo que haberla visto. A menos que se escapara del prado antes de las ocho de la mañana. ¿Y por qué no? Irrefutable, maldición, sospechosamente irrefutable.