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La prueba de la yegua castaña

¡Salve, oh, santuario de la sangre!

La tragedia de la novia

Miércoles, 1 de julio

Las fotografías del papel encontrado en el cadáver llegaron a la mañana siguiente, como estaba previsto, junto con el original, y al compararlos en presencia de Glaisher y Umpelty, Wimsey tuvo que reconocer que los expertos habían hecho un excelente trabajo. Incluso el papel original resultaba mucho más legible que antes. Los productos químicos que quitan las manchas de sangre y del cuero teñido, los productos químicos que restablecen el color perdido y le dan un aspecto de tinta aguada habían funcionado bien, y los filtros cromofotográficos, que tanto contribuyen a que la lente recoja un color y elimine otro, habían dado un resultado, modificado a partir del original, en el que solo unas cuantas letras se habían perdido irremediablemente. Pero leer es una cosa, y descifrar, otra. Contemplaron desolados el inextricable revoltijo de letras.

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Al cabo de dos horas agotadoras, quedaron asentados los siguientes hechos:

1. La carta estaba escrita en un papel fino pero resistente que no se parecía en absoluto a los demás papeles encontrados entre los efectos personales de Paul Alexis. Por consiguiente, existían más probabilidades de que Alexis hubiera recibido la carta de que la hubiera escrito.

2. Estaba escrita a mano en tinta violácea, que no era la que utilizaba Alexis. Por añadidura se deducía que quien había escrito la carta o no tenía máquina de escribir o temía que la localizaran.

3. No estaba escrito con la clave del cilindro de Jefferson, ni en ninguna otra clave que suponga la sustitución de una letra del alfabeto por otra.

—De todos modos, tenemos material más que suficiente para trabajar —dijo Wimsey animado—. Este no es uno de esos mensajes concisos y breves como «Pon las cosas a buen recaudo», que te hacen plantearte cuál es la letra que más se repite en un idioma. En mi opinión, es uno de esos códigos endiablados basados en un libro, en cuyo caso debe de ser uno de los libros del difunto, así que no tendríamos más que examinarlos, o es un tipo de código completamente distinto, como en el que estaba pensando yo la otra noche, cuando vimos las palabras subrayadas en el diccionario.

—¿Y en qué consiste, milord?

—Es un buen código, además bastante desconcertante si no se conoce la palabra clave —contestó Wimsey—. Se utilizó durante la guerra. La verdad es que yo también me serví de él, durante una breve temporada en que me dediqué a investigar con un alias alemán, pero no es propiedad exclusiva del Ministerio de la Guerra, porque me lo encontré no hace mucho en una novela policíaca. Es justo… —Hizo una pausa, y los policías aguardaron, expectantes—. Iba a decir que es justo lo que un conspirador inglés aficionado interpretaría sin dificultad. No es evidente, pero sí accesible y sencillo de manejar, un código que Alexis podía aprender con facilidad a codificar y descodificar. No requiere gran aparato y se utiliza prácticamente el mismo número de letras que en el mensaje original, de modo que es sumamente apropiado para largas epístolas de un código.

—¿Cómo funciona? —preguntó Glaisher.

—Es muy bonito. Eliges una palabra clave de seis o más letras, ninguna de las cuales se repite. Por ejemplo, SQUANDER,

[6] que estaba en la lista de Alexis. Después haces un diagrama de cinco casillas de lado y escribes la palabra clave en los cuadrados, así:

S
Q
U
A
N
D
E
R

—Después se rellenan las demás casillas con el resto del alfabeto, ordenadamente, excluyendo las letras que ya se han escrito.

—No se pueden poner veintiséis letras en veinticinco casillas —objetó Glaisher.

—No, pero si fuera usted un antiguo romano o un monje medieval, trataría la «i» y la «j» como una sola letra. Y así tenemos lo siguiente:

S
Q
U
A
N
D
E
R
B
C
F
G
H
IJ
K
L
M
O
P
T
V
W
X
Y
Z

—Ahora, escribamos un mensaje… ¿Qué podemos decir? «All is known, fly at once»,

[7]la historia de siempre. Lo escribimos todo junto y lo dividimos en grupos de dos letras, leyéndolo de izquierda a derecha. No podemos poner dos letras iguales juntas, de modo que si eso ocurre, metemos una «q», una «z» o algo que no confunda al lector. Y el mensaje queda así: «AL QL IS KN OW NF LY AT ON CE».

—¿Y si quedara una letra suelta al final?

—Pues añadimos otra «q», otra «z» o algo para completar. Vamos con el primer grupo, AL. Vemos que están en los ángulos de un cuadrado, en cuyos otros ángulos están SP, de modo que SP serán las dos primeras letras del mensaje cifrado. De igual modo, QL se convierte en SM e IS en FA.

—¡Ah, pero están KN! —exclamó Glaisher—. En la misma vertical. ¿Qué pasa entonces?

—Tomamos la siguiente letra debajo de cada una, TC. A continuación OW, que usted mismo resolverá tomando los extremos del cuadrado.

—¿MX?

—MX. Continúe.

—SK —dijo Glaisher muy contento, trazando diagonales de un extremo a otro—. PV, NP, UT…

—No, TU. Si la primera diagonal iba desde abajo hacia arriba, hay que volver a hacer lo mismo. ON = TU, así que NO sería UT.

—Claro, claro, TU. ¡Un momento!

—¿Qué pasa?

—CE está en la misma horizontal.

—En ese caso, se toma la siguiente letra a la derecha de cada una.

—Pero no hay ninguna letra a la derecha de C.

—Pues empiece otra vez por el principio de la línea.

El comisario se quedó perplejo un momento, pero finalmente se decidió por DR.

—Eso es. Y el mensaje cifrado queda así: SP SM FA TC MX SK PV NP TU DR. Para que quede más bonito y no descubrir el método, se puede dividir en grupos más largos. Por ejemplo: SPSM FAT CMXS KPV NPTUDR. O adornarlo con signos de puntuación al azar, como S.P. SMFA. TCMXS, KPVN, PT! UDR. Da igual. Quien lo reciba no hará caso de eso, sino que volverá a dividirlo en pares de letras y lo leerá con la ayuda del diagrama codificado, siguiendo las diagonales como antes, la siguiente letra por encima, en la misma vertical, y la siguiente a la izquierda, en la misma horizontal.

Los dos policías se enfrascaron en la contemplación del diagrama.

—Comprendo, milord. Muy ingenioso. No se puede adivinar por la letra más frecuente, porque se pone una distinta en cada ocasión, según esté agrupada con la siguiente letra. Y tampoco se adivinan las palabras individuales, porque no se sabe dónde empiezan ni dónde acaban las palabras. ¿Es posible descodificarlo sin la palabra clave?

—¡Claro que sí! —contestó Wimsey—. Cualquier código que se haya codificado es descodificable, con paciencia y esfuerzo, salvo quizá algunos de los que están basados en libros. Conozco a un hombre que solo se dedicó a eso durante años. El diagrama codificado le hizo tanta mella que cuando cogió el sarampión le salieron cuadros en lugar de puntitos.

—Entonces será capaz de descodificar este —dijo Glaisher, entusiasmado.

—Con los ojos cerrados. Si quiere, le enviamos una copia. No sé dónde está, pero conozco a quienes sí lo saben. ¿Lo mando? Nos ahorrará mucho tiempo.

—Por mí encantado, milord.

Wimsey cogió una copia de la carta, la metió en un sobre y adjuntó una breve nota.

Estimado Clumps:

Aquí tienes un mensaje cifrado. Probablemente Playfair, pero a lo mejor lo sabe Bungo. ¿Puedes colárselo y decirle que le agradecería que lo interpretara? Dicen que procede de Europa central, pero diez a uno a que está en inglés. ¿Qué tal por ahí?

Afectuosamente,

WIMBLES

¿Has sabido algo de Trotters últimamente?

Escribió el nombre de un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y cogió otra copia del mensaje.

—Me voy a llevar esto, con su permiso. Analizaremos algunas palabras que Alexis había seleccionado. Será un bonito trabajo para la señorita Vane, lo mejor para que deje de hacer crucigramas. Bueno, ¿qué más tenemos?

—Todavía no hay gran cosa, milord. No hemos encontrado a nadie que viera pasar a Perkins por Darley en ningún momento, pero sí hemos localizado al farmacéutico que le atendió en Wilvercombe. Dice que Perkins estuvo allí a las once, lo cual le da tiempo de sobra para haber estado en Darley a la una y cuarto. Y Perkins ha sufrido una recaída y no lo podemos interrogar. Hemos visto a Newcombe, el granjero, y confirma que encontró la yegua suelta a la orilla del mar el viernes por la mañana. También dice que estaba en el prado cuando su criado anduvo por allí el miércoles y que está seguro de que no pudo meterse por el hueco del seto ella sola, pero, claro, a nadie le gusta reconocer sus propios errores.

—Claro que no. Bueno, voy a ir a ver a Newcombe. Mientras tanto, la señorita Vane se aplicará a fondo con el código, con todas las palabras subrayadas. ¿A que sí?

—Si te empeñas…

—¡Qué mujer tan admirable! Tendría gracia que nos adelantáramos al intérprete oficial. Supongo que los Weldon no han dado señales de ir a marcharse.

—No han dado ningún indicio, pero no sé gran cosa de ellos desde el funeral. Henry parece un poco distante… No sé, supongo que no puede superar la historia de la serpiente. Y su madre…

—¿Qué?

—No, nada, pero al parecer está intentando obtener más información de Antoine.

—¿En serio?

—Sí. Antoine es muy comprensivo.

—Pues que tenga suerte. ¡En fin, hasta luego!

Wimsey fue en coche a Darley, habló con el granjero y le pidió que le prestara la yegua y una brida. El señor Newcombe no solo accedió amablemente a dejárselas, sino que se ofreció a acompañarlo para observar el experimento. Al principio, a Wimsey no le gustó mucho la idea, pues parece más conveniente dar una buena paliza al caballo de otra persona en un recorrido de seis kilómetros si el dueño no está pendiente, pero tras reflexionar, cayó en la cuenta de que el señor Newcombe podía hacer algo útil. Le pidió a aquel caballero que tuviera la bondad de ir delante de él hasta la Hornilla, que tomara nota del momento exacto en el que él aparecía a la vista y que lo cronometrase a partir de entonces. Haciéndole un guiño a Wimsey para darle a entender que comprendía la relación entre la yegua suelta y la tragedia de la Hornilla, accedió inmediatamente y, tras subir a lomos de un recio jamelgo blanco, se dirigió a la orilla, mientras Wimsey, reloj en mano, se puso a la tarea de atrapar la yegua.

Apareció inmediatamente, sin duda, con su sencilla mente equina relacionó a Wimsey con la avena. Tras pedir permiso, se había vuelto a abrir el hueco en el seto; Wimsey embridó al animal, lo hizo pasar por allí, montó y partieron a medio galope.

Tal y como se esperaba Wimsey, la yegua, si bien muy dispuesta, no era excepcionalmente veloz y, como tuvieron que avanzar por el agua, resultó un tanto torpe y sumamente ruidosa. Wimsey no perdió de vista los acantilados mientras cabalgaba. No se veía a nadie ni nada más que unas cuantas reses pastando. La carretera quedaba oculta. Al llegar a la altura de las casas se puso a buscar la fractura que había visto Ormond en el acantilado. La reconoció por las rocas caídas y los trozos de cerca y miró el reloj. Le sobraba un poco de tiempo. En la orilla aparecía claramente la Hornilla, con Newcombe sentado en ella, un bultito oscuro a un kilómetro y medio de distancia. Dejó la fractura del acantilado para más adelante, para el viaje de vuelta, y forzó a la yegua a apretar el paso. El animal respondió enérgicamente y recorrieron el último kilómetro y medio con elegancia, con el agua salpicando a su alrededor. Wimsey vio al granjero con toda claridad: tenía atado el caballo a la dichosa anilla y él estaba de pie en la roca, observando atentamente el reloj para medir el tiempo.

Hasta que se encontraron a pocos pasos de la roca, la yegua no se dio cuenta de lo que ocurría. Entonces dio un respingo, como si alguien hubiera pegado un tiro, levantó la cabeza y giró tan bruscamente que Wimsey, con la fuerte sacudida, casi se cayó sobre el cuello del animal y estuvo en un tris de salir despedido. Hincó las rodillas en los flancos desnudos del animal y tiró con fuerza de la brida, pero como muchos jamelgos de granja, era dura de boca, así que el bridón apenas le hizo mella. Salió corriendo, volviendo sobre sus pasos como alma que lleva el diablo. Wimsey se dijo con cinismo que había subestimado la velocidad del animal, se aferró denodadamente a la cruz y se concentró en acortar la rienda izquierda para que la yegua torciera la cabeza hacia el mar. Al fin, el animal aminoró el paso al resultarle difícil seguir adelante con semejante tirón y caracoleó hacia un lado.

—Pero, por Dios, bonita, ¿qué te pasa? —dijo Wimsey con dulzura. La yegua se estremeció, jadeante—. Vamos, vamos. Nadie te va a hacer daño —añadió, acariciándole el sudoroso cuello.

El animal se paró, pero siguió temblando.

—Vamos, vamos.

Wimsey le hizo girar la cabeza una vez más hacia la Hornilla, y vio que el señor Newcombe se aproximaba rápidamente en el caballo blanco.

—¡Dios bendito! —exclamó el señor Newcombe—. ¿Qué le pasa a la yegua? Temí que lo fuera a tirar. Sabe usted montar, ¿eh?

—Algo debe de haberla asustado —dijo Wimsey—. ¿Ha estado allí alguna vez?

—Que yo sepa, no —contestó el granjero.

—No estaría usted agitando los brazos ni nada parecido, ¿verdad?

—Yo no, desde luego. Estaba mirando el reloj. ¡Vaya! Que me aspen si me acuerdo del tiempo. Me he quedado pasmado al ver cómo se asustaba la yegua de repente.

—¿Suele espantarse?

—Nunca la había visto hacer una cosa así.

—Qué raro. Voy a intentarlo otra vez. Venga usted detrás y así sabremos que no ha sido usted quien la ha sobresaltado.

Espoleó la cabalgadura para que volviera a la roca, a trote ligero. La yegua avanzó nerviosa, meneando la cabeza sin cesar. Y de repente se quedó quieta, como antes, temblando.

Volvieron a intentarlo varias veces, haciéndole zalamerías y dándole ánimos, pero sin resultado alguno. No hubo manera de que se acercase a la Hornilla, ni siquiera cuando Wimsey desmontó e intentó llevarla pasito a pasito. El animal se negó en redondo a moverse, con las temblorosas patas clavadas en la arena y los ojos en blanco, aterrorizados. Por pura piedad, tuvieron que dejarlo.

—Maldita sea —dijo el señor Newcombe.

—Y que lo diga —añadió Wimsey.

—Pero ¿qué le puede haber pasado? —preguntó el señor Newcombe.

—Yo sé lo que le ha pasado, pero en fin… Será mejor que volvamos —dijo Wimsey.

Regresaron lentamente. Wimsey no se detuvo a examinar la fractura del acantilado. No le hacía falta. Ya sabía perfectamente qué había ocurrido entre Darley y la roca de la Hornilla. Mientras seguía su camino, fue estructurando sus teorías línea a línea y, en la última, escribió, como Euclides:

LO CUAL ES IMPOSIBLE

También el agente Ormond estaba un tanto decaído. De repente se le había venido a la cabeza la única persona que podía darle una pista del señor Perkins. Era el viejo capataz Gander, quien todos los días, así cayeran chuzos de punta, se sentaba en el banco del pequeño refugio que había alrededor del roble en el centro del prado comunal. El día anterior no había tenido en cuenta a Gander, debido a un acontecimiento insólito: que el hombre no ocupaba su asiento habitual cuando Ormond anduvo haciendo sus pesquisas. Resultaba que el señor Gander estaba en Wilvercombe, en la boda de su nieto menor, que se había casado con una joven de esa localidad, pero ya había vuelto y estaba más que dispuesto a contestar a las preguntas del policía. El anciano caballero estaba de muy buen humor. Cumpliría ochenta y cinco años el día de San Martín, tenía una salud de hierro y presumía de que, si bien estaba un poco duro de oído, la vista, gracias a Dios, era tan buena como siempre.

Pues sí, recordaba el jueves 18, el día que encontraron al pobre joven muerto en la Hornilla. Un día precioso, por cierto, solo que hizo un poco de viento por la tarde. Siempre se fijaba en los forasteros que pasaban por allí. Recordaba haber visto pasar un coche grande, descapotable, a las diez. Rojo, para más señas, e incluso se sabía la matrícula, porque Johnnie, su bisnieto —¡ah, qué chico tan listo!— se había fijado en lo curiosa que era. OI0101, como si dijeras oi, oi, oi. El señor Gander se acordaba de los tiempos en que no había cacharros de esos y comentó que que él supiera a la gente no le iba peor. No es que tuviera nada contra el progreso. En sus años jóvenes siempre había votado a los radicales, pero ahora esos socialistas estaban llegando demasiado lejos, en su opinión. Demasiado generosos con el dinero ajeno, eso era lo que les pasaba. Fue el señor Lloyd George quien le concedió la pensión de vejez, como debía ser, porque él había trabajado mucho toda la vida, pero en cuanto a los muchachos de dieciocho años, que no le hablaran de cobrar el paro. Cuando él tenía dieciocho años, estaba en pie a las cuatro de la madrugada todos los días, trabajando hasta la puesta del sol, por cinco chelines a la semana, y que él supiera no le había pasado nada por eso. A los diecinueve años se casó, y diez hijos que tuvo, siete de los cuales aún le vivían, tan ricamente. Pues sí, el coche había vuelto a la una. El señor Gander acababa de salir de Feathers, de tomarse una pinta, y vio al caballero que estaba de acampada junto al sendero bajándose del coche. Dentro había una señora, muy arreglada, pero en opinión del señor Gander era la típica vieja haciéndose pasar por jovencita. En sus tiempos, las mujeres no se avergonzaban de la edad que tenían. Y no es que le pareciera mal que una mujer sacara el mejor partido que pudiese de su aspecto, no, porque estaba a favor del progreso, pero consideraba que últimamente estaban llegando demasiado lejos. El señor Martin, que así se llamaba el caballero, le dio los buenos días, entró en Feathers y el coche se marchó por la carretera de Heathbury. Pues sí, también había visto marcharse al señor Martin. A la una y media, según el reloj de la iglesia. Y bien bueno que era el reloj. El párroco lo había arreglado, pagándolo de su propio bolsillo, hacía dos años, y cuando ponías la radio, se oía el Big Ben y el reloj de la iglesia dando la hora a la vez, y era muy bonito. En tiempos del señor Gander no había radio, pero a él le parecía un progreso muy bueno. Su nieto Willy, el que estaba casado con una mujer de Taunton, le había regalado un aparato precioso. Como podía ponerse muy alto, lo oía divinamente, a pesar de que se estaba quedando un poco duro de oído. Le habían contado que hasta iban a poner imágenes por la radio, así que esperaba que el Señor le concediera vida suficiente para verlo. No tenía nada en contra de la radio, pero le parecía que algunas personas llegaban demasiado lejos con eso de poner los servicios religiosos del domingo como quien enciende el gas. Bien estaba para quien tuviera alguna dolencia, pero para los jóvenes solamente contribuía a que se volvieran vagos y empezaran a faltar al respeto a sus mayores. Él no había faltado a la iglesia los domingos en veinte años, desde que se rompió una pierna al caerse del almiar, y mientras Dios le diera fuerzas, allá que iría. Pues sí que recordaba a un joven un poco raro que pasó por el pueblo aquella tarde. Y claro que podía describirlo, pues no tenía nada en la vista, ni en la memoria, a Dios gracias. Era únicamente del oído de lo que no andaba bien, como a lo mejor ya había advertido el señor Ormond, pero solo había que hablar clarito y no entre dientes, como solían hacer los jóvenes, y el señor Gander oía estupendamente. Era uno de esos tipos de ciudad, hechos polvo, con gafas enormes, una bolsita atada a la espalda y un bastón para andar, como todos. Excursionistas, así los llamaban. Todos llevaban bastones largos, como los boy scouts esos, cuando cualquiera con un poco de experiencia sabía que no hay nada como una buena rama de fresno con puño para apoyarte cuando vas andando. Si es que es de razón, que te agarras mejor a eso que a un bastón largo. Pero claro, los jóvenes no atienden a razones, sobre todo las mujeres, y también le parecía que estaban llegando un poco lejos, enseñando las piernas con pantalones cortos como jugadores de fútbol. Aunque no es que él fuera tan viejo como para que no le gustara ver un buen par de piernas femeninas. En sus tiempos las mujeres no enseñaban las piernas, pero sabía de más de un hombre que habría recorrido kilómetros para ver un tobillo bonito.

El agente Ormond se concentró con todas sus fuerzas en la última pregunta.

—¿A qué hora pasó ese joven por aquí?

—¿Que a qué hora? Oiga, joven, no grite, que no hace falta… Igual estoy un poco duro de oído, pero no soy sordo. Sin ir más lejos, el lunes pasado le dije al párroco: «Qué sermón tan bueno nos dio ayer». Y él va y me dice: «¿Oye bien desde donde está?». Y yo le dije: «Pues igual no tengo el oído tan bueno como cuando era joven, pero todavía le oigo a usted muy bien predicar, párroco, y es que tengo a Dios nuestro Señor en la cabeza». Y me dijo el párroco: «Pero qué hombre tan extraordinario es usted para su edad, Gander», y es que es verdad.

—No cabe duda —comentó Ormond—. Yo solo quería saber cuándo vio usted a ese individuo con gafas y un bastón largo pasando por aquí, por el pueblo.

—Serían cerca de las dos —contestó el ancianito, muy contento—. Sí, a eso de las dos. ¿Y sabe por qué? porque me dije: «Seguro que quieres remojarte el gaznate, muchacho, y como resulta que en Feathers cierran a las dos, más vale que te des prisa». Pero el hombre ese, que venía de Wilvercombe, pasó de largo, en dirección al sendero de Hinks. Así que me dije: «Bah, seguro que eres uno de esos blandengues que se han criado a base de limonada con gas, venga a soltar eructos (con perdón), tienes toda la pinta». Y de las mismas me dije: «Gander, tienes justo el tiempo para tomarte otra pinta». Así que me tomé otra pinta y allí en el bar vi que eran las dos, por el reloj del bar, porque siempre va cinco minutos adelantado, por aquello de que la gente no se pase de la hora reglamentaria.

El agente Ormond se tragó el golpe en silencio. Wimsey se equivocaba, se equivocaba de medio a medio. La coartada de las dos de la tarde era completamente cierta. Weldon era inocente, Bright era inocente, Perkins era más inocente que un angelito. Solo quedaba por probar que la yegua también era inocente; entonces toda la teoría sobre Weldon se desmoronaría como un castillo de naipes.

Vio a Wimsey en el prado comunal y le comunicó este dato tan deprimente.

Wimsey lo miró.

—¿No tendrá por casualidad un horario de trenes a mano? —preguntó al cabo de unos momentos.

—¿Un horario de trenes? Pues no, milord, pero puedo ir a buscarlo o quizá pueda decírselo yo a su señoría…

—No se moleste —repuso Wimsey—. Solo quería saber cuál es el próximo tren para Colney Hatch.

El policía lo miró a su vez.

—La yegua es culpable —dijo Wimsey—. Estaba en la Hornilla y presenció el asesinato.

—Pero yo pensaba que usted había demostrado que era imposible, milord.

—Y lo es, pero es verdad.

Wimsey regresó para comunicar sus conclusiones al comisario Glaisher, a quien encontró atacado de los nervios y de mal humor.

—Los de Londres le han perdido la pista a Bright —dijo cortante el comisario—. Lo siguieron hasta la redacción del Morning Star, donde recogió el cheque de la recompensa. Lo cambió inmediatamente por dinero en efectivo y se escabulló en uno de esos grandes almacenes atestados de ascensores y puertas. En fin, que les dio esquinazo y ha desaparecido. Yo pensaba que se podía confiar en los de Londres, pero parece ser que me equivocaba. Ojalá no nos hubiéramos metido en este caso tan complicado —añadió con amargura—. Y ahora viene usted con que la yegua estuvo allí y no estuvo allí y que ninguna de las personas que debían de haberla montado la montaron. ¿Cuál será su próxima hipótesis? ¿Que fue el animal el que le cortó el cuello a ese individuo con la herradura y después se transformó en caballito de mar?

Wimsey volvió entristecido al Bellevue y encontró un telegrama aguardándolo. Lo habían enviado aquella tarde desde una oficina de correos del West End y decía lo siguiente:

EXCELENTE TRABAJO AQUÍ STOP ESPERO PRONTOS RESULTADOS STOP COMUNICACIÓN CON INSPECTOR JEFE PARKER STOP ESPERO OPORTUNIDAD PARA ENVIAR TRAJE MEZCLILLA DESDE CASA STOP BUNTER.